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Archive for julio 2016

julio

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“Los acontecimientos de la vida amorosa son tan fútiles que no acceden a la escritura sino a través de un inmenso esfuerzo: uno se desalienta de escribir lo que, al escribirse, denuncia su propia chatura (…) Sólo el Otro podría escribir mi novela”. (R. Barthes).

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Se acabó y hay que escribirlo todo por una especie de ajusticiamiento. Cambiar la sensación de derrota por algo que se ajuste más a lo que fuimos. Al acoso de la hermosura recordada desde el imperativo de la tristeza, oponerle el aprendizaje y el intercambio; al monumento occidental del amor heroico, oponerle el rito pagano que incorpora también el mal y lo cotidiano; al mar de fatalidad, las oleadas de virtud; a lo irrecuperable, lo ganado.

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“Toda caricia, toda confianza sobrevivirá”. (Paul Éluard)

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Terminar por la noche es terminar al menos tres veces: al momento de apagar la luz, al momento de dormirse y, el más triste, por la mañana, al despedirse. Al cerrar la puerta, estallo: cuando vuelva por la noche la mayoría de sus cosas ya no estarán. Anoche, cuando la resolución ya estaba hecha, me dijo “¿y de qué podemos hablar ahora?”. Concluimos que había que hacer lo que hacen en la tv para fin de año: recapitular, visitar los buenos momentos. Y eso hicimos.
Me gustaba cómo siempre jugábamos a escindirnos y ser juntos un tercer término que, divertido o contemplativo, sobrevolaba y observaba desde arriba la relación.
Le digo que veamos The Office por última vez, pero no, mucha pena. Que me corte la barba por última vez, tampoco. Le digo: “cerraré facebook, twitter y en instagram pondré una foto negra cada una semana”. Se ríe, se ríe como siempre se rió de mis ocurrencias estúpidas: con ternura.
Me gustaba tanto cuando me decía “pololo estúpido”. Había algo muy suave en su manera de pronuciarla. Algo por ahí en la “t” o la “p” que volvía a la palabra media acuosa, media jabonosa. Pololo estúpido, ahhh.
Ahora lo veo más claro que antes. Estamos en medio de un huracán de certezas que ya no sirven para nada, pues junto con la nitidez del detalle surge también su irrecuperabilidad. Rodeados de papeles arrugados con mocos, escenificamos un museo de la melancolía.
Pasaremos a una etapa de silencio y distancia, le digo. Solo así se descascarará lo que debe caer ¿Pero qué es lo que queda? Lloramos desconsolados cuando nos convencemos de que no va a quedar nada. Pero uno crece y cambia y eso no se borra. Entonces, ¿por qué tengo aquí dentro este imaginario amoroso que me dice que seguir y recuperarse es traicionar? Quizá porque también sea necesario separarse del tiempo que rige el mundo de la utilidad. Y eso es lo que uno hace aquí, de noche, escribiendo: construir una lentitud, arremeter contra el tiempo, recuperarse.

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Uno sigue vivo para que un montón de cosas no mueran. Uno es un cuerpo que escoge un puñado de cosas. Pero no es una elección racional. No escogemos desde un número determinados de posibilidades. El cuerpo se mueve y se mezcla y se equivoca y entremedio de todo aquello, confirma unas elecciones que son la vida de ese cuerpo.

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Preferiría que te murieras, me dijo.
Preferiría que ambos nos muriéramos, me dijo.
Preferiría que hoy mismo todo el mundo estallara y así sería perfecto, dijimos.

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“Estaba tan cerca de ti
Que tengo frío cerca de los otros”.
(Paul Éluard)

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Un Juan Maestro por la mañana –lo pido llorando: no me importa nada-, un Gold al mediodía, y luego solo galletas de agua y agua.

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“Desea que todo cuanto ames no te embelese demasiado”. (M)

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Escribir y llorar, actividad inédita. O miento: cuando a los 16, en medio de la noche, solo en un auto estacionado en la nada, M se perdió con R y N en unos matorrales (me gustaba N, pero por cómo iban las cosas también me habría conformado con R) y me dejaron 10 minutos solo, me puse a escribir y a llorar, maldiciendo mi suerte, preguntándome por qué siempre las niñas preferían al de la actitud avasalladora .

