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Intento leer, pero me habla la mente. A veces escribo aquí solo para poder leer o incluso para poder escribir cuentos, no porque crea que hay que entrar neutro a la ficción, sino para pegarme una sacudida. ¿Derrida era el que decía que, ante el hecho de haber escrito tanta cuestión, solo sentía una especie de pudor, de ganas de pedir perdón? La idea de que lo dicho debe ser fijado y perdurar no siempre fue así de natural. Y sin embargo, qué fácil ha sido siempre aquí, para mí. Más que perdón diría gracias, pero dónde: aquí.

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Dos chicas enganchadas del codo salen abrigadas hacia el exterior. Al abrir la puerta principal del edificio el golpe frío llega incluso a mi mesón de conserje. Una de ellas lleva tres cuartos de un botellón de vino blanco y medio que envidio, o anhelo ¿Hace cuánto que no lo paso bien junto a alguien? ¿Hace cuánto que no bebo acompañado o solo? Reflejado en el amplio ventanal, me echo de menos a mí mismo mezclado en los otros.

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Agarra un libro y lo lee. No es que se pasee por mi biblioteca, agarre alguno y lo deje donde mismo, no es que se ponga a mirar el índice y comentar; a diferencia del curioseador promedio de bibliotecas ajenas -dentro de los cuales me incluyo- M toma uno específico, o me pide que le alcance tal o cual que está muy alto, y se queda allí durante media hora o más, lee los primeros tres cuentos o el primer capítulo, se echa en el sillón o en la cama y ya no me presta atención. Mientras, lavo la loza, voy al baño, miro reels. Solo a veces me pongo a leer a la par con ella. No sé por qué no puedo. Ahora se ríe con algo de unos cuentos de Kawabata. La mayoría de las veces prefiero echarme a su lado. O como ahora, cosa que no había pasado nunca, a escribir. ¿Es porque nos vemos tres días cada tres meses que todo lo que hacemos calza y se sincroniza?

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En la novela voy en una parte en que hay muchos diálogos entre extraterrestres y me gusta. Y también me gusta esto: en un rato más me voy donde I a mirarle el gato que ha quedado solo. Ya que tengo que ir hoy y mañana estoy pensando en quedarme a dormir. Me gusta ese gato. Sus ojos tristes y su cabeza enorme. Debe sentirse solo y va a querer estar todo el rato conmigo y yo con él.

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Sueño que encuentro comida barata o gratis. Huevos a veinte pesos en un negocio oculto bajo las torres San Borja. Un desierto de harina al que es enviado cualquiera que no haya comido durante más de dos días. P me dice que le da pena no desear nada con fuerza. Le digo que todos llevamos una brújula dentro, pero luego dudo. La rapidez con que queremos hacer sentir mejor al otro versus la lentitud de nuestros actos. Achicamos el mundo para evitar su fealdad y luego amamos la celda. Deseamos raro y a destiempo. Quizá un lugar tranquilo y alejado para saber bien qué queremos. Quizá demorarse una vida en ello. Y entender, al final, que saber es desaparecer. Casi que me conformo con no morir cada día, le contesto en un audio, y no sé si es sabio o solamente triste.

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Semiviendo una película malísima de Baumbach, mandándome audios con L, hojeando un cómic, todo al mismo tiempo y como quien construye una fortaleza impenetrable a la introspección.

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Turno de madrugada en conserjería. La primera que entra es una chica llorando. Mientras ingresa sus datos en el libro de visitas ya no da más y le digo que lo deje así no más. Suelto un “que estés bien”, bajito y, como si tuviera que darle su espacio, no la miro por las cámaras mientras sube en el ascensor. Pensaba darle unos bonobon cuando se fuera, pero no apareció más. Pretendo leer y escribir hasta la hora en que cesa el tránsito de personas y luego de eso apagar la luz y ponerme a ver películas. Y a las siete de la mañana, cuando se me empiecen a cerrar los ojos, Seinfeld. Tengo un termo con café y un montón de chocolatitos y cochinaditas que dejaron G, S y N, que se acaban de ir. Leer me permite estar con la cabeza semigirada hacia las cámaras y ver, por ejemplo, a este vagabundo que no solo revisó un montón de bolsas y cachureos sino que hizo una especie de danza alrededor. También, hace minutos, salió una residente con una bolsa y volvió sin ella. Y los shafts de la basura quedan dentro del edificio. ¿qué hizo con la bolsa? No vi que se la pasara a nadie. Hay un montón de cosas que quisiera preguntarle a las personas. Incluido el sujeto que a veces veo pasar por Marcoleta, en su silla de ruedas, siempre en sentido inverso, toda la cuadra en sentido inverso, por qué. Me gusta interactuar con los perros de los residentes, es fácil, espontáneo; a través de ellos es que llego a las personas. Recién entró uno, pequeñísimo, de esos que parecen de juguete, hasta mi lugar tras el mesón y no pude evitar decirle, con la entonación correspondiente, ¿qué está haciendo aquí este señor?.

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Mientras los residentes van llegando o saliendo me pregunto de dónde viene esta sonrisa con la que respondo y saludo. No la cuestiono, de hecho creo que es real y útil, pero me pregunto de dónde viene, dónde la encuentro, cómo lo hago para dármela a mí mismo.

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Sé que por la perspectiva que da el mesón y por cómo apuró el paso la mujer que acaba de entrar al edificio pensó que estaba jalando, pero solo estaba sorbiendo el café que se me dio vuelta. Literal una escena de Austin Powers.

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Madrugada de sábado. Otro turno en conserjería. En el fondo traslado mi escritorio hacia la base del edificio y, quizá por la misma configuración del espacio, me vuelvo productivo. Escribo aquí en el diario, empiezo un cuento nuevo por si el libro queda corto, ordeno mis archivos, le pongo subtítulos a las películas, me hago cargo de los artículos que he ido dejando en mi chat conmigo mismo. Se supone que va a llover. Por la posición en la que estoy voy a saber cuando comience. Entonces voy a salir y me voy a mojar un poco. Voy a respirar hondo y luego me voy a entrar.

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Y sigue lloviendo. Pedí sushi, igual que anoche. Turno de doce horas. Ya me comí todo, incluidos los aritos de cebolla. La lluvia se mantiene constante: una lámina vidriosa que, desde aquí, capto en el reflejo de la baldosa. Y cada tanto oleadas, nubes que se rompen como piñatas. Me gusta como se ve por las cámaras de vigilancia. Pero más me gustaría que se pusiera a llover cada vez más fuerte, de a poco pero progresivamente y sin parar, hasta que ya no supiéramos qué hacer.

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Desgano total. La fuerza suficiente como para que mi aporte al día sea hacer unas lentejas y desaparecer. Un impulso primario que me manda a dormir. Un trabajo que no aparece. Un lugar en el universo de ciudadanos productivos que me es huidizo. La mente colonizada por los plazos y los gastos comunes acumulados. En todos lados añaden, por el concepto que sea, diez o veinte lucas más. Aburro. De nuevo la sensación de que aburro. De que no sé hablar de otra cosa. ¿Has visto lo caros que están los huevos? ¿Te has puesto a llorar en el supermercado? ¿A ti también te subieron el arriendo? Sensación ya conocida de que una mejor versión de mí anda por ahí, siempre por ahí, lejos, allá adelante, en el horizonte, en esta manera de vivir en la que antes que futuro lo que hay es una patada en la raja mental que te lanza continuamente hacia adelante. Empiezo un cuento en el que un conserje enfrenta la inundación del edificio construyendo un arca. Luego se da cuenta que todos andan por ahí en sus arcas. Y que cada arca es como una pequeña ciudad con edificios. Entonces, sin mayor novedad que este hastío, lo nombran conserje del arca, y todo vuelve a comenzar. Miro a mi gata dormir, ¿me dejarías intercambiar de vida? El caso es que ya vivo medio así. Mi último trabajo de lunes a viernes estaba tan bien. A veces pienso en él como se piensa en una relación amorosa que se acabó. Ya casi es el momento en que la luz empieza a irse y no lo aguanto, ahora ya no puedo sino saltarme esa transición hacia la oscuridad durmiendo. ¿Por qué es tan agradable despertar? Quisiera estar recién despertado todo el día. Tirar la mente a la basura como una polera vieja. Abordar el presente como un postre que me demoro en comer.

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Dolor de muela que venía esquivando, aplazando, sintiendo de reojo, evadiendo más por pobreza que por miedo al dentista, pero ya no hay caso: la muela es un pulso. Me tomo un -maravilloso, efectivo y, por sobre todo, barato- clonixinato de lisina, le escribo a la secretaria del dentista y la noche vuelve a ser mía. La madrugada, en realidad, que recién empieza aquí, en mi mesón de conserje que hace unos meses era extraño y ahora es mío. Le comento a C que a veces siento que un buen día me voy a morir de puro pobre. No de hambre o enfermedad, sino de una cuestión parasitaria arraigada en el ser, un hastío concreto y medible de llevar ya no sé cuántos años fabricando puros pensamientos y penurias y lamentos de pobre que le quitan espacio a todos los otros pensamientos posibles.

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Tres zapallos italianos por luca. Tres pepinos por luca. Estando las cosas como están, esos son los triunfos. Descongelo unas lentejas que me había cedido S. Como estaban medias saladas y simples las mezclo con un sofrito de zapallo italiano sazonado con choricillos (productos a punto de vencer a mitad de precio, es decir, a lo que deberían costar si hubiera un ápice de decencia en este ex país). Una taza extra de agua para generar caldo y a esperar. Como casi siempre que cocino, le mando fotos a mi madre. Le mando también una de los siete panes que hice en la mañana, aún en el horno. El punto de la vida, o de mi vida, en que tener comida para los días sucesivos no es algo que se de por sentado. Mientras se hacen las lentejas avanzo en un ensayo sobre Jung que me encargó mi papá. De reojo miro un Magallanes-Audax que importa en la medida que el primero debe hundirse aún más en el fondo de la tabla para que Curicó emerja. Dos cero abajo Magallanes: momento de darle la buena noticia a mi padre. No me responde como siempre, algo pasó, lo llamo, ayer tuvo un infarto, pasó la tarde en el hospital, y ahora está en la farmacia, trabajando de nuevo. Se le oye bien. Me cuenta orgulloso que apenas notó que era un infarto se tomó no sé qué pastillas altiro, y su amigo doctor lo recibió en el hospital de inmediato. Me asegura que Curicó Unido tiene que jugar con tres centrales mañana domingo ante Palestino. Nadruz, Urzua y Sandoval. Esa es su manera de afirmarse en la vida. Va a ir al estadio mañana, me dice. Confía en que Curicó va a salir del fondo de la tabla. Le pregunto si acaso no debería descansar, tomarse una licencia, me dice que no, que ya pasó, que está bien, que va a retomar la dieta e intentar desestresarse de algún modo. Vuelve a preguntarme por el ensayo sobre Jung. Mañana te lo mando, le digo. Capaz no me salvo de la próxima, me comenta entremedio, como quien anuncia que quizá mañana llueve. El año pasado tuvimos una extensa conversación sobre la muerte en la que me quedó claro que él ya la abrazó con la misma naturalidad que se abraza la vida. Incluso esta vida.¿Por qué me transmite una extraña calma? ¿Por qué siento que, si sucediera, no sería la pesadilla que imaginaba antes, cuando mi relación con él era más distante? Le digo que lo quiero, le sigo el hilo en todo lo futbolístico incluso cuando no entiendo; supongo que por la cercanía de los hechos, o por cierta manera de ser acompasada y ética, su imágen se me mezcla con la de Patricio Bañados.

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Miércoles 31 de mayo. Uno de esos extraños días en que no paro. Lavo las sabanas, las fundas, ropa, todo. Aprovecho la calefacción y vuelvo a ponerlas al final del día, no por voluntarismo, sino porque no tengo repuesto. Aspiro el cubrecama, cocino, limpio, renuevo la arena, lleno los contenedores con el alimento de la gatachica y botó la bolsa gigante, prendo un palo santo, lo paseo por la casa, voy donde A a buscar el libro nuevo y lo sumo al stock del clóset, entremedio paso al super, solo cuestiones que había ido anotando en mis papelitos y que puedo permitirme gracias a que Y hace unos días me compró la recachada de libros de fotografía y demaces, pago y calculo las cuentas de fin de mes, mando el pantallazo respectivo al chat de la casa, ordenando los libros de la editorial termino ordenando todo el clóset, incluido ese portadocumentos de cuero negro que es como una cartera pero sin asas que heredé de mi abuelo y cuyo uso es exactamente el que él le daba, mando las boletas del sii, todo esto en chor y polera, con la ventana abierta y la música bien fuerte, que suele ser la manera en que me digo a mí mismo que me siento bien.

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Viernes 2 de junio. Almuerzo con G, siesta y, por la tarde, P me lleva a un lugar de café y pastelitos, por concepto atrasado de cumpleaños. Me gustan las fotos que saco y los vaivenes de lo conversado en el día. Estos días me siento bien, lo noto, lo notan; es una energía extra, media infundada, que uso para echarme vuelo. Un turbo para el Mario Kart de los días. Vuelvo de donde P con tiempo de sobra como para hacer la mochila y meter unos sanguches, cambiarme de ropa y bajar a mi mesón de conserje, desde donde escribo este breve párrafo que, promediando con los que le preceden, parece indicar que el diario de este año será de puros párrafos cortos.

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La parte concreta de este buen ánimo: pagué todo y, a diferencia de meses anteriores, me sobró un poco para darme algún gusto. Además, hay furia invernal del libro a mitad de mes, lo que quiere decir que ya salvé este mes. ¿Por qué iba a querer volver a un trabajo de lunes a viernes que alcanza solamente para reproducir en el tiempo la vida de alguien que trabaja de lunes a viernes si ya medio que voy aprendiendo a vivir así?

