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Archive for enero 2024

dosmilveintitrés

Intento leer, pero me habla la mente. A veces escribo aquí solo para poder leer o incluso para poder escribir cuentos, no porque crea que hay que entrar neutro a la ficción, sino para pegarme una sacudida. ¿Derrida era el que decía que, ante el hecho de haber escrito tanta cuestión, solo sentía una especie de pudor, de ganas de pedir perdón? La idea de que lo dicho debe ser fijado y perdurar no siempre fue así de natural. Y sin embargo, qué fácil ha sido siempre aquí, para mí. Más que perdón diría gracias, pero dónde: aquí.

*

Dos chicas enganchadas del codo salen abrigadas hacia el exterior. Al abrir la puerta principal del edificio el golpe frío llega incluso a mi mesón de conserje. Una de ellas lleva tres cuartos de un botellón de vino blanco y medio que envidio, o anhelo ¿Hace cuánto que no lo paso bien junto a alguien? ¿Hace cuánto que no bebo acompañado o solo? Reflejado en el amplio ventanal, me echo de menos a mí mismo mezclado en los otros.

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Agarra un libro y lo lee. No es que se pasee por mi biblioteca, agarre alguno y lo deje donde mismo, no es que se ponga a mirar el índice y comentar; a diferencia del curioseador promedio de bibliotecas ajenas -dentro de los cuales me incluyo- M toma uno específico, o me pide que le alcance tal o cual que está muy alto, y se queda allí durante media hora o más, lee los primeros tres cuentos o el primer capítulo, se echa en el sillón o en la cama y ya no me presta atención. Mientras, lavo la loza, voy al baño, miro reels. Solo a veces me pongo a leer a la par con ella. No sé por qué no puedo. Ahora se ríe con algo de unos cuentos de Kawabata. La mayoría de las veces prefiero echarme a su lado. O como ahora, cosa que no había pasado nunca, a escribir. ¿Es porque nos vemos tres días cada tres meses que todo lo que hacemos calza y se sincroniza?

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En la novela voy en una parte en que hay muchos diálogos entre extraterrestres y me gusta. Y también me gusta esto: en un rato más me voy donde I a mirarle el gato que ha quedado solo. Ya que tengo que ir hoy y mañana estoy pensando en quedarme a dormir. Me gusta ese gato. Sus ojos tristes y su cabeza enorme. Debe sentirse solo y va a querer estar todo el rato conmigo y yo con él.

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Sueño que encuentro comida barata o gratis. Huevos a veinte pesos en un negocio oculto bajo las torres San Borja. Un desierto de harina al que es enviado cualquiera que no haya comido durante más de dos días. P me dice que le da pena no desear nada con fuerza. Le digo que todos llevamos una brújula dentro, pero luego dudo. La rapidez con que queremos hacer sentir mejor al otro versus la lentitud de nuestros actos. Achicamos el mundo para evitar su fealdad y luego amamos la celda. Deseamos raro y a destiempo. Quizá un lugar tranquilo y alejado para saber bien qué queremos. Quizá demorarse una vida en ello. Y entender, al final, que saber es desaparecer. Casi que me conformo con no morir cada día, le contesto en un audio, y no sé si es sabio o solamente triste.

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Semiviendo una película malísima de Baumbach, mandándome audios con L, hojeando un cómic, todo al mismo tiempo y como quien construye una fortaleza impenetrable a la introspección.

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Turno de madrugada en conserjería. La primera que entra es una chica llorando. Mientras ingresa sus datos en el libro de visitas ya no da más y le digo que lo deje así no más. Suelto un “que estés bien”, bajito y, como si tuviera que darle su espacio, no la miro por las cámaras mientras sube en el ascensor. Pensaba darle unos bonobon cuando se fuera, pero no apareció más. Pretendo leer y escribir hasta la hora en que cesa el tránsito de personas y luego de eso apagar la luz y ponerme a ver películas. Y a las siete de la mañana, cuando se me empiecen a cerrar los ojos, Seinfeld. Tengo un termo con café y un montón de chocolatitos y cochinaditas que dejaron G, S y N, que se acaban de ir. Leer me permite estar con la cabeza semigirada hacia las cámaras y ver, por ejemplo, a este vagabundo que no solo revisó un montón de bolsas y cachureos sino que hizo una especie de danza alrededor. También, hace minutos, salió una residente con una bolsa y volvió sin ella. Y los shafts de la basura quedan dentro del edificio. ¿qué hizo con la bolsa? No vi que se la pasara a nadie. Hay un montón de cosas que quisiera preguntarle a las personas. Incluido el sujeto que a veces veo pasar por Marcoleta, en su silla de ruedas, siempre en sentido inverso, toda la cuadra en sentido inverso, por qué. Me gusta interactuar con los perros de los residentes, es fácil, espontáneo; a través de ellos es que llego a las personas. Recién entró uno, pequeñísimo, de esos que parecen de juguete, hasta mi lugar tras el mesón y no pude evitar decirle, con la entonación correspondiente, ¿qué está haciendo aquí este señor?.

