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Archive for marzo 2016

febrero-marzo

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«Cada vez escribo más largo, y en tiempos más espaciados, para cada vez menos lectores, y con menor éxito». (Mario Levrero)

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El día no acaba nunca. Ya son las once y nisiquiera he vaciado la mochila, ni me he bañado, ni he comido, ni he abierto una cerveza, ni puesto música, ni nada. Llevo más de una hora intentando que las gatas se tomen sus remedios. Estoy en calzoncillos en la cocina, intentando imaginar cómo es que lo hacen las madres, los padres, día a día, posponiéndose, desapareciendo lentamente, incorporándose como sangre y huesos y músculos a disposición de la maquinaria del cuidado, de lo inmediato, de lo urgente. Sé que las quiero, sé que, mientras dure el tratamiento, ellas serán primero, y sin embargo, sigo sin comprender cómo alguien querría escoger esta senda para darle sentido a su vida. ¿No era que se trataba de abarcar más, de cambiar las cosas en grande o al menos intentarlo? ¿Qué es ese orgullo de encabezar una familia? ¿Qué es ese orgullo de ocuparse de lo inevitable? La gatagrande vomitó la pastilla diluida en agua. Luego fui yo el imbécil que la diluyó en excesiva agua, y allá se fue otra pastilla más. Intento cocinar para mañana y hacerme cargo de estas niñas. En el horno unas longas, un poco de carne molida en agua caliente, y los fideos en la olla. Sobre la mesa, soltando un audio de wathsapp tras otro, el celular con consejos de P y M sobre la mejor manera de enfrentar esta compleja situación. Revuelvo, escucho, lavo la loza, pico las longas, decido no abrir mi cerveza hasta que todo lo básico esté resuelto. Mientras la gatachica merodea y mordisquea de a poco su porción, la gatagrande, encerrada en el patio de la cocina (porque no puede ocurrir que uno se coma el remedio de la otra) nisiquiera mira su comida y solo se dedica a intentar salir. Revuelvo la cebolla en el sartén y con el pie detengo sus intentos de huida. El celular se vuelve loco y lo apago. De pronto estoy como un baterista intentando seguir el ritmo del mundo, de este mundito. Pero son muchos tambores y platos. Si no funciona esta última vez, si la gatagrande vuelve a vomitar el remedio, simplemente me rendiré, y lo intentaré de nuevo mañana. Termino de cocinar y me asomo hacia el living. El espectáculo es triste: la gatachica está en medio de todo con su cono de la vergüenza, sentada, mirando hacia un punto fijo en el suelo. Cuando termino de cocinar, sigue donde mismo.

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“Qué se yo si ciertas cosas las vivió Kafka o las viví o las soñé yo; ahora me perturban como mías aunque no las recuerde”. (Mario Levrero)

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Sueño que somos casas, que ya no hay sujetos sino casas. Dónde vivimos ahora -¿”dentro” de personas?-, no tengo idea, pero el asunto es que todos andamos por ahí siendo casas, con cuerpo de casas, con cabezas de casa, y así. Solo recuerdo esta pequeña “escena”: me encuentro con J en la calle. Se manifiesta preocupado por su situación interior, es decir, por la situación de los individuos que viven allí dentro. Hablamos bajo, casi murmurando, para que no nos oigan las personas dentro nuestro.

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“Las cadenas de la Humanidad torturada están hechas de papeles de oficina”. (Kafka)

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La novela que empecé hace años no vale nada. Un tipo en una casa en Valdivia. Una vida simple. Gente que llega. Gente que se va. ¿Por qué es tan difícil hacer que sucedan cosas? Seguramente porque ya me acostumbré a esto, aquí, así, el área chica de lo insípido y lo contingente. Así que volví a escribirle un nuevo comienzo que se transformó en un cuento que tampoco terminé. ¿Qué es esta enfermedad de no atreverse a terminar nada? Luego de dos años, sigo metiéndole citas a la tesis que aún no defiendo. En fin.