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Me agarré a los gritos con un taxista y luego conversé varios minutos con una señora en el pasillo de las verduras. Sístole y diástole.

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Al vecino que mira el suelo para no saludar me dan ganas de asustarlo.

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Tres días tras el mesón de libros y ahora, de madrugada, tras el mesón de conserje. Llegar a la casa, formatear el cuerpo, una siesta de una hora, tragar un arroz con huevo y bajar. Lo que me queda claro es que en la soledad acumulo sociabilidad como autito a tracción y, en instancias como esas, me disparo, se me nota, o al menos yo lo noto: al cabro nuevo de la editorial lo tapicé en preguntas y en un par de oportunidades me vi alargando temas que, por su manera de mirar para otro lado, claramente ya estaban agotados. No suelo ser esa persona. Demasiada precaución de no devenir esa especie de aburridor que ya no lee señales. Por lo demás, todo bien. Me sorprende la manera en que voy zafando y consigo que quince lucas cubran una semana entera. Pero lo que me alegró el día y debo dejar consignado aquí, matizando las miserias, es que todo indica que luego de los cuentos serán estos diarios los que salgan a pasear afuera del computador. No precisamente esto, sino desde los años de la librería hasta la pandemia, más o menos. Justo hablábamos con A sobre la fomedad de algunos diarios llenos de cierta aburridora autoconciencia, envueltos desde un comienzo -en el caso de Donoso, desde la más tierna infancia, según A- con el aura de lo publicable. No sé si es porque me convenga, pero llevo tanto tiempo peloteando en esta cancha que no veo cómo la sola conciencia de ser publicado podría arruinarme así de golpe; no sé qué tipo de germen del estilo sea lo íntimo-pretederminadamente-público, pero la histórica consistencia en la miseria de estos diarios es de algún modo una inmunidad contra eso.

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Todos los autos con la música fuerte son el mismo auto con la música fuerte.

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Soñé que tenía que ir a vender a una feria con una editorial nueva. Era un galpón de cuatro o cinco pisos, parecido a un estacionamiento, como un persa biobio pero hacia arriba. Al segundo día ya me toca ir solo y no recuerdo nada: ni el lugar del stand, ni el nombre de la editorial, nisiquiera las portadas de los libros. Lloro. Busco, maldigo y lloro. Veo que son las once y había que abrir a las diez. Hay algo de Brazil en el ambiente, mucha tuberia, ajetreo, desniveles en el piso, los stands dispuestos en horizontal pero también en vertical, a través de escaleras empinadas por las cuales se accede a las plataformas superiores. En medio de uno de esos pasillos encuentro a un haitiano llorando. Sentado en una silla con los codos en las rodillas y las manos tapándose la cara. Lo abrazo y lloro con él. Es lo que corresponde, siento. Quedo de buen ánimo luego de ello. A ratos siento que estoy cerca, que quizá esta editorial por la que voy pasando era la que estaba a la vuelta y así, paso por una que se llama Libros del Culo Roto, el logo corresponde al enunciado, a diferencia de ahora que lo escribo en el sueño me da cero risa, BF me avisa por guasap que ya viene en camino, se agrega aún más sensación de seguridad porque ella sabe más que yo, o eso es lo que creo, porque apenas aparece se queda en un puesto de chocolates y donas, le digo que estamos atrasados, que olvidé todo, pero mira están a quinientos pesos y son enormes me dice, me compro dos y no me arrepiento, estamos sentados comiendo, y ahí se acaba.

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Caminando y pensando más fuerte que el podcast que llevo en los fonos.

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¿Qué posibilidades habían de que la cápsula que iba a tomar se me resbalara y cayera «de pie» al suelo con la fuerza suficiente como para abrirse y derramar su contenido hacia el sector inalcanzable bajo el escritorio?

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Sábado uno de julio. ¿Tiene algún sentido fechar? El mesón de conserje agrega una seriedad de la cual carecen mis días. Independiente de que sea de madrugada y previamente haya arrastrado los cubos de basura, escribir aquí, en mi notebuk de siempre, pero situado en medio de un escritorio de cuatro metros, me invita a intentarlo más que en mi propio escritorio, ese montón de tablas crujientes que ya ni recuerdo de quién heredé. Suena Last train home y me acuerdo de mi papá. Le acabo de preguntar dos veces cómo está en el chat de whatsapp. Ambas veces me ha respondido con una noticia sobre Curicó Unido. Cómo no quererlo, si en el fondo sé que eso significa que está bien. Los vecinos y vecinas pasan con sus perros. Lentamente me he apropiado de este lugar. Ya puedo hacer dos cosas al mismo tiempo sin problema. Pasarle las llaves de la bodega sin que me lo pregunte al hombre que usa la bufanda casi hasta los ojos mientras marco el citófono y le digo al uber tranquilo amigo deje aquí no más yo me encargo. Aún es el momento de la noche destinado a leer y escribir. Cinco páginas más y termino el libro de Fernanda Trias donde, al final, relata una relación de mierda en la que estuvo atrapada durante años. Creo que le voy a poner cinco estrellas en goodreads. Las actividades que me voy asignando son todas en relación al avance del sueño. De hecho, aún no apago las luces. Aún no es el momento de las películas. Busco infructuosamente chatear con alguien. Repentinas nostalgias fuertes de msn. De estar en momento presente. Simularlo. En el fondo quiero hablar con X. Caminamos ayer o anteayer un rato. Podría gustarme. Algo de risas, algo de contarse intimidades. Quedé con la sensación de no haber causado una impresión tan buena y espero aún una señal para volver a hablarle.

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Martes once. Duermo diez horas luego del turno de madrugada. Despierto atontado pero decidido a no perder el hilo. Mientras oscurece y comienza a caer una tímida lluvia salgo a entregar un libro al barrio alto. Con mi cortaviento y el outfit invernal de correr cuyo chor tan corto me hace sentir que llevo puesta una faldita y las laicras que meto dentro del calcetín siempre negro. La lluvia va limpiando el sudor. El cuerpo se entibia con facilidad. Puse el último de Mc Unabez y las zancadas también son fraseos. La sensación física sumada al paisaje -las luces de los autos rebotando en las pozas, el olor que suelta la vegetación, el sonido mismo de mis pasos y la lluvia que es como si no alcanzara a mojarme porque la anulo con mi propio calor- me mecen.

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Llueve aún, ahora sí que con ganas. Un reality en mute aquí en la tele de conserjería. Nunca la apago. Los parpadeos lumínicos son una especie de compañía. Trini contó su verdad, dice el gc. No sé quién es Trini. Quizá nunca lo sepa. Ninguno de esos rostros me invita a subir el volumen, la verdad. Sigue siendo la etapa de la madrugada en que las luces están encendidas y me encargo de las tareas del computador, escribir y leer. Me persigue hace unos días la sensación de que sería bueno tener alguien en quien pensar. Alguien que me hiciera preguntas cotidianas, sencillas, y yo le devolviera otras, también muy mundanas. Pero se me pasa rápido. Quizá por eso es que me apuro llenándolo todo, quizá por eso leo y escribo y veo películas, para redirigir ese vacío, para convertirlo en otra cosa, para mirarlo en otros, total es un vacío que no alcanza a ser hondo o triste sino algo parecido a lo que siento mirando la lluvia por las cámaras de seguridad.

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Si me imagino el mundo sin mí es casi la misma sensación que cuando niño: algo imposible que sin embargo va a ocurrir. No me gusta. Quiero pronto la liviandad de mi padre. Encaminarme en perderme, pero siendo. Pessoa lo dice así: «No ser, pensando, es el trono. No querer, deseando, es la corona”.

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Hacerse, llevarse a cabo, y paralelo a eso irse deshaciendo, deshojando, destruyendo el individuo en uno, y que esa destrucción sea más yo que yo mismo.

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Alega, se pasea, hace la estatua ante cada una de las puertas hasta que la reconvengo, siempre con la misma frase: yayayaacostarse. Entonces entra, lento y luego rápido, como si algo terrible -algo que, por lo demás, jamás ha ocurrido- pudiera pasarle en el tramo entre la puerta y la cama, donde se derrite de a poco hasta dormirse.

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“De qué sirve el dinero si no puedo inspirar terror en el prójimo”, dice el señor Burns.

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Duermo de día. Pienso en Bale en El maquinista. Cabeza rara. Pobreza. Ensoñaciones de pobre. Mando los cuentos. No hay animo de salir a comprar nada y pido algo aunque tenga los números en contra. Imagino soluciones improbables. Que gano ese concurso que paga dieciocho millones de pesos con ese microcuento abominable y sensiblero que mandé. Que me llaman de un trabajo soñado. Que le achunto. Que se me ocurre algo. Que un trabajo me enamora y yo de él.

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Montones de días sin escribir aquí. Misma ventana en la que aún se perfila el rectángulo de cielo blanco que siempre me alegra un poco. Estuve alojando a A unos días. En un rato viene a buscar sus cosas y paso a mi modalidad de siempre, que tampoco echaba tanto de menos, lo que quiere decir que lo pasé bien. Di vuelta el coso circadiano despertándome a las siete am y ahora de vuelta a romperlo porque tengo turno de madrugada este sábado. Fui con MJ a un lanzamiento de un libro y luego al de una librería virtual. Llegamos al final así que no alcancé a saber qué tipos de cosas se decían. Música fuerte, mucha gente. Escapamos, o terminó, no me queda claro, porque hay un punto en las noches y la ebriedad en que la información es difusa. Andar dando vueltas con escritores y escritoras se trata más de hablar de escritores y escritoras que de libros. Y no juzgo. No conozco a nadie que no quiera escuchar un buen cahuín. Pero en el fondo lo que quiero decir es que de los veinte que no tenía una noche así, tan errática, sin sentarse nunca, yendo de un bar a otro, y al final una copa de vino con doña MJ en ese horrible lugar de la esquina Alameda-Portugal. Como no salía hace tanto, y como es vez primera que nos juntábamos así, cada trayecto del errar se hizo habitable por sí mismo. Aparte, se sacaba un pito tras otro.

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Evado un vacío bastante concreto, delimitable. La llegada de A lo suspendió pero ahora se hace patente y es más o menos así: ya mandé los cuentos a la editorial, aún no empieza el período de edición, y solo resta esperar. Me ocupé también de todos los concursos abiertos a la fecha. A la otra editorial ya les mandé mis diarios y tampoco hay nada que agregar por ahí. La novela del fondo está lista hace meses ya. Todo eso me remarca el hecho de que, descontando el par de ocupaciones que permiten mi mera sobrevivencia, no estoy en nada. Y encima me cae encima esta certeza: lo que sea que escriba de ahora en adelante es porque sí, por si acaso, porque quiero, porque es lo que siempre he hecho, así, como ahora, como esto. Me gusta esa parte. Es retroceder un año o dos. Todo el resto es ansiedad.

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Salgo a comprar, cocino, ordeno, todo esto escuchando un podcast que va relatando en detalle los días previos al golpe. Las listas de asesinados. Montones de sujetos sin militancia. Cada vez que salgo me comparo y tengo la parca más fea posible. Contemplo a la juventud y me pienso. Llueve. Hace rato que llueve. Dejo varios episodios en la fila y mientras hago una tortilla de jurel escucho uno con audios recientemente liberados acerca de un químico de la DINA que usaba gas sarín. Como dicen que era de la universidad de Concepción le pregunto por chat a mi padre si lo conocía. Me dice que el setentaiuno le pegó un combo en el hocico a la entrada de la escuela. No ahonda. Pasa a otro tema. El fax paterno que admiro. Diez horas dormí y aún así la siesta me llama. Sé exactamente qué significa la mirada inquisidora de la gatachica, tiesa como estatua a mi izquierda, mientras escribo esto. Quiere que me acueste para poder echarse encima. Es lo único que quiere. Y lo va a conseguir.

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Me duermen unos pianos de Schubert y me despierta un temblor.

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Me repito su cara. No tengo ninguna foto. De lado hundida en la almohada, redonda, mi ojo encima como la gatachica con una mosca invisible. Antes en el sillón hablando, también callados, buenamente callados, dos botellas de vino, pensando en películas, poniendo soundtracks y adivinando en qué momento sonaba tal o cual canción, sus piernas encima de las mías y tocándonos las manos, las manos animales sueltos, vimos la tarde irse y así nos quedamos, todo lento, la progresión obvia que sin embargo aparece como nueva. La gatachica colada, al medio. Le cuento que a los quince, en circunstancias similares, la que me gustaba me dijo chúpame el ojo, y a partir de ese juego nos besamos. Estoy nervioso, por eso me pongo a contar hueás, le digo. Pero la conciencia del momento no lo arruina, lo agranda. Aún después de besarnos no quepo en mí. Mira, y le muestro como me palpita el corazón. Sonaba Taylor Swift, me gustó una canción, ya no sé cuál.

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Todo lento y bonito. La ventana abierta y un blues carrasposo. Moscas que resaltan sobre el fondo blanco, allá lejos. Una primavera fría, que abrazo. La cama estirada, el cuerpo animado, no sé desde dónde, una taza que echa humo, ¿qué más debería anhelar? Termino de escribir una cosa sobre Armando Uribe que mando a una revista. Todo lo he hecho lento estas últimas semanas. Todo ha sido tal y como debe ser.