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Paso por fuera del café donde trabaja y caen las estúpidas lágrimas. Ya no voy a pasar a buscarla nunca más. Ya no vamos a tomarnos un café con R mientras ella y N circulan como si todo fuera una gran casa en la que vivimos los cuatro juntos. Ya no voy a hacer esa pequeña escala, después de correr, solo para bromear con que voy a abrazarla así, todo hediondo y sudado. Ya no voy a mirarla desde lejos, mientras está en lo suyo, sin que me vea, para verla de verdad. Paso rápido para que R o N no me vean así. Los ojos escondidos tras los lentes, los mocos colgando y la boca fruncida tras la bufanda. A diferencia de hoy en la mañana, ya me da lo mismo que los transeúntes me vean. Todos en la calle me parecen tan estúpidos. Miro a las parejas de la mano y solo veo ficción y finitud. Ya en casa, apenas pongo un pie dentro, me rompo. Tiro las hueás al suelo y abro el closet y miro su cajón y me arrodillo como si fuese a rezarle a no sé cuál dios. El cajón que dispuse para sus cosas… siempre estuvieron tan apretadas todas ahí. Debería haberle dado dos cajones, debería haberle dado todo el lado derecho del closet. Ahora está hasta la mitad. Todo está ordenado. Dispuesto a que el tiempo empiece a pasar por encima. Mañana o pasado llegaré por la noche, abriré el closet, y ya no habrá nada y de nuevo voy a llorar.

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Llegó el tablero de Go que compré por internet. ¿Con quién chucha voy a practicar?

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Cuesta escoger la música. Cuesta lavar la loza. Cuesta tomar a la gatachica y alzarla y pensar que ya no jugaremos con ella. Cuesta dirigir la vista en cualquier dirección. Miro la cama y pienso si sería distinto si me comprara otra. Tendría que comprarme unas murallas nuevas, una tele nueva, una habitación entera nueva. O irme no sé dónde. Pongo a Bessie Smith. La pena se arrastra de época en época. La pena que no se parece a nada que haya escuchado o leído. La pena como una arcada constante. Una arcada del ser entero. Una caña ontológica. Una cosa más cercana al terror nocturno de la infancia que a lo que armoniosamente dicen las canciones de amor y desamor. Hago la cama y sus calcetines de perrito aparecen, como siempre, al fondo. Recuerdo que anoche me dijo que me los iba a dejar. Me derrumbo encima de la cama. ¿Para quién se llora a solas? La pregunta carece de sentido
Me extiendo y me acurruco. La pena me amasa; a su extraño modo, me cuida y yo la dejo que haga lo suyo. Llegan las gatas. La chica salta encima y la grande guarda su distancia. No me dan ningún consejo. Aprieto a la gatachica y me siento mejor. Ya sé cuánto duran esos movimientos involuntarios de la pena. Ya calculo la oleada y dejo que el grifo se abra y se cierre a su antojo. ¿Es que no se acaban las lágrimas?

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“Considerar al otro como perdido, y por lo tanto experimentar, cada vez que él vuelve, el alivio de una resurrección”. (R. Barthes).

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Nunca había estado tan dispuesto a enfrentar una invasión zombie o cualquier otro tipo de situación postapocalíptica.

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Blue in Green de Miles Davis. Agarro Leñador pero no puedo leer nada. La gatachica salta encima, estira su pata como siempre, hasta tocarme la pera. Un par de lágrimas como que no quiere la cosa. ¿Esta gata está más blanda y dócil y suave o soy yo? Le amaso la cara. Se deja. Me acuerdo de las caras que le hacíamos poner. O cuando, moviéndole las orejas en distintas direcciones, la hacíamos ser oveja y conejo. ¿Cómo puede ser tan hermosa está canción de mierda?

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Debería haber una red social en la cual la confirmación o rechazo de lo que uno arroja ocurra a destiempo. Un lugar en el que uno haga su gracia y no ocurra absolutamente nada. Una especie de tuiter en el que, quizá, luego de un par de semanas, se hagan visible para el usuario sus interacciones. En estos primeros dos días lejos de internet ya tengo localizado (aunque no sé si controlado) ese dispositivo mental que goza con la corroboración externa. ¿Cómo es que ya no puedo recordar la estructura del deseo previa a tal dispositivo? Todo lo que uno escribía o hacía de los 15 a los 20 no pasaba del perímetro local, del colegio, el barrio y, quizá, de los 18 a los 20, el disquete con poemas que circulaba de mano en mano. El mundo era más chico, sí, pero también el mundo estaba menos lleno. El horizonte era liso y no había una larga fila para situarse en la plataforma del presente. No todo era contrastable. No toda subjetividad coincidía con un mercado. Había más gente rara. Honestamente rara. Locuras a las que nadie les sacaba rendimiento estético. Largas y silenciosas vidas de provincia. ¿Y yo quién era? ¿Qué soñaba? Hasta los 12 o 13 le temí al infierno, luego al servicio militar, luego a estar solo, y así. No sé cuál era el punto. El pasado no era mejor. Nunca ha sido mejor. ¿Por qué no puedo recordar quién era?

