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Archive for enero 2019

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Fin de semana de soledad no sé si tan escogida. Sondeo opciones para salir con los amigos, pero el tetris de los ánimos no arroja nada concreto. G me contesta cerca de la medianoche y le digo que “ya me acosté con unos panes”, que es exactamente lo que hice. Vi la última de la saga de El mecánico. Una soberana mierda. Ya no se esfuerzan en nada estos hueones. Todo explota porque sí e incluso el amor, si aparece, no es más que otro tipo de explosión.

*
Un ebrio y enérgico monologo sobre cómo uno desaparece en el metro, en las calles, en lo tumultuoso. Se pregunta -o yo así lo recuerdo- cómo amar algo, cómo abordar al otro, desde dónde (1) . Nos hemos visto solo un par de veces y siento que recién aparece del todo, emerge desde sí misma y, por lo que resta de la noche, convierte a las voces del resto en un ruido de fondo. Todas las latas de cerveza que quedan son una bendición, la garantía de un tiempo que escurre lento y en nuestra medida. Algo en la conversación se inclina y nosotros también. Baja de su silla y se sienta en el suelo conmigo. Se le reventó un grano en la pierna, la tomo, la acerco, toco su sangre y, no sé por qué, la esparzo. Dejamos reposar las manos cerca. Salimos al balcón. Se ve mi edificio. Seguimos inclinados el uno en el otro como un par de árboles bajo vientos opuestos. Bajamos a dejar a su amigo a la micro. Recostado sobre la señal del paradero, noto que estamos abrazados cantando mal algo de Javiera Mena y pienso, dentro de la ebria ternura, que hace mucho tiempo que no me sentía así.

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Me hablas poco y nada pero apareces dos noches consecutivas porque sí. Te digo, como si fuera un humilde chino, que solo tengo té y arroz. Me baño rápido y bajo. Nuestros celulares no valen nada, pero esperarte media hora me recuerda que estar sentado en una banca viendo a la gente pasar es una actividad entre tantas otras. Traes media marraqueta con palta envuelta en una servilleta y me la como antes de que entremos al ascensor. Aún no tengo muy claro cómo y cuándo abrazarte. Vemos un documental de gatos. Corren por los techos, roban comida, hombres en apariencia rudos los cuidan. Noto, siempre tardíamente, que propongo más apego del que efectivamente ha sido construido.

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Kedi (Ceyda Torun, 2017)

Me deprime el periodismo deportivo, no entiendo por qué a esta hora se acaban las noticias de verdad. Asumo que es porque sale a colación el HOMBRE CHILENO. Esta somnolencia roza en el asco ¿Se puede vomitar de sueño? Si intento otro poema más va a ser una mentira. La revista avanza lento. Me hipnotiza el sonido del aire acondicionado. Saliendo de aquí iré a comprar las entradas a Toe (voy con mi hermano chico), pero nisiquiera eso me levanta o activa. Durante la tarde me visualizo una y otra vez sentado pidiendo una cerveza artesanal y un churrasco italiano. Todo este sueño debería derumbarme de una buena vez o dejarse de amenazas. No entiendo a esta señora sentada a mi izquierda. Mueve los brazos como si bailara o más bien como si avanzara intentando correr por debajo del agua. No tengo nada contra los gordos pero algo me exaspera en su manera de sostener el rollo en el borde del escritorio y mirarme fijamente sin decir absolutamente nada. Siento que cada día que pasa agrego alguna minucia a esta antipatía. Mientras baila o se agita o nada en su acuario de invisible espesura, me mira de reojo, como un niño que se ha caído y busca a su madre. Soy Perseo y ella Medusa y la guerra son estos escritorios. Cuando no está gritándole a alguien ni alegando sendas teorías conspirativas contra su noble persona, pareciera ser alguien que ama su trabajo. Y es un amor horripilante, ciego, chileno. Treinta años aquí lleva -insiste en ello, cuenta historias (que nadie ha pedido)- y uno que no lleva ni un mes ya quiere largarse. ¿Qué es este sopor extra que me invade? Estoy seguro que son los otros, su entusiasmo, su perseverancia contrastada con mis ganas de estar en cualquier otro sitio.