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Mientras los residentes van llegando o saliendo me pregunto de dónde viene esta sonrisa con la que respondo y saludo. No la cuestiono, de hecho creo que es real y útil, pero me pregunto de dónde viene, dónde la encuentro, cómo lo hago para dármela a mí mismo.

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Sé que por la perspectiva que da el mesón y por cómo apuró el paso la mujer que acaba de entrar al edificio pensó que estaba jalando, pero solo estaba sorbiendo el café que se me dio vuelta. Literal una escena de Austin Powers.

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Madrugada de sábado. Otro turno en conserjería. En el fondo traslado mi escritorio hacia la base del edificio y, quizá por la misma configuración del espacio, me vuelvo productivo. Escribo aquí en el diario, empiezo un cuento nuevo por si el libro queda corto, ordeno mis archivos, le pongo subtítulos a las películas, me hago cargo de los artículos que he ido dejando en mi chat conmigo mismo. Se supone que va a llover. Por la posición en la que estoy voy a saber cuando comience. Entonces voy a salir y me voy a mojar un poco. Voy a respirar hondo y luego me voy a entrar.

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Y sigue lloviendo. Pedí sushi, igual que anoche. Turno de doce horas. Ya me comí todo, incluidos los aritos de cebolla. La lluvia se mantiene constante: una lámina vidriosa que, desde aquí, capto en el reflejo de la baldosa. Y cada tanto oleadas, nubes que se rompen como piñatas. Me gusta como se ve por las cámaras de vigilancia. Pero más me gustaría que se pusiera a llover cada vez más fuerte, de a poco pero progresivamente y sin parar, hasta que ya no supiéramos qué hacer.

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Desgano total. La fuerza suficiente como para que mi aporte al día sea hacer unas lentejas y desaparecer. Un impulso primario que me manda a dormir. Un trabajo que no aparece. Un lugar en el universo de ciudadanos productivos que me es huidizo. La mente colonizada por los plazos y los gastos comunes acumulados. En todos lados añaden, por el concepto que sea, diez o veinte lucas más. Aburro. De nuevo la sensación de que aburro. De que no sé hablar de otra cosa. ¿Has visto lo caros que están los huevos? ¿Te has puesto a llorar en el supermercado? ¿A ti también te subieron el arriendo? Sensación ya conocida de que una mejor versión de mí anda por ahí, siempre por ahí, lejos, allá adelante, en el horizonte, en esta manera de vivir en la que antes que futuro lo que hay es una patada en la raja mental que te lanza continuamente hacia adelante. Empiezo un cuento en el que un conserje enfrenta la inundación del edificio construyendo un arca. Luego se da cuenta que todos andan por ahí en sus arcas. Y que cada arca es como una pequeña ciudad con edificios. Entonces, sin mayor novedad que este hastío, lo nombran conserje del arca, y todo vuelve a comenzar. Miro a mi gata dormir, ¿me dejarías intercambiar de vida? El caso es que ya vivo medio así. Mi último trabajo de lunes a viernes estaba tan bien. A veces pienso en él como se piensa en una relación amorosa que se acabó. Ya casi es el momento en que la luz empieza a irse y no lo aguanto, ahora ya no puedo sino saltarme esa transición hacia la oscuridad durmiendo. ¿Por qué es tan agradable despertar? Quisiera estar recién despertado todo el día. Tirar la mente a la basura como una polera vieja. Abordar el presente como un postre que me demoro en comer.

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Dolor de muela que venía esquivando, aplazando, sintiendo de reojo, evadiendo más por pobreza que por miedo al dentista, pero ya no hay caso: la muela es un pulso. Me tomo un -maravilloso, efectivo y, por sobre todo, barato- clonixinato de lisina, le escribo a la secretaria del dentista y la noche vuelve a ser mía. La madrugada, en realidad, que recién empieza aquí, en mi mesón de conserje que hace unos meses era extraño y ahora es mío. Le comento a C que a veces siento que un buen día me voy a morir de puro pobre. No de hambre o enfermedad, sino de una cuestión parasitaria arraigada en el ser, un hastío concreto y medible de llevar ya no sé cuántos años fabricando puros pensamientos y penurias y lamentos de pobre que le quitan espacio a todos los otros pensamientos posibles.