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“La vida es una distracción permanente que nisiquiera permite tomar conciencia de aquello de lo cual distrae”. (Kafka)

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Odiar una ciudad es estúpido. Lo que digo cuando digo que odio Santiago es que odio la repetición infinita del trayecto desde mi casa al trabajo. La forzada intimidad de los matinales. El semáforo de mierda de Diagonal Paraguay con la Alameda que ya lleva meses dando conteos falsos e intentando hacer que atropellen a alguien. El sol directo. Los anuncios publicitarios contrastados con lo real. La ausencia absoluta de sombras, de árboles. De nuevo el sol. La cercanía obligada con el prójimo por las mañanas. El ascensor lleno. La circulación naturalizada de los cuerpos. Intuir día tras día que algo está profundamente mal, que la mitad de estas personas desearía estar en cualquier otra parte. Luego, ya casi llegando a la librería, en la moneda, los putos carabineros y su marcha de los sábados. Toda la pompa de ese perímetro. La mierdosa marcha militar, policial, o lo que sea. El silencio y la expectación de los transeúntes. Y para darle un poco más de absurda legitimidad al espectáculo, los turistas, la profunda estupidez de los turistas agolpados sobre la moneda como si allí estuviera ocurriendo algo. Sus ropitas de Indiana Jones. Sus carnes rosadas. Sus imponentes cámaras para retratar qué. Y siempre, comándandolos, algún imbécil con personalidad de mimo. Cuando digo que odio Santiago es esto lo que odio. Que la mitad de los autos sean taxis. La violencia automovilística. La violencia peatonal. La violencia ciclística. Los mismos hueones de siempre gritándole a las minas, enrostrándole en la cara y en el cuerpo una imposibilidad a la que no le ven otra salida. Y los quioscos, y los titulares de las revistas y los diarios en los quioscos. Y el hecho de que el 80% de la contingencia es producida allí, así, en medio de un basural de sentido, en medio de una conciencia política nula, en medio de la naturalización buena onda del modelito económico que nos va agarrando los huevos lentamente. Si llego a decir alguna vez que odio Santiago, es eso lo que odio.

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“El afable arcaico no necesita ninguna «ventana» para dirigirse fuera de sí mismo, pues él no habita ni casa ni castillo. No tiene ningún interior desde el que hubiera podido o querido interrumpir ocasionalmente (…) La afabilidad arcaica no brota de la plenitud o la interioridad o de la mismidad, sino del «vacío» (…) El vacío es una indiferencia amistosa”. (Byung-Chul Han, Filosofía del budismo zen)

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¿Quién es ese hombre que se enfada porque cuando me requiere voy con el tacho de la basura entre las manos y le digo “a la vuelta” y, al volver, omitiendo su enfado, lo abordo con un “dígame” y hace como que no me escucha? ¿De qué está hecha toda esta gente que en vez de trabajadores a veces ocupados ve afrentas personales? ¿Qué se supone que haga, qué se supone que sienta, qué tipo de relación se supone que tenga con toda esta horrible humanidad que, antes que el correlato material del trabajo, ve solo sujetos a disposición? Su ternito, sus zapatitos, su recortada barba, su puta corbata desentonando pero a la vez haciendo juego. Un montón de distancia dentro de la misma especie. Cuando noto que se hace el indiferente no se me ocurre otra cosa que decir en voz alta “bueno, voy al baño”. ¿Por qué simplemente no lo encaro y le explico que hay un montón de trabajo aquí? Porque el trabajo te enseña a perpetuar unas relaciones incoloras e indoloras. Suaves y frágiles y olorosas como un pétalo de rosa. Cualquier conflictividad debe ser apaciguada sin entrar en la argumentación interna. Todo debe ser enfrentado como si fuera un puto estelar de televisión. Eso es lo que quieren todos estos maricas del espíritu. Quieren construir un mundo de efectividad que engorde y engorde y aplaste cualquier fisura de infamiliaridad.