 

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Diciembre 2017. Dejé de actualizar el blog. No es que lo haya decidido; lo supe. Dejé incluso de abrir el word por las noches. Escribir sirve, pero la mayoría de las veces no sirve.

*
Prado, pendiente, musgo
el territorio del rostro
la destrucción que luzco
y busco
sin que importe si brillo
aire fresco nocturno
de lo diurno su caldillo.

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Sin bordes y desparramado
con apuro dibujado
calcado, a la mala,
apareces escupìdo
en la cama y luego erguido
triste animal de escritorio.
Del tedio: escroto, envoltorio.

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Cada día que pasa que no me hablas me vuelvo un poco más feo.

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Toda la mañana viendo entrevistas a Bolaño. “No existe la inmortalidad. Nada perdurará. Incluso Cervantes va a desaparecer”. Empiezo a perderle el miedo a este trabajo, a entregarme gustoso a las tareas mecánicas mientras escucho entrevistas y podcasts. No dejo de pensar en X, en lo corto que se me hizo lo que nos vimos y, para resumirlo todo, en mi incapacidad para evitar que se note que hace más de un año que no me gustaba nadie.

*
Hambre, sueño, mocos, pichi, incomodidad de la silla. Quieto desasosiego general. Toses, carraspeos, chistes fomes de esta señora. En la radio hablan del ratón de cola larga. Todas estas horas quemadas aquí nisiquiera echan humo. ¿Esto? Ni cenizas.

 

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Una semana sin internet ya. Le mendigo a un compañero de trabajo que tiene wifi ilimitado (y supongo que por eso mismo se siente con derecho a hablarme largamente de Jesús). Escucho clases y seminarios de Carlos Pérez Soto: marxismo, antipsiquiatria, Hegel, epistemología. El cuerpo está aquí, en el trabajo, pero todo el resto anda lejos. Sigo durmiendo siesta todos los días luego de tragarme una empanada y un jugo de los Hare Krishnas en los pastos frente a la facultad de ingenieria. Para el que duerme bajo el árbol todo es árbol. Duermo en la medida de su sombra. Despierto y siento que ese vaivén, ese bailecito conjunto de hojas y haces de luz, es más importante que todo lo que he hecho en el día, la semana, el mes.

 

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Voy al baño solo para no caer dormido. Meo y me mojo la cara. Me quedo mirando a un abuelo en la terraza vecina. Lentamente, y como si estuviera ante algo vivo, limpia con un paño blanco una radio a pilas.

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Que mejor no nos veamos por un tiempo, que mejor no hablemos más. Acato. Nisiquiera respondo el mail. Acto seguido, bebo casi todas las noches. Solo escucho a Lucha Reyes. Me enfoco en lo que queda, hago como si nada, desplazo, aplasto lo que proyectaba como hundiendo la basura con el pie hacia el fondo y vivo sobre aquella superficie compactada.

 

 

 

 

Todas las maneras de amar vistas en silencio mientras no se construye nada. El ocre final de los colores en movimiento.

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Ya no echo de menos el celular muerto. Escucho todo el día la radio Beethoven y, por las tardes, el programa de la Paloma Salas. Dejé el café porque se acabó el café. Dejé la cerveza porque se acabó la plata. Sigo escuchando a Lucha Reyes por las noches. Retomé Rojo y negro de Stendhal. Me traje el cuaderno más bonito que tenía y ahora, cada dos o tres días, anoto algunas tonteras. En la casa no lavan la loza (su loza) hace días; tampoco hicieron el aseo que les correspondía. Supongo que por eso cuando llego siempre estoy enojado, pero no digo nada, porque yo también, en el fondo, soy bien como las hueas. Lavo mis dos o tres trastos y me encierro en la pieza. Algo de la ansiedad retrocede. Pienso menos en X. Todo afecta menos. Había olvidado cómo estos breves parrafitos igual me salvan un poco (y voy a volver a olvidarlo).

