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Archive for May 2017

abril

Oslo, 31. August - Joachim Trier (2011)

“La debilidad humana me interesa como contrapartida a la expansión exterior de la persona, al comportamiento agresivo frente a otras personas y frente al mundo, al deseo de someter a otros a las propias intenciones, con el fin de autoafirmarse”. (Andrei Tarkovsky, Esculpir en el tiempo).

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Día libre, despierto de la siesta y veo un audio de M: a los de la central de distribución (alías Bodega) se les desfondaron unas cajas con devoluciones que había hecho y han mandado mails y se han quejado y han hecho de la eventualidad una tragedia que busca culpables, razones, sanciones. Me gustaría alguna vez verme cara a cara con alguno de estos mierdas, preferentemente en el estado en que me encuentro ahora, recién salido de la siesta, con mi polera apolillada y explicarles muy tranquilamente, muy a lo Big Lebowski, que la responsabilidad es mía, que yo embalé esas devoluciones (al igual que decenas de otras que sí llegaron a destino) y que cuentan con todo mi apoyo para la creación de una Central de Certificación de Cajas (en adelante, C.C.C.) que estudie científicamente los dispositivos cartonísticos para así rebajar la taza de destrucción y merma del producto durante su traslado. Porque ese es el lenguaje que les gusta, porque así, mientras siguen siendo la cadena de librerías más charcha de Chile, te presionan y te mantienen en una situación constante de hostilidad mental; porque les gusta la dinámica del informe, la hueaita colegial, la prosternación alumnil ante el inspector. Por fuera mantienen su retórica de difusión cultural y genuino interés por la palabra escrita, pero por dentro no hay más que una estructura muerta, viciada, sin una puta gota de sangre, llena de hueones que no sabrían valorar un poema ni aunque les cayera como un piedrazo en la cabeza. Pero nisiquiera es ese el problema: seguro hay muchas empresas exitosas comandadas por incultos poéticos y de todo tipo; el problema es cuando quieres hacer creer que te importa, que realmente crees en los libros, que realmente sientes que en algún periodo de tu vida los libros te salvaron de un peligro indeterminado pero real y te interesa que más gente pueda sentir eso; el problema es cuando te inventas toda una maquinaria para fabricar esa aura que cualquiera que haya estado un par de años dentro sabe que es una mentira, una construcción, pero no una construcción histórica, como la que ejercen con lentitud los pueblos sobre sí mismos, sino una construcción que vive sin poder alcanzarse a sí misma en su concepto, una construcción que, como todos los sueños de la modernidad, choca una y otra vez contra sus propios lemas y, lo más ridículo de todo, una construcción que nisiquiera funciona bien dentro de la misma lógica del capitalismo humanizado. Entonces aprendes a dominar el triste arte de simplemente mantenerte en pie y dar la pelea apelando a la masividad, juntas a algunos pésimos publicistas -¿existirá acaso otra clase de publicistas?- y algunos otros expertos en el maravilloso y mágico mundo del retail y durante largos años, a través de un dominio del mercado que –oh, casualidad- se afianzó en dictadura, haces crecer esta maquinaria y, efectivamente, las cosas empiezan a resultar: engordan los bolsillos, tus vacaciones mejoran, las editoriales empiezan a amontonarse como palomitas alrededor de la banca del jubilado, miras alrededor y, era que no, muchos cargan las bolsas con tu logo y, sin importar qué haya dentro de esas bolsas, te sobas el estómago y llamas a eso difusión cultural. Como sea, insinúan la posibilidad de que debamos correr nosotros con los costos de los libros estropeados por dicho colapso y, estando las cosas como están, no me importaría copiar y pegar esto mismo a modo de respuesta. Digo, si es que aún necesitan una, estos tristísimos señoritos.