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“¿Quién será capaz de comprender del todo estos tres hechos inconcebibles: que existe, que es él y no otro y que antes no existía y un día dejará de existir”. (A. Schnitzler)

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Quisco.
Llegamos cerca de las 11pm. Una guagua duerme y dos adultos ven los óscares. Nos sumamos. Un vasito de cola de mono que es como un postrecito. Me tomo tres. Nos acomodamos en la cama, en el suelo, en una silla. Lentamente comienzo a sentir que estoy de vacaciones, que puedo dejar vagar la mente, no anticipar el próximo movimiento. Hago saber que soy material disponible, que me moveré hacia donde sea que todos decidan ir por estos días.

Un episodio de The office antes de dormir. Pero no se puede dormir. El cubrecama se pega a la piel, la siesta pasa la cuenta, afuera hay un carrete, la cama es muy chica para los dos. Como a las 6am despierto a mear y recuerdo un sueño o partes de éste:
Un terremoto. Corro por huérfanos buscando alguna explanada sin edificios que puedan caerse encima. Luego estoy en Brasil, perdido, buscando a un grupo de personas con las que se supone que ando pero que no recuerdo quiénes son. Entro y salgo de varios locales. En todos hay una música que invita a quedarse. Edu Lobo, Caetano, Maria Bethania. Finalmente, en una disco, están mis compañeros de la librería, al fondo, como gángsters apostados en unas mesas llenas de panes con mortadela. N, que nisiquiera me mira, engulle un sándwich tras otro.
Ya fuera, en la calle, supongo que aún en Brasil, le digo en perfecto inglés a una gringa: el cielo está arriba pero el infierno está en todas partes. Acto seguido, a metros delante nuestro, un camión atropella a un caballo. La escena es horrible e intento escapar, pero las veredas comienzan a enangostarse y pareciera ser que, de pronto, hay obras en construcción por todas partes, de modo que hay que avanzar a través de fierros y estructuras. Y más no recuerdo.

Paseo por algarrobo. Fotos de rigor. En la micro hacia allá una señora igual a Cecilia Vicuña (si me dicen que está viviendo en el litoral, era ella) me increpa y me dice que no la he dejado pasar. El caso es que estoy estirándome para pagar el pasaje al ayudante del conductor que va unos cuatro metros por delante y ella, sin que yo aún lo note, intenta pasar. Me dice que tres veces me pidió permiso. Le explico que solo la oí esta última vez, que antes recién estaba pagando y acomodando las cosas. Voy entre otras dos personas, pegado al borde del asiento, y le pregunto que para dónde quiere que me corra. La cosa sube de tono desde su parte, que soy un falto de respeto, que me creo no sé qué. A esas alturas, habiendo ella ya pasado hacia el área más cercana a la puerta de bajada de la micro y supuestamente habiendo superado el conflicto, ya solo atino a decirle que en modo alguno me interesa faltarle el respeto a una señora. Le hablo pausado. Lo intento. Durante unos segundos siento que sería muy adecuado pasarle la mano por la cabeza, un par de toquecitos, como a un perro, haciéndole notar que, pese al hervidero del asunto, estoy haciendo el intento de no dejar escapar ni un ápice de hostilidad hacia ella. Como mucho, ha sido una desinteligencia, le digo (decido que no es apropiado tocarle la cabeza). Cuando me dice que mejor ya no le dirija la palabra, me giro hacia P, que me mira con cara de no entender nada. La posible Cecilia Vicuña se baja pasados cinco minutos de todo este embrollo. Nisiquiera era urgente que bajara exactamente durante esos segundos que ella juzgó apremiantes. La micro sigue avanzando y unas niñas que presenciaron la discusión hablan pestes de la mujer. Quisiera quedar intacto ante eso, ante todo, pasar a lo que sigue, pero siento una pequeña victoria en los comentarios de las desconocidas. Me voy todo el camino masticando una sensación extraña, una pesadez que siempre dura más de lo que uno quisiera. Solo al llegar a la playa y zamparme dos empanadas de mariscos se me olvida todo y empiezo a pensar que qué divertido sería si realmente fuese Cecilia Vicuña.

