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Archive for julio 2017

junio-julio

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«A partir de cierta edad se escribe porque es lo único que uno ha aprendido a hacer». (Enrique Lihn).

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Sueño que estoy en medioriente, extranjero declarado, huésped de una familia de no más de cuatro integrantes. La sensación ambiente es como de estar en la mente de un condenado a muerte que ha conseguido estirar su percepción del tiempo y vivir allí. Pero saber que todos aquí viven así, a la espera, me calma, me iguala. El hombre de la casa, que no soy yo sino un sujeto de barba espesa, porta siempre una metralleta. Pero también toma mucho té. La mezcla de ambas cosas me da una buena sensación. En sus ojos, en las esporádicas miradas que me da, hay una locura que me protege, que nos protege. Hay gente que me busca, pero no sé por qué. En repetidas oportunidades me esconden en un húmedo sótano en el que leo un idioma que no debería saber leer. De tanto en tanto miramos los bombardeos desde la ventana como erráticas y falsas puestas de sol que, según escruto en los rostros de la familia, no dan ni para lamentarse. La mirada aérea –porque estamos casi en la punta de un cerro- propone unas especies de edificios de no más de tres pisos amontonados o más bien incrustados unos con otros. Y abajo, conectando estas viviendas que más bien parecen containers en vertical, túneles, puentes y pasillos; delgados y enrevesados pasillos que supongo mi mente ha elaborado basada en todos los capítulos de Homeland que vi hace años. Pasillos por los que me veo huyendo o simplemente transitando. No recuerdo mi propósito ni quiénes me persiguen. En algún punto me bajo de un taxi en movimiento y dejo todas las maletas dentro –estoy despistando a alguien-, entro a un almacén y uso una salida secreta –muy a lo Carrie Mathison-, desemboco en unos alcantarillados, avanzo a ciegas, me canso, la luz del persecutor se acerca cada vez más, entonces me planto en seco, me giro, lo miro y, muy en paz, le pido que sea un balazo certero, en la frente.

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Jueves 1. Dos semanas a Playas blancas. Atrás queda el playstation-pastabase, el wifi y los amigos. Atrás queda, sobre todo, el trabajo. Según mis cálculos tengo dos o tres meses para disciplinar el ocio, es decir, distribuirlo todo entre escribir, leer, correr y ver películas. Como siempre, A solo podrá quedarse un par de días a la semana. No duermo nada en el bus y, en cambio, conversamos todo el trayecto sobre cierta derechización en la cultura. Entonces llegamos. Una especie de taxi de la zona nos acerca a la cabaña. Dejamos todo a la entrada y voy sacando y ordenando lentamente mis piltrafas mientras A conversa con uno de los maestros que hace poco terminaron la terraza. Tanteo el terreno, tanteo sus conversaciones y resuelvo que, una vez que ya esté todo acomodado, no habrá problema con sacarse uno. Me siento a enrolar y al maestro se le encienden los ojos. Algunas personas de la zona le dijeron a A que el amigo tenía problemas con el alcohol y así nos lo confirma. Sin embargo, la terraza está perfecta y, de algún modo, conversar con extraños es dar oportunidades sin saber bien por qué. El sol se pone y echamos humo y empiezo a adivinar la simpleza de los días venideros.

 

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Claramente es este el tipo de noticias que van a ir marcando mis días acá: en la mañana entró un pajarito a la cabaña –me quedé quieto y lo dejé pasearse por las piezas- y ahora, siendo las doce con cuarenta y cuatro minutos, acaba de entrar una abeja gorda y gigante cuyo nombre desconozco.

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Mismo viernes. Almuerzo porotos descongelados. Caigo en una siesta y despierto con las últimas luces de la tarde. Salgo a correr por la playa, parando una y otra vez para sacar una excesiva cantidad de fotos de la puesta de sol y las gaviotas y la transición de colores que lo cubre todo. Ya de noche, bañado y con unas tres capas de ropas encima, ataco el último pito -apoyado en el umbral de la puerta abierta y con todas las luces apagadas, como si ya llevara años viviendo aquí-.