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Cuatro días de Primavera del libro. Me gusta conversar con la jefa. Estar ahí comentando la fauna. Sus anécdotas de hace veinte o treinta años, siempre precisas. Que haga pico algún autor que recién descubro y me parece de lo mejor. Tan poco training en trabajar de corrido hace que convierta mi pieza en un asco. Aquí cada cosa tiene su sitio y me toma más de un día restaurar el sistema. La habitación misma como la mente desde la que miro los días. Y al final la de siempre: recibir el pago y perderlo casi en el mismo movimiento: cincuentayseis mil quinientos pesos los gastos comunes atrasados de febrero (resta solo el de marzo y se acaba ese lastre), sesentaycinco mil los gastos comunes adelantados del mes actual (altiro, porque después no voy a tener y son con multa), treinta lucas el saco más chico de Brit care y una arena en oferta para mi bebé (despacho gratis al menos, y un sabor nuevo, que se que la va a dejar loca); el resto: un queso crema albahaca, jamón en oferta, luca de salame y luca de queso, cinco panes, detergente, confort, una coca en oferta de litro a luca, un botellón a tres mil trescientos con el que me hago presente en el cumple de D, donde S. Quedo con un billete de cinco y tres mil en la cuenta rut. Me hago unas pizzitas simples la noche siguiente. Una de las mejores masas que he hecho. Salsa de tomate, queso, jamón, cebolla, salame, fin. Pienso en el Diario del dinero de Blefari, ¿será algo así como este párrafo?

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Como una perdiz alzando el vuelo y luego la arremetida del águila; contra la tierra, pescuezo, huesos.

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Quería incluso la planicie, el aburrimiento. Quería incluso los domingos en silencio, cada uno en lo suyo. A todos les conté de ti, con el orgullo tonto del enamorado. ¿Me va a seguir penando esto, después, en cuatro o cinco años más, cuando vuelva a gustarme alguien así, tan enteramente?

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Nunca terminamos de ver El viaje de Chihiro. La termino solo y lloro como condenado en la parte en que Haku se revela como el Dios del Lago que salvó a Chihiro de morir ahogada cuando era una niña. Lloro chuecamente, más por mí que por el platonismo Ghibli. De otra forma no me sale. Antes, mientras nos despedíamos por chat, solo me caían lágrimas intermitentes.

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Me pongo a ver Titans para olvidarme y lo primero que pasa es una pareja terminando.

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Este partido de la selección femenina lo íbamos a ver juntos tragando un chop tras otro. El peso de lo que debería haber sido me arruina. Seis goles hicieron las cabras.

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Sensación inapelable de que en esta vida, así como la vivo, cabe uno solo.

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Cuando te terminan al comienzo se rompe una manera de imaginar. La ternura de catapultarse con naturalidad hacia un porvenir que nisiquiera es claro, que nisiquiera es un plan, todas esas maneras de no saber qué viene pero saber que es de a dos, todo eso sepultado, cuestionado: sensación repentina de locura, de haber experimentado algo que no estaba allí. Retrocedo en la hermosura y la voy tachando o arrugando como una servilleta: esto lo viví yo solo, esto otro también; esto, quizá, fue cierto, pero ya no importa.

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Era yo el que insistía en que hiciéramos un top diez de películas y lo compartiéramos para generar algo así como una cartelera; nisiquiera un futuro, solo un puñado de noches. Nunca hiciste la lista y recién ahora entiendo.

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El punto en que la mente y la voluntad me dan solo para comprar muchos panes y queso y vivir así. Sobre todo con una rumi que se va y teniendo que llenar el cupo contra el tiempo. Sobre todo los fines de semana con turnos de diez a diez. El sueño errado me desarma los días. Cuando pienso que terminaron conmigo porque vivo raro quiero dormir para siempre. No morir, solo dormir para siempre y contra todo.

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El café me ayuda a ir tarjando las tareas de la tarde. Termino de ordenar mi clóset. Barro, ordeno, leo, me baño. Dejo soplada la carpeta de cuentos. Reescribo el del tipo que lo achican y raptan las cucarachas, le doy más fuerza (y absurdo) al final. Sin contar el libro que sale en unos meses tengo para ofrecer: Cinco cuentos nuevos, una novela, los diarios. Y mil quinientos pesos en la cuenta rut. Qué tiene que ver eso, no sé, pero la niña y sus cachitos en el pelo que salen en la publicidad de la página del banco me recuerdan a ti, tu sticker de cuando bebé. Pero el peso ya es otro ¿Y por qué me acuerdo de esto ahora, precisamente en este párrafo? Porque pese a que lleno los días algo falta. Porque imaginé, imaginé e imaginé.

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Khatia Buniatishvili alzando la cabeza desde el piano muy lento dándole el pase a la orquesta el pelo le cubre los ojos que va abriendo de a poco como si viniera saliendo del agua padeciendo algo que ella misma esta haciendo con sus manos de estar ahí no aplaudo me arrodillo

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Cagó el hervidor, cagó la llave del lavaplatos, las ollas valen pico, a la que usamos para calentar agua se le salió la manija, a la lavadora se le rompió la tapa, las puertas del mueble de la cocina comienzan a salirse, se rompió una de los dos sillas que tenemos, rompí sin querer el cargador nuevo del cel, mi mesita con ruedas de la pieza cojea, mi carnet está vencido desde comienzos de año. El último mail de X aún me rebota como una polilla dentro de la cabeza pero es una luz que estoy apagando bien. Donde sea que mire hay algo roto, cojo, moribundo, apaleado. Sigo escribiendo cuentos como si sirviera de algo. Miro alrededor y todos los problemas de la gente son otros. Problemas de la gente que efectivamente habita el mundo. Yo ni eso. Milei acaba de salir electo presidente de argentina. Por acá capaz pronto la constitución de la ultraderecha quizá de su sorpresa. Si creyera en algo diría que esta demencia mundial es signo del fin de los tiempos. Hay gente enamorada de la muerte. Y yo quiero vivir. Miro a la gatachica en mi almohada, la luz le pega en el lomo, su cabeza va cayendo de a poco, dormida; como no voy a querer vivir, cómo no voy a querer vivir ahí, así.

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Las cosas bonitas que te dije y en general todos mis intentos quizá no tan sutiles de expresarte que hace mucho no me gustaba nadie los recuerdo con la sensación de quien se ha tropezado en público y apura el paso para salir rápido del perímetro de la vergüenza. Es triste, pero a la vez ya avancé unas tres cuadras, el paisaje es otro, y nadie -y lo más importante: ni yo- se da cuenta del ridículo que hice.

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Me consigo para cubrir la parte del arriendo de la rumi que aún no aparece. Pagan de buscalibre. Pagan de por aquí y de por allá. La milagrosa sensación de que alcanza, justo pero alcanza. Empíezo a comer solo durante ocho horas al día y me resulta, lo mantengo, tres semanas ya, convierto el hambre en otro tipo de pensamiento, de noche solo té helado, gasto menos en comida, recupero una vitalidad que tampoco es la gran cosa pero me sirve, duermo mejor y recuerdo lo que sueño. Retomo el ejercicio. Todo dentro del mismo impulso de ir lentamente por todos los sectores de la casa botando, ordenando, reubicando. E se va a Holanda y me regala una mesa con cuatro sillas. La mesa -blanca, larga, firme- me la quedo como escritorio. Antes de reemplazar las sillas del comedor las rompo a patadas. Sillas viejas, rotas, endebles, inestables como cada mueble de esta casa. Psicomagias de bruto. Me ocupo solo de lo que puedo mejorar inmediatamente. El resto no existe. Vuelvo a llenar los días. Se acaban las siestas. No por decreto moral sino porque el cuerpo así lo dice y yo hago caso. El café de cafetera me enfoca. Camino desde aquí hasta el final de Providencia para entregar tres libros y me devuelvo trotando. ¿Todas las preguntas extra en torno a correr de noche que me hizo la dependienta del Pronto es porque pinchamos? Me devuelvo imaginando una vida con ella. Seis meses duraríamos. Ninguno se arrepentiría de nada. Hace días una confianza arbitraria me invade. Aunque quizá siempre sea arbitraria, la confianza. En el espejo soy basicamente el mismo y sin embargo no. El libro está quedando bonito. A me manda la portada. Se la muestro a los amigos y amigas. Mi madre aún piensa que voy a ser famoso. Dentro del amplio espectro de las cosas que no puedo cambiar hay una parte que escojo interpretar desde la ternura. Voy unos días a Curicó y, junto a mi padre, vemos a mi equipo descender. Esperable y para nada catastrófico. Un derrumbe en cámara lenta al que asistimos. Saliendo del estadio me doy cuenta que se mira rápido y corto al que llora. Mi hermano una fortaleza impenetrable. Lo intento. Soy un tigre y su interior es mi presa. Lo logro a medias. En mí aún es el niño con el que tuvimos que irnos todos llorando y con la ropa en bolsas de basura de madrugada en un taxi por culpa de su padre. Pero parece feliz, dentro de todo. Vemos Chainsaw man. Me da de su kief y no fumaba hace tanto que quedo como Rene Puente tosiendo. Una toz que, con la ventana abierta y el encaramamiento en sí mismo de la villa, se desparrama en varias casas a la redonda. Cuatro días en los que ni leo ni escribo, solo tiempo de calidad con mi madre, mi padre y también con mi querida P, con quien recorremos de extremo a extremo la ciudad, conmovidos por la belleza de algunas calles y sus antejardines y las personas haciendo vida allí. Vidas tranquilas y contenidas en sí mismas. Una pareja de ancianos cargando a medias un balde de pasta muro. Un niño con una pistola de agua jugando con un perro. Mirar y pasear es una manera de venerar. Algo de eso se me impregna y queda incluso cuando ya vuelvo a Santiago. Lo hundo y lo escondo en mí -lo escondo de mí en mí-; no vaya a ser que se arruine.

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Tres noches me demoro en ver fraccionadamente Its a wanderfull life de Capra. La segunda visita anual de A que se extendió más días de la cuenta, la llegada de la rumi nueva, la navidad, la Cena de las solas y solos, y las exigencias de la casa luego de todo esto, me dejaron en un estado más productivo que receptivo. Hoy la termino sí. No me quejo. Han sido días buenos, amables, el refri sigue lleno e incluso me sobró algo luego de pagar las cuentas. Frase que me resuena porque la he escrito un par de veces antes. ¿Será esa mi falta de horizonte? ¿Será eso lo que hizo que no funcionara lo que sí creí que estaba funcionando? Empiezo un mail que inmediatamente borro. Me gustaría escribirte algo completamente orientado a que si nos topamos por ahí no queramos cruzar la vereda, pero no consigo el tono, incluso si me posiciono en la desafección sueno lamentable. Quizá está bien dejar que algunas preguntas se cansen, pierdan su fuerza, o la ganen desde otro lado, que viene a ser lo mismo.

dosmilveintidós

La última vez que escribí aquí tenía un trabajo, un escritorio, una manera de volver parecidamente a casa cinco días a la semana. Un cansancio específico, legítimo y legitimante. Ahora estoy aquí. Ahora siempre estoy aquí. Con el mandato ya no meramente interior y arbitrario de escribir. Y es que eso también pasó: la literatura pagó. Pagó y generó unos compromisos. La novela pagó y, meses después, firmé por los cuentos. Cuando le conté a mi mamá lloré y ella también. Cerré la tienda que atendía en ese entonces. Ahora que lo escribo me da pudor, pero es un hecho: lloré no tanto por lo que implican en sí mismas ambas buenas nuevas, sino por la relación que tienen tales eventos con mi malograda búsqueda, que mi madre conoce tan bien como su jardín. Cuando le conté a mi papá nadie lloró y tuve que explicarle dos veces qué tipo de cosa le estaba contando. La novela es esa que empecé cuando trabajaba en la imprenta, esa en la que decidí asesinar por escrito al compañero despreciable. Los cuentos también los empecé allí, los arrastré -y quedaron impregnados de aquello- a través de la pandemia, y diría que, si pretendo que el libro sea más grande que mi mano o haga ruido al caer al suelo, me faltan unos cuatro o cinco relatos más. Debería tener listas ambas cuestiones a fin de año y no he hecho absolutamente nada, lo cual es malo en sí mismo y añadidamente malo en tanto alimenta el cliché del escritor bloqueado, que no creo que sea el caso, porque ni siquiera es que me siente y quede pasmado ante la página en blanco; sencillamente ni me siento. Leo, subrayo, me mando audios a mí mismo con posibles salidas a los puntos muertos de los cuentos en curso y la novela, pero de escribir nada. Lo absurdo es que tampoco había escrito aquí por lo mismo: suponiendo que ahora todo debía dárselo a la ficción, y sumando el sano y siempre renovado aburrimiento de sí mismo, me había negado a toda escritura posible.

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«Las manos vacías, salvo las manos del otro». «Corrí hasta que olvidé que solo tenía diez años». «Fuera, las hojas caían, gruesas y húmedas como dinero sucio». Sábado nueve de julio y esta es la primera entrada del año, o la segunda, o la tercera, porque luego siempre muevo todo. Ya no me acuerdo de dónde copié esas citas, pero aquí están, al comienzo de un word lleno de colgajos, esbozos, párrafos que leo y me avergüenzan y los dejo de todos modos, esqueletos de situaciones sobre las que justo ahora -y también todas las otras veces que lo abrí- no tengo ganas de escribir.

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La veo de reojo, pegada a la muralla en la tumultuosa salida del metro y me devuelvo. Ciega y quieta. Aires de profesora normalista. Ni pide, ni exige; solo está ahí de pie. Mientras busco unas monedas y me acerco noto que lo que sostiene en sus manos es una bolsa de azúcar vacía. No un tarro, no una cajita en el suelo: una bolsa de azúcar Iansa con unas cuantas monedas al fondo. Lloro como idiota. Como si ese mero detalle fuera aún más trágico que su evidente precariedad material. “Que tenga buen día”, le digo, con voz de gallo Claudio, mientras huyo.