Salimos a mirar la puesta de sol. Jugamos a que somos como todas las otras parejas y quizá, por lo mismo, terminamos siendo como todas las otras parejas. Poniendo una mano cada uno, formamos un corazón (así como Vidal cuando hace goles, o como los pendejos en redes sociales) dentro del cual enmarcamos la puesta de sol. ¿En serio querís que suba esta foto?, me dice. Es obvio que es una cita sobre alguien que haría una foto así con toda naturalidad. ¿Pero si se entendiera que REALMENTE hemos hecho una foto así? Supongo que por eso no la subimos. Durante los minutos que demora el sol en aparecer nítido y diluirse bajo el mar, unas cuantas parejas más, dispersadas entre las rocas y la arena, se sacan selfies de todo tipo. P le saca una foto a eso, que también, por qué no, es una selfie de lo que somos.

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“Nueva manera de escribir, por tanto de sentir”. (R. Bresson)

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Lipimávida.
Tres días solo en mi hostal.
Hay un negocio como a 15 minutos me dice Ch, que se ha quedado sola en la cocina. Le he llevado los platos y, como siempre que me dejo decir lo primero que se me ocurra, le he preguntado si acaso “ha ocurrido algo asombroso este último tiempo”. Nada ha pasado, obviamente. “La vida tranquila”, remato y salgo, habiendo previamente avisado que saldré a comprar. La verdad, esperaba que me contara alguna historia de fantasmas o brujos. Mi idea era alcanzar a pillar las últimas luces del día, pero entre el vaciamiento y ordenamiento del bolso y la distribución de mis cachivaches por la habitación ya se hizo de noche. Prendo una cola y emprendo camino. Me detengo ante un bosque y unas sombras tenebrosas pero la foto perfecta ocurre solo en mi visión del asunto. Voy alternando entre ambos bordes del pequeño espacio peatonal de la carretera porque a ratos el camino simplemente se cierra. Como los esporádicos autos, soy también una luz que avanza con un solo foco que se prende y se apaga a la altura de la boca y suelta un humo que es inmediatamente asimilado a la bruma general. La oscuridad trazada de pronto por las luces de un auto que pareciera venirse encima otorga un vértigo importante a la solitaria expedición. El mar y estos pájaros cuyo nombre no googlearé (porque solo tengo el internet del cel) son el único ruido de fondo. Una bondad ominosa lo circunda todo. Quizá tenga que ver con cómo aquí el hombre se ha hecho presente pero sin hacerse notar. Cómo la vida se ha instalado a un nivel de la mera sobrevivencia.
En el negocio compro un encendedor, una leche con frutilla grande, un hobby y un rocklets naranjo. La cena fue bastante discreta y, con las dos siestas de hoy (una por bus tomado), dudo que me duerma antes de las doce.
De vuelta doy con un par de lugareños: el leve silencio, ese extraño respeto por el que pasa, por el que no se sabe si volverás a ver; el saludo con la cabeza, parecido a como mueven el cuello los caballos, y seguir el camino.

Construí un pequeño escritorio aquí, en este mueble que supuestamente es para la ropa. Llego del paseo y escribo. Por el parlantito, Liszt. Lo único que se echa de menos es un hervidor a la mano.

¿Qué me asusta de este silencio? De pronto me veo sentado en el borde la cama, la música se acabó hace algunos minutos y aún quedan unas cuantas horas para dormir, Extraña sensación esta, una especie de encierro en lo abierto. Era justo lo que buscaba. La misma sensación de cuando, a los 18, llegué a vivir a una pensión en la que solo tenía radio y libros y el escape escritural a través del word.
Me evado y pongo una de Villeneuve, Polytechnique, una película corta, en blanco y negro, sobre la matanza de la Escuela Politécnico de Montreal en 1989. No es el mejor ánimo para antes de dormir así que compenso con un capítulo de Curb your enthusiasm en el cual Larry David descubre con alegría que gracias a la muerte de su madre ahora puede zafarse de todos sus compromisos sociales. Muy George Constanza todo.
El sueño perfecto, de corrido. Apenas despierto, el diseño del día en la mente. El impulso infantil de tener el control total.
Desayuno viendo el primer tiempo del Arsenal vs Barcelona que traje en el disco externo. Me encargué de no saber el resultado ni ver imágenes al respecto.
Poco antes de las 11 salgo a correr. La idea es llegar a ese gran cerro que cierra el paso al final de Lipimávida y volver, sin parar. Una bonita idea, porque nisiquiera consigo llegar de ida: las zapatillas se me hunden incluso en la parte compacta de la arena. Pensé que iba a ser como correr por el pasto pero más bien se parece a como uno corre en los sueños. Además, para ir por allí debo ir atento a las olas y más de una vez, para evitar mojarme, tuve que aplicar una velocidad para la que no estaba listo. Me devuelvo caminando y pensando en todas las fotos que voy perdiendo por haber dejado el cel en la residencial.
Bañado y abrigado y con una corona en frente me dispongo en el altillo. Avanzo lentamente en Leñador. Por un instante creí que iba a ser igual de costoso que La vida instrucciones de uso, pero aquí las largas descripciones muestran de reojo una vida, un puñado de vidas, las de los leñadores. Me habría gustado más que la extensión de los párrafos descriptivos fuera la de los párrafos subjetivos y viceversa, pero eso quizá tenga más que ver con una fijación.