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“Deberíamos poder renunciar a todo, incluso a nuestro nombre, arrojarnos al anonimato con pasión, con furia. La renuncia es otra palabra para nombrar lo absoluto” (Cioran, Cuadernos 1957-1972).

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Noto que, aquí en el trabajo, cansa y aburre mi manera de no entender y preguntar. Entonces simplemente dejo de preguntar y todo lo que hago lo hago sin comprender. Por otro lado: almorcé un ladrillo de ravioles secos y fríos, me cagó un pájaro bastante bonito, se me quedaron las llaves en la casa, hacen más de treinta grados y llevo ya tres días con dolor de espalda. Me acuerdo de lo poco que la alcancé a conocer -y de cómo aquí dentro lo agrandé todo- y me siento, más que triste, ahueonao –o ahueonadamente triste, si quisiera ser más preciso. Sigo tomando dos o tres noches a la semana y esparciendo mi miseria como una brizna que menos mal se disuelve en la ventolera de tuiter. De nuevo llego al punto en que lo abandonaría todo y se me nota en la letra.

 

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Algún sábado de enero. Cuatro huevos de campo a la copa, sin pan, y un café. Un documental de Herzog -el más malo que vi hasta ahora- sobre ciegos y sordos mudos. Nisiquiera almuerzo y, en cambio, trabajo en la edición de estos diarios, específicamente el período de la librería. La espalda, aún con leves puntadas, ya dejó de matarme. Hago calzar esto con las dos o tres horas en que el sol da de lleno sobre la cama y luego, cuando la cosa se pone amable e incluso empieza a entrar algo de viento, me tumbo y termino Pulp –curiosamente, también lo peor que he leído de Bukowski. Caigo en una siesta de casi tres horas. Intento despertar varias veces pero nisiquiera puedo cerrar la boca así que sigo y sigo. No hay ni ganas de cocinar ni plata para comer algo fuera así que raspo una olla de arroz ajena. Chupo un poquito de kétchup directo del envase. Y con eso -signo bastante preciso del estado actual de mi alma- me doy por almorzado. Saco unos damascos. Los lavo. El segundo café del día y de nuevo al word. Como a las nueve ya empiezo a sentir que necesito interacción humana y le hablo a varias personas por wathsapp. Nada muy concreto sucede. Las luces empiezan a irse y decido volver a correr, desde cero. Diez minutos hoy, quince mañana, veinte el lunes, y así. Le doy una vuelta al Bustamante y, como siempre que dejo pasar el tiempo, me digo que todo estaría mucho mejor si repitiera esto tres o cuatro veces por semana. Ya en casa, frente al espejo, me comprometo con que esta vez sí que no voy a aflojar. Trago una gatorade naranja y rallo cuatro zanahorias. Aceite, limón, sal; todo muy naranjo y simple. Planto la tele a los pies de la cama. Pongo Far away from heaven y cada vez que aparece Juliane Moore quedo hipnotizado. Como a la mitad, D me dice que está con un ser curicano por aquí cerca. Junto las últimas monedas y parto al Rincón del sabor. Está absolutamente vacío y ya no se parece en nada al lugar que recordaba de años anteriores. Nos preguntamos dónde van ahora los poetas. Vuelvo como a las tres, ebrio, con Beware en los fonos. Lento, inmenso, solo, como si Deftones estuviera de hecho sonando e impregnando todas las cosas que me rodean y solo yo lo supiera.

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“Tener la sensación obsesiva de nuestra nada no es ser humilde, ni mucho menos. Un poco de humildad, un poco de humildad, me haría falta más que a nadie. Pero la sensación de mi nada me hincha de orgullo”. (Cioran, Cuadernos 1957-1972).

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Me acostumbro al nuevo trabajo, es decir, empiezo a llegar todos los días atrasado quince minutos. Ya sé a quién puedo decirle la verdad y a quién no. Fabrico un personaje a la medida de lo que requiere cada persona aquí. Aprendo a vivir cada vez más adentro. Dejo un hilo para cuando necesite rescatarme. No puedo perder ese hilo.