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“Siempre he tenido ganas de argumentar mis humores; no para justificarlos; y menos aún para llenar con mi individualidad el escenario del texto; sino al contrario, para ofrecer tal individualidad, para ofrendarla a una ciencia del sujeto, cuyo nombre importa poco, con tal de que llegue (está dicho muy pronto) a una generalidad que no me reduzca ni me aplaste” (Roland Barthes, La cámara lúcida)

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Las noches posteriores a haber terminado se resumen en gente sentada en el sillón en frente mío, cerveza, vino, marihuana y acostarse chino. La primera noche, con M, hasta las 3am, a puro PES 2016. La segunda noche, con F, desde temprano: salimos a correr, pedimos sushi, cada uno tecleando en su lado de la mesa (como en la época de la universidad) y al final de la noche jugamos un par de partidos. La tercera, con G, una pequeña puesta al día y luego Green room (el mismo de Blue ruin: nuevo director favorito) y de ahí, por tercera vez, Synechdoque New york (¿veré alguna vez lúcido esta película?). La cuarta noche es con A: caminamos desde la librería hasta Plaza Italia (también terminó hace poco: solo hablamos de amor), nos sentamos en la Terraza, dos schops y dos italianos, me sugiere que la clave es ser brutalmente honestos siempre, sobre todo al principio. Llegamos aquí y ella se echa y la dejo sola (una especie de sanación a distancia que debía hacerse a las 22 hrs). Vemos Force Majeure y es como una prolongación de nuestra conversación. Y anoche, la cuarta noche -¿acaso me había acostado ebrio cuatro noches seguidas alguna vez en mi vida?-, con M que cuando llegué ya estaba aquí, botella de vino mediante, junto a C.
Eso por las noches. De día, en cambio, escribir, ordenar, abastecerse, dormir siesta y limpiar. Siempre me pregunto cómo es que la gente consigue salir de sus casas, ir a los parques, a los museos, visitar a sus amigos. Culminados los tres días libres que tuve la casa ya no puede estar más limpia. Igual que Philip Seymour Hoffman en Synecdoche New york, he repasado incluso esos rincones mohosos de la cocina, a mano, con esas pequeñas virutillas que vienen en forma de tubo y que seguramente no sean para ser usadas así. El refrigerador está reluciente y tiene cosas (fui a la vega y al supermercado el mismo día). Boté todo lo que llevaba allí meses. Incluso lo que podía servir. ¿Cuándo iba a usar esa chancaca? ¿Para qué dejar allí ese poco de kétchup en ese envase que, como no tiene tapa, lo ensucia todo? Me paseo por la casa, saco todas las cosas de los estantes, voy por sectores, boto, ordeno y reubico. Luego de casi tres días de comer nada, empiezo a comer como la gente. Hay que mantenerse en movimiento. Si no es por escrito, mejor no detenerse a pensar. No aún.

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“Como una mala sala de concierto, el espacio afectivo tiene rincones muertos, donde el sonido no circula. –el interlocutor perfecto, el amigo, ¿no es entonces el que construye en torno nuestro la mayor resonancia posible? ¿No puede definirse la amistad como un espacio de sonoridad total?)” (R. Barthes).

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La amistad como un disponerse absoluto y reciproco que, a diferencia del amor, que pide más, posee un lenguaje menos complejo y codificado. Un lenguaje que no necesita funcionar como metáfora de otra cosa, una palabra que no busca crear, tocar o remover algo en el otro: “La amistad no se busca, ni se sueña, ni se desea; se ejerce (es una virtud)”.

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Comienzo Muertes y maravillas de Teillier y, cuando noto que el prólogo lo escribe él mismo, me levanto casi corriendo de la cama a buscar el lápiz mina para subrayar.

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Volví a Pat Metheny. Me mueve. Me hace hacer cosas. Me hace abrir las cortinas. Me recuerda lo que sentía a los 18, cuando con F vagábamos solitarios por las calles, buscando no sé qué, fumando, conversando, soñando, errando.