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Tres zapallos italianos por luca. Tres pepinos por luca. Estando las cosas como están, esos son los triunfos. Descongelo unas lentejas que me había cedido S. Como estaban medias saladas y simples las mezclo con un sofrito de zapallo italiano sazonado con choricillos (productos a punto de vencer a mitad de precio, es decir, a lo que deberían costar si hubiera un ápice de decencia en este ex país). Una taza extra de agua para generar caldo y a esperar. Como casi siempre que cocino, le mando fotos a mi madre. Le mando también una de los siete panes que hice en la mañana, aún en el horno. El punto de la vida, o de mi vida, en que tener comida para los días sucesivos no es algo que se de por sentado. Mientras se hacen las lentejas avanzo en un ensayo sobre Jung que me encargó mi papá. De reojo miro un Magallanes-Audax que importa en la medida que el primero debe hundirse aún más en el fondo de la tabla para que Curicó emerja. Dos cero abajo Magallanes: momento de darle la buena noticia a mi padre. No me responde como siempre, algo pasó, lo llamo, ayer tuvo un infarto, pasó la tarde en el hospital, y ahora está en la farmacia, trabajando de nuevo. Se le oye bien. Me cuenta orgulloso que apenas notó que era un infarto se tomó no sé qué pastillas altiro, y su amigo doctor lo recibió en el hospital de inmediato. Me asegura que Curicó Unido tiene que jugar con tres centrales mañana domingo ante Palestino. Nadruz, Urzua y Sandoval. Esa es su manera de afirmarse en la vida. Va a ir al estadio mañana, me dice. Confía en que Curicó va a salir del fondo de la tabla. Le pregunto si acaso no debería descansar, tomarse una licencia, me dice que no, que ya pasó, que está bien, que va a retomar la dieta e intentar desestresarse de algún modo. Vuelve a preguntarme por el ensayo sobre Jung. Mañana te lo mando, le digo. Capaz no me salvo de la próxima, me comenta entremedio, como quien anuncia que quizá mañana llueve. El año pasado tuvimos una extensa conversación sobre la muerte en la que me quedó claro que él ya la abrazó con la misma naturalidad que se abraza la vida. Incluso esta vida.¿Por qué me transmite una extraña calma? ¿Por qué siento que, si sucediera, no sería la pesadilla que imaginaba antes, cuando mi relación con él era más distante? Le digo que lo quiero, le sigo el hilo en todo lo futbolístico incluso cuando no entiendo; supongo que por la cercanía de los hechos, o por cierta manera de ser acompasada y ética, su imágen se me mezcla con la de Patricio Bañados.

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Miércoles 31 de mayo. Uno de esos extraños días en que no paro. Lavo las sabanas, las fundas, ropa, todo. Aprovecho la calefacción y vuelvo a ponerlas al final del día, no por voluntarismo, sino porque no tengo repuesto. Aspiro el cubrecama, cocino, limpio, renuevo la arena, lleno los contenedores con el alimento de la gatachica y botó la bolsa gigante, prendo un palo santo, lo paseo por la casa, voy donde A a buscar el libro nuevo y lo sumo al stock del clóset, entremedio paso al super, solo cuestiones que había ido anotando en mis papelitos y que puedo permitirme gracias a que Y hace unos días me compró la recachada de libros de fotografía y demaces, pago y calculo las cuentas de fin de mes, mando el pantallazo respectivo al chat de la casa, ordenando los libros de la editorial termino ordenando todo el clóset, incluido ese portadocumentos de cuero negro que es como una cartera pero sin asas que heredé de mi abuelo y cuyo uso es exactamente el que él le daba, mando las boletas del sii, todo esto en chor y polera, con la ventana abierta y la música bien fuerte, que suele ser la manera en que me digo a mí mismo que me siento bien.

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Viernes 2 de junio. Almuerzo con G, siesta y, por la tarde, P me lleva a un lugar de café y pastelitos, por concepto atrasado de cumpleaños. Me gustan las fotos que saco y los vaivenes de lo conversado en el día. Estos días me siento bien, lo noto, lo notan; es una energía extra, media infundada, que uso para echarme vuelo. Un turbo para el Mario Kart de los días. Vuelvo de donde P con tiempo de sobra como para hacer la mochila y meter unos sanguches, cambiarme de ropa y bajar a mi mesón de conserje, desde donde escribo este breve párrafo que, promediando con los que le preceden, parece indicar que el diario de este año será de puros párrafos cortos.

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La parte concreta de este buen ánimo: pagué todo y, a diferencia de meses anteriores, me sobró un poco para darme algún gusto. Además, hay furia invernal del libro a mitad de mes, lo que quiere decir que ya salvé este mes. ¿Por qué iba a querer volver a un trabajo de lunes a viernes que alcanza solamente para reproducir en el tiempo la vida de alguien que trabaja de lunes a viernes si ya medio que voy aprendiendo a vivir así?

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Me agarré a los gritos con un taxista y luego conversé varios minutos con una señora en el pasillo de las verduras. Sístole y diástole.

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Al vecino que mira el suelo para no saludar me dan ganas de asustarlo.