 

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Planeo el fin de semana para no quedarme dormido en el trabajo. Pienso en esa canción cuyo coro es “quiero amanecer con alguien”. Dejo un tuit a medias al respecto. Lo borro. Releo mis tuits y me averguenza el 70% de todo lo dicho ultimamente. Podo. Mantengo cierta imagen. Para qué, para quién. El otro día en la fila del super, frente a una anciana y un hombre con muletas que insistían en cederse el puesto, me di cuenta que automáticamente empecé a buscarle ciertos rendimientos cómicos al asunto en vistas de poner algo en tuiter. ¿Cómo vagaba mi imaginación antes de las redes sociales? Quizá nisiquiera estamos en condiciones de recordar lo perdido. Sea como sea, podo y me podo: recorto en el avatar lo que no consigo administrar en lo real; libero hacia el mundo una versión pulida de mí mismo que, como todo escupo, se me devolverá en forma de piedra.

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Anoche: champán solo. Vi Thelma, la última de Joachim Trier. Una jovencita -muy Claire Danes a los veinte- de férrea crianza católica entra a la universidad. Aislamiento, pero también drogas, alcohol, y una amiga con la que se da besos. A ratos le vienen unos ataques epilépticos que los doctores atribuyen a causas ajenas a la epilepsia. Cuando le vienen estos ataques las luces parpadean y a veces incluso desaparecen algunas personas. Bonita fotografía, pero uno ya ha visto cien mil veces la misma trama. No sé si me gustó. Por otra parte, cerré tuiter. La espalda sigue igual. El ánimo donde mismo. Pronto cerraré Facebook.

 

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Thelma (Joachim Trier, 2017)

 

Algún día de abril. Todo está normal pero nada va muy bien. Estoy aburrido de tener que elegir entre comprarme calzoncillos o comida decente. Aburrido de los cariños charchas, de la ternura que nunca se queda. Aburrido, sobre todo, de esta horrible señora del trabajo. Aburrido también del trabajo mismo, de seguir levantándome seis días a la semana para conseguir solo lo justo y necesario para la reproducción de la vida, de esta vida. Aburrido, está demás decirlo, de no escribir hace meses y que lo primero que salga sea este párrafo de mierda que, con leves variaciones, ya he escrito cientos de veces en años anteriores.

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Me tomó más de seis meses atreverme a instalar el word y el vlc en el computador de este trabajo en el que creen que la única manera de evitar que saquemos la vuelta es negarnos el wifi. Frente a mí escritorio una señora duerme enrollada en sus propios brazos. A veces voy a dormir al baño, pero con estos fríos ya no es posible. Lo extraño es que, ya sean cinco o quince minutos, siempre alcanzo a soñar algo. Se lo adjudico a mis continuas ganas de estar en cualquier otro sitio.

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Viernes soñado. No hay absolutamente nada que hacer y mañana no hay que venir. El material para la revista de hoy llegará como a las cinco y, hasta entonces, quedamos liberados (dentro de las posibilidades del escritorio). Así que he estado toda la mañana leyendo artículos postergados, haciéndome cargo de este word y divagando en bandcamp. Almorcé una empanada, ensalada de pepino y huevo y una sopa de acelga y papas que me hice anoche. Mientras las señoras conversan sus cosas yo existo por dentro. Me repliego y voy contestando a cada cosa que dicen con garabatos mentales. A veces hablan de películas antiguas y ahí me meto. Desde ayer que anda toda la familia del dueño dando vueltas aquí y cuando se pasean alrededor de nuestros escritorios me siento como en un zoológico. A diferencia de las señoras -que parecieran erguirse cual suricatos y teclear con furia cada vez que estas inspecciones ocurren-, yo me preocupo de exagerar un aire distraído y mirar mi celular como si estuviera en el living de mi casa. Sé que no tienen a nadie más que haga esto que hago (que tampoco es la gran cosa) y, considerando lo que pagan, no tengo nada que perder. La semana pasada finalmente pude comprarme pantalones (única compra extra del mes) y siento que cada vez estoy más cerca del crimen (en cualquiera de sus variantes). Considerando la naturalidad con la que alguien regala más de las tres cuartas partes de su día a cambio de cuatrocientas lucas, me acerco cada vez a esta otra situación, también muy natural, que surge como reacción a esta opresión tranquila y de la cual, dicen, uno debería estar agradecido. Hace algunas semanas le compré unos calcetines muy bonitos a unos mecheros y llegué a esa conclusión: tengo que hallar la manera de conectarme mejor con ese mundo. Si el sueldo no alcanza para lo básico, se vuelve legítimo acceder al mercado a través de los que lo burlan. Mientras uno no tenga las herramientas para burlarlo por cuenta propia, claro está.

