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Archive for octubre 2017

septiembre

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“Hay que pensar en contra de uno mismo y vivir en tercera persona”. (R. Olavarría).

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Viernes 1. Ebrio a la segunda lata de cerveza, seguramente porque hoy solo desayuné un yoguyogu de mora y aguanté la tarde a puras frutas. Mezcla de pereza, pobreza y un ridículo ánimo monástico. Ahora son casi las diez de la noche y, como que no quiere la cosa, dejo un arroz con papas haciéndose. Igual con algo de cariño, es decir, con ajo y cúrcuma. No hay nadie en casa. No prendo las luces y dejo que la tardenoche entre y lo iguale todo. Termino mi lata sentado en el balcón. Miro los edificios de Lira y pienso lo mismo de siempre: soy incapaz de asimilar todas esas vidas allí amontonadas y desconozco las consecuencias de aquello. Prenderé las luces cuando ya esté la comida. Pondré música. Ordenaré. Haré té en la tetera y me conformaré, como todas estas noches, con el justo y eterno panorama de escoger una película que me lleve a alguna parte.

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El desamparo de una madre al teléfono. “¿Cuándo me va a tocar un buen hombre?”. Apelo al azar y la contingencia. Le digo que aún es joven. Que estar solo también está bien. Le digo todo eso, pero en el fondo aceptaría quedarme todo un día de pie en la oscuridad y sin comer con tal de que encontrara a alguien que la quisiera y la acompañara de verdad.

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Hablo con J que va en su colectivo talquino. Conversamos harto últimamente. Le pregunto si va a salir a la noche y qué espera de aquello. Le cuento lo que he comido y leído en el día. Le pregunto qué ha comido y leído él. Si sigue saliendo con la misma chica. Le damos vuelta a la relación entre redes sociales y la inflación de lo que sea. Por algún motivo ambos andamos soñando con meteoritos, tsunamis y demaces. Nunca nos despedimos.

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Corriendo por Pocuro veo a la distancia que asaltan a un cabro. Igual que como hace un año presencié a una enfermera siendo despojada de su celular, veo al ladrón interceptar al sujeto desde atrás, un leve forcejeo, tres zancadas y huir en un auto que estaba a la espera. Me parece tan amariconado -en el sentido no heteronormativo del término- tan de ladrón charcha, asegurado y moderno. Los imagino vendiendo el cel, comprando jales y luego yendo a la disco. Supongo que por lo mismo, o en el fondo porque sí, o porque el cuerpo simplemente lo permitía en ese momento, corro como enajenado tras el auto, por último para ver la patente. El cabro, envalentonado, corre conmigo. Pero el auto se pierde y no alcanzamos a ver nada. Vuelvo a la casa cojeando, producto de un pinchazo al gemelo derecho que le oculté al asaltado y a todos los que estaban cerca viendo la inútil hazaña.

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Miércoles 6. Termino Trópico de capricornio tomando té en cama. Me fui tapando de a poco, pero al menos no me quedé dormido. Terminé también Momento por favor de Cociña (me dejó una sensación muy grata y matizó mi adolescente rechazo a La Familia). Ya cortaron la calefacción centralizada y volví a darle uso a los guantes, las pantis y las bufandas. Sigo en plan de mandarme un gran desayuno y no almorzar nada. Ayer se sacaron unos choripanes para el partido de Chile con Bolivia y me di por pagado. Así ando viviendo y no me importa nada. K me cuenta que recoge las sobras de cuando se retira la feria y solo pienso en las stories de ciertas personas que van a bares o restoranes dos o tres veces a la semana. ¿Soy un resentido? Como sea, la mancha de agua (filtración de la tina, supongo) avanza lentamente por el pasillo. Pero nadie hace nada. Es como una película de terror antigua pero, en vez de gritos destemplados, contemplación y tedio. ¿Por qué tiene que ocurrir esto justo cuando intentamos abandonar este lugar? Si me quedara fuerza, tendría rabia. Si tuviera plata, haría algo. Apenas noté lo que pasaba empecé a repetirme mentalmente: “Los acontecimientos son inocentes, lo que ocurre no me ocurre”. Después medité un poco (y me di cuenta que siempre termino visualizando a un pequeño hombre con una escoba parado en el centro exacto de la cabeza y barriendo ideas y sentimientos: tres barridas hacia la derecha y tres barridas hacia la izquierda).

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Reiterados sueños en los que pincho pero no pasa nada. Ni besos, ni sexo; solo el texto del preámbulo, la mirada que busca y hace como que no, ese momento en el que cabe todo porque aún nada tiene un significado concreto. Puede ser una mujer en un tumulto o solamente un nombre. Luego: perderse, buscarla, atrasarse, huir, teletransportarse a un nuevo escenario y ya no saber volver. Eso o casas con demasiadas habitaciones. Quedar de juntarse en un lugar, sentir (en el sueño) esa certeza y luego darse cuenta que esa es toda la información: un lugar y la forma de una certeza. O también: llegar al lugar del encuentro, acercarse a una silueta, pero ya no es ella. En el sueño de hoy: nos tomamos la mano con G (quien me gustó hace muchos años). Es una fiesta. Hay un rincón con luces rojas. Terminamos ahí. Se recuesta al lado. Apoya su cabeza en mis piernas. Entrelazamos los dedos. Y eso es todo.