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Par de días libres. Me pongo al día con el corazón de la casa. Voy a la feria. Le doy unos colores al refri. Compro un poemario de un griego desconocido en la Proa y me arrepiento. Compro un cómic titulado Sack el tristón y también me arrepiento. Al llegar de la feria se me rompe la rueda del carrito y me alegro, pues lo normal en el guión de mi vida sería que se me hubiera roto allá, totalmente cargado y lejos de casa. Respaldo las películas en los discos externos hasta casi dejar vacío el compu. Duermo y duermo y duermo y todas las siestas tienen la misma estructura: busco a la gatachica, me la echo al hombro, me tumbo y la dejo en la cama, me estiro y se sube a mi espalda, me amasa la cabeza y me duermo. Hago el aseo de la cocina. Fumo. Riego. Circulo reubicando cosas, doblando y guardando frazadas. Habito los rincones. Hago jugos naturales. Invento tés. Me dicen que vea Legion y la veo. Me dicen vamos a comer unos pastelitos y voy. Traspaso al diario algunas citas. Solo puedo sentarme frente al computador cuando la casa está ordenada. Un vientecito amable juguetea con la cortina que a su vez juguetea con la gatachica que a su vez juguetea con mi impulso por hacerle fotos. Con tuiter y facebook cerrados se abre otro tipo de tiempo, es decir, otro tipo de retroalimentación. Escribo más. Escribo esto. Despierto a la hora de la callampa, me visto y almuerzo con R y G en unos chinos. Ante los amigos, dice Canetti, “ejercitamos nuestras fanfarronadas, nuestras prepotencias, nuestras vanidades; ante ellos nos presentamos peores y mejores de lo que realmente somos”. Dejamos a R en su trabajo que queda al lado de un castillo, sabiendo de antemano que habrá que inventar un par de bromas respecto a aquello. G me acompaña a buscar una ferretería. Somos dos hombres comiendo helados mientras caminan por la alameda y lo sabemos. Le digo que necesito ir a dormir siesta a mi casa y él se va a la suya y eso es la amistad y así van estos días.

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“Me convertí en una figura de libro, en una vida leída. Lo que siento está (sin que yo me lo proponga) sentido para que se escriba que se sintió. Lo que pienso enseguida está puesto en palabras, mezclado con imágenes que lo deshacen, abierto en ritmos que son cualquier otra cosa. De tanto recomponerme me destruí”. (Pessoa, Libro del desasosiego).

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Me leo y me asqueo. Esta manía de contarlo todo. De alegrarme porque consigo hacerle caso a la mejor parte de mí durante dos o tres días y luego ya me pierdo. Reescribo y borro por aquí y por allá. La torpe conciencia de querer ser querido. El avance moral a tropezones. El confuso límite entre contar las propias miserias y adornarlas. La verdad última de estos días es que no lo estoy consiguiendo. Hago las cosas que se supone que me gustan pero las alterno mal. El playstation es mi pasta base. Sigue rebotándome en la cabeza, sobre todo mientras estoy en el trabajo, la palabra retroalimentación. Siento que necesito crear y colaborar y alejarme de todos estos libros que están tan muertos como los señoritos de terno que llenan el local a la hora pick. Necesito sacarme de cuajo de la mera reproducción de la vida. Necesito un ajuste que no sé desde dónde viene pero que seguro no es desde aquí.

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“Hace mucho tiempo que no sólo no escribo, sino que nisiquiera existo. Creo que apenas sueño. Las calles no son sino calles para mí. Hago el trabajo de la oficina sólo con conciencia de que lo hago, pero no diría sin distraerme; por detrás de esa conciencia estoy, no meditando sino durmiendo, otro siempre”. (Pessoa, Libro del desasosiego).

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Hace algunos días con M, al final o al comienzo de un típico día de mierda, nos escupimos la mano y prometimos que para esta navidad ya no estaríamos en la librería. Me sentí bien. Como teniendo las riendas de algo. Como si efectivamente uno pudiese tomar decisiones que, miradas de cerca, no son decisiones sino manotazos que apartan la maleza y abren el paso -hacia dónde.

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Sábado por la noche. Por culpa de Ismael Velázquez Juárez y su Lugares y no lugares para caer muerto en Richard Brautigan (o por culpa de J, que me mandó el pdf) termino divagando en https://poesiamexa.wordpress.com. Miro las fotos de los autores y descargo sus poemarios si algo en ellos me hace creer que podríamos ser amigos. Robo unos cuantos epígrafes para echarlos aquí. Intento tres veces un poema que en realidad son solo las ganas de ser alguien que escribe un poema un sábado por la noche. Tengo un té maravilloso que no sé de qué es, una gatachica que prefiere dormir incómoda en mis piernas antes que en la alfombra y la sensación de que todo va a estar bien ahora que empieza a ser temporada de buzo por las noches. La lavadora se fue a la mierda y no me enfurecí como otras veces. Todo sigue donde mismo, pero me envuelve una fina capa de absoluta indiferencia. Si supiera de qué está hecha seguro me esforzaría por mantenerla y reforzarla y todo se arruinaría. Me hago un pito con todas las colas sobrantes y el hachis del moledor. Le daré una paliza al Atlético de Madrid y luego veré alguna película ruda.

