Posted in inmanencia on 2 agosto, 2010|
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Un bloque de nubes, o una sola gran nube, cubre la mitad del cielo disponible en Curicó. No deben ser más de las seis de la tarde. Salí de mi casa hacia al centro sin saber si tomaría el colectivo o caminaría. Desde dentro habria sido imposible decidir si queria caminar o entrar en un colectivo. Creo que fue esa nube o bloque de nubes lo que me animó a caminar. O quizá fuese el sol que, desde el lado despejado, hacía el contraste. Pensé que debía llover y que, dada la forma de la nube, habría una frontera precisa entre la lluvia y la no lluvia. Calculé y la frontera debía estar a unas cuantas cuadras. Creo que cuando era más chico tenía la esperanza de llegar al final de la lluvia. No creía en los duendes y el oro al final del arcoíris pero me gustaba la idea de un cambio abrupto entre un lugar que llueve y otro que no. Creía que realmente sucedía así y esta nube me hizo creer que mi idea no era tan inverosímil. Pero ni rastros de lluvia. En cambio un cortejo fúnebre a lo lejos. Viene hacia mí. Voy hacia él. Por unos momentos pienso que pasar entremedio de ellos y encima en sentido contrario es una falta de respeto. Opto entonces por aminorar el paso y adoptar una actitud respetuosa, es decir, y esto es algo que caminando resulta mucho más fácil que en un velorio, una actitud comprometida, no desde el exterior, no como alguien que ve un espectáculo. Y paso. Ocupan la calle y la calzada. Paso por la calzada, solemne y respetuoso, no como ese odioso ciclista que incluso se da media vuelta a mirar la procesión. El cortejo fúnebre avanza hacia el bloque nuboso, hacia la muerte, como corresponde, y yo avanzo hacia el final de las nubes, o hacia el final de la lluvia (si lloviera). El frio está agradable. No es del frio que hace doler la nariz. Llego al centro en 15 minutos. Todo está cerrado. O derrumbado. No encuentro devedés. En una esquina hay un señor vendiendo cabritas y ningún niño a un kilometro a la redonda. Pena. Más pena que caminar en dirección contraria de mil cortejos fúnebres –pues es mentira que fui respetuoso y en realidad les ausculté la cara todos para ver si estaban tan afectados y nada, la mayoría iba conversando y riendo-. Le compro un paquete de cabritas. Ni siquiera le pregunto cuánto cuestan. Al pasar por la plaza se las voy lanzando a las palomas. Pero me aburro y doy vuelta todo el contenido en un montículo. Avanzo a razón de dos o tres personas por cuadra. Esa es la densidad poblacional del centro los domingos. Entro a la farmacia y mi padre está en el mesón. Beso abrazo palmada en la guata. Conversar sobre Curicó Unido. Que qué pasó con la Copa Chile. Me cuenta que tiene cdf premium en una tele chica. Me pregunta si ando apurado y le digo que no. Entonces vamos a su casa a darle comida al perro que no come hace dos días o algo así. Me dice que ha aprendido a dosificar y no se come todo altiro. La puerta está con triple candado. Todavía quedan pedazos de murallas en el suelo. Usamos el cel de linterna para avanzar. Le pregunto, y esta vez trato de poner atención para no olvidarlo más, sobre la reconstrucción y me dice que no hay daño estructural, que vino no sé qué importante arquitecto y le dijo que bastaba con descascarar y encascarar de nuevo (o como se diga). Volvemos al terminal. Le veo atender gente un rato. Luego él está sentado en su escritorio rebosante de papeles y yo apoyado en el quicio de la puerta, como siempre. Le cuento que ahora hago la práctica. Me cuenta que el próximo sábado se juntaran con los gamma 5, su ex banda de rock de hace 20 años. Por cada cosa que me cuenta le hago una pregunta extra. Me mira extrañado pero contesta. Siento una gratitud indeterminada. Hablamos mientras revisa papeles y teclea cosas en la pantalla. Pero tengo el pan de la once. Debo volver luego. Nos despedimos, cruzo a la estación de trenes para asegurar el boleto. En la caja está la misma niña de siempre con cara de despistada leyendo una revista que de seguro ni siquiera ha escogido. Me cae bien pero no sé porqué me caería mejor si estuviera leyendo un diario en vez de la revista Paula. Empieza atendiendo sin mirarme y de a poco eleva la vista. Doy mi rut. Pago. Me repite la hora y el número de coche y de asiento apuntando con un lápiz bic directo sobre el boleto que cuidadosamente ha girado hacia mí. Es innecesario pero sé que debe hacerlo. Ella, a su vez, sabe que yo sé esto. Se nota en su tono de voz. “Perfecto”, le digo, y camino hacia la parada de los colectivos. El bloque de nubes, sin lluvia, ya lo cubre todo.
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