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Todos, pero absolutamente todos estos últimos días, un mail en el que me preguntan si ya estamos listos para largarnos de este departamento reculiao.

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“Me conformo con un poquito de gloria, la justa para no parecer un imbécil en mi pueblo”. (Jules Renard, Diario 1887-1910).

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Día de la mudanza. Nos entregan las llaves en la tarde y empiezo a acarrear algunas cajas. Me mando tres latas de cerveza, cuatro empanadas, una lata de cocacola y un superocho durante los dos horas que dura el ajetreo. Despierto valiendo nada. Intento vomitar, pero no puedo. Intento cagar, pero tampoco sale nada. Nunca me había pasado. Empiezo a pensar que si de aquí a la noche no consigo evacuar de algún modo tendrán que meterme un tubo en el hoyo y con ese horrible pensamiento, y acompañado de RSB que vino a apoyar, sigo subiendo cajas. Nos estamos cambiando solo un piso más arriba, pero aun así todo es un padecimiento. RSB termina sustituyéndome en todo. A las 2 yazco en cama. Duermo y algo se repara. Consigo cagar. Todos están ordenando y moviendo cosas. Camino a la farmacia me detienen dos acomodadores de autos. Que los inmigrantes les están quitando los trabajos. Que los colombianos son todos ladrones. Que lo único bueno son las minas. Están sentados tomando vino. Y alrededor todos los inmigrantes quieren su trabajo. Siento que voy a vomitar en cualquier momento, pero no me dejan irme. Digo puras amarilleces y zafo. Al llegar acá, noto que no hay ni agua caliente para bañarse ni gas para cocinar mi arroz de enfermo. Por alguna razón, la corredora no ha hecho la única labor que tenía: asegurar que los anteriores arrendatarios hubiesen pagado las cuentas. Sucio y hambriento, opto por leerlo todo como parte de la comedia en que se ha convertido mi vida. Me baño con agua helada. Me arriesgo a unas minisopaipillas que hicieron aquí. Me acuesto a ver The office y doy por terminado el día.

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“Ahora me interesa consignar todo lo que se omite en los libros. Nadie utiliza los elementos del aire que dan dirección y, en algunos casos, motivación a nuestras vidas. Parece que solo los asesinos reciben de la vida lo que aportan. El lugar y el tiempo sobre los cuales sopla el viento exige violencia. Los amores se consumen rápido. Y los únicos aportes en el mundo provienen del campo de la entomología y el estudio de las formas de vida en zonas abisales. Un golpe en la puerta interrumpe esta desidia, voy y vuelvo”. (Alameda tras las rejas, Rodrigo Olavarría).

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Estoy seguro que la anterior frase –solo los asesinos reciben de la vida lo que aportan- es de Dostoievski o Bukowski. También estoy seguro que el autor lo sabía. Pero no importa, queda tan bien dentro del párrafo que en serio no importa.

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“He aquí el día, es preciso ya mentir”. (Amiel, Diario íntimo).

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Primer día en el nuevo trabajo que me ha conseguido D. No puedo darme el lujo de gastar dos pasajes al día así que me voy caminando: una hora exacta escuchando a Paulsen. Había olvidado las mañanas, todos estos rostros limpios, nuevos y somnolientos. Me junto con D antes de llegar, en parte porque no sé dónde queda la imprenta, pero más que nada para no llegar solo. Rápidamente me doy cuenta que lo que hay que hacer es lidiar con márgenes que se corren, palabras que se achican o desaparecen y un saber caballístico del que todos están ya impregnados. Nadie habla nada. Nadie me pregunta nada. Un ambiente de tecleo y toses. Es como subirse al metro, pero sin avanzar hacia ninguna parte y con muchos escritorios. Solo un par se presenta y hago lo mismo. Siento que, pese a todo, las condiciones están dadas para construirse una grata indiferencia.

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Segundo día de trabajo. Ya sé hacer algunas cosas, pero sigo sin saber cuándo hacerlas exactamente. La mañana pasa rápido amigándome con el Pagemarker. No entiendo ni la mitad de todo esto que estoy haciendo, pero me conformo imaginando lo obvio: en un mes más el desconcierto dará paso al tedio y desde allí, como siempre, empezaré a soñar despierto. Siento que hoy todos están un poco más habladores y me arrepiento de mi primera impresión. A las dos, y por vez primera, un tiempo de ocio declarado. Quizá en dos horas más llegue el material nuevo que hay que ingresar a la revista. D trabaja en sus monos. La espío y envidio mucho su cuaderno-diario, la combinación de dibujo y escritura; que allí, de algún modo, esté su vida, sus días y que, incluso de lejos y de reojo, se vea tan bonito. Nos acordamos de Garfield, de Orson y su granja, de Babar. Pero por algún motivo no conseguimos recordar qué tipo de aventuras tenían.