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Tres días tras el mesón de libros y ahora, de madrugada, tras el mesón de conserje. Llegar a la casa, formatear el cuerpo, una siesta de una hora, tragar un arroz con huevo y bajar. Lo que me queda claro es que en la soledad acumulo sociabilidad como autito a tracción y, en instancias como esas, me disparo, se me nota, o al menos yo lo noto: al cabro nuevo de la editorial lo tapicé en preguntas y en un par de oportunidades me vi alargando temas que, por su manera de mirar para otro lado, claramente ya estaban agotados. No suelo ser esa persona. Demasiada precaución de no devenir esa especie de aburridor que ya no lee señales. Por lo demás, todo bien. Me sorprende la manera en que voy zafando y consigo que quince lucas cubran una semana entera. Pero lo que me alegró el día y debo dejar consignado aquí, matizando las miserias, es que todo indica que luego de los cuentos serán estos diarios los que salgan a pasear afuera del computador. No precisamente esto, sino desde los años de la librería hasta la pandemia, más o menos. Justo hablábamos con A sobre la fomedad de algunos diarios llenos de cierta aburridora autoconciencia, envueltos desde un comienzo -en el caso de Donoso, desde la más tierna infancia, según A- con el aura de lo publicable. No sé si es porque me convenga, pero llevo tanto tiempo peloteando en esta cancha que no veo cómo la sola conciencia de ser publicado podría arruinarme así de golpe; no sé qué tipo de germen del estilo sea lo íntimo-pretederminadamente-público, pero la histórica consistencia en la miseria de estos diarios es de algún modo una inmunidad contra eso.

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Todos los autos con la música fuerte son el mismo auto con la música fuerte.

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Soñé que tenía que ir a vender a una feria con una editorial nueva. Era un galpón de cuatro o cinco pisos, parecido a un estacionamiento, como un persa biobio pero hacia arriba. Al segundo día ya me toca ir solo y no recuerdo nada: ni el lugar del stand, ni el nombre de la editorial, nisiquiera las portadas de los libros. Lloro. Busco, maldigo y lloro. Veo que son las once y había que abrir a las diez. Hay algo de Brazil en el ambiente, mucha tuberia, ajetreo, desniveles en el piso, los stands dispuestos en horizontal pero también en vertical, a través de escaleras empinadas por las cuales se accede a las plataformas superiores. En medio de uno de esos pasillos encuentro a un haitiano llorando. Sentado en una silla con los codos en las rodillas y las manos tapándose la cara. Lo abrazo y lloro con él. Es lo que corresponde, siento. Quedo de buen ánimo luego de ello. A ratos siento que estoy cerca, que quizá esta editorial por la que voy pasando era la que estaba a la vuelta y así, paso por una que se llama Libros del Culo Roto, el logo corresponde al enunciado, a diferencia de ahora que lo escribo en el sueño me da cero risa, BF me avisa por guasap que ya viene en camino, se agrega aún más sensación de seguridad porque ella sabe más que yo, o eso es lo que creo, porque apenas aparece se queda en un puesto de chocolates y donas, le digo que estamos atrasados, que olvidé todo, pero mira están a quinientos pesos y son enormes me dice, me compro dos y no me arrepiento, estamos sentados comiendo, y ahí se acaba.

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Caminando y pensando más fuerte que el podcast que llevo en los fonos.

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¿Qué posibilidades habían de que la cápsula que iba a tomar se me resbalara y cayera «de pie» al suelo con la fuerza suficiente como para abrirse y derramar su contenido hacia el sector inalcanzable bajo el escritorio?

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Sábado uno de julio. ¿Tiene algún sentido fechar? El mesón de conserje agrega una seriedad de la cual carecen mis días. Independiente de que sea de madrugada y previamente haya arrastrado los cubos de basura, escribir aquí, en mi notebuk de siempre, pero situado en medio de un escritorio de cuatro metros, me invita a intentarlo más que en mi propio escritorio, ese montón de tablas crujientes que ya ni recuerdo de quién heredé. Suena Last train home y me acuerdo de mi papá. Le acabo de preguntar dos veces cómo está en el chat de whatsapp. Ambas veces me ha respondido con una noticia sobre Curicó Unido. Cómo no quererlo, si en el fondo sé que eso significa que está bien. Los vecinos y vecinas pasan con sus perros. Lentamente me he apropiado de este lugar. Ya puedo hacer dos cosas al mismo tiempo sin problema. Pasarle las llaves de la bodega sin que me lo pregunte al hombre que usa la bufanda casi hasta los ojos mientras marco el citófono y le digo al uber tranquilo amigo deje aquí no más yo me encargo. Aún es el momento de la noche destinado a leer y escribir. Cinco páginas más y termino el libro de Fernanda Trias donde, al final, relata una relación de mierda en la que estuvo atrapada durante años. Creo que le voy a poner cinco estrellas en goodreads. Las actividades que me voy asignando son todas en relación al avance del sueño. De hecho, aún no apago las luces. Aún no es el momento de las películas. Busco infructuosamente chatear con alguien. Repentinas nostalgias fuertes de msn. De estar en momento presente. Simularlo. En el fondo quiero hablar con X. Caminamos ayer o anteayer un rato. Podría gustarme. Algo de risas, algo de contarse intimidades. Quedé con la sensación de no haber causado una impresión tan buena y espero aún una señal para volver a hablarle.