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Elimino completamente un párrafo que era un listado de cuestiones evidentemente buenas y malas que me pasaron durante los meses en que no escribí. ¿Por qué no puedo acostumbrarme a que este diario viva solo de sus momentos presentes? ¿Cómo no aprendo que todas las veces que escribo en retrospectiva, así por cumplir y cubrir los meses no escritos, el resultado queda feo, indicial, servil? Si cada vez escribo menos aquí no tiene por qué significar una mejora exponencial en mi capacidad de resumir o listarme a mí mismo; perfectamente podría tratarse de párrafos desconectados unos de otros que no arman vida alguna.

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Hablé largo con mi papá recién. Me cuenta que quiere ser cremado, que no le tiene miedo a la muerte pero que tampoco quiere morirse, que aún tiene cosas por hacer, sueños etc. Escucho atentamente su plan de dejar la farmacia, delegar y hacerse una oficina atrás, en el patio de la casa. Una oficina, me dice, en la que pueda leer, estudiar, tocar sus instrumentos. Mientras me lo dice siento que alguien que tiene ese tipo de deseos no puede morir. Le pregunto si sabe qué van a hacer con sus cenizas y me dice que no. Convenimos que, del modo que sea, hay que dejar una parte en la cancha de Curicó.

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“¿Qué pueden las palabras más que enlazar lo que sabemos con lo que no sabemos y así crear una forma?”. Dejaste eso escrito en un papelito que descubrí al otro día que te fuiste.

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No leo diarios de personas que aún estén vivas, me dices. Con suerte algunos muertos y muertas. Me pregunto si pesa menos mi vanidad mientras colecciono las vergüenzas y vanidades del resto. Lo importante: me gusta que nisiquiera a mí me leas.

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Fin de mes: nadar lento hacia arriba, adivinar la luz que aún no se ve, saber que casi nunca te ahogas y mueres y todos los otros ya están en la orilla.

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Cinco de septiembre. Ganó el miedo disfrazado de amor. Ganó la política televisiva, el discurso-máquina, la minuta, el lenguaje íntimo del capital. Ganó la ficción de transversalidad, el uso favorable de la ignorancia, la publicidad, la sociología de la conservación. Ganó la cultura que Warnken entiende por cultura. Salgo a comprar tres panes y lloro. Lo que pudo haber sido y lo que es. El movimiento de la ciudad como sepulcro en cámara lenta. Un sol tremendo hoy, justo hoy. ¿Acaso estaba soñando solo? Una intensidad que ahora es escombros y poesía. O poesía de los escombros.

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No tengo nada que proponerle al desarraigo de la izquierda. Otros sabrán. Carlos Pérez, por ejemplo. O Karina Nohales. El feminismo y su horizonte largo. Los movimientos sociales que vengan. Pero yo no voy a construir nada. Quedé remitido al individuo. Lanzado, devuelto de una patada al individuo. El individuo como un tubo por el que caigo y no me resisto. Cierro todas las redes sociales. Decorar un aislamiento en el que ya estaba y ahora se vuelve mandato. Intercambiamos largos audios con los amigos y amigas. No traduciré esos diagnósticos en estas páginas. El porvenir me aburre de antemano. La arenga, el mea culpa, la tarea de la izquierda. Ruido sobre ruido. Palabras de profesor ante el alumno enamorado. Pero enamorado de qué, y a qué costo. ¿Acaso no supimos amar? Porque lo que yo sentí en las calles era amor. Oleadas de tristeza incontrolable que acojo, en el fondo sabiendo que, por de pronto, me voy a pasear entre un anarquismo conveniente y una depresión camuflada de budismo. Con la conciencia total de afirmar una niñería, un estado de ánimo. Luego ya vendrá otra cosa, me digo, y me odio por decirlo, pero siempre es lo mismo -y así, ad infinitum, odio decir que siempre es lo mismo-. El amigo de mi padre que tiene un negocio acá cerca y con el que siempre converso al pasar me dice que es triste, pero que peor se sintió el 73. Se lo concedo, obvio. Hago el ejercicio, me siento y lo escucho, y sí. Pero tampoco quiero aliviarme por contraposición. No le digo esa parte.

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Mientras estiro mi salida -hay sol y, siendo la única excursión del día, hay que aprovechar- comprendo que nunca había sentido algo así. Nunca, pero nunca, una derrota política me había afectado tan profundamente. Licencia de cuatro días para mi amigo homónimo. L encerrada en su pieza y sus padres y familia celebrando. Vuelvo a llorar mientras escribo aquí, mientras pienso en mi madre, en lo feliz que parecía mi papá cuando me mandaba información relacionada al proceso constituyente. ¿Quisiera acaso que hubiera sido al revés? ¿Que la tristeza fuera de ellos? Y eso es, quizá, lo más triste. Saber que no. Reconocer que sin necesariamente ser nosotros el amor o los buenos, había ternura, construcción común, horizonte. Que lo que queríamos, de verdad lo queríamos para todos y todas.

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Qué horrendo eso último. Qué horrendo el futuro posible. Vuelvo a pensar en los extraterrestres o cualquier cosa que rompa la vida. Aversión a todo lo que suene a arenga. Todo lo que se dijo y la fuerza real que había para empujarlo. Todo lo que se filmó y el horroroso interior complejo de cada chileno. Todas las canciones postrevuelta como ruido blanco ante el silbido distraído del sentido común. Ese que los vencedores dijeron que era el sentido común.

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Como no estoy en condiciones de estar cerca de ninguna arenga que primero no se sumerja en esas horrorosas distancias, mi lugar desplazado se ha desplazado aún más.

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Pienso en qué me queda ahora. Y aquí pienso más en mí que en Chile. O bien, qué es Chile en mí y qué soy yo allí. Queda, entonces, seguir sorteando los horrorosos fines de mes. Negándome a todas las salidas que impliquen gastar. Negándome, sobre todo, a cualquier otro trabajo que me absorba la vida a cambio de mera sobrevivencia. Una semana ya tomando de once pan con tomate con pan que yo mismo hice. Puedo seguir así. Las monedas para la bolsita de apio de mañana ahí en una esquina, sagradas. El amor que queda insuflarlo y compartirlo entre quienes siempre estuvieron. Leer a Marcuse. Retomar Masa y poder. Intentar entender. Por fuera de la urgencia y lo contingente y el diagnóstico coyuntural, intentar entender qué chucha es Chile, qué chucha es el prójimo. Así como los santos buscan hacia adentro, buscar hacia afuera, con la libertad del que ya no tiene ningún horizonte compartido. Y tener mucha harina. Eso viene. La paz que me da tener harina y huevos y legumbres. Harina como si se fuera a acabar el mundo. Inevitable volver a mis ensoñaciones apocalípticas. Y al rendimiento escritural, parasitario, de este hundimiento. Queda también terminar de escribir mis ficciones, mis mentiritas que, por de pronto, no me hacen ningún sentido. Pero al sentido se le espera. Así, por ejemplo. Como el tipo de ese documental de Herzog que, en un pueblo ya vacío, espera apoyado en un árbol a que estalle el volcán. La novela, los cuentos, ¿qué me importa ahora esta capacidad de crear munditos? Capacidad que desde ya pongo en duda. Porque esta es mi verdadera capacidad: el lamento, llorar por escrito, hacer como que estoy ante mí.

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En resumen: un ánimo de separación, de retiro espiritual sin espíritu, que se suma a mi estado de aislamiento. Fiestas patrias no existen. Un velorio sin cuerpo. El velorio del sueño conjunto.

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Trámite fallido. No está el dueño del local en San Diego, tengo que venir mañana para saber si puedo venderle la recachá de libros que reposan hace semanas en la mesa del living (el último saldo de la venta y poda total que hice hace algunos meses). El perro gigante echado de lado y con los ojos abiertos que está afuera del metro santa Lucía sigue ahí mismo cuando vuelvo, aún con los ojos abiertos y la sombra del toldo de un stands con láminas para el celular aún cubriéndolo. Lo miro y pienso en mí. Soy, de algún modo, ese perro. Afuera de la moneda los estudiantes arremeten contra el guanaco y el zorrillo. Guardo los lentes en mi bolsillo, me pongo la mascarilla y me mezclo. Grito y me como una lacri. Lloro, moqueo, nostalgia inútil del 2019 y, al mismo tiempo, fuego que flaquea pero no se apaga.

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El hambre me despeja. Me enfoca. Sumada al tiempo propio de la madrugada, me envuelve. Si le comentara a cualquiera que ahora por las noches me entrego al hambre me dirían ¿te presto plata?. Y no se trata de eso. Siempre hay una manzana. O tres rodajas que quedaron de un tarro de piña. Aparte, se supone que no hay que comer pasadas las diez. ¿O era a las ocho? A nadie le importa. Leo a Knausgard, el tomo en que relata su primer año en la academia de escritura. Diecinueve años y una torpeza que es mía. Recién en la página doscientos pongo el primer post-it. Me acuerdo que hace algunos años medía la relevancia de un libro por la cantidad de banditas de colores que tuviera. Podría ser lo único marcado y el mamotreto seguiría siendo la belleza que es. Me levanto al computador pensando que iba a escribir otra cosa, una felicidad súbita que no es exactamente eso que acabo de escribir y no importa.

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Salgo a unos trámites al centro. Un sol que va y viene. Un laurel a correos, otro a una conserjería -¿por qué cada vez que entrego un paquete digo “se lo dejo no más entonces”?-, sondear en San Diego si me compran una recachada de libros que jamás leeré. De vuelta pongo el último episodio del absurdo mundo y cuando a la Josefina le tiembla la voz lloro. ¿Cuántas personas caminando-llorando habrán ahora en este preciso instante? Pienso eso. Abrazaría a cualquiera. Escucho los audios que le mandan. Me caen mal algunos. Otros no tanto. Ratifico que hice bien en apartarme, cerrar todo. Necesitaba que me doliera bien antes de intentar ser certero o inteligente.

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Casi tres lucas el kilo de pan. Cinco o más un litro de aceite. Cuatroscientos pesos UN huevo aquí en la esquina. Hago una sopita de pollo como si fuera una proeza, algo que hago contra el mundo. Compro solo lo que voy a usar. Si como pan será el que yo mismo haga. Anoche vi Soylent Green, una peli de los setenta ambientada justamente en este año. Solo una elite puede acceder a verduras, carne, y comida más o menos real, mientras el resto de la población se alimenta de Soylent green, un alimento miserable, rectangular, supuestamente basado en soya que reparte el Estado y que, al final, queda en evidencia: lo fabricaban en galpones clandestinos: la población se estaba alimentando de sí misma. En un momento de protestas aparecen unas retroexcavadoras que sencillamente van agarrando manifestantes y lanzándolos a la parte de atrás. Me rio porque la escenificación es exagerada, pero la metáfora es actual, correcta.

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Mi problema escribiendo cuentos: oculto muy poco, voy explicando en voz alta la película, reniego del montaje, me ciño a la linealidad temporal como el equilibrista a su cuerda. Mi torpeza para seguir ciertos saltos temporales en las películas refrendado en lo textual. ¿Por qué me van a publicar de todos modos? Quizá porque todo lo que no es eso está más o menos bien. Quizá, como en el cine, algo del montaje puede arreglarse en postproducción.

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Sigo comiéndome una manzana cada noche. Se acabó comer pasadas las diez. Una manzana, como todos saben, no es comer. Ultimamente seis de diez películas que pongo se merecen que uno esté ahí con el celular. Ayer una con Aubrey Plaza me lo sacó de las manos. Interpeta a una tipa que, aunque lo intenta, no consigue un trabajo decente. La maltratan en su pega de cocinera y delivery. Se suma a una banda de fraudes con tarjetas de crédito. Por supuesto el mandamás es un joven latino del cual se enamora. Me gusta la mirada de desdén de Aubrey Plaza. Sus muecas. Hay un odio real hacia algo que seguramente solo ella sabe. Emily the criminal se llama la cosa.

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Soñé que perseguía a Cuchillo Eyzaguirre a través de un castillo. “Da la cara perro culiao, mofletudo y la conchetumadre”. Lo perseguía con una espada. El formato era como de videojuegos. La sensación de estar cada vez más cerca de matarlo era agradable.

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Fideos con salsa roja barata y nada más. Triste almuerzo. Había olvidado la sensación esta de comer feo, muy parecida a la última vez que besé a alguien que no me gustaba. Podría haber intentado algo más, aún quedan unas pilas de monedas de cien, pero no hubo ánimo y ya eran las cinco y ponerse rapidamente a escribir era la única manera de salvar la dignidad de este sábado que, si me asomo por la ventana, invita a salir. Pero también ocurre que salir es querer un helado, o sentarse en un café, y no puedo permitirme nada de eso, así que almuerzo esos fideos de playa, o peor aún, de paseo de curso de octavo básico y me siento aquí y, cosa rara, escribo casi una página de corrido en la novela, cuestión que, retroactivamente, hace que no haber salido sea una buena decisión.

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Mañana veo a G, S y N. Me cae bien que seamos una pareja parejística y otra de meros amigos. Mañana se come carne. Mañana se bebe. Mañana se juega Uno y Super Mario Deluxe. S y G se suman a la lista de personas a las que debería invitar a una cena de agradecimiento, después, en ese aún brumoso pero advenedizo momento en que ya he superado la mera sobrevivencia y puedo devolver todas esas manos que hacen que no me pudra de mí mismo encerrado aquí en mi cueva.

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Segunda vez que un guardia me dice que me suba la mascarilla en el supermercado. Les hago caso, pero también les contesto mentalmente. Y luego me detengo en mi reacción, ¿acaso simplemente me molesta que me digan lo que tengo que hacer? ¿O quizá creo que la pandemia ya acabó, o que usarla en un supermercado semivacío es lo mismo que no usarla? Siendo alguien que espera a que de verde aunque no haya nadie, me pregunto de dónde viene esa pequeña ira que, después de todo, dura lo mismo que un estornudo y que, además, es una especie de estornudo que ocurre hacia adentro.

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Dejarle al otro un mensaje grabado era no haberse comunicado, dice Martín Cohan.