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Psicomagias charchas: pienso que cuando finalmente se descarguen esos tres torrents que hace meses están detenidos en 99,9% algo va a pasar en mi vida.

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Sábado. Termino de ver Qué difícil es ser un Dios mientras tomo desayuno. No entendí absolutamente nada salvo que en cada encuadre había siempre mínimo seis personas y un par de animales apelotonados escupiendo, vomitando, cagando, golpeándose, comiendo, cayendo y empujándose a través de habitaciones medievales mugrosas siempre llenas de barro, pozas, escupideros, caca y objetos cotidianos esparcidos por el intransitable suelo. Apenas la termino, abro las ventanas, pongo música y me pongo a limpiar y ordenar la pieza. Comienzo con luz y termino con la tardenoche llegando. Entremedio hablo con J por whatsapp, tomo un café tras otro, como mandarinas, respaldo las últimas películas bajadas y voy escuchando uno por uno los que se suponen son los mejores discos de hip hop del 2018. Aún no almuerzo y podré salir a comprar algo cuando mis únicos pantalones, extendidos sobre el piso calefaccionado, terminen de secarse.

 

hard to be a god - aleksey german (2013)
Hard to be a god (Aleksey German, 2013)

 

No sé si es la lengua la que me está creciendo o las mandibulas que se me están apretando, pero ya no puedo evitarlo: las muelas están siempre en contacto con la base de la lengua, la aprisionan y noto que algunas palabras me salen entrecortadas por esto mismo. Y eso que se supone que estoy en un buen momento, haciendo ejercico tres veces a la semana, fumando cero marihuana, leyendo y escribiendo, dormiendo incluso siete horas algunos días. ¿Qué se supone que haga? ¿Cuándo se acaba este cuerpo diciéndolo todo en clave?

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Mañana se acaba el plazo para el concurso de cuentos que prometía tres millones al primer lugar y ya no alcancé a terminarlo. Una página y media en un mes. Y mala más encima. Sin conseguir de ningún modo el tono buscado, la atmosfera, sea lo que sea que signifique eso. Me va quedando claro que llevo tanto tiempo encerrado en el diario que ya no sé comportarme en el exterior literario, ficticio, constructivo. Seleccioné más de veinte libros de cuentos de mi biblioteca y llegué a la mitad de varios de ellos. Es más: terminé uno, el único que, durante dos o tres días de lectura en el metro y en los tiempos muertos del trabajo, consiguió mi monogamia lectora, uno que tiene un título como de libro de Zambra pero que en realidad es de Patricio Pron -escritor atentísimo que, vía tuiter, comentó agradecido cada pantallazo que subí.

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Mi conclusión –que no es una conclusión sino una cómoda parálisis entre dos verdades irrefutables y antagónicas- es que, por un lado, es cierto que, por la razón que sea, no consigo terminar nada de lo que me propongo y hago bien en insistir y contrariar esa “naturaleza”, y por otro, también es cierto que absolutamente todo –si publico o no, si gano algún concurso o no- da lo mismo mientras continúe escribiendo. Incluso si es aquí. Incluso si sigo así, sin subir nada al blog. Incluso si, como en este caso, y siendo fiel al primer motor perezoso del antagonismo anteriormente detallado, es algo que ocurre cada uno o dos meses.