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Martes once. Duermo diez horas luego del turno de madrugada. Despierto atontado pero decidido a no perder el hilo. Mientras oscurece y comienza a caer una tímida lluvia salgo a entregar un libro al barrio alto. Con mi cortaviento y el outfit invernal de correr cuyo chor tan corto me hace sentir que llevo puesta una faldita y las laicras que meto dentro del calcetín siempre negro. La lluvia va limpiando el sudor. El cuerpo se entibia con facilidad. Puse el último de Mc Unabez y las zancadas también son fraseos. La sensación física sumada al paisaje -las luces de los autos rebotando en las pozas, el olor que suelta la vegetación, el sonido mismo de mis pasos y la lluvia que es como si no alcanzara a mojarme porque la anulo con mi propio calor- me mecen.

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Llueve aún, ahora sí que con ganas. Un reality en mute aquí en la tele de conserjería. Nunca la apago. Los parpadeos lumínicos son una especie de compañía. Trini contó su verdad, dice el gc. No sé quién es Trini. Quizá nunca lo sepa. Ninguno de esos rostros me invita a subir el volumen, la verdad. Sigue siendo la etapa de la madrugada en que las luces están encendidas y me encargo de las tareas del computador, escribir y leer. Me persigue hace unos días la sensación de que sería bueno tener alguien en quien pensar. Alguien que me hiciera preguntas cotidianas, sencillas, y yo le devolviera otras, también muy mundanas. Pero se me pasa rápido. Quizá por eso es que me apuro llenándolo todo, quizá por eso leo y escribo y veo películas, para redirigir ese vacío, para convertirlo en otra cosa, para mirarlo en otros, total es un vacío que no alcanza a ser hondo o triste sino algo parecido a lo que siento mirando la lluvia por las cámaras de seguridad.

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Si me imagino el mundo sin mí es casi la misma sensación que cuando niño: algo imposible que sin embargo va a ocurrir. No me gusta. Quiero pronto la liviandad de mi padre. Encaminarme en perderme, pero siendo. Pessoa lo dice así: «No ser, pensando, es el trono. No querer, deseando, es la corona”.

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Hacerse, llevarse a cabo, y paralelo a eso irse deshaciendo, deshojando, destruyendo el individuo en uno, y que esa destrucción sea más yo que yo mismo.

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Alega, se pasea, hace la estatua ante cada una de las puertas hasta que la reconvengo, siempre con la misma frase: yayayaacostarse. Entonces entra, lento y luego rápido, como si algo terrible -algo que, por lo demás, jamás ha ocurrido- pudiera pasarle en el tramo entre la puerta y la cama, donde se derrite de a poco hasta dormirse.

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“De qué sirve el dinero si no puedo inspirar terror en el prójimo”, dice el señor Burns.

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Duermo de día. Pienso en Bale en El maquinista. Cabeza rara. Pobreza. Ensoñaciones de pobre. Mando los cuentos. No hay animo de salir a comprar nada y pido algo aunque tenga los números en contra. Imagino soluciones improbables. Que gano ese concurso que paga dieciocho millones de pesos con ese microcuento abominable y sensiblero que mandé. Que me llaman de un trabajo soñado. Que le achunto. Que se me ocurre algo. Que un trabajo me enamora y yo de él.

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Montones de días sin escribir aquí. Misma ventana en la que aún se perfila el rectángulo de cielo blanco que siempre me alegra un poco. Estuve alojando a A unos días. En un rato viene a buscar sus cosas y paso a mi modalidad de siempre, que tampoco echaba tanto de menos, lo que quiere decir que lo pasé bien. Di vuelta el coso circadiano despertándome a las siete am y ahora de vuelta a romperlo porque tengo turno de madrugada este sábado. Fui con MJ a un lanzamiento de un libro y luego al de una librería virtual. Llegamos al final así que no alcancé a saber qué tipos de cosas se decían. Música fuerte, mucha gente. Escapamos, o terminó, no me queda claro, porque hay un punto en las noches y la ebriedad en que la información es difusa. Andar dando vueltas con escritores y escritoras se trata más de hablar de escritores y escritoras que de libros. Y no juzgo. No conozco a nadie que no quiera escuchar un buen cahuín. Pero en el fondo lo que quiero decir es que de los veinte que no tenía una noche así, tan errática, sin sentarse nunca, yendo de un bar a otro, y al final una copa de vino con doña MJ en ese horrible lugar de la esquina Alameda-Portugal. Como no salía hace tanto, y como es vez primera que nos juntábamos así, cada trayecto del errar se hizo habitable por sí mismo. Aparte, se sacaba un pito tras otro.