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Cada vez que tengo que ir al barrio alto a dejar paquetes me viene el resentimiento. Las anchas veredas, la vegetación cuidada y dispuesta al paso, los cuerpos mismos, sus tonos de piel. Donde sea que pose la vista veo inversión, capital, tiempo que sobra porque a otros les falta. Voy en metro y me devuelvo caminando para que tenga sentido. De vuelta cojeo. Aún no se resuelve el puntazo que me dio hace un mes trotando. Porque eso es todo lo que puedo hacer: esperar a que las cosas se resuelvan, que los tejidos sanen, que el músculo brote, que la alegría me llegue como un piedrazo o se rebele de golpe como algo que siempre estuvo allí.

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Qué desánimo el de estos días. Qué flojera de cocinar, de moverse, de empezar el día. Y qué reticencia a escribirlo aquí, sobre todo. ¿Qué hice el domingo? Absolutamente nada. Cuando dormir se vuelve el punto más alto del día ya no sé con qué cara ofrecerme cuestiones, panoramas. La pobreza me limita a quedarme en casa y tampoco es que se me ocurran tantas otras cosas. ¿A quién quiero ver realmente? ¿Por qué hace años que no me gusta nadie con certeza? Avanzo lentamente en la novela algunas tardes. A veces cae la noche y pongo una canción que le da coherencia a todo durante algunos minutos y, mientras dura el juego de colores a través de la ventana, afirmo todo lo que existe. Pero antes y después de aquello resulta innegable que, aquí en mí, el horizonte político ha coincidido en mediocridad con el horizonte amoroso. Los últimos acontecimientos de mi país han vuelto al prójimo una cuestión aún más ominosa que antes. Intento usar estos sentimientos feos para escribir pero son feos de una manera rotundamente fea y seca: una fealdad inutilizable, terca, chilena.

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Me agilé. Primer día de feria y ya me compré los Cuentos completos de Levrero y dos saldos de Mansalva en La Komuna (Fantasias espaciales de Bizzio y Estamos unidas de Marina Mariasch). Levrero se justifica porque es una justificación en sí mismo pero además porque se supone que necesito leer más cuentos alocados. Bizzio se justifica porque aún sigo buscando algo que iguale a Rabia y Marina porque escucho su podcast con Casas (que de casualidad le hace el prólogo al de Levrero) y amo su voz leyendo poemitas (y aparte no tengo nada de ella).

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El día anterior a las ferias pienso puras tonteras, que justo me van a preguntar algo que no sé, que la transbank se va a trabar, que tanta gente a la que hay que saludar, etc. Y cuando estoy allí no pasa nada de esto, y si pasa nunca es con el pesar que agrega la solitaria maquinaría imaginativa. Es más: hasta lo paso bien, conozco personas que quisiera que fueran amigas, aprovecho a leer libros cortitos de Overol cuando nos toca compartir stand con ellos. La pareja de Overol me cae tan bien. Ojalá estén juntos por siempre.

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Siempre que voy donde I doy con un ser que me cae bien y que termina siendo un ancla en la siempre solitaria navegación entre conversaciones de personas que desconozco y que consiguen comunicarse de algún modo por debajo o quizá a través mismo del retumbar tiránico del regetón y el trap sobre el cual no voy a emitir más juicio que el adjetivo que acabo de usar ahí y creo que también un par de veces esa misma noche y otra hoy pero yo ya no juzgo solo escribo de corrido en proporción exacta a mi manera de ser entrecortada, trabajosa, mental.

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Como quien va sintiéndose en paz solo en la medida que se aleja del sitio en que tropezó, así me siento los días posteriores a mis interacciones sociales. Ironías quizá no comprendidas, comentarios idiotas, demasiado silencio, arrebatos de confesión de las miserias propias. No importa si es todo exageración o interpretación errónea; apuro el paso, voy dejándome atrás, buscando el reseteo, la acumulación imparable de información que inevitablemente me va borrando de la vida de los otros, espaciando bajo pretextos reales y no tanto mis incursiones en el mundo, sabiendo que es probable que la próxima vez sea mejor.

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Me propongo cinco cuestiones para hacer en el día y solo logro tres. Por ejemplo, hoy, sábado diez de diciembre, a minutos de ser las ocho de la tarde o de la noche, me digo que aún estoy a tiempo para rematar los últimos dos items: hacer el aseo del baño y salir a correr. Saber si de hecho va a ocurrir es lo mismo que saber de antemano el resultado de un partido de fútbol.

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Trotando a la misma velocidad del camión de la basura y comiéndome su estela durante dos cuadras por temor a lo que vayan a pensar si los adelanto por pestilentes.

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Cada vez que empiezo a escribir un cuento siento que es estúpido estarlo haciendo en momentos en que las urgencias son otras y, en vez de resolverlo, robo algo de esa sensación de estupidez o inadecuación y la uso en el cuento.

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Me duermo a las cuatro a eme. Al día siguiente a las cinco. Exceso de siestas en la tarde. Así me preparo para estos turnos de conserje que aparecieron de la nada, probablemente porque hay dos conserjes con los que me llevo bien y en estos cuatro años nunca hemos recibido queja alguna. En el turno de navidad quizá me dio algo de pena contemplando el ir y venir a familias con ollas, fuentes y regalos. Nada grave; pena comparativa, circunstancial: sirve para decidir que el próximo año, al menos para navidad, quiero estar en una mesa con al menos tres personas. Como a las tres a eme una familia venezolana me regala un pedazo de torta. La que menos me gusta, pero mucha. Me alimento de eso durante toda la madrugada. Dos películas y un puñado de series y de pronto ya amanece. Una mujer de unos setenta es la primera en emerger del ascensor ya de día. Me entrega una bolsita como esas que te daban al irte de los cumpleaños: puñado de sunnys, paquetito de galletas, chocolatito con forma de pascuero, y así. Cuánta ternura azarosa, incluso involuntaria. Desayuno eso. Duermo y despierto a la hora de la once. Christmas lag.

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El calor aún no ataca esta habitación. Y es verano. Vientos amables se cuelan por la ventana. Les pongo nombre. Les digo gracias. Es obvio, pero recién descubro que mientras más abierta dejo mi puerta más corriente de aire genero. Me asusta lo poco que necesito salir. Lo bien que condenso el día. Tres o cuatro cosas y ya llené la tarde. Avanzo a ciegas en los cuentos. Los escribo de a dos o incluso de a tres y así, si quedo estancado, salto al que sigue. Si doy la vuelta completa y no pude avanzar nada lo doy por perdido y no pasa nada. Solo necesito un puñado de aquí a que vuelva a hacer frío. La novela ahí, olvidada, ¿voy a tener que volver a releerla por enésima vez para involucrarme como corresponde y mantener el tono y finalizar las últimas veinte páginas que restan? No sé cómo lo hacen los escritores que se llaman a sí mismos escritores sin asomo de pudor alguno.


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Empujo hacia el abismo de la mente cada pensamiento relacionado con la plata. Omito todo cálculo de cuánto sabré ganar este mes y cuánto necesito. Me enfoco en la cebolla y el cilantro y los huevos que necesito para el caldo que quedará hoy, cuando ponga a hervir esa pechuga.

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La liberación de un puñado de presos de la revuelta es mi regalo de navidad. Último día del año -en el que sigo con mi entrenamiento conserjeril en el que, por ejemplo hoy, desperté a las dos y media de la tarde-: abro la ventana y pillo la retirada de una inesperada lluvia o llovizna. Gozo el día. Lo mastico. Abro todas las ventanas. Un traje que me calza bien. Me tomo dos chops lentamente en el balcón escuchando rap y leyendo a Geisse. Ya chispeante, cocino una olla de fideos con salsa. Una buena sí, con demora, con cariño: paila enorme con ajo aliños carne pimentón zanahoria y cebolla. Siempre que la vida es buena no hay aviso previo.

dosmilveintiuno

Me pasa que despierto, pero no despierto. Algo se fuga, pero no sé por dónde. Desinflado. Física y simbólicamente ajeno. Envidio, imagino, deseo; todo eso acostado. Retraso el comienzo del día porque en el fondo no hay nada. Obviamente, ya ni escribo. Me escondo en el sueño. Hago de su reseteo un vicio. Puntuación rigurosa de un prosa inexistente. Pronto ya habré arruinado el placer de la siesta. Casi nunca sé qué día es. Necesito abrazar a alguien y no se lo digo a nadie.

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Soñé que me encontraba un cuaderno gigante de F, como de apuntes universitarios. En la tapa decía: HISTORIA OCULTA DEL FÚTBOL AUSTRIACO.

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Despertar, The leftovers, The leftovers, siesta, almuerzo, siesta; 18:00: empieza el día.

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Me llama un amigo con el que no hablo hace siete años. Me resume su vida y cuando me toca a mí me escucha medio sin ganas, distraído, hablándole a alguien que se oye de fondo. A los dos minutos de haber empezado a relatar mi pandemia me dice que tiene que irse, que en realidad no debería estar hablando por teléfono en el trabajo. Imagino a alguien que viva así, asaltando emocionalmente a los otros, especie de delincuente descuidista pero de los objetos de la psique.

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Soñé que estaba en una sala rindiendo tres exámenes para los cuales no había estudiado y la primera polola del colegio llegaba y se me sentaba en las piernas y me decía estás en el peor momento de tu vida y se te nota. Se tiraba un peo mirándome a los ojos, desafiante, y se iba.

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Lo que sí sé es que estas últimas semanas, cuando nos reímos, se van añadiendo capas. “Qué acontecimiento: me gustas”. Pero escondo esa mochila cuando nos vemos. Entonces sueño, como anoche: avanzo en este diálogo contigo pero sin ti. Por conveniencia, tuerzo un poco las cosas. Todo indica que no hay más que esto, pero me aferro a esa parte borrosa, incomprobable, de la voluntad ajena.

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Pedazos del sueño de anoche: un perro con orejas azules me hace perdonar a su dueño que me ha asaltado, un unimarc en el centro de la tierra y todos sus trabajadores son de fuego, algunos edificios sacan pies y se van nadando mar adentro (como los árboles del Codex Seraphinianus)

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Lo único que me saca de mí mismo es salir a correr a las nueve. Correr, estas últimas semanas, es inventarme una fuerza que no existe. Parto como un tren y al final, pasados los 5k, soy un vehículo, movimiento puro, un punto sudoroso bajando por la vereda.

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Soñé que era un fantasma y tenía una pandilla con la que incitábamos a la gente a saltar de los edificios.

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Subiendo por Pocuro. Lento, porque es en subida y hace poco no más escogí esta ruta larga. A mi lado, por la ciclovía, un padre y su hijo, cada uno en su bicicleta. Mi velocidad calza con la de ellos y sin querer los escucho. ¿Todo me conmueve de esta manera porque ya no veo a nadie o qué? Espío y sonrío. “Vai a velocidad de bolero”, le dice el papá; “Y tú soy un merengue”, le responde el hijo.

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¿Son ciclos propios o efectivamente todos los libros se ponen fomes cada dos o tres semanas? Paso de uno a otro, como cabro chico descartando juguetes un domingo a las tres de la tarde. Claramente leer ya no me sirve. Escribir, un poco. ¿Por qué siento que estoy esperando algo externo, algo así como una revelación o una conversación que sea como un charchazo que me dé el rumbo? Eso es lo que no he podido cambiar nunca en mí.

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P me dice que vaya a terapia. Sentados en el parque y rodeados por decenas de perros que corren con locura. Tiene razón, pero soy porfiado. Aparte, siento que solo necesito alguna especie de trabajo u ocupación y poder abrazar a alguien. Intento elongar, pero un perro que está cerca se enoja, así que lo dejo. Luego, otro perro se acerca, le hago cariño y me mea. Lo hace con alegría y sigue jugando, así que no me enojo. Total, después me toca correr y ensuciar esta misma ropa.

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Corriendo en el patio interior del edificio. Todos los televisores del área respiratoria del hospital uc están prendidos. Me pregunto por qué harían algo así y no llego a ninguna conclusión. Media hora después, el mejor momento del día: sudado y extendido sobre el pasto, recobrando la respiración y dejando la mente a su suerte.

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Soñé que le pegaba un combo en el hocico a Rojo Edwards y el wn se desarmaba como los fumadores de Bill Plympton.

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Lloro mirando entrevistas de Busqued. Murió hace algunas horas y no se entiende. Su cabeza gigante y como de piedra. Su quijada de bruto hermoso. Esa imposibilidad genuina de existir entre las personas y su corazón tremendo. “Escribo para que se me perdone lo que soy”. Dejo en marcadores decenas de entrevistas. Guardo todo el material que encuentro. Y así me paso el día: una especie de duelo audiovisual, junto a otros amigos que también le habían agarrado cariño. Pienso en maneras de honrarlo y se me ocurren un par. Pero antes: terminar de leerlo. Eso y quedarme bocarriba en la cama pensando.

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Cerré tuiter hace unos días y eso debería significar que empiezo a escribir aquí.

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Si estoy en el escritorio, escribiendo como ahora por ejemplo, ninguna cucaracha que sale a dar una vuelta vuelve. Son rápidas, pero son años de relación ya, y sé perfectamente cómo y cuándo matarlas ¿Cómo no se dan cuenta del mensaje? ¿Cuántos milenios más necesitan para incorporar un instinto que las salve? ¿Por qué se contentan con apelar a la cantidad, a la reproducción desaforada antes que al autocuidado? Ya sé que sus tiempos son otros, más largos, como los de las polillas, que siguen chocando con los ventanales porque, bajo su punto de vista, somos algo que apareció hace poco, pero aun así, ¿qué hace que el salto evolutivo sea intrínsecamente humano? ¿qué tan lejos estamos de que, en diez o cientoveinte años más, se pueda, por ejemplo, llegar a un acuerdo, dejándoles comida suficiente para su subsistencia en un punto exacto con el compromiso de que no se dejen ver y así vivamos todos en armonía?