Acabo de darme cuenta que el padre de la familia que justo ahora se va yendo es un trabajador de la Feria Chilena del Libro. El trabajo me persigue, pienso. Hago un tuit al respecto pero lo borro. Corroboro que sea él y lo abordo. Una conversación completamente intrascendente que propicié solo porque sabía que luego de que se fueran ya no quedaría ni un alma en toda la residencial.

Por la tarde el segundo tiempo del Arsenal Barcelona. Luego una larga siesta y al yacusi. El cuerpo tibio y una llovizna en el rostro.

Ruidos extraños por la noche. Cada cinco minutos, el mismo sonido, como de una silla siendo movida un par de centímetros. A ojos cerrados y tapado hasta la cabeza, intento encontrar explicaciones racionales para aquel ruido. No hay ninguna conexión de esto con el ruido, pero empiezo a sentir que hay alguien en la habitación. No recuerdo la última vez que tuve tanto miedo, pero sí recuerdo cierta argumentación del miedo, algo que viene de antes, algo que he hablado con otras personas y que tiene que ver con que uno tiene el poder de abrir todas las puertas, todos los pasadizos, todas las fisuras. Todos los mundos que hay en este mundo están allí, a la espera de un pequeño giro o exceso del pensamiento, y eso, ese encuentro, podría ocurrir con o sin la venía de uno.
A las 3 am prendo la luz y así se queda, hasta que despierto a las 9, cuando traen el desayuno. Engullo y sigo durmiendo hasta el mediodía.
Por la mañana consigo lo que no conseguí ayer: corro sin parar hasta el cerro. La arena pesa. La carrera es contra la voluntad y el impulso de detenerse. De vuelta me vengo caminando. Un vapor lo cubre todo. Me guía el ruido del mar y la errante linea del oleaje. Pájaros que aún no sé nombrar aparecen desde una nube para entrar en otra. Avanzo a tientas. De nuevo me maldigo por no haber traído el cel.
Después de almuerzo subo el cerro. Intento llegar más lejos que las veces anteriores, pero el pequeño camino se cierra. Esta vez no me encuentro ni con cabras ni con seres humanos.
Me devuelvo caminando y sacando todas las fotos que no saqué en las pasadas anteriores.
Almuerzo y a jugar con unos perros. Espero que pase un rato para ir a meterme al mar. La playa está vacía. Chalas y polera en la arena y yo corriendo hacia el agua. Simplemente me lanzo de cabeza hacia la primera ola que veo. El cuerpo se tempera rápidamente. A las olas más chicas las embisto con una especie de empujón lateral, como cuando en las películas alguien derriba una puerta. Empiezo a recordar cómo era. Espero el segundo antes de que la ola se cierre y la experiencia coincide con el recuerdo: me tiro un piquero justo en la parte curva y lisa antes que estalle todo y salgo airoso por el otro lado. Lo repito una y otra vez. Miro hacia la arena y mis ropas están a una media cuadra de distancia de donde empecé. Rectifico nadando. En algún punto solo veo mar y me quedo en esa sensación. Me hundo. Me dejo. Y sigo nadando, siempre por el sector previo a donde rompen las olas, siendo levantado una y otra vez. Dejo que la marea me devuelva a la arena y vuelvo a la carga. Nadie me está viendo. Salto. Me doy vueltas de carnero. Juego.