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Evado un vacío bastante concreto, delimitable. La llegada de A lo suspendió pero ahora se hace patente y es más o menos así: ya mandé los cuentos a la editorial, aún no empieza el período de edición, y solo resta esperar. Me ocupé también de todos los concursos abiertos a la fecha. A la otra editorial ya les mandé mis diarios y tampoco hay nada que agregar por ahí. La novela del fondo está lista hace meses ya. Todo eso me remarca el hecho de que, descontando el par de ocupaciones que permiten mi mera sobrevivencia, no estoy en nada. Y encima me cae encima esta certeza: lo que sea que escriba de ahora en adelante es porque sí, por si acaso, porque quiero, porque es lo que siempre he hecho, así, como ahora, como esto. Me gusta esa parte. Es retroceder un año o dos. Todo el resto es ansiedad.

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Salgo a comprar, cocino, ordeno, todo esto escuchando un podcast que va relatando en detalle los días previos al golpe. Las listas de asesinados. Montones de sujetos sin militancia. Cada vez que salgo me comparo y tengo la parca más fea posible. Contemplo a la juventud y me pienso. Llueve. Hace rato que llueve. Dejo varios episodios en la fila y mientras hago una tortilla de jurel escucho uno con audios recientemente liberados acerca de un químico de la DINA que usaba gas sarín. Como dicen que era de la universidad de Concepción le pregunto por chat a mi padre si lo conocía. Me dice que el setentaiuno le pegó un combo en el hocico a la entrada de la escuela. No ahonda. Pasa a otro tema. El fax paterno que admiro. Diez horas dormí y aún así la siesta me llama. Sé exactamente qué significa la mirada inquisidora de la gatachica, tiesa como estatua a mi izquierda, mientras escribo esto. Quiere que me acueste para poder echarse encima. Es lo único que quiere. Y lo va a conseguir.

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Me duermen unos pianos de Schubert y me despierta un temblor.

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Me repito su cara. No tengo ninguna foto. De lado hundida en la almohada, redonda, mi ojo encima como la gatachica con una mosca invisible. Antes en el sillón hablando, también callados, buenamente callados, dos botellas de vino, pensando en películas, poniendo soundtracks y adivinando en qué momento sonaba tal o cual canción, sus piernas encima de las mías y tocándonos las manos, las manos animales sueltos, vimos la tarde irse y así nos quedamos, todo lento, la progresión obvia que sin embargo aparece como nueva. La gatachica colada, al medio. Le cuento que a los quince, en circunstancias similares, la que me gustaba me dijo chúpame el ojo, y a partir de ese juego nos besamos. Estoy nervioso, por eso me pongo a contar hueás, le digo. Pero la conciencia del momento no lo arruina, lo agranda. Aún después de besarnos no quepo en mí. Mira, y le muestro como me palpita el corazón. Sonaba Taylor Swift, me gustó una canción, ya no sé cuál.

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Todo lento y bonito. La ventana abierta y un blues carrasposo. Moscas que resaltan sobre el fondo blanco, allá lejos. Una primavera fría, que abrazo. La cama estirada, el cuerpo animado, no sé desde dónde, una taza que echa humo, ¿qué más debería anhelar? Termino de escribir una cosa sobre Armando Uribe que mando a una revista. Todo lo he hecho lento estas últimas semanas. Todo ha sido tal y como debe ser.

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Cuatro días de Primavera del libro. Me gusta conversar con la jefa. Estar ahí comentando la fauna. Sus anécdotas de hace veinte o treinta años, siempre precisas. Que haga pico algún autor que recién descubro y me parece de lo mejor. Tan poco training en trabajar de corrido hace que convierta mi pieza en un asco. Aquí cada cosa tiene su sitio y me toma más de un día restaurar el sistema. La habitación misma como la mente desde la que miro los días. Y al final la de siempre: recibir el pago y perderlo casi en el mismo movimiento: cincuentayseis mil quinientos pesos los gastos comunes atrasados de febrero (resta solo el de marzo y se acaba ese lastre), sesentaycinco mil los gastos comunes adelantados del mes actual (altiro, porque después no voy a tener y son con multa), treinta lucas el saco más chico de Brit care y una arena en oferta para mi bebé (despacho gratis al menos, y un sabor nuevo, que se que la va a dejar loca); el resto: un queso crema albahaca, jamón en oferta, luca de salame y luca de queso, cinco panes, detergente, confort, una coca en oferta de litro a luca, un botellón a tres mil trescientos con el que me hago presente en el cumple de D, donde S. Quedo con un billete de cinco y tres mil en la cuenta rut. Me hago unas pizzitas simples la noche siguiente. Una de las mejores masas que he hecho. Salsa de tomate, queso, jamón, cebolla, salame, fin. Pienso en el Diario del dinero de Blefari, ¿será algo así como este párrafo?