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Hay un punto de la conversación en que ambos confesamos lo ridículo de estar discutiendo sobre likes dados. Pero no es suficiente. Los likes ya son la realidad. Incluso si nos desafectamos como budistas antivirtuales los likes tienen su terreno anímico ganado; son fantasmas concretos de la época.

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Un año y cuatro meses sin trabajar. Un año y cuatro meses sin ver a mi familia. No sé cómo, pero no solo estoy vivo y el refrigerador está lleno, sino que tengo dos pantalones, tantas poleras como en la época en que las tías te llenaban de maui y, en definitiva, he podido comprarme cuestiones esenciales y otras no tanto. ¿Soy parte de ese porcentaje mínimo y cuestionable que se ha enriquecido en pandemia? Lamentablemente, sí. Algo pasó. Una mezcla de bonos, finiquitos, seguros de cesantías, retiros y regalos de cumpleaños que, sumados a una vida sin muchos lujos ni comida a domicilio, me dejan en el grupo de los que no pueden quejarse. Pero me quejo. De todos modos me quejo.

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Leer acostado e irse quedando dormido de a poco, con la gata encima. Placer más grande. Y qué bien que escribe Tomás Downey. Busco en soulseek y aparecen un par de epubs. Listo, tengo sus obras completas. Que me perdone el autor, pero le aseguro que sus próximos libros los compro todos. Despierto y lavo la loza, incluso la que no es mía. Mato un par de cucarachas y recuerdo que hay que sellar algunos forados, que fue la sugerencia que hizo el fumigador hace algunos meses. La tele en mute a la espera de Argentina Colombia y en el celular Venezuela Uruguay. Un pan con queso y un té para darle alguna base a toda la cerveza que empezará a caer. Me gusta el ritual, subirle harto el volumen, mi rumi compró una bolsa gigante de cheetos maní. Felicidad básica, concreta, pedestre.

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Uno se entrega al fútbol. Uno se dice a sí mismo que va a creer a medias, amar a medias, para que no duela, pero algo pasa entremedio, algo se renueva en la promesa, y uno vuelve a creer y entonces pasan cosas como las de hoy. Le pasó a Argentina y a Chile. El mismo día. El gol que te hacen en el último minuto -y sobre todo cuando te lo hace un equipo que llegó una sola vez- duele.


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Soñé que Nicolás Cage me daba la bienvenida en un planeta al que llegaba por error. Me decía que era bienvenido con la condición de que le revisara unos poemas que después descubría que eran odas y rimas hacia la policía.

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Me tirita el parpado derecho. Le pongo el dedo índice encima y presiono. Menos café y menos pantallas, me dicen. Todo lo que me gusta. Solución: ver una sola película por noche en vez de dos. Dejar de leer desde la tablet un tiempo. Hacerle justicia a la ruma de libros que me juzga desde el velador.

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El último de los cuentos del libro que terminé hoy es casi igual a uno que escribí hace unos meses. Éste se llama Hombrecito y el mío se llama Lemuel y las personitas. En el mío un tipo que custodia una bodega cerca de la playa descubre que lo que está custodiando son cajas que contienen personas adultas reducidas y en este otro a una adolescente le regalan un Hombrecito para su cumpleaños. Rara sensación, como de haber perdido el tiempo. Pero me quedo pensando y probablemente ya esté todo escrito. O dibujado. O filmado. Probablemente el próximo cuento que escriba ya lo hizo una chica en Finlandia, en 1996. Lo subió a su blog y ni ella ni yo lo sabremos nunca. En este caso los desenlaces son distintos, la misión misma de los Hombrecitos y Personitas también, así que no sé; aparte, uno es un escritor que acumula y el otro y ya va por su tercer libro. Pienso, de todos modos, en la posibilidad de una base de datos, un excel infinito que contenga todos los cuentos escritos. Cada escritor tendría el deber de chequear que no se está repitiendo. Una estupidez, claramente. Pero lo pensé y dejo constancia aquí, un lugar también bastante estúpido.

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Soñé que iba por la calle entrando a cada puerta abierta y gritando AGUANTE EL COMUNISMO CHUCHETUMARE y de a poco la gente se me iba sumando como a Forrest Gump cuando se pone a correr.

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Soñé que estaba saliendo con una chica que trabajaba acostada en una línea de ensamblaje de puras personas acostadas que armaban cajas de chocolate y galletas. Era un galpón como el de Synecdoche NY. Nos besábamos y me daba sobras.

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Te veo a lo lejos y me gusta desde tu bici hasta tu pelo que aún no crece. Te paso la mano con la excusa de ver si pincha. Armamos un rompecabezas y bebemos. Nos decimos que nos gustamos. ¿Pude decírtelo porque me lo dijiste primero? Te cuento que quizá aún me guste otra y te parece bien. No nos besamos. Solo nos abrazamos. Te apreto al pasar, te suelto: puedes ir al baño. Están difíciles de armar estos perros.

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Pito, café y jazz frenético. Doy vueltas por la casa, como a punto de salir, pero se me pasa; menos mal.

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Soñé que estaba en el estadio gritándole a un jugador rival en la banca. Al rato el tipo aparecía cerca, hablando por celular. Era tartamudo y le decía a su madre que la echaba de menos. Me ponía a llorar. Lo buscaba para pedirle perdón, pero ya no estaba en ninguna parte.

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Después de no sé cuántos meses vuelvo a hacer 7K sin problema. De ida, termino de escuchar el último capítulo de Edo y Fran y de vuelta pongo el Vivaldi Recomposed de Richter. ¿Por qué me caerán tan bien esos sujetos? Subiendo por Pocuro voy catando aromas florales, árboles, plantas. La lluvia los ha he hecho soltar lo suyo y se siente bien. La noche primaveral está fresca y, sumado al calor corporal, soy un microambiente al que no le falta ni sobra nada. Avanzo comiendo olor y pienso que no se lo merecen, que todas estas personas no han hecho más que todas las otras personas del 80% que solo tienen cemento para oler y postes a media luz. De vuelta entro en trance. El Vivaldi Recomposed alimenta al trote sostenido producto de ir en bajada y me entrego a esa meditación fisiológica, muscular, mental, concreta: soy un bloque de carne que avanza, que palpita, que no alcanza a tener pensamientos porque todos los recursos están siendo destinados a un único fin, tan inútil como certero. Marco los violines con cada zancada, me apuro cuando la orquesta se apura, vacilo con las manos como falso director, llego a la esquina hecho pico y disimulo ante los autos que se detienen en la roja. Me gusta pensar que no necesito nada más que a mí mismo para repetir esto una y otra vez. Eso que a veces se dice de escribir, lo siento más enteramente al correr.

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Soñé que era guardia de librería y me enfrentaba a una señora que disparaba pichí como los perros.

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Se acabó esa tontera de escribir aquí todos los días. Ahora ya lo sé. Tenía que tirar esas promesas vagas de hace algunos meses o párrafos, que de todos modos ya borré. Sensaciones no más que le vienen a uno, leyendo a alguien tan bello como Fabián Casas. Me da tranquilidad y me sirve para empezar esto, como siempre, sin ninguna claridad acerca de que quiero decir. Segunda copa de vino a la izquierda. Pieza ordenada. Las pocas tareas del día cumplidas. La vida, aún, vacía. Nada nuevo que agregar. Ni en el amor ni en el trabajo. Nada. Pensaba recién, mirando tuiter, en que quiero la sensación de haber conseguido trabajo, pero sin el trabajo mismo. Solo la legitimidad, el aura. Haber llegado. Ir ya volviendo. La credencial de persona productiva que haga que los amigos ya no anden preguntándome cosas, o dándome consejos, cuestión que tampoco puedo reprochar, pues yo mismo ya me he planteado siempre como una cosa abierta. ¿Y eso era lo que tenía que decir? No por nada ya ni escribo: me adivino. Dibujo antes en la mente lo que creo que va a pasar si escribo y por eso mejor no lo hago. ¿Y ahora qué cambió para que empezara a gastar los dedos aquí? El vino, quizá. La pieza ordenada. La ventana abierta y el cielo como me gusta. Me acuerdo cuando al comienzo de la pandemia pensaba que iba a tener que devolverme a Curicó y ahora ya va casi un año en que la cuenta rut no me baja de las seis cifras. Nunca había dicho ni escrito una frase así. No soy persona que dice “seis cifras” del mismo modo que no soy persona de chaqueta de cuero o tatuajes en los brazos. ¿Y lo merezco? ¿Merezco acaso esta suerte? Sí y no. Y no voy a ahondar en eso. Porque es aburrido y estoy seguro que ya está escrito, en este o en años anteriores. Aparte, el resultado es que vivo, duermo, escribo y, al menos hace un mes y tres veces por semana, corro. Últimos sorbos de la segunda copa y me pregunto cómo puede darme tanto una cajita de quinientos cecé Santa Rita. Me ayuda a sortear la tarde, porque no sé qué haría si no hubiera armado este sistema en el que evado constantemente la pregunta que el mundo envía y que ni siquiera voy a pronunciar porque a la segunda copa le sigue la tercera y allá voy.

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De fondo suena Brasil Ecuador y lo miro solamente cuando el relator sube la voz. Lo que resta del día es: fumarse un pito, unos partiditos de play, una peli (probablemente la última de Snyder), leer un rato, y hasta mañana. Gol de Brasil. Feo. Le rebota al arquero. Mañana tenía una cita pero cambió la situación pandémica y todo se fue al carajo. Le dábamos play al mismo tiempo a las películas y luego nos mandábamos audios. A veces hasta poemas. La vi una sola vez al comienzo de todo y un paco nos reconvino a que hiciéramos buen uso del permiso para comprar. Me gusta pero la realidad no está dejando comprobar nada.

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Meses que no escribía. Ahora tengo un trabajo. Un escritorio y soledad. Un ventilador, libros apilados que no son precisamente los que leería, ruido céntrico que sube por la única ventana y que modulo poniendo música. Eran puras mentiras cuando escribía que iba a volver a escribir todos los días. También era mentira que un trabajo lo arreglaba todo. Es obvio que todo nuevo escenario trae sus nuevos problemas. Olvido convenientemente ciertas cosas. Me entrego a anhelos como paisajes que publicistas invisibles arman con materiales que yo mismo voy donando. Releo los primeros meses de este diario y voy borrando uno a uno los párrafos. Qué verguenza la soledad estudiada, las ensoñaciones de perdedor puntillosamente descritas. Un John Fante de casi cuarenta años no tiene gracia alguna. Incluso si el deseo o el sufrimiento son honestos hay algo de obsceno en la exposición sin propósito (parecido a cómo a veces una selfie es más la constatación de una herida que de un rostro)


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Me alegra este desinterés por mí mismo, o más bien por mis maneras de representarme por escrito; borrar, reescribir, alejarse a saltos o lentamente: la lejanía de sí que puede generarse en un puñado de meses me avisa que, si soy patético, al menos alcanzo a saberlo. Ahora, si eso es algo que sirva para la vida o para la literatura, no tengo la menor idea. Lo cierto es que, lejos de los llenísimos y lamentables días precedentes, esta es una mañana tranquila. Eso quiere decir que hago café en la cafetera, leo artículos y columnas postergadas y contesto chats archivados. G me manda una entrevista inédita a Busqued y lloro. No a mares, no con ruido; breves lágrimas que caen y me las seco mirando que no vaya a entrar nadie a la tienda. La idea de relatar el tramo entre el último párrafo que veo allí arriba y el presente me aburre de plano. Gásfiters, dentistas, pobreza.  Me niego. ¿En qué momento este diario se volvió una contabilidad de sí? Reiterado hasta el hartazgo ante las amigas y amigos y disuelto como una maldición en tuiter, no veo qué gracia podría tener volver a constatar aquí las miserias de mi vida, que además son las de cualquier otra -y diría que menores, ínfimas, pero hinchadas por la maicena de mi incapacidad de afrontar más de dos cosas a la vez-. Me interesa, aquí, más que el inventario de mis quejas, ver si acaso el malestar no me vuelve egoísta y monotemático. ¿Aburro? ¿Alejo? ¿Canso? La sensación continua de que, para mí, descargarse es una llave que se abre sola y me veo corriendo a cerrarla antes de inundar (¿Al otro? ¿A mí mismo?) Es viernes y ni mi cuerpo ni mis planes lo saben. Me devuelvo trotando dos o tres días a la semana y hoy es uno de ellos. Quizá ese sea el único logro de este último tiempo. Procedo entonces a comerme un subway del porte de mi antebrazo y dormir sobre unos cartones hasta que sea hora de entrar. Si lo pienso bien, en todos los trabajos me las he arreglado para dormir sobre cartones, mochila de almohada y mirando hacia arriba.

dosmilveinte

«Extinguirse por un tiempo determinado,
pero estar seguro de volver a encenderse luego» (Canetti)

Un hospital a la izquierda y otro a la derecha. Al frente la torre telefónica. Hace un mes el humo de alguna micro o barricada subiendo por encima de los edificios y ahora nada, el cielo blanco que me cae mejor que el celeste o azul. Abajo un puñado de enfermeros y enfermeras fumando y tirando las colillas al suelo. No me acuerdo quién me señaló esa supuesta contradicción alguna vez. En el patio interior del edificio, ningún perro siendo paseado. En las porciones visibles de vereda, la sensación de domingo, pero un domingo aún más domingo que todos los otros domingos. Las zapatillas de correr ventilándose en posición de saltar al vacío en el borde exterior de la ventana de mi pieza. Cada vez que las miro completo hacia arriba el cuerpo que falta y no tiene sentido. Incluso esto, así, es preferible a ese salto que imagino no porque lo piense en serio sino porque cuando abro las cortinas parado sobre la cama quedo a un paso de distancia. Nunca había pensado tanto en la muerte como en estas semanas. Se lo he dicho a todos con quienes hablo y por qué no volver a escribirlo aquí.