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Corro por la arena casi desarmándome. Como en las pesadillas, siento cada músculo de las piernas dándolo todo y consiguiendo un avance mezquino. El cielo ya pasó de los vivos tonos violáceos a un celeste ocre y cansado. Me acerco al borde de las olas y me alejo en un zigzag que no es más que el sondeo constante de arena firme. La negrura cae sobre todo menos sobre el mar y su breve luz. Unos tipos vestidos de karatecas o boxeadores entrenan a lo lejos en las dunas y simulo descansar para sacarle algunas fotos. ¿O simulo sacar una foto para descansar? Como sea, ayer quince minutos, hoy veinte, y así, de a poco, subiendo. Llego hasta estos ridículos condominios al final de Playas Blancas, los bordeo, descanso las piernas avanzando por una especie de maicillo y me devuelvo de nuevo por la arena donde, finalmente, me tumbo y elongo.

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«Búsquese a sí mismo. Encuéntrese a sí mismo. Luego desaparezca consigo mismo». (Ismael Velázquez Juárez, Sea un arma).

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Los días pasan rápido pero las noches se resisten. Una especie de “¿y qué vamos  a hacer hoy?” que me asalta apenas entro a la cabaña oscura y silente. Dejo que siga sonando el podcast sobre Logan que comencé en la tarde, termino de elongar y hago flexiones sobre el suelo de madera. Citan La carretera de McCarthy –que casualmente estoy leyendo antes de dormir todas estas noches- y pese a que nunca he oído reír a este sujeto, estoy de acuerdo en todo lo que dice: Logan es una road-movie, un western y la historia de un viejo boxeador que da su última pelea. Bañado y ridículo, es decir, solo con camiseta y pantis, circulo ordenando tazas, ropas y cosas. Lo importante es moverse y mover cosas y ni reprimir ni liberar la ansiedad. Prendo un ratito una pequeña estufa eléctrica y me chanto tres pares de calcetines. Pongo la tetera. Calcetín sobre la panty y luego calcetín sobre el buzo. Camiseta, polera, suéter, chaleco, bufanda y una frazada enrollada encima. Dejo prendida la luz de esa pieza que me da miedo. Dispongo los objetos que necesitaré cerca sobre la mesa y me hago un trono de mantas, almohadas y cobertores en el colchón-sofá-sillón. Entonces ahí, cuando me detengo, y aunque ya se me haya ocurrido qué hacer, viene algo aquí dentro y me pregunta: ¿Y qué vamos  a hacer hoy?.

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“Que así sea. Evoca las formas. Cuando no tengas nada más inventa ceremonias e infúndeles vida”. (Cormac McCarthy, La carretera).

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Extrañamente los días se hacen cortos. Quizá demasiado cortos. Aunque me duerma temprano, no consigo poner un pie en el suelo antes de las diez. Los días se parecen pero, a diferencia de la repetición enajenada de la ciudad y el trabajo, ésta es una repetición libre y escogida. Por las noches salgo a fumarme un pito a la playa o a al altillo, luego vuelvo y entro como un gusano a este trono de mantas y cojines que armé en una de estas camas del living y veo alguna película; después, ya tipo una de la mañana, me voy a la cama y leo La carretera. Siento que hace años que no leía algo tan rudo y envolvente. Anoche leí escuchando Swans y fue como mucho.  A veces despierto en medio de la noche y me da miedo alargar el brazo para ver la hora en el cel y vuelvo a dormirme. La única vez que me baño en el día es cuando llego de correr, así que por las mañanas simplemente salgo de la cama, me pongo un chaleco, la bufanda y dos pares de calcetines más. Desayuno afuera, saco el parlante chico, uso el sol, saco la mesa, ventilo, me estiro, me instalo. Dejo todo amontonado en el lavaplatos y me planto en la parte baja de la terraza, ya lejos del sol, a teclear. Intento almorzar antes de las tres para reposar algo antes de salir a correr tipo seis. Quizá nunca en toda mi vida había comido tan decentemente durante tantos días seguidos. Algunas tardes, si la siesta llama con fuerza, acudo. Pongo mi alarma de pajaritos. Mato el tiempo de transición entre la pereza y la actividad con alguno de estos programas de conversación política que descargué antes de venirme. Lavo toda la loza. Elongo. Y justo cuando el sol empieza a ponerse, salgo a correr. Subiendo diez minutos cada día, avanzo por la arena, desde Playas Blancas hasta el fin de la Quebrada los ciruelos, ida y vuelta, una y otra vez.