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“Porque no importa ser buen o mal poeta, escribir buenos o malos versos, sino transformarse en poeta, superar la avería de lo cotidiano, luchar contra el universo que se deshace, no aceptar los valores que no sean poéticos, seguir escuchando el ruiseñor de Keats, que da alegría para siempre”. (J. Teillier)

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La noche termina con dos amigos que se fueron y yo tomándome una petaca de whisky leyendo subrayados antiguos de Fragmentos de un discurso amoroso. (Y de fondo In a landscape de John Cage)

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Lo único que recuerdo del sueño de anoche es que entra Batman a la escena. Como es debido, llega desde lo alto, balanceándose en uno de esos cables que tira. De algún modo sé que no debo decir su nombre, que le molesta. Pero aún así digo: “¡Pero si es Batman!”. Entonces me dispara en el tobillo una de esas hueás que usa para escalar. Duele. Duele un montón. Siento el dolor dentro de todo lo que el sueño permite. Despierto.

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Siento que desde que terminé que estoy soñando puras cosas estúpidas.

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He escrito en estos últimos cinco días más de lo que escribí en los últimos dos meses.

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Le doy de este ¿guiso? que he cocinado (cebolla, ajo, zanahoria, callampas secas, berenjena, carne de soya) a C y me dice que todo dentro del plato está, en términos de colores, como en un mismo tono. Observo y tiene razón: todo está en tonos cafés y negros. “Como el suelo en otoño”, le digo. Y así, si es que ya no existe, bauticé este plato: “suelo en otoño”.

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“El agua destilada no sólo es insípida, sino que a la larga no logra aplacar la sed, y para poder ser consumida necesita ciertos componentes que desde el punto de vista químico se consideran impurezas; del mismo modo, en el alma humana, lo puro debe estar mezclado con lo turbio. Para que la virtud de virtudes, la sinceridad, no sólo florezca en el reino de las ideas, sino también de frutos en el mundo, es necesario que contenga una pincelada de mentira”. (Schnitzler)

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Word: mi nueva red social.

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Soñé que estaba en medio oriente intentando cruzar un paso fronterizo custodiado por militares cuando, de pronto, noto que la fila va avanzando y, uno a uno, los sujetos van siendo desnudados y fusilados. Cobro entonces esa leve conciencia de que estoy en un sueño y, antes de que me ordenen quitarme la ropa o hacer cualquier cosa, salgo volando, lentamente, a duras penas, casi al nivel de las cabezas de los soldados (que, del impacto, no hacen nada) (cuando despierto siento que esta última “escena” del sueño es idéntica –en la toma de cámara y también en su comicidad– a cuando, al final de no sé cuál capítulo, el Señor Burns y Smithers se escapan de la turba enfurecida en un carro alegórico).

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“La ternura, de derecho, no es exclusiva; me es preciso pues admitir que lo que recibo también otros lo reciben (a veces se me ofrece su mismo espectáculo). Donde tú eres tierno dices tu plural”. (R. Barthes).

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Voy comprendiéndolo: seguir no es traicionar. Cada relación crea su propia mitología y ninguna mitología reemplaza a otra, pues no hay lugares ni palabras más sagradas que el hecho de que, por encima del fracaso milenario y reiterativo del amor, conseguimos siempre inicios frescos: «Lo que amo está siempre empezando», dice Elytis.
El tiempo que transcurre en medio de quienes se aman, esa especie de vórtice en el cual la mitología coincide plenamente con lo real, no es un tiempo de este mundo. El enamorado es el perro que esconde ese tiempo como un hueso porque sabe que, tarde o temprano, el otro tiempo, el de la utilidad, invadirá su santuario.

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Lira con Diagonal Paraguay. Voy escribiendo en wathsapp mientras cruzo, correctamente, con verde. Un auto me toca la bocina, una mano emerge de la ventana, no entiendo mucho pero estoy seguro de que hay una hostilidad. Le digo que crucé bien. A duras penas entiendo algo relacionado con mi celular. Desde la vereda, con la verde a punto de terminar, y por las palabras entrecortadas que alcanzo a oír, deduzco que me está increpando que haya cruzado el paso peatonal viendo mi celular. Le digo que se baje y conversemos en un tono que no sé de dónde me sale. Entonces, cuando el auto ya parte y pasa cerca y me lo dice, comprendo: “¡Te querían cogotear!”. Conecto los últimos movimientos y tiene sentido: el tipo que venía en bici en sentido contrario, el que pensé que se había tropezado cuando miré hacia atrás y lo vi en una posición rara, estaba intentando agarrarme el celular. Y yo pensando que me estaban buscando bronca porque sí. En suma: quedé como hueón.