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Estoy en mi escritorio y quiero llorar. Yo no era así. Me visualizo ante alguien que me escucha y me suelto y empiezo a enumerar los motivos y tengo que parar de imaginar como quien detiene un chorro de pichí y me paro rápido y lloro en el baño y, aunque podría ir analizando uno por uno todos los motivos, siento que lo que los anuda es justamente lo que se me escapa. Anoche pensé que me había intoxicado con soda caústica y solo fue mi mente. Llamé a mi papá y seguí todas las instrucciones. Sin saliba y traspirando y paseándome por la casa, intentando bromear al respecto con mi hermano que venían recién llegando. Antes, mi mamá me cuenta que está punto de perder la casa. Va a trabajar de temporera a ver si consigue lo que le falta mientras, por este lado, nisiquiera tengo para pagarle a un fontanero o pagar cotizaciones impagas o comprarme ropa. Si voy uno por uno, si separo y analizo -que es lo que siempre he hecho- no pasa nada, todo puede resolverse. Sé eso, pero no basta. Siento que el cuerpo me va a traicionar. Que olvidaré respirar. Denante, después de llorar, amarillo y sentado en el water del trabajo, sentí de nuevo que yo no era mi cuerpo y que, por lo mismo, éste podía rebelarse y no hacerme caso. Me mojo la cara, respiro, me apoyo en la baranda. Insisto: yo no era así. No entiendo de dónde viene esto y me da miedo. O peor aún: me doy miedo. Vuelvo al escritorio, le hablo a tres amigos por guasap, les cuento, siento que no puedo lidiar solo con esto y, aunque me averguenza, les digo todo, y de algo sirve, salgo un poco de mí, quiero llorar de nuevo y aquí están todos tan en la suya que dejo caer un par de lágrimas y nadie lo nota. Quisiera abrazar a alguien y derrumbarme. Eso es todo lo que quisiera. En cambio, veo en el celular un documental titulado Montaigne y la autoestima. El cuerpo y la filosofía. Nuestra reprimida cercanía con los animales. Una mujer que se alimentaba tras una pequeña cortina por su vergüenza de que la vieran masticando. Otro sujeto que se suicidó tras una importante cena en la que dejó salir unos cuantos eruptos. Me río. Aquí todos, en algun momento del día, ríen frente a su celular. Luego de esto salgo a almorzar con D que acaba de llegar (atrasada, como siempre). Por la tarde ya empieza el trabajo duro y, cosa extraña, lo anhelaba: necesito olvidarme un poco de mí mismo, aunque sea mediante la enajenación.

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De nuevo ya no lo estoy consiguiendo. De nuevo estoy llegando al límite en que la rabia no se acaba nisiquiera estando en casa, en que despierto y siento que es imposible que todo esté comenzando de nuevo. Lo mismo que en la última época de la librería, pero quizá un poco peor, pues ahora, a la repetición idiotizante y la sobreexplotación de un trabajo mal pagado, se le suma una nueva capa de mierda, a saber, la triste intuición de que siempre seré pobre. ¿Vale lo que sé o lo que puedo hacer, más de cuatroscientas lucas? No me decido a abandonar este trabajo justamente porque sería pasarme de estar sentado sobre una poza de pichí de perro hacia otra de pichí de gato. Sé que valgo más, pero a estas alturas sigo sin saber qué es lo mío. Continúo escribiendo cada vez con menos frecuencia pero también, por lo que puede verse, cada vez con más patetismo. No es la evolución diarística que esperaba, pero es el único camino a seguir si no quiero volverme loco. A medida que pasan los años empiezo a hacerme a la idea de que finalmente esto era todo. Esto, o sea, poseer un solo pantalón que se lava todos los sábados, tener para salir por unas cervezas una o dos veces al mes y escribir estos lloriqueos en los ya cada vez más escazos tiempos muertos del trabajo. Una señora con trombosis, gente de vacaciones, reemplazos que no existen, y el resultado es que ya llevo meses haciendo un trabajo que solían hacer dos personas. Y todo por el mismo precio. Ya pasé el año y lentamente empiezo a sumarme al grupo de los pobres hueones a los que les aplazan una y otra vez sus vacaciones LEGALES. Ayer un compañero que no tiene vacaciones hace más de tres años renunció de esta manera: diez minutos antes de la salida se acercó, me preguntó si a las siete podía apagar su mac, me preguntó si me debía algo -mientras saco la revista él era quien me pasaba casi todos los avisos a los que hay que hacerles modificaciones-, se despidió como cualquier otro día y bajó por las escaleras traseras. Luego, por terceros, me enteré que había renunciado. Sentí el mismo orgullo de hace un año cuando supe que M había renunciado a la librería y luego el germen se esparció y lentamente todos fuimos abandonando ese mall reconchesumadre. Los consejos de los amigos ya no me sirven -pero igual gracias-. Los consejos que me doy a mí mismo tampoco. Fantaseo con terremotos y guerras. Sueño que me atropellan o que caigo en cama por múltiples motivos. La incipiente crisis de pánico que me vino la otra noche tiene mucho que ver con ello.