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Lunes. Se abre la posibilidad de conseguir con un contacto de la zona aquello que se ha acabado. Estudio detenidamente el trayecto en Google Maps y parto caminando hacia el Quisco. Primero por la playa, luego levemente perdido entremedio de unos pasajes y finalmente por la carretera, todo esto junto a un perro del sector que por alguna extraña razón ha decidido que debía acompañarme. A medida que dejamos Playas blancas van apareciendo nuevas pandillas de perros. Lo que tienen en común todas estas pandillas es que nos odian. Mi perro me defiende o se defiende y aprendo que, si mantengo el paso firme, no pasa nada. De todos modos llevo piedras en los bolsillos y un palo al hombro. Es como ir pasando etapas en las que se repite una y otra vez la misma dinámica: un solitario perro explorador avisa a la jauría de nuestra presencia y aparecen perros desde todas partes, gruñendo y rodeándonos. Algunos perros atacan o hacen como que atacan, a veces nos siguen durante cuadras enteras y durante alguna de estas etapas sencillamente pierdo de vista a mi heroico escolta. Llegado ese punto –aquel en el que me cierran el paso, me miran a los ojos y ya no basta con simular indiferencia y mantener un paso firme- reboleo el palo por el aire y le doy unas patadas al suelo como si bailara un perezoso flamenco. Y funciona. En ningún momento se produce contacto alguno entre los perros y mi cuerpo. Aprendo que todo esto tiene un 80% de componente simbólico y solo hay que interpretar bien cierto rol.

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Llego donde Z, pero mi perro no puede entrar porque dentro hay otros perros que seguramente se comportarán como todos los otros perros que hemos ido dejando en el camino. Desde la ventana de la cocina lo miro echado junto a una retroexcavadora a las puertas de la casa. ¿Lo hace por mí o por sí mismo? Como sea, hacemos hambre, nos ponemos al día, intruseo la casa, dejo lavando un poco de ropa que traje, cuando Z no me está mirando le doy sorbos a una leche condensada que tiene en una repisa, hasta que almorzamos lentejas y me doy cuenta que me siento demasiado embotado y volado como para emprender la travesía de vuelta. Z prepara café y fumamos de nuevo. Innecesario, por supuesto. El miedo a la travesía empieza a tornarse ansiedad por enfrentarla, así que apuro todo, meto la ropa húmeda en una bolsa que echo en mi mochila y parto, esta vez por una ruta alternativa que consiste basicamente en bajar directamente hacia la playa y luego enfilar derecho hasta Playas blancas.

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“En el fondo soy timorato y colmado de deseos, tengo la pasión de la independencia sin tener su fuerza: desconfiado, temeroso, sensible, dotado de una inmensa facultad de sufrir y de gozar, tengo miedo del amor, de la vida y de los hombres, porque de todo ello siento una necesidad violenta”. (Henri-Frédéric Amiel, Diario íntimo).