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Quizá deba conformarme con a veces necesitar cosas simples y dármelas de manera simple y seguir el secreto hilo de las experiencias como quien mira pasar un tren

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Días sin notificaciones de ningún tipo. Días en los que en el guasap solo habla la familia y, por la mañana, el menú del día. La cómoda sensación de ir hundiéndose y desapareciendo, incluso para sí mismo. Me pregunto si, de seguir así, podría desaparecer del todo, es decir, de todos.

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Puntapié inicial para un cuento que seguramente nunca escribiré: profe de cárcel ex preso político decide amotinarse junto con los presos.

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“El más grande misterio de mi vida es éste: ¿por qué no me suicido? En vano alegar mi pereza, mi miedo, mi olvido (se olvida de suicidarse). Tal vez por eso siento, de noche, cada noche, que me he olvidado de hacer algo, sin darme bien cuenta de qué. Cada noche me olvido de suicidarme”. (Pizarnik, Diarios).

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Demasiada ansiedad como para ver alguna película. Hace algunas noches puse la última de Ozon y no duré ni cinco minutos. Y lo mismo con las lecturas: pausadas las novelas monumentales, salto de un poemario a otro buscando el charchazo que necesito. Picoteo dos o tres libros cada noche. De mis sueños no sé nada. Simplemente me apago y me prendo. En realidad ya no aguanto las noches. Algo que no sé qué es empieza siempre tipo diez: la sensación de que algo debería suceder, una manera de sentirse como mirando por el balcón pero sin estar en el balcón, la sensación de estar todo el rato como a punto de cruzar una calle pero no cruzar nunca. De noche, es como si hubiera que hacer justicia y no alcanzo, no puedo: acostarse y cerrar los ojos es un punto seguido que da la sensación de estar mal puesto, pero lo uso una y otra vez porque esta narrativa a la que estoy sometido lo exige. Días y días, párrafos y párrafos, seguir y seguir. Me haría bien un sueño lúcido, pero no me lo doy. Me harían bien un montón de cosas y supongo que escribo para saber cuáles son prioritarias. Hablo cada vez menos con los pocos que mantenía contacto. Eso es algo nuevo. Llego con la batería al sesenta por ciento a casa y, si extiendo mentalmente el presente, adivino cierta curva de lejanía que me apenaría menos si me sentiría conectado de verdad con alguien. Me adentro en una lejanía seria y administrable ante la que nadie se espanta. Y quizá busco el espanto, el hastío. Alejarme de todo lo que sea inmediatamente transparente y expuesto; alejarme de todo lo que está tan a la mano que no dan ganas de apretarlo o abrazarlo.

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“Nuestra vida de adultos se reduce a dar limosnas a los otros. Vivimos todos de la limosna ajena. Desperdiciamos nuestra personalidad en orgias de coexistencia”. (Pessoa, Libro del desasosiego).

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Si le gusto a alguien siempre hay un desajuste que no tiene que ver con la falsa modestia. Ya sea porque no me gusto del todo, porque ando conmigo siempre o porque no solo estoy conciente sino que afirmo con alevosía el desorden sentimental en el que actualmente vivo, ocurre que la sorpresa –la declaración-inevitablemente construye algo o más bien abre un forado y quedo nuevamente frente al punto de partida que, en el fondo, es siempre un único y mismo lugar.

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Ordeno los closets y boto un montón de basura porque así también hago espacio en mí mismo. Me hago creer que moviendo los sillones y pasando la aspiradora y dejando todo reluciente me darán más ganas de tumbarme a leer en el sillón, pero la tarde se me va jugando PS3 y durmiendo siesta. Hay una fuerza extraña que acelera el paso del tiempo en los días libres y, a medida que llega la noche, me enojo y, por encima de ese enojo, me enojo de nuevo por ser tan tonto y enojarme siempre de lo mismo.

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Cumplo 34. Simone Weil y Mainländer murieron a esa edad. La primera por exceso de vida y el segundo por falta de ésta. Yo, ni santo ni nihilista, viviré hasta los noventa. Sobre ahora: a diferencia de cuando cumplí 30 y cerré todas las redes sociales y me hundí en Curicó, ya no me siento tan miserable. Aprendí que cualquiera vive o sobrevive y se rodea de un cúmulo de representaciones que son reforzadas y sostenidas dentro de unas reglas generales con las que todos parecieran muy cómodos. Y, habiendo ya tenido un poco de eso, sé bien que lo que a mí me interesa es otra cosa. Que aún me queda lejos. Y no puedo sino prometerme a mí mismo que nunca será tarde.