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Ando mejor o al menos ya no tan en la mismísima mierda. Pude pagar el arriendo y las cuentas y en menos de dos semanas tengo quincena y mientras puedo vivir de arroz, huevos y café. En mi mente todo se arregla en diciembre, cuando nos devuelvan el mes de garantía y nos den el bono de navidad aquí en el trabajo. Ayer no había mucho que hacer y salimos a las cuatro. Hoy, lo mismo. Llego a casa, cierro las cortinas y me duermo encima de todo. Quizá lo único que necesite sea dormir, dormir hasta la estupidez. Que se haya destapado el lavamanos es algo que también ayuda, que los roommates antiguos ya se hayan llevado casi todas sus cosas también. Al menos dos noches a la semana A saca su vaporizador y le damos al FIFA 2019. De a poco vamos siendo el hogar que tenía en mente. Me digo que tengo que ocuparme de lo que puedo y olvidarme del resto porque ya sé que, como me pasó hace algunos días, me nublo y me paralizo. Cagó el usb de la tele, luego el hdmi del notebook, y lo que hice fue empezar a leer por las noches y luego ya mi hermano se trajo el dvd desde Curicó que, enchufado a la tele, hace las de usb. En suma: ya no me queda espacio mental para preocuparme de aquello que no tenga una solución inmediata.Escribo todo esto del mismo modo que mi mamá hace esos collage con sus deseos materializados y los pega en la muralla, junto a su cama.

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Anoche vimos la última de Denzel Washington con mi hermano y cuando aconseja a un pandillero y le dice que tiene opciones, que puede elegir ser quien sea, sentí que me lo decía a mí.

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Verguenza de haberle lloriqueado a esas dos o tres personas por wathsapp hace una semana. No han vuelto a repetirse los episodios de ahogo ni esas incomprensibles ganas de llorar en algún indeterminado regazo. Sigo pobre, mi madre consiguió prestado para no perder la casa, el trabajo cede y me da esta semana pausada. Todo sigue basicamente donde mismo, pero el sol, con todo lo que lo odio, tiene algo de bueno. Las noches frescas-pero-tibias me sirven. Las personas en sus balcones me sirven. La luz temprano me sirve. Echo cedrón y jengibre y limón y hielo a un jarro y no necesito nada más. Por las noches vemos Haunting of Hill House con mi hermano. Busco tener pesadillas que le agreguen algún dramatismo a la vida, pero nunca me resulta. Ayer vendí un par de libros a precios irrisorios y con eso me alimento y cargo la bip. Es viernes y aún queda un par de horas antes que llegue el material para hacer la revista de hoy. Escribo aquí, termino los Diarios de Pizarnik. Lloro un poquito cuando en las últimas páginas escribe que ya decidió que va a suicidarse y a continuación pone “Mi necesidad de ternura es una larga caravana”. Si tuiter hace lo suyo y consigo vender un par de libros hoy quizá pueda tener mis merecidas cervezas nocturnas.