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En secreto espero que algo aún más extraño suceda. Algo que nadie haya visto venir y que, no sé cómo, suspenda el mantra intrusivo del futuro y su ¿DE QUÉ VAS A VIVIR EN UNOS CUANTOS MESES MÁS? Pero, al mismo tiempo, temo al caos y lo inesperado. Es como si necesitáramos un caos específico, quirúrgico, que reviente solo lo que ya sabemos que hay que reventar.

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Decimos cosas sin importancia así como a veces al comienzo de las películas la cámara se pasea por el pueblo a modo de construcción del personaje y su tragedia. Cuando escribimos en realidad no sabemos cómo partir y así partimos.

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“Hay un mérito grande entre el pensamiento y la ejecución; entre mirar el agua y asegurarnos de que la necesitamos; entre tomar la fruta o verla pudrirse. Hay que jalar los hilos de la mente y convencernos de la causa y el efecto de la vida”. (Irasema Fernández)

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Viernes 17 de abril. Afeitado y bañado y con una copa de ponche listo para ver Jesus son con Y ¿Desde cuándo que no escribía al menos una línea en este word? El mundo se volvió una batalla invisible y todos quedamos en la línea de fuego. Quizá me siento como Bart en ese capítulo en que todo Springfield se comporta como El Niño Yo No Fui y por eso esto es lo primero que escribo este año y nisiquiera lo hago en un archivo nuevo sino al final del word del 2019, como si este año culiao nunca hubiera empezado.

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“La última digestión ya no la haremos nosotros”. (Tavares)

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De nuevo el sueño de volver al colegio. Ando con uniforme y estoy en un cerro (que no existe) frente a la farmacia de mi papá. Tengo conciencia de la inactualidad del colegio, pero al mismo tiempo siento un compromiso con los compañeros. No recuerdo bien lo que hacemos en el cerro, pero al bajar todos deciden ir al centro a comer completos y quedo solo, pensando en que por ningún motivo mi papá puede verme. La sensación es de vergüenza: si me ve con uniforme de colegio verá que he retrocedido en la vida.

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Otro sueño con mi padre: Entramos a unos estacionamientos. Maneja él. Descendemos y descendemos y claramente no vamos a ninguna parte. Todo se pone cada vez más tubular y oscuro. Hace como si supiera hacia dónde vamos, me habla de fútbol, pasa los cambios pero el auto se tranca. Yo quiero avisarle del peligro, pero me da pena mostrarle que se ha equivocado. Bajamos tanto que empieza a aparecer magma. Sugiero que nos larguemos. Él insiste y de pronto me veo fuera del auto, viendo cómo se hunde. Ocurre entonces una especie de retroceso de la escena: soy trasladado al punto en que estoy sujetando el auto, segundos antes de que caiga al magma. Mi padre salta por la puerta y se salva.

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Otro más, de nuevo con mi papá: Se va quedando dormido y yo estoy ahí a su lado. Lo abrazo mientras se duerme. En algún momento se cae hacia atrás del sillón y le apretó la cabeza con dos cojines grandes y es chistoso, similar a cierto video de un gato chico que se mete adentro de un sillón y saca su cabeza rápida y reiteradamente, entre los cojines. En el sueño también es chistoso. Él hace como que se molesta: no entiende la ternura que rodea la referencia al video, o al menos esa suposición tengo (en el sueño). El personal de la farmacia está cerrando el local y nos miran. Sigo a su lado, medio vigilando su sueño, abrazado a él, con la sensación de que, pese a que sus trabajadores nos están viendo, mis expresiones de cariño no le incomodan.

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De lo falso, su montaje palpable; de lo real, lo intraducible que permanece.

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Me acuerdo de una compañera de curso con la que nos íbamos de la mano hasta el colegio. Una vez que nos bajábamos del furgón y entrábamos a la sala yo dejaba de existir. No me hablaba ni menos aún me volvía a tomar la mano. Me tomó tiempo descubrir que el furgón era solo una extensión de ese momento de la mañana en que uno abraza lo que esté más cerca, que en ese caso era yo.

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Quizá éste sea el momento en que debería acostarme y forzar el sueño en vez de seguir escribiendo esto y quedarme mirando youtube con la luz apagada. Hoy me di cuenta que casi todos mis amigos están o teletrabajando o telestudiando y yo, salvo esta especie de ocio disciplinado, no estoy en nada. Pero también vi por ahí que había cierta autorización para no sentir culpa de no estar escribiendo la gran novela de la cuarentena, ni leyendo En busca del tiempo perdido así que por ahí voy nivelando todo creo.

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Desayuno cerca del mediodía viendo la nueva versión de Cosmos con Neil deGrasse, pero no se siente ni parecido a lo que me daba Carl Sagan. Casi todo lo que cuenta son cuestiones archisabidas con efectos especiales como de las últimas pelis de Terry Gilliam simulando mundos posibles –esta nueva entrega se llama Cosmos Possible Worlds, justamente- y la verdad es que la miro como de reojo mientras reviso el cel o contesto audios o saco los cartones de la ventana y solo pesco cuando entran a terrenos que desconozco.

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Se huele la fomedad de la carne de soya y luego el resto de condimentos que vienen a salvarla. S no le echa Laurel a los fideos y da lo mismo; es su obra, su turno en la cocina, puede hacer lo que quiera, como yo que anoche destruí a combos dos paquetes de galletas de vino y les eché el sobre de manjar entero y las amasé e hice unas quince bolas macizas de las cuales quedan solo siete.   

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Llamada de mi padre: “Estoy en mi escritorio y la rumba de papeles nisiquiera me deja ver el antejardín”. Luego, orgulloso, me pone una grabación de un programa de radio en el que han pasado la primera publicidad de su farmacia, que ha pasado de cadena a llevar su apellido, igual que hace quince años. “Entonces usted simplemente pase por la farmacia de mi buen amigo Ramón Fernández, cuarentaycinco años de trayectoria profesional, una farmacia atendida por su químico farmaceútico, etc. etc.”, dice la voz, que me transporta inmediatamente a Curicó. “¿Quedó bien, cierto?”. Le digo que sí, y de verdad lo pienso. Lo grabó en un casette y la sonajera de teclas suena más clara que las palabras mismas, pero se entiende y, a su modo, es bello. Parado en el balcón mirando las calles vacías –que es la manera en que suelo hablar por teléfono- pienso en lo que significa ser un papá, en esa especie de ternura transparente, sin ironía, con la conciencia directa y accesible de estar siendo lo que se es y nada más. Concluido el tema, se pone a contarme su fin de semana. Me  cuenta que ha visto un campeonato de playstation entero por CDF, y no solo eso, me informa, además, que Curicó Unido ha salido campeón. ¿Por qué mi papá está al día con algo como eso y yo no tenía idea? Mientras hablamos dejo el youtube con el primer partido abierto en una pestaña. “¿De verdad te sentaste a ver fútbol de playstation papá?”, le pregunto. “Sí pos, es igualito a la realidad, solo que un poco más rápido”. Terminamos conversando sobre la relación entre el fútbol real y el simulado, le digo que juego, que soy bueno, le pregunto por la estructura del campeonato, y así. Nos despedimos con ese te quiero dicho bien rapidito que hacemos siempre.

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Un indicador de que uno anda raro es el tiempo que demoro en despegarme de la cama. Digo YA y me quedo ahí. Es todo lo mismo. Corro las cortinas pero no me dan ni ganas de poner una musiquita que sea como el opening del capítulo del día. A esta serie le falta algo y no sé qué es. Anoche vimos Primavera, verano, Otoño, Invierno… y Primavera y qué ganas de vivir ahí, en esa especie de palafito. Haría ejercicio, leería encima de una roca, habría animales, nadaría. Quizá nisiquiera sería budista. Mentiría, me haría el budista cuando vinieran los supervisores del budismo. Hay tanta distancia entre la vida que uno vive y la que quisiéramos vivir que cuando soñamos lo hacemos bajito, como entredientes.

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Me gusta el frío. Este frío. La ventana abierta y el abrigamiento. No tengo buzos y los únicos pantalones que tenía los dejé en el trabajo así que ando con chor y pantis debajo. Eso y tres pares de calcetines y las correspondientes zico. Polera de piyama y chaleco. Bufanda en un rato más, cuando me tumbe a leer con la guata llena como preámbulo de la siesta. S le hizo un chaleco a la gatachica y la amo más. La persigo. La alzo por el aire como en el rey león. La tomo lentamente y espero ese tiritón que hace con la patita cuando se despega del suelo. La huelo y le doy besos en el lomo, en la cara y sobre todo en la curva interior del mentón. A veces duerme en mis cajones de la ropa y cuando paso al baño le hago cariño. Dos o tres segundos de cariño. ¿Qué se sentirá ser un gato y recibir amor a destajo? Abre un poco un solo ojo y sigue durmiendo. Voy a ir a buscarla ahora mismo.

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Siempre lo mismo: luego del desayuno alargado a través de la serie que sea que esté viendo paso al compu en donde quedo absorbido por las tareas del computador, especie de superestructura de mí mismo que no me suelta sino hasta el momento en que hay que hacerse cargo del almuerzo, que en el fondo no es más que la antesala de la lectura en cama, que a su vez no es más que la mentira que me cuento para ir quedándome dormido y despertar por segunda vez en el día, con la sensación de que ahora sí que empieza el día, al que tristemente ya le van quedando solo dos o tres horas de luz.

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No sé qué tienen los días blancos. Me obligo al frío solo para abrigarme. Salgo al balcón y, cosa que no suelo hacer, me hago un pito delgadito y me lo fumo entero.  La cama ya hecha le agrega una capa de decencia al día y mientras miro por la ventana volado me digo que hoy voy a escribir solo ideas cortas

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1. Un meteorito pasa muy cerca de la tierra y todas las personas son intercambiadas. Las almas, lo que hay dentro, las conciencias, todas redistribuidas al azar y de golpe en la totalidad de los cuerpos. 2. Un virus estomacal que hace que los peos sean venenosos, pero solo para receptores externos, pues cada sujeto sería inmune a sus propios peos.

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Hago el ejercicio mental y de verdad no recuerdo qué hacía en mi trabajo. Busco los primeros pasos para empezar con las revistas y no recuerdo nada. Cada vez más siento que no puedo ni debo volver allí al mismo tiempo que sé que, cuando ocurra, tendré tantas deudas que no me quedará otra que volver.

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Tres cosas que subrayé del diario de Tavares: La piedra puede ser bella cuando los ojos no están ansiosos / No sólo el mal. ¿Cuánto tiempo permanece el bien en las superficies? / Me quedaré aquí, pero no sé dónde estoy.

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Crece el dolor de muelas. Mientras sucede es inhabilitante. Si fuese algo continuo, si el dolor estuviese todo el rato en 6 o 7 como ahora y no en 2 o 3 como el resto del día, me volvería loco. Ahora mismo acaba de bajar desde 6 a 3 e intento entender con qué tiene que ver. Si el dolor es un aviso, y ya estoy avisado e incluso pedí hora al dentista, ¿no debería poder transmitirle racionalmente al cuerpo que ya, que sí, que entendí, que suspendamos el dolor hasta el sábado?

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Establecí una nueva forma de siesta en la que me acuesto, dejo solo la lámpara encendida, cierro los ojos y pienso puras hueás, luego lo dejo y me entrego a algo que no es dormir, ni soñar, despierto sobresaltado a los quince minutos y me doy cuenta que ya no tiene sentido, prendo la luz y me entrego a la siguiente tarea del día.

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El otro día vi Dong de Tsai Ming-liang. Un edificio vacío y un puñado de personas que resisten a una peste que se lo ha llevado todo. Mientras una tipa guarda confores (creo) se escucha al relator de la radio decir: “Al parecer, los pacientes inicialmente desarrollan síntomas febriles. Días después actúan como insectos, se arrastran por el suelo y tienen tendencia a esconderse en la oscuridad y los rincones húmedos. Los expertos lo denominan “arrastramiento cucarachero””.

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El dolor de muela y el movimiento. Pasearse por el pasillo de madrugada como animal. Después quieto, manejando la respiración, intentando reinterpretar la verdad indiscutible del nervio. El dolor pasa de seis a diez de un salto. La inquietud del cuerpo sufriente se parece a la de una noche de insomnio por calor, solo que aquí el sol está dentro. Al rato uno ya se aprende las oleadas, las curvas de ascenso y descenso. ¿Por qué hace algunas horas eran esporádicas y aguantables y de pronto se volvieron constantes y en el pick? Probablemente un cuerpo humano pueda aguantar cosas mucho peores.

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Me cuenta (con pena) que su relación con los pololos de la adolescencia estuvo marcada por el olor a poto (de ellos).

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La pastilla nueva anda bien así que voy a escribir. Que ande bien significa que siento el palpitar al lado derecho, pero es como si hubiera un pequeño corazón y nada más. Un pequeño corazón cuya vida debería acabar mañana. Recién vi Raising Arizona y creo que es la primera cosa que puedo ver de verdad, prestando atención, como algo en sí mismo y no como algo que me saque del dolor. La pieza está hecha un desastre. Cuando todo esto empezó decidí dejar de agacharme o hacer movimientos inesenciales. Amontono los platos en la cocina y aprovecho las pausas sin dolor para lavar. Duermo casi sentado, digo, cuando duermo, porque la mayoría de estas noches han sido un infierno. Sueños que se confunden con el dolor. Dolor que dirige los pensamientos. Pensamientos que son antes que yo. Y así.