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Listo con Joachim Trier. Por ahora, solo tres películas (que todos deberían ver). Me gusta esa austeridad que lo pone, por la similitud de los temas, como el reverso casi perfecto de Woody Allen. Me gusta que no haya adorno alguno en el sufrimiento del personaje que en sus dos primeras películas es el mismo escritor deprimido ante el que uno en ningún momento puede darse el lujo de decir pero mira qué bonito sería deprimirse y ser un escritor noruego. Me gusta cómo no llega ninguna mujer a salvar al personaje y cómo el suicidio y el tedio se vuelven un paisaje que no te suelta nisiquiera en las escenas en que el hueón va a una fiesta y se besa con alguna niña. Y el freno que le pone a todas las discusiones intelectuales es hermoso porque te recuerda cómo es que habla uno cuando, eventualmente, tiene discusiones medianamente interesantes. Todas los diálogos que Woody Allen habría estirado hasta el hastío son, en Trier, enviones que chocan contra el tedio de lo cotidiano.

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Salgo del trabajo hacia la oscuridad helada de un pasaje adornado con toda la basura del día y camiones de todo tipo a punto de dejar o recoger mercadería y un puñado de estudiantes de música alargando la jornada y veo por ahí a S que me dice que está esperando a un amigo que no llegó. Iban a fumar y le digo bueno aquí estoy yo. No me gusta mucho fumar en la calle, pero me gusta este pasillo feo, lleno de camiones con mercadería, empleados y cosas estúpidas. Se siente bien apoyarse en la muralla a fumarse un pito y ver crecer el humo y confundirse con la niebla y sentirse así como al final del primer capítulo de Better call Saul o de cualquiera de estas películas que empiezan con un empleado fumando en un pasaje sin salida.

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marzo

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“Tener un hogar es volverse vulnerable. No solo a los ataques de los demás, sino a las masacres que nos hacemos nosotros mismos y que nos hacen sentir alienados”. (James Wood, Lo más parecido a la vida).

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Martes 29. Llego a Lipimávida en la camioneta del hijo del chofer del bus que no tenía permiso para seguir más allá de Duao, o algo así. Dos pasajeros más del bus me acompañan en el transbordo. Se conocen entre todos, pero no se jactan. Sus nombres propios aparecen al final, luego de los nombres de ciertas aves que desconozco. Algo invita a dejarse ser en la manera que ellos son. Hablamos del crecimiento de la zona y del fin de la temporada de veraneo. Quiero decir, ellos hablan y yo apruebo con la cabeza. Eventualmente, llegamos, llego, me bajo, los perros vienen corriendo, han crecido y solo distingo al que ahora es como Lassie; luego: las llaves, la pieza, mear y lanzar la mochila sobre la cama. Esparzo mis cachureos, me baño y parto hacia el comedor. Había olvidado que tocan una campana avisando que la cena está lista. Había olvidado, también, que ser servido me da un pudor que se traduce en unos agradecimientos muy desproporcionados que, seguramente, me hacen pasar por alguien tímido (que lo soy, supongo, pero ellos lo creen por los motivos errados). Mi mesa está junto al ventanal que da al mar y, de no ser por una numerosa familia situada en medio de todo, sería la única persona aquí. Al entrar intento un contacto visual, una entrada amena, algo que de una leve dirección para los próximos días, para las próximas veces en que nos topemos, pero nada, básicamente son cuicos y, como me enteraré luego, el padre de familia es un capitán de carabineros. Afuera, la negrura y el mar presente como un televisor mal sintonizado; aquí, elevado unos cuantos metros sobre el nivel del mar, un comedor que es como un faro con calor, comida y silencio. No hay ninguna música ambiental y solo unos leves murmullos llegan desde la cocina. Inevitablemente termino escuchando a esta familia: él y el otro hombre de la mesa, como siempre, cuentan una historia, su historia que, de algún modo es, también, la historia familiar. Todo lo que escucho allí me aleja de la especie humana: patria, honor, perseverancia, familia, rigor, crianza, valores. Las mujeres intervienen como el inevitable coro de una pésima canción: anécdotas, notas sobre la correcta alimentación de los niños y diversos apoyos temáticos para la historia, la de él. Ha empezado desde abajo y ahora es capitán de carabineros y todos están muy orgullosos de todos y a veces la felicidad es saber que no soy ellos.