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Como una perdiz alzando el vuelo y luego la arremetida del águila; contra la tierra, pescuezo, huesos.

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Quería incluso la planicie, el aburrimiento. Quería incluso los domingos en silencio, cada uno en lo suyo. A todos les conté de ti, con el orgullo tonto del enamorado. ¿Me va a seguir penando esto, después, en cuatro o cinco años más, cuando vuelva a gustarme alguien así, tan enteramente?

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Nunca terminamos de ver El viaje de Chihiro. La termino solo y lloro como condenado en la parte en que Haku se revela como el Dios del Lago que salvó a Chihiro de morir ahogada cuando era una niña. Lloro chuecamente, más por mí que por el platonismo Ghibli. De otra forma no me sale. Antes, mientras nos despedíamos por chat, solo me caían lágrimas intermitentes.

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Me pongo a ver Titans para olvidarme y lo primero que pasa es una pareja terminando.

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Este partido de la selección femenina lo íbamos a ver juntos tragando un chop tras otro. El peso de lo que debería haber sido me arruina. Seis goles hicieron las cabras.

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Sensación inapelable de que en esta vida, así como la vivo, cabe uno solo.

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Cuando te terminan al comienzo se rompe una manera de imaginar. La ternura de catapultarse con naturalidad hacia un porvenir que nisiquiera es claro, que nisiquiera es un plan, todas esas maneras de no saber qué viene pero saber que es de a dos, todo eso sepultado, cuestionado: sensación repentina de locura, de haber experimentado algo que no estaba allí. Retrocedo en la hermosura y la voy tachando o arrugando como una servilleta: esto lo viví yo solo, esto otro también; esto, quizá, fue cierto, pero ya no importa.

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Era yo el que insistía en que hiciéramos un top diez de películas y lo compartiéramos para generar algo así como una cartelera; nisiquiera un futuro, solo un puñado de noches. Nunca hiciste la lista y recién ahora entiendo.

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El punto en que la mente y la voluntad me dan solo para comprar muchos panes y queso y vivir así. Sobre todo con una rumi que se va y teniendo que llenar el cupo contra el tiempo. Sobre todo los fines de semana con turnos de diez a diez. El sueño errado me desarma los días. Cuando pienso que terminaron conmigo porque vivo raro quiero dormir para siempre. No morir, solo dormir para siempre y contra todo.

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El café me ayuda a ir tarjando las tareas de la tarde. Termino de ordenar mi clóset. Barro, ordeno, leo, me baño. Dejo soplada la carpeta de cuentos. Reescribo el del tipo que lo achican y raptan las cucarachas, le doy más fuerza (y absurdo) al final. Sin contar el libro que sale en unos meses tengo para ofrecer: Cinco cuentos nuevos, una novela, los diarios. Y mil quinientos pesos en la cuenta rut. Qué tiene que ver eso, no sé, pero la niña y sus cachitos en el pelo que salen en la publicidad de la página del banco me recuerdan a ti, tu sticker de cuando bebé. Pero el peso ya es otro ¿Y por qué me acuerdo de esto ahora, precisamente en este párrafo? Porque pese a que lleno los días algo falta. Porque imaginé, imaginé e imaginé.

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Khatia Buniatishvili alzando la cabeza desde el piano muy lento dándole el pase a la orquesta el pelo le cubre los ojos que va abriendo de a poco como si viniera saliendo del agua padeciendo algo que ella misma esta haciendo con sus manos de estar ahí no aplaudo me arrodillo

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Cagó el hervidor, cagó la llave del lavaplatos, las ollas valen pico, a la que usamos para calentar agua se le salió la manija, a la lavadora se le rompió la tapa, las puertas del mueble de la cocina comienzan a salirse, se rompió una de los dos sillas que tenemos, rompí sin querer el cargador nuevo del cel, mi mesita con ruedas de la pieza cojea, mi carnet está vencido desde comienzos de año. El último mail de X aún me rebota como una polilla dentro de la cabeza pero es una luz que estoy apagando bien. Donde sea que mire hay algo roto, cojo, moribundo, apaleado. Sigo escribiendo cuentos como si sirviera de algo. Miro alrededor y todos los problemas de la gente son otros. Problemas de la gente que efectivamente habita el mundo. Yo ni eso. Milei acaba de salir electo presidente de argentina. Por acá capaz pronto la constitución de la ultraderecha quizá de su sorpresa. Si creyera en algo diría que esta demencia mundial es signo del fin de los tiempos. Hay gente enamorada de la muerte. Y yo quiero vivir. Miro a la gatachica en mi almohada, la luz le pega en el lomo, su cabeza va cayendo de a poco, dormida; como no voy a querer vivir, cómo no voy a querer vivir ahí, así.