Vuelvo y me lanzo a la Piscina. 20 minutos y ya me aburrí. Sigo con Lovecraft, sigo con otra corona. Aún queda la mitad del día.

Última noche. Llega un pasajero nuevo y me imagino que es un asesino en serie. Lo pusieron dos piezas más allá. Podría comenzar conmigo. La ventana está abierta y podría entrar por allí. Su idea sería partir por el eslabón más fuerte y desde allí ir asesinando hacia abajo.
Esta noche no voy a ir al negocio a buscar algo para el hambre de la medianoche. Me voy a conformar con los plátanos y duraznos que me quedan. Me propuse terminar de escribir estos días y lo conseguí. Tengo que escoger muy bien la película de esta noche si, y no leer a Lovecraft antes de dormir: no quiero volver a tener ese miedo de mierda de anoche.

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“Crecíamos así, despreciando a la juventud de las grandes ciudades, que imaginábamos como un rebaño sin nervio; éramos los «duros» de provincias, cazadores, jugadores de billar, fanfarrones, orgullosos de nuestra rudeza intelectual, escarnecedores de toda retórica patriótica o militar, lentos al hablar, frecuentadores de burdeles, despreciativos con todo sentimiento amoroso y desesperadamente sin mujeres”. (Italo Calvino, Ermitaño en Paris)

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Fecha importante para la producción diarística: descubrí una aplicación del celular que transcribe fielmente lo que le digo (hay que modular muy bien, tiene uno que otro error y hay que agregarle la puntuación, pero aún así es una cuestión maravillosa). Ahora puedo ir leyendo desde el reader o desde lo que pille en la librería y dictándole inmediatamente las citas al celular. Luego, en casa, las corto y pego al Word directo desde el mail.

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“Que los sentimientos causan los acontecimientos no a la inversa”. (R. Bresson)

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P se va temprano y quedo despierto. Me enfoco toda la mañana en la novela. Le Agrego dos capítulos cortos y ahora sí que todo cierra. No va hacia ninguna parte pero al menos lo que hay no tiene fisuras. Cuarenta páginas que son como cualquier película indie con unos pequeños toques de violencia. Ahora solo falta que pase algo. Que alguien esté en peligro. Que algún ominoso absurdo lo cubra todo. La otra noche vimos la última de Sebastián Silva, Nasty Baby, en la que una pareja homosexual intenta tener un hijo a través de una amiga íntima y todo es muy hipster y penoso (el protagonista fracasa promocionando un videoarte de él mismo y otros caracterizados como guaguas) y al final todo da un giro, el embarazo pasa a segundo plano y el personaje principal termina asesinando en su propia ducha a un vagabundo loco del barrio. Quizá podría hacer algo así.

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“La Iglesia se me convirtió gradualmente en una tortura, pues allí se hablaba abiertamente —casi diría: desvergonzadamente— de Dios; lo que Él quiere, lo que El hace. La gente se exhortaba a experimentar aquel sentimiento, a creer en aquel misterio, del cual sabía yo que era la verdad más profunda, la más íntima, la que no existen palabras para expresarla. Sólo podía deducir de ello que aparentemente nadie conocía este misterio, ni siquiera el sacerdote; pues, de lo contrario, nunca hubiese podido arriesgarse a revelar públicamente el misterio de Dios ni a profanar tan indecible sentimiento con los sentimentalismos de mal gusto. Yo estaba seguro de que éste era un camino equivocado para llegar a Dios, pues sabía, por experiencia, que esta gracia sólo es otorgada a quien cumple incondicionalmente la voluntad de Dios. También esto se predicaba ciertamente en la Iglesia, pero siempre en el supuesto de que la voluntad de Dios fuera conocida por la revelación. Por el contrario, a mí me daba la impresión de ser de lo más desconocido. Me parecía como si en realidad hubiera que averiguar diariamente la voluntad de Dios”. (C. Jung)

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