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Al igual que todas las primeras noches de los últimos dos años que he venido a esta residencial, salgo a fumar luego de la cena. Salgo a fumar a la carretera, en parte para que no le den color aquí, en parte porque me gusta ese cosquilleo que da el miedo, ese inevitable ir mirando los matorrales, solo intermitentemente iluminados, imaginando formas, animales, cuerpos tumbados y confundidos en la sombra quién sabe por qué insondables motivos. De ida y vuelta voy sacando fotos con una linterna de ciclista profesional que me prestó C y siento que es como hacer trampa (eso es lo que pienso mientras camino, la verdad última es que de diez fotos ocho fueron una mierda). No pasa nadie, no pasan autos, nisiquiera ladran los perros; me detengo, entonces, sin ninguna vergüenza, a sacar fotos, a buscar ángulos; me agacho, me acerco, juego. Cada vez que saco una foto se me quita un poco el miedo. Un miedo que, en cualquier caso, busco, así que no tiene mayor poder sobre mí. O al menos así me convenzo y, ya que estoy solo en la pieza en medio de la nada escribiendo esto, debería dejar ese pensamiento hasta ahí. El caso es que ya no voy por las orillas, sino por el medio de la carretera. Ese es todo el poder que tiene sobre mí el miedo, el mismo que a los siete o diez años me decía que me alejara de los bordes de la cama, el mismo que aún hoy, después de ciertas películas de terror, me hacen apurar el paso cuando vuelvo del baño. De vuelta entro por la parte trasera de la residencial: no quiero toparme con ese capitán de carabineros y su familia. Podría ocurrírseles invitarme a sentarme con ellos y quizá no sabría decir que no. Es extraño entrar a esta pieza y constatar mi rápida colonización del lugar: los libros, las zapatillas, un sector de snacks, incluso un pequeño escritorio con el notebook, los parlantes y una pequeña linternita. Y así es como llego al momento presente: encima de la cama hecha, tecleando esto, suena Madness, tengo café aún tibio que traje de Curicó en un termo prestado (gracias C), me comí un pastelito, y espero que se vaya a acostar el capitán de carabineros ese para fumar de nuevo y ver el último capítulo de The walking dead en una cama cuyas sabanas y frazadas y cubrecamas son, por sí mismas, todo el sur que necesito.

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Pero en el fondo, así bien en el fondo, ¿no será que solo vengo a leer, escribir, sacar fotos y meterme un par de veces al mar?

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“¿Qué podría hacer para mí mismo? Me refugiaría en un granero, en compañía de arañas y ratones, decidido a encontrarme, pronto o tarde, muy de frente a mí. Pienso guardar silencio y atención completa en esta hora, en la hora siguiente y en el tiempo que vendrá. La vida más vivida de que la historia da cuenta, consistió siempre en retirarse de la vida, en lavarse las manos, comprender la mediocridad y rehusarse al acomodo”. (Henry David Thoreau, Diarios).

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Miércoles 1. A las 9 desayuno a la cama. Vergüenza y genuflexión ante la señora que, a todo esto, es la misma señora de cuando veníamos la gran familia y éramos como cincuenta y por las noches los primos íbamos al bosque y el hijo del dueño nos hablaba de los brujos de la zona. Trago todo y duermo un par de horas más. Salgo, sin bañarme, a leer, pero termino entretenido con los perros y, ahora que hay wifi, con el cel. Termino Me acuerdo de Brainard y empiezo Sueño de trenes. Aquí todo el rato es primavera y otoño, alternadamente. Las nubes avanzan en bloques enormes, haciendo del sol una cosa amable, algo que, pese a su fuerza, pide permiso.

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Aún me cuesta dejar de pensar en la librería. Justo en este momento algún idiota debe estar dejando un libro al revés o, peor aún, traspasando libros de una sección hacia otra, porque sí, no porque no recuerden de dónde lo sacaron -sé exactamente cuándo les sucede eso y cuando no, vivo allí, lo sé-, sino porque es más fácil y ya vendrá otro a arreglarlo. Saber que estoy solo hasta el sábado me da cierta presión. ¿Y si me quedara hasta el domingo? Entro el martes. Y así divago. Y lo dejo, porque se trata justamente de dejar todos estos pensamientos de lado.