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Me gusta la voz de G, compañero de montaje. Se acerca a D y, no sé si porque estoy siempre al lado de ella, todo se lo dice en un tono muy blando y sugestivo. Incluso si nos hemos equivocado en algo, nos reconviene con mucho cuidado y lentitud.

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Me detengo en los nombres de algunos caballos. “Sujeto”, “Algo puede ocurrir”, “Ruido blanco”, “Tiempos mejores”, “Me dormí pensando”. Tienen algo que no sabría definir. Un aire a nombres de botes o pueblos olvidados. Pienso, como contraparte, en los nombres de las mascotas y la manera en que esos nombres funcionan como extensión de los gustitos del dueño.

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Todo lo que hice esta mañana, en estricto orden: llegar atrasado (me confundí con los vagones verdes y rojos en la hora pick), empezar el libro de ilustraciones de Lisa Hanawalt (productora en Bojack) que me pasó D, reescribir y reagrupar el listado de quehaceres en un nuevo cuaderno, pelear durante dos horas con el Pagemarker, ganarle y retomar Clumsy de J. Brown, almorzar un baguet y tres panqueques con manjar, dormir una siesta de veinticinco minutos en el pasto, volver al escritorio y agarrar, por vez primera, un libro de Piglia (El último lector).

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Empiezo El último lector en uno de los largos tiempos muertos y no dejo de pensar en todo lo que me falta por leer. Me gustaría fijarme con violencia al presente, como un clavo con conciencia de sí mismo y de su entorno. A mi costado una señora usa su tiempo muerto en el solitario. El resto scrollea en sus celulares. Debería dejar de calcular cuántos libros caben en una vida. Quisiera poder volver a leer como fin en sí mismo. Dejar de lado los pasitos al interior de la infinita tarea.

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D faltó en la mañana. Llegó ahora a las cuatro, me trajo brazo de reina, las diez lucas que me debía y Un bárbaro en Asia, que le cambiaré por el diario coreano de Solano. Seguimos compartiendo escritorio. Ya aprendí las cosas básicas así que puedo no estar tan atento a sus movimientos en el computador. Y quizá por lo mismo, y porque la oficina del editor a cargo está justo detrás de nosotros, es que empiezo a escribir esto: porque para alguien que lleva recién una semana trabajando, esto pareciera tener más legitimidad que leer cómics en el tablet, que es lo que he estado haciendo las últimas dos horas. Desde fuera, escribir parece algo serio, algo que incluso podría llegar a tener alguna relación con el trabajo –no con éste, pero sí con algún trabajo-. Tengo la impresión que mientras esté aquí, para bien o para mal, este diario empezará a crecer.

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De las ocho a las once aeme escucho a Paulsen. Me gusta el ritual. La voz de Mirko Macari es una cosa tan rara. Como nunca lo he visto, lo imagino como El Pingüino interpretado por Danny DeVito. D faltó de nuevo y como va a renunciar a fin de mes parece que ya todo da un poco lo mismo. Terminamos la revista al mediodía y vuelvo a Piglia. Me salto todas los spoilers del Diario de Kafka que aún tengo ahí en el cerro de pendientes. Todo lo que dice de Kafka está muy bien, pero preferiría que se mandara luego sus tesis propias. Sigo leyendo desde la ansiedad y ya no sé cómo darme un mazazo que me deje haciendo las mismas cosas, pero desde el reposo mental. Me convenzo con que terminando un par de libros más esta semana quedo más o menos al día. ¿Al día con qué? ¿Con Goodreads? Ni idea.

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Almuerzo con las dos señoras que trabajan aquí. Repiten la última palabra de cualquier frase que digan con un matiz extraño y se supone que eso es gracioso. Solo hablamos de comida. Les cuento que alcancé a tomar leche de vaca cuando chico, que el lechero pasaba los domingos. Les cuento que mi abuela me mandaba pan con plátano de colación, y así. D me ha prevenido: que no me abra mucho con ellas, que son cahuineras y le cuentan todo a la jefa. En cualquier caso, he llegado mientras comen y me he ido antes que terminen. Lleno el termo con café y, como todos estos días, me quedo unos veinte segundos mirando por el ventanal del baño hacia una pequeña terraza vecina en la que un abuelo, supongo que a modo de sobremesa, toma el té, con un diario sobre la mesa, rodeado de plantas, siempre solo, nunca con el diario en las manos, solamente estando ahí.

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Sábado. Doy con unos extractos del nuevo diario de Olavarría y, cosa que no pasaba hace tiempo, me veo amablemente impulsado a retomar esto. Un cielo blanco luminoso y el recientemente descubierto Harold Budd sonando. Cliché, pero efectivo. Lo que resta del día ya está trazado, tejido en una hebra de siestas, lecturas y películas. A ratos pienso que estaría bien compartir esta somnolencia con alguien, pero al final me digo que todo se traduce en la misma sensación de cuando, en los sueños, me enamoro de un cuerpo sin nombre o de un nombre sin cuerpo.

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