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Las cosas bonitas que te dije y en general todos mis intentos quizá no tan sutiles de expresarte que hace mucho no me gustaba nadie los recuerdo con la sensación de quien se ha tropezado en público y apura el paso para salir rápido del perímetro de la vergüenza. Es triste, pero a la vez ya avancé unas tres cuadras, el paisaje es otro, y nadie -y lo más importante: ni yo- se da cuenta del ridículo que hice.

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Me consigo para cubrir la parte del arriendo de la rumi que aún no aparece. Pagan de buscalibre. Pagan de por aquí y de por allá. La milagrosa sensación de que alcanza, justo pero alcanza. Empíezo a comer solo durante ocho horas al día y me resulta, lo mantengo, tres semanas ya, convierto el hambre en otro tipo de pensamiento, de noche solo té helado, gasto menos en comida, recupero una vitalidad que tampoco es la gran cosa pero me sirve, duermo mejor y recuerdo lo que sueño. Retomo el ejercicio. Todo dentro del mismo impulso de ir lentamente por todos los sectores de la casa botando, ordenando, reubicando. E se va a Holanda y me regala una mesa con cuatro sillas. La mesa -blanca, larga, firme- me la quedo como escritorio. Antes de reemplazar las sillas del comedor las rompo a patadas. Sillas viejas, rotas, endebles, inestables como cada mueble de esta casa. Psicomagias de bruto. Me ocupo solo de lo que puedo mejorar inmediatamente. El resto no existe. Vuelvo a llenar los días. Se acaban las siestas. No por decreto moral sino porque el cuerpo así lo dice y yo hago caso. El café de cafetera me enfoca. Camino desde aquí hasta el final de Providencia para entregar tres libros y me devuelvo trotando. ¿Todas las preguntas extra en torno a correr de noche que me hizo la dependienta del Pronto es porque pinchamos? Me devuelvo imaginando una vida con ella. Seis meses duraríamos. Ninguno se arrepentiría de nada. Hace días una confianza arbitraria me invade. Aunque quizá siempre sea arbitraria, la confianza. En el espejo soy basicamente el mismo y sin embargo no. El libro está quedando bonito. A me manda la portada. Se la muestro a los amigos y amigas. Mi madre aún piensa que voy a ser famoso. Dentro del amplio espectro de las cosas que no puedo cambiar hay una parte que escojo interpretar desde la ternura. Voy unos días a Curicó y, junto a mi padre, vemos a mi equipo descender. Esperable y para nada catastrófico. Un derrumbe en cámara lenta al que asistimos. Saliendo del estadio me doy cuenta que se mira rápido y corto al que llora. Mi hermano una fortaleza impenetrable. Lo intento. Soy un tigre y su interior es mi presa. Lo logro a medias. En mí aún es el niño con el que tuvimos que irnos todos llorando y con la ropa en bolsas de basura de madrugada en un taxi por culpa de su padre. Pero parece feliz, dentro de todo. Vemos Chainsaw man. Me da de su kief y no fumaba hace tanto que quedo como Rene Puente tosiendo. Una toz que, con la ventana abierta y el encaramamiento en sí mismo de la villa, se desparrama en varias casas a la redonda. Cuatro días en los que ni leo ni escribo, solo tiempo de calidad con mi madre, mi padre y también con mi querida P, con quien recorremos de extremo a extremo la ciudad, conmovidos por la belleza de algunas calles y sus antejardines y las personas haciendo vida allí. Vidas tranquilas y contenidas en sí mismas. Una pareja de ancianos cargando a medias un balde de pasta muro. Un niño con una pistola de agua jugando con un perro. Mirar y pasear es una manera de venerar. Algo de eso se me impregna y queda incluso cuando ya vuelvo a Santiago. Lo hundo y lo escondo en mí -lo escondo de mí en mí-; no vaya a ser que se arruine.

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Tres noches me demoro en ver fraccionadamente Its a wanderfull life de Capra. La segunda visita anual de A que se extendió más días de la cuenta, la llegada de la rumi nueva, la navidad, la Cena de las solas y solos, y las exigencias de la casa luego de todo esto, me dejaron en un estado más productivo que receptivo. Hoy la termino sí. No me quejo. Han sido días buenos, amables, el refri sigue lleno e incluso me sobró algo luego de pagar las cuentas. Frase que me resuena porque la he escrito un par de veces antes. ¿Será esa mi falta de horizonte? ¿Será eso lo que hizo que no funcionara lo que sí creí que estaba funcionando? Empiezo un mail que inmediatamente borro. Me gustaría escribirte algo completamente orientado a que si nos topamos por ahí no queramos cruzar la vereda, pero no consigo el tono, incluso si me posiciono en la desafección sueno lamentable. Quizá está bien dejar que algunas preguntas se cansen, pierdan su fuerza, o la ganen desde otro lado, que viene a ser lo mismo.

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