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Después de almuerzo, a la playa. Encuentro un perro nuevo. También una gaviota muerta y un niño que aparece de la nada y me pregunta qué mierda es eso (efectivamente, se ha parado junto a mí y me ha dicho: “¿Qué mierda es eso?”). Saco una foto en la que salen los tres y le digo algo que seguramente está errado: es una gaviota y ha muerto porque es vieja. El niño se va y el perro me sigue. Intento unas fotos a diversos pájaros pero salen malas. Troto un rato por la arena dura, esquivando las olas, el perro me acompaña e intento pasarlo y lo logro pero inmediatamente me saca metros de ventaja y todo es como esas escenas románticas en que ambos están vestidos de blanco. Cansado, me tumbo en la arena. Decido que debo meterme al mar, así que vengo a buscar mi toalla y vuelvo. Dejo las zapatillas, la camisa y el cel en la arena. No hay ningún alma a la vista. Tanteo y entro de a poco y a los cinco minutos ya estoy vuelto mono, chocando olas como quien derriba puertas, tirándome de espalda, siendo arrastrado hasta la orilla y volviendo una y otra vez al ataque. Pero tampoco soy tan confiado y dejo que el mar me avise del único modo en que podría hacerlo: cada vez que, pese a mis esfuerzos por avanzar hacia el área en que rompen las olas, comienzo a ser arrastrado a la orilla, me dejo llevar –porque así la mar lo quiere- y camino hasta el punto en que mi toalla es visible, echo un vistazo general y vuelvo corriendo, dando zancadas, para lanzarme como un proyectil contra el bloque espumoso. No sé si me aburro o me canso o me da frío, el caso es que considero que ya es suficiente y vuelvo. Me pego una remojada falsa y me meto a la piscina. La cruzo un par de veces. No tiene ningún sentido. Después del mar y su vitalidad, es como una broma. Me ducho y pienso “me estoy arreglando para cenar solo, salir a fumarme un pito a la playa de noche y volver a ver una película acostado”.

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Jueves 2. Luego del desayuno y de volver a dormirme y volver a despertar, salgo de excursión: la misma ruta de siempre, caminando por la orilla de la playa hasta chocar con los cerros, encaramarse por las rocas, encontrar el caminito y seguir. Esta vez, a diferencia de años anteriores, me encuentro a las cabras ahí mismo, en la arena, a los pies del cerro, masticando unas especies de algas. Les saco algunas fotos y cuando empiezo a subir, suben conmigo. Parapetado tras unas rocas, busco una toma en la que se vean las cabras, el cerro y, de fondo, la extensión de la playa. ¿Tendría una experiencia más pura si no existieran todas estas mediaciones? J, vía tuiter, me insta a ello.

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Viernes 3. Anoche entró un bicho, una bola negriazul, dura y ruidosa, tonta y loca como polilla pero con un aspecto que no daban ganas de acercarse. Entró como a las tres de la mañana y me pude dormir pasado las cuatro. Y cuando digo que entró más bien quiero decir que sacó las alas a esa hora, porque quizá ya estaba dentro y, si mal no recuerdo, en la tarde ya lo o la había expulsado, cuestión que, en conjunto, me llevó a una especie de insomnio-miedo en el que me puse a imaginar que el bicho en cuestión podría ser como el Tue Tue o algo así. Cada vez que me levantaba se escondía hasta que, sigilosamente, logre empujarla y meterla en el cajón del velador (que aún no abro).

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Sábado 4. Llega carta de L y la echo al reader. Por la mañana veo unos documentales y por la tarde, luego de almorzar, me llevo un espumante a la piscina. Unas vueltas a la cancha pateando una pelota y jugando con los perros para entrar en calor, luego unos chapuzones y la copa burbujeante en la orilla de la piscina. Estar ebrio bajo el agua es otra cosa. Los eucaliptus bailan y quieren decirme algo. Frank ocean sale por los parlantitos que traje. Me paso al yacusi y leo la carta de L y sigo bebiendo. Siento que no merezco todo esto, pero aquí estoy.

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“Me termino Assassin’s Creed. Me decepcionó un poco el final. Maté al tipo que destruyó mi tribu y causó la muerte de mi mamá. Después de una larga persecución en donde los dos salimos heridos, encuentro a mi enemigo sentado en un bar, tomándose su última cerveza mientras se desangra. Me emociona un poco la imagen: tomándose una última cerveza a la espera de la muerte. Espero el gran discurso de odio por parte de mi personaje, pero simplemente lo mira y le clava un cuchillo en el corazón. Me hizo falta más rabia, por último un “por mi madre” o el cliché “púdrete en el infierno”. Pero está bien, creo. Quizá el silencio es lo peor que puedes darle a alguien que se está muriendo. Te cuento que hoy me propuse ver películas y así fue. Vi cuatro: Blue Valentine, Incendies, Une femme est une femme, y Candy. O sea, Candy la veré ahora. Son las cinco de la mañana, estoy en mi cama con un vaso de cocacola y una fuente con doritos. ¿Qué piensas de mí?”. (L).