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Desde que llegué de la playa que no escribo nada. Un mes entero y contando. O en realidad un solo largo día, sin cortes, sin tregua mental; un largo día en el que me escondo y duermo y deformo los horarios y veo películas como enfermo y no leo ni, menos aún, escribo. Supongo que todo empieza cuando mi amigo de hace diecisiete años (pongámosle X) me juega una mala pasada con este departamento y paso sin transición alguna de un ánimo legítimamente vacacionístico a la presión de tener que encontrar hogar y trabajo en un tiempo determinado; o cuando me doy cuenta que mi cv tiene una sola página y que quien no trabaja no existe; o cuando noto, sin demasiados aspavientos, que la vida, así, tan dispuesta a ser meramente sobrevivida y sobrellevada, no me tienta para nada. Cesante y sin ninguna claridad acerca de lo que viene, paso de la inestabilidad a la negación de un modo que puede rastrearse más o menos así: diarrea intermitente durante las primeras dos semanas –y aprovecho el envión para alimentarme como monje-; falsos intentos por volver a correr; mails de X en los que me doy cuenta que algo se rompió para siempre; llantos raros y cortos mirando por el balcón; terminar series que había dejado a medias –y así siento que completo algo-; imposibilidad de proseguir por la vía de la ternura con quien tampoco sé si iba a alguna parte; el playstation como escape y, muy esporádicamente, amigos que vienen y me dicen cosas. Amigos que me dicen que me devuelva a Curicó, por ejemplo. Amigos que me dicen que sea escritor, o que de ningún modo lo sea. Después, mucho después, el mismo fin de semana en que Chile pierde la final con Alemania y Piñera se perfila como el próximo presidente de este país reculiao, figuro vomitando en Curicó. Entonces vuelvo a comer como monje. El cansancio en la noche es distinto cuando todo lo que uno ha comido en el día es un pocillo de arroz blanco y pan de molde casi quemado con gotas de aceite. Somatizo e intento comunicarme con esa somatización. Devolverle a la enfermedad su metáfora de mierda. Convertirla en otra cosa. No lo consigo, obviamente. Pero de todos modos intento seguir con el plan original, el que había antes que este período de ocio escogido se transformara en ocio culposo, ajeno y exteriormente determinado. Entonces salgo a correr por la alameda y llego hasta el río Guaiquillo. Mando un resumen de mis últimos tres años de diario de vida a una editorial. Me someto a una tarde entera de constelaciones familiares en la que en algún punto me veo llorando y sonándome en el hombre de un extraño que representa a mi padre. Empezamos Breaking bad con mi hermano chico. Me insta a que vea Vikingos. Vemos The Truman show. Vemos un montón de películas que ahora olvido. Fumo con sus amigos veinteañeros. Cualquier cosa que diga les parece ingeniosa. Hablo con madre en su trono de cojines y siempre saco algo en limpio. Miro la lluvia furiosa desde la ventana y no consigo que un perro que siempre está en la ventana de en frente me mire como yo lo miro. Camino y camino por Curicó. Busco cualquier excusa para salir al centro por las tardes. Me ahorro el colectivo y saco fotos. Me encuentro en la calle con un primo que está metido en drogas feas. Intento algunas palabras. Le suelto todas mis miserias a modo de ofrenda –y parece que, en todo orden de cosas, es lo único que sé hacer bien-. Algunos días abro este word casi como empujándome pero gana una y otra vez el tedio y las ganas de no verme a mí mismo. Y luego, como si sirviera de algo, estoy en Santiago de nuevo. Me preguntan si ya encontré trabajo. Me preguntan si ya encontré departamento. Si supieran toda la debilidad y toda la torpeza social que uno va acumulando; si supieran cómo crece ese monstruo cuando uno se aleja de todo durante mucho tiempo. Lavo la loza que no es mía porque últimamente no aporto nada para el almuerzo y la once. Hago el aseo del baño una vez a la semana. Atosigo a la gatachica con besos y abrazos. Hago un excell con todo lo que sé que nunca voy a leer y empiezo a vender mis libros. Trato de ordenar el caos a través de papelitos y tickets. Nos damos cuenta que hay varios departamentos en arriendo en este mismo edificio. Empiezo a contestarles con menos desfase a los amigos. Todo sigue donde mismo pero como que algo cambia. Finalmente me pagan el finiquito. Dejo que la plata se junte en la cuenta rut y pienso que si me quedo muy quieto y sigo comiendo arroz no se va a gastar. Decido que la marihuana ya no me hace tan bien. Lo decido cuando la marihuana se acaba. Vuelvo a leer. Boto fotocopias viejas. A me dice estoy abajo y bajo y nos sentamos en una banca al lado del Anticristo y chorreamos más que hablamos. Me cuenta de sus clases a los presos. Me cuenta que el maestro de la playa se subió por el chorro. Terminamos, como siempre, compartiendo sueños de huida. Nos abrazamos largo y casi lloro. La vida está difícil por todas partes y mientras algunos apenas sobreven uno se arroga este curioso derecho de, además, hacerlo con sentido.

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“Tiempo prestado y mundo prestado y ojos prestados con que llorarlo”. (Cormac McCarthy, La carretera).

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