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Los días han quedado marcados por Matías Catrillanca. 26 balazos recibió su tractor, 1 su cabeza. Iban a buscar cilantro, cuenta el joven que le acompañaba y que sobrevivió al acribillamiento del Comando Jungla y a las posteriores torturas de los mismos. Al día siguiente, marchas, barricadas, cacerolazos, agitación. No sé si a la larga sirva de algo, pero las noches son nuestras. Después de arrancar un rato y aprovechando el viento que empieza a correr, nos ponemos en el balcón con mi hermano y prendemos uno. Le gritamos a los pacos que pasan y contestamos todos los COOOMPAÑERO MATÌAS CATRILLANCA que surge de los cabros que resisten allí abajo.

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Viernes. Saldremos como a la una y en mi mente solo existe la larga siesta con la que me saltaré la tarde y su calor. A las ocho juega Curicó con Audax, el sábado vamos al lanzamiento de un poemario de J en el que parece que habrán cervezas gratis, y esas serían todas las actividades programadas para el fin de semana. Ando feo, me siento pesado, lento y feo y se me nota: arrastro los pies, no miro a la gente, lo único que me anima -y ni tanto- es volver a casa. Volvió la puntada de la espalda y, como en el final de esa película de Kiyoshi Kurosawa que parece que es Kairo, llevo un fantasma al apa, una sombra negra que seguramente soy yo mismo. La estupidez del prójimo que antes me era indiferente ahora me daña. La derechización general que antes me invitaba a analizarlo todo ahora solo me asusta. B me invita a su café, pero le miento, le digo que tengo que almorzar con M. Miento, siempre miento. Se dio cuenta que estoy pobre y me dijo que no solo me compraba el libro sino que me invitaba a comer algo a su local. Obviamente me sentí como el chavo del ocho. Además, no puedo estar en la calle a esa hora. Nada es tan importante como para ponerse bajo el estúpido sol. Y sin embargo, me cuento el cuento de que ahora en diciembre, cuando mi economia se arregle, haré una dieta estricta, como nunca lo he hecho antes, me compraré zapatillas, y volveré a correr. Iré donde æ a que me corte el pelo. Quizá incluso pueda comprarme una polera o una camisa. Parece que asumo que sintiéndome bien conmigo mismo todo las otras cosas irán bien.

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Odio a este chuchesumadre. Me remeda. Cree que es chistoso y me remeda. Y canta, canta un montón. Yo solo lo miro. ¿Qué tipo de adulto es éste? ¿Cómo no se da cuenta que cuando uno es nuevo en un lugar primero hay que tantear? Compañero nuevo reculiao. Fuerzo una risa como fuerzo el 90% de mis interacciones aquí en la oficina. Cada vez que se aburre o que termina algo va uno por uno, intentándolo y, casi siempre, fracasando. ¿Por qué no se da cuenta que ésta -sino todas- es una oficina que valora el silencio? Me gusta cuando C reacciona igual que yo, es decir, mirándolo directo a los ojos y sin decir nada (a diferencia de ella, creo que yo meneo la cabeza levemente, esperando que entienda que me cansa y que no es necesario que se lo diga). Debe tener como cincuenta años, estornuda como guagua y opina sobre todo como Aldo Duque. Toma café y, al final, hace algo con la lengua y el paladar, un sonido que me perturba aún más que el del plumavit y, mientras lo hace, me visualizo saltando por encima de mi escritorio y azotándole la cabeza contra el suyo. Quizá solo mis audífonos y esto me separan de hacerlo.

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El año en que menos he escrito desde que empecé a escribir. En el fondo, cada vez que dejo de escribir por meses me cuento el cuento de que es para que las cosas pasen. Como si no fuera capaz de hacer ambas cosas a la vez -no lo soy.

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(Noviembre 2017 a Noviembre 2018)

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(1) Y me acuerdo de esta reflexión de Pessoa ante un tipo cualquiera no recuerdo si en la calle o el transporte público: “Sentí de repente, por ese hombre, algo parecido a la ternura. Sentí por él la ternura que se siente por la común vulgaridad humana, por el banal cotidiano del jefe de familia que va al trabajo, por su hogar alegre y humilde, por los placeres alegres y tristes de que fatalmente se compone su vida, por la inocencia que implica vivir sin analizar, por la naturalidad animal de esa espalda vestida”.

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