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“Todo ya está escrito y lo que llamas escribir es ir quitando palabras”. (Agustín Fernández Mallo)

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7 de Marzo. Algo anda mal. No estoy puesto en los días. Aquí está el cuerpo, sí, pero yo estoy esparcido, escindido, difuminado. Un desfase que es la acumulación de una serie de desfases. Debería volver a meditar pero, como siempre que lo escribo, suelo no hacerlo, porque así soy: me conformo con darme lecciones por escrito. Una sensación parecida a la de los veinte, como de ir caminando en la bruma o más específicamente como de haber aprendido a aparentar cierta seguridad y hasta cierto gusto con esta manera de avanzar dando manotazos en el aire, viendo con suerte a dos metros de distancia, conformándose con un escenario en el que el 80% pareciera ir también gustoso avanzando así (o al menos aparentándolo). Que mañana vuelva a trabajar es un detalle. Entraré en la dinámica del ocio merecido. Bromearemos sobre cómo somos explotados. Anhelaré, como corresponde, la cerveza de la noche. Me aferraré al pequeño perímetro, seguiré amoblándolo con mis mierdecillas, me arrastraré serio entre la bruma y diré que eso que abarcan mis manos es la vida. Por qué en el fondo, ¿no es eso lo que se espera de uno?

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“Cuando la pereza te hace infeliz, tiene el mismo valor que el trabajo”. (Jules Renard, Diarios).