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Creo que soy una especie de enfermo de soledad. Quizá ya nunca pueda estar en serio con alguien. Algo así como una relación que desde un comienzo pueda afirmarse que es para siempre es una cosa que me queda ya muy lejos. Como cuando uno salía de vacaciones con la familia y a la semana te daban ganas de volver a tus cosas, a tu pieza, así mismo me dan ganas de volver a mí mismo, una y otra vez. Nadie se salva. Los amigos son los que, pese a que comprenden esto, se quedan.

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F me muestra un audio de wathsapp en el que A, amigo común, en un tono muy de parodia al show de los libros, dice que los últimos posteos en nuestros respectivos blogs son lamentables, que perdimos el rumbo, que, de algún modo, influencié a F a caer en esta vorágine. Insiste un par de veces en que ya no somos más que “los escritores del punto seguido” y, casi al final, en una parte en la que reí mucho, dice que terminamos como Marcelo de Cachureos, pidiendo “¡El grito el grito el grito!”.

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Viene mi papá a Santiago: una reunión de los capos de la logia a unas cuantas cuadras de aquí. Salgo a buscarlo y entro (medio temeroso) hasta la recepción, donde me invitan a tomar asiento. Aparece por un largo pasillo, de terno y mirando hacia un punto lejano, como si esperara verme parado afuera en la calle. Le saco una foto y acto seguido recuerdo que parece que no se puede. Hago como que texteo en el cel. Me ve y nos abrazamos. He notado ahora último que cuando caminamos juntos siempre va un poco más rápido de lo que debería, como si quisiera agregarle una agilidad extra a su andar. Caminamos por una fea y oscura Marcoleta que solo a la altura de Diagonal Paraguay se digna a mostrar rasgos de civilidad. Cuando llegamos y se sienta en el sillón las gatas se le lanzan encima. Aletea y se asusta. Piensa que lo pueden rasguñar o morder, me dice. Es una cosa bastante chistosa de ver -un hombre hecho y derecho, de terno, espantando a una gatachica que lo único que quiere es alguna especie de contacto- y se lo hago saber. Es curioso como nunca lo he visto reírse de sí mismo, de algún desliz del lenguaje, de alguno de los propios absurdos o reacciones. Así que la cosa se reduce a que los gatos no le gustan y no hay ninguna interpretación que hacer al respecto. Dispongo sus cosas, le ofrezco un té, hacemos un pequeño zapping (se asombra de que no solo haya visto Wolverine sino que haya visto todo las películas de ese tipo y quiera seguir viéndolas). Me pregunta si no tengo más canales y le digo que no, pero que tengo un montón de películas y documentales. Nos damos cuenta que es temprano y que podríamos ver algo. Apago la luz y pongo La ciudad de los fotógrafos. Los nombres y los lugares del horror me los dice antes de que aparezcan especificados en la parte baja de la pantalla. Aunque ya la vi hace un tiempo hay ciertas partes en que es imposible evitar que caiga una lágrima solitaria. ¿Cómo puede haber estado tan cerca de todo aquello y ahora estar allí simplemente sentado en mi sillón, inmutable? Es muy extraño que no se haya quedado dormido como el 99% de todas las otras veces que nos hemos sentado a ver algo en la tele. Luego, cuando me cuenta que su nivel de involucramiento era importante, ya no me parece tan extraño. Como que me cuenta pero no me cuenta. Le pregunto hasta dónde estaba metido pero me dice que nunca se sabe cuándo se va a dar vuelta la tortilla (me permito escribir esto aquí porque sé que quienes me leen no están ni cerca de ser unos sapos) Me relata cierto episodio que yo recordaba como si fuera un viejo sueño: esa vez que, luego de andar prófugo un par de días, lo pillaron, lo subieron a un tren y, allí dentro, tuvo la suerte de encontrarse con un milico con el que alguna vez jugó a la pelota. Éste lo hizo bajar por el último vagón, cambiarse de ropa y volver a ingresar por el frente, solo que ahora caracterizado como un ferviente apoyador de la dictadura. Y así, me cuenta un montón de cosas que yo no sabía. Vemos también otro documental cortito: De mártires y verdugos. Siento que ha sido una noche que recordaré.

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“Y una vez más el Oriente: no querer asir el no-querer-asir; dejar venir (del otro) lo que viene, dejar pasar (del otro) lo que se va; no asir nada, no rechazar nada: recibir, no conservar, producir sin apropiarse, etc”. (R. Barthes).

 

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