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Día conchetumare, día reculiao y, pese a todo, al final, por la noche, venzo. La cosa empezó así: como al mediodía, un hueón claramente jalado entra como un torbellino, directo hacia mí, con su hija casi colgando del brazo. Recuerdo haberlo atendido ayer, pero me hago un poco el loco y sigo buscando el libro de Soledad Fariña por el que me preguntaron por teléfono. Entonces llega. Me interpela. Me dice que le vendí libros que él no quería. Las venas en su cuello están a punto de estallar. Tira los libros sobre el mesón. Su hija mira hacia arriba el triste espectáculo. La miro –e incluso la apunto, así como intentando que se dé cuenta que quizá podría mejorar su actitud ante ella- pero nada: casi que se encoge de hombros en un gesto de “así es el papá”. La nube de caos que arrastra este sujeto es notoria y aparece M para ayudarme. Termino con lo del teléfono y vuelvo. Ocurre que, efectivamente, erré con un título: me pidió Matilda y le di Matilde. Pero no alcanzo a asumir el error ni a darle posibles soluciones. No alcanzo a nada. El hueón es una basura, un derroche de adjetivos y rictus. Aletea, babea, me increpa, sonríe, simula estar controlado pero no le sale, la gente se da vuelta a mirarlo y, de pasada, a compadecerme; rápidamente llega a decirme garabatos y a hueviarme por mis lentes (debería cambiarlos, ya que le di mal su cagá de libro, dice), M me insta a que mejor salga por un buen rato hasta que este tontoculiao se vaya, y así lo hago, no sin antes soltarle un amoroso “tenemos harta energía pareceee”. Salgo y me compro un helado en el Yogen Fruz y me voy a mi escondite del segundo piso del mol. En el camino un amigo de N que estaba ahí presenciando el show me dice que no debería dejar que me traten así y casi se me caen unas lágrimas, ¿por qué? Me siento y lloro un poco. Nisiquiera sé bien por qué. ¿Dónde leí que uno empieza llorando por una cosa y termina llorando por todo? Como sea, pena, rabia, un poco por mí, por sentir que estoy allí expuesto a lo que sea o más bien quién sea, pero también pena por esa niña, pensar que debe vivir con esa alimaña culiá, respetarlo, amarlo; pensar que esa plasta le va a enseñar las hueás básicas de la vida; imaginar que ese culiao igual es Chile y la escena se repite infinitamente en todos los otros lugares de mierda que también son Chile. Obviamente, como el héroe del desfase que soy, empiezo a pensar posibles respuestas, bromas hirientes e inteligentes que podría haberle dicho.
Me quedo casi una hora afuera. Un guardia viene a verme, se para a unos metros, dice algo por su aparato y se va. Exagero la nota, sí, pero en el fondo sé que lo merezco. Cada trabajador insultado debería tener toda la tarde libre. Todos y cada uno de los que trabajamos aquí llevamos una acumulación de situaciones arbitrarias y tensas que se resuelven, una y otra vez, en contra de nosotros que, por supuesto, y como nos lo recuerdan cada día, somos los que decidimos que los textos escolares no tienen devolución o que lo que sobra al hacer un cambio de libro no es reembolsable. Entonces vuelvo, atravieso esta estúpida puerta cuyo sonido odio. No alcanza a pasar ni media hora y ocurren dos eventos que se agregan, cual mierda a la mierda, al acontecimiento del jalado: 1) una señora horrible que me increpa porque no la atendí en el momento exacto en que ella lo requería (y yo estaba con otra señora) y 2) otra horripilante vieja más (de esas con accesorios que suenan y ridículos vestidos de gala) reclamando porque los libros están ahí a la intemperie, ABIERTOS Y USADOS. “Deberían darse el tiempo de sellarlos todos”, “Deberían hacer bien su trabajo”, and so on, and so on. ¿Sabrá esta señora cuánto ganamos? ¿Sabrá que somos dos personas menos de lo habitual? ¿Sabrá que solo dos de los que estamos hoy aquí conocemos al dedillo la librería y las otras dos saben casi lo mismo que un cliente y es en medio de eso que debemos lidiar con toda esta mierda? ¿Sabrá –y esto sí que es importante- que existen otras señoras que vienen en otros momentos del día y que, usando el mismo tono venenoso de quien cree estar cuidando sus derechos, nos dice que CÓMO ES POSIBLE QUE LOS LIBROS ESTÉN CERRADOS? Les importa un pico. Esa es la única verdad. Sencillamente les importa un pico pensar de verdad una situación concreta, desmenuzarla, rastrear el largo hilo del conflicto, sumar fuerzas y actuar a la altura de la situación. Lo veo en las calles cuando los automovilistas tocan todos juntos la bocina como los individuitos que son. Lo veo en la fila del banco cuando el tontito de siempre se pone a reclamar si hay una cajera nueva que es lenta. Una agresividad desordenada, despolitizada e individual. Una especie de Fernando Villegas que todo shileno lleva metido en la cabeza y que basicamente los insta a ver individuos flojos detrás de cada problema estructural o, si se quiere, político. Salgo de nuevo, disparado, lejos, de un solo portazo, me apoyo en el frontis y miro pasar los autos. Miro pero no miro. No me doy cuenta pero estoy meneando la cabeza, negando no sé qué. Odio cada centímetro de todo esto. Yo sé que no todo tienen la culpa, pero eso es lo que construido este lugar en mí. Soy la piedra y el cincel de la rutina hizo una figura que es cualquier cosa. Pero algo ha cambiado. Eso es bueno. Algo tocó fondo hoy y lo sé: prefiero el riesgo de la cesantía a seguir levantándome para venir a este lugar de mierda. Me harté de las sorpresitas de cada día. Me harté de cada rincón de esta puta librería. Ya no me importa nada y estoy dispuesto a irme a los combos con el próximo hueón que me toque la oreja. Me iré. Antes o justo cuando empiece la Copa Confederaciones, me iré y dejaré de andar dando pena y no tengo la menor idea de qué es lo que viene y no me importa.

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“Me quejo, y acabo de ver a un niño con una pierna de madera y que golpeaba el suelo con rabia por no poder seguir a los otros chicos”. (Jules Renard, Diarios).

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Por la noche, contra todo este día de mierda, salgo a correr. Bajo el ritmo frenético de los primeros discos de Bad religión y los Dead Kennedys, corro. Como enfermo, como si estuviera en la guerra, como si animales extraños me persiguieran. Me lavo, boto, purgo. Caigo rendido al final del Bustamante. Me digo que todo va a estar bien y que tomar decisiones negativas también cuenta como tomar decisiones. Cierro facebook y tuiter. Me prometo que voy a escribir y leer más. Hago como que algo nuevo empieza. Y entonces algo nuevo empieza.

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“Trabajas todos los días. Te tomas la vida en serio. Crees fervorosamente en tu arte. Pero no serás nada. (…) Llora, grita, agárrate la cabeza con las dos manos, espera, desespera, reanuda la tarea, empuja la roca. No serás nada”. (Jules Renard, Diarios).

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