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Tavares: La catástrofe sería la presencia simultánea de todas las cosas / Es necesario tender la cama, fingir que salimos durante el día y que fuimos muy lejos / Somos monjes, sí, pero sin la creencia.

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Cinco de la tarde y aún no almuerzo. ¿Son tres completos una comida razonable? Lo serán. El ruido de perros y niños usando el patio interior del edificio es un simulacro de circulación que me hace bien, que nos hace bien a todos. Quizá por eso aún tengo la ventana abierta, pese a que hace frío.

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“La conexión presupone una exactitud lampiña, sin pelos y sin polvo, una exactitud que los virus informáticos pueden interrumpir, desviar, pero que no conoce la ambigüedad de los cuerpos físicos ni goza de la inexactitud como posibilidad”. (Bifo Berardi)

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En el capítulo de Cosmos Possible Worlds que vi en la mañana deGrasse cuento que a veces los abetos se apuran en crecer, lo que hace que sus celdas crezcan con mucho aire dentro (si mal no recuerdo), dejándolos a merced de ser derribados o malogrados por vientos o tormentas, error de juventud ante el cual, cuenta deGrasse, el abeto tutor o padre o madre que crece a su lado se inclina lentamente hasta darle la sombra suficiente para que ralentice su crecimiento y así crezca lento pero firme.

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“La diarrea es para mí un lugar de encuentro entre dos amigos”, (L)

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¿Lo mejor? Domar la mente, escindirse, pasar del terror a algo que no es nada, asimilarse a la piedra, el cariño, los otros, las pelis con Y, los que estuvieron siempre y los que aparecieron, los audios de madrugada con L, leernos, dormir, despertar y seguir durmiendo, o despertar y despertar del todo, la ausencia absoluta de trabajo (y aun así producir estos bloques de letras que nadie pide), el calor de un gato, haber vuelto a escribir, haber vuelto a hacer ejercicio, Bifo, Tavares, la luz justo ahora, la relación con mi padre y mi madre, la muerte, decirla, rodearla, eso y espero que no solo eso.

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Ninguna frase subrayada del diario de Bifo. Ningún subrayado de los últimos libros. Nada que contar que no sea una variación de todo lo ya dicho aquí. Sensación de que los días se achican y de que algo me permite o me empuja a dormir cada vez más. Pienso en el renacimiento matutino que comentaba Pardo y necesito algo así pero sin emborracharme. Ahí está la mitad de la botella de vino blanco esperándome. Se supone que me mande esas tres últimas copas cuando sienta el llamado. Pero no sé qué significa eso. Ayer estuve casi toda la tarde ordenando papeles, terminé de escribir unas letras de rap (¿) que alguna vez empecé en la oficina y sentí lo mismo que siento ahora: una espesa inutilidad, algo que tiene que ver con unos mecanismos de actividad que no desembocan en nada concreto, un ruido vacío que soy y tarareo. Voy a escribir de corrido como alguien ahogándose bajo el agua y subiendo a la superficie del no más. He estado viendo hartos vídeos de las zonas abisales y quizá por eso la metáfora. L me mostró a unos tipos que bajan a las profundidades con sus cámaras hd y comentan la apariencia de las extrañas criaturas que se ven en esas honduras de un modo que, si no fuera porque no tiene sentido, parecería bullyng. También vi un vídeo de un fantasma bajo el agua, nadando, muy rápido para ser humano, y quizá también para ser un fantasma. El único de ese tipo que he visto.

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4:09 am, los horarios ya se fueron a la mierda, ahora veo hasta tres películas por noche, L aparece como a las 2 am y nos mandamos audios y, cuando ya me dispongo a dormir, pongo un video de esa mujer oriental que come orgánico y que agradezco que me hayan mostrado, porque, aunque uno sea alguien que se come una vienesa acostado en medio de la oscuridad, siento que igual me purifica

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“Los restaurantes, vacíos. Y las tiendas parecen vender a su vendedor, que está allí, apostado en la puerta”. (Tavares)

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Idea: una pastilla que sea como el restaurar sistema de los computadores pero de la historia de la fisiología humana y te devuelva, por ejemplo, a la época de los hombres de las cavernas, específicamente al punto en que el umbral del dolor era mucho más alto y los dolores de muelas eran meras picadas de zancudos.

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Me callo, me aparto, dejo de escribir. Una conciencia extrema del aburrimiento que produzco y esparzo. Vivo del aplazamiento, emito comunicados: la trampa de escribir para no llegar nunca. Como algo visto desde el espacio, estoy en movimiento, llevo una dirección, pero es incomprobable a simple vista. La universidad, las relaciones, mi escritura, el trabajo, las cucarachas, mis listados de quehaceres. El delay como guión. Una narrativa que, escriba lo que escriba, me rodea. Nada está entero y, al igual que cuando hago aseo en toda la casa, empiezo por aquí y por allá y no lo termino.

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Ambulancias y, por encima, Chopin. Y me lee el tarot por guasap y le digo que estoy en una especie de mindfulness, pero al revés, es decir, con una especie de paz que se logra flotando sobre el presente. No necesariamente evadiéndolo, sino viviéndolo anticipadamente, como recuerdo. Las cartas me dicen que, aunque eventualmente conseguiré que algún dentista me vea, necesitaré trabajar la ansiedad que rodea a todo el proceso y su demora. En resumen: Insisto en no estar en el aquí y ahora y situarme en el recuerdo que tendré de esto en un mes más, o cuando sea que el asunto molar sea superado, y quizá eso no esté tan bien.

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La noche llega demasiado pronto. Lo que mi cuerpo me dice que son las tres de la tarde ocurre recién pasadas las siete. Almorzamos porotos con albahaca y zapallo, sudo como enfermo porque le puse mucho ají, la gatachica nos mira desde su posición de siempre, como todos los días a la hora de almuerzo y, al igual que todos los días, apenas termino la alzo por la cintura, de a poco, mientras su cuerpo se estira como un acordeón y sus patitas traseras hacen ese tiritón que me llena de algo inhumano y puro y que no merezco. Tragamos en silencio y pienso que quizá así seré en diez años más, si es que yo o el mundo aún existimos. Seguimos comiendo callados y, como si acabara de verlo, S me cuenta que alguien escribió un tuit en el que ponía algo así como “Ustedes sacándole fotos a la cordillera mientras la gente se muere en los hospitales”. Mientras comemos le agregamos variaciones: “Ustedes leyendo poesía mientras la gente se muere en los hospitales”; “Ustedes barriendo sus casas mientras la gente se muere en los hospitales”; “Ustedes cortándose las uñas mientras la gente se muere en hospitales”. Sin siquiera mirar el tuit ya sé los comentarios que encontraré ahí. Imagino también el perfil del tipo: lentes de sol, barba delineada y quizá el mar de fondo. Arriba, en la foto de portada, un meme de Benedetti diciendo algo que nunca dijo. Eso o un tanque. O un avión de guerra. En sus primeros tuits: críticas a Trump y un poco más abajo un posteo en el que queda claro que TODOS los políticos son iguales. Su bio: ni de izquierda ni de derecha / Caminando junto a @XXXXX / Intolerantes pasen de largo. En fin. Ustedes escribiendo en un google doc todos los días mientras en los hospitales se muere la gente. Ustedes durmiendo siesta mientras en los hospitales se muere la gente. Ustedes leyendo a Bradbury mientras la gente se muere en los hospitales. Ustedes, ustedes, ustedes. Como un superyó escindido y en esteroides. Como el miedo que juzga. Como la empatía pero afilada. Como el triunfo del individuo mismo. 

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Más con las amigas que con los amigos, hablamos de amor por audios de wathsapp. El amor de los otros y el de uno que no queda claro cómo o por dónde podría empezar bajo estas circunstancias. Amor y redes sociales. Relaciones que comienzan y terminan por doquier. ¿La soledad aumentada? ¿La renovable promesa de poder partir de cero? ¿La construcción avatárica del romance? Una amiga ya ha terminado dos veces en lo que va de cuarentena. Extraña posibilidad: Terminar varias veces, pero empezar solo una. Con L concluimos que son tiempos de amistad y bajo esa premisa, llenamos las madrugadas con audios pormenorizados sobre nuestras miserias. Eso, las películas y los libros, hacen de la madrugada un mar atravesable.

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La universalidad del amor está bien, pero muchas otras cosas lo están; un policía boca abajo, por ejemplo, o el huevo a la copa, o leer algo que te recuerde las ganas de escribir.

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“Mi mamá siempre se acuerda que cuando tenía cinco años quería que se incendiara la casa para ver cómo se quemaban nuestras cosas”. (D) 

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Un sujeto hace una larga intervención. Un sujeto del público en una ponencia de Mariana Enríquez. Enfatiza en la importancia de los títulos, en cómo a veces el título lo es todo, da algunos ejemplos de títulos que arrastran una historia personalísima para el escritor y luego le pregunta a Mariana si Las cosas que perdimos en el fuego es un título que responde a tal categoría y ella, con la misma amabilidad con que diría que sí, le dice que no, que es solo el nombre de una canción que escuchaba mientras escribía los cuentos, y la cara del sujeto se cae, y todos ríen un poco. 

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Hace algunos días vi Journey to the west de Tsai Ming-liang. Cincuenta minutos de un monje budista haciendo una especie de meditación en movimiento, avanzando en cámara lenta, lentísima, por la ciudad, el metro, etc. Sonará aburrido de ver –y sí, puede que haya leído unos poemas de Rafael Rubio mientras seguía la túnica roja de reojo-, pero todo lo que sucede alrededor del monje es atendible: los transeúntes deteniéndose abruptamente, otros que ríen, los que siguen conversando entre sí mientras beben cerveza, o ese extraño momento en que un tipo duda y no sabe si bordear o no el espacio alrededor de eso que, sin otra palabra más adecuada, se le aparece como una performance; o también, una niña que hace que su madre la saque una foto y luego se queda mucho rato mirándolo, o un extraño sujeto que, a tres metros de distancia, decide seguir al monje, copiando su lentitud, imagino que guiado por un instinto parecido al de los que corrían sin parar junto a Forrest Gump. 

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Primera impresión de los diarios de Raul Ruiz: las actividades con las que llena una semana alcanzan, en mi caso, para llenar un año entero.

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Hablé media hora con mi mamá, mirando por el balcón, como siempre que hablo con ella o con mi papá. Quedé contento. Se me pegó su aura. Lo noto porque inmediatamente me puse a ordenar el clóset y hacer el tipo de cosas que requieren un ánimo específico.

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D en su pieza con su amiga recitando en voz alta la postulación de su cómic a unos fondos concursables y yo aquí, en las mismas, con mis cuentos, y a la izquierda S, con sus poemas. Ninguno va a ganar nada, pero al menos estamos haciendo lo que nos gusta.

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Leyendo los diarios de Fabián Casas en mi oficina del balcón me dieron ganas de volver a esto, a intentar de nuevo con la religión de un parrafito al día. Entre el campeonato de escritura y hoy han pasado unos cuantos meses y todas las veces que he pensado en volver a escribir me digo que no vale pena, que nada nuevo ha pasado y, sobre todo, que todo el tiempo que me sobre tiene que ser destinado a los cuentos y su postulación, cuyo cronometro en retroceso me recuerda todos los días que soy un rumiador, un quedado, un enemigo lento de mí mismo.

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2:57 am. Disfruto esta hora. La noche me pertenece más que ningún otro momento. Leo a Casas deprimido como un nene. Imagino que él lo diría así mismo. Yo en cambio lo abrazaría o lo invitaría a beber. Mentira, no haría nada. Lo miraría de lejos. No sé de qué estoy hablando pero, sea lo que sea, me pasa que a Casas lo leo con su propia voz. La verdad estaba leyendo acostado y me levanté impulsado por una sola frase de la que pensé que se desprendería algo. La frase era: me acostumbre a no salir

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Olvido que la mascarilla quedará por un buen tiempo, lo que significa que al menos la mitad de las verdades que se le escapan a uno por la cara ya no serán visibles. Hace algunos días me junté con P. Yo iba al dentista y ella a la farmacia y usamos la caminata para ponernos al día. Ya estai transpirando, fue lo primero que me dijo. Días después vimos Adaptation con Y: todas las escenas con voz en off de Nicolas Cage sudado y patético me hicieron pensar en mi propia voz interior. Y para eso sí que no hay mascarilla. Aún.

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Un fanchop tras otro leyendo a Casas y mirando de reojo el Bayern-Sevilla. Buscando algún profesor para la actividad que hay que inventarse en la postulación del fondo del libro vuelvo a hablar con el único amigo que me dejó el colegio. Me cuenta que hizo un evento privado para coca cola con Diana Boloco. Le digo que yo también me vendería, si alguien quisiera comprarme. Pongo a los Mirlos mientras bebo y miro por el balcón y bailo imperceptiblemente sobre mi propio eje. Instantes sagrados que duran lo que duran. Leo el primer cuento de Algunos fantasmas chinos y no me pasa nada. ¿Debería un cuento hacerle algo a uno? ¿Estoy pidiendo mucho? Hermosa portada, eso sí. Postulando a la sección de libros-que-leeré-para-vender. Después de los fanchops, y arrancando del súbito frío de la tarde, hago una tortilla de jurel. Me la trago frente a D que no tiene escritorio y está en la mesa del comedor dibujando contrarreloj. Beber así y luego comer como energúmeno, tiene una sola consecuencia: cerrar las cortinas, celular modo avión y a dormir.

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Ayer, por vez primera en todos estos meses, videollamada grupal. Con R, G y J. Me huevean por silencioso, pero al final ya me curo y participo. Tampoco es que importe o denote alguna incomodidad específica; soy así y punto. Me bajo una botella entera de vino blanco y medio paquete gigante de cheetos maní. Despierto sin caña, pero de todos modos me mando una gatorade que tenía lista en el refri, por si acaso. Por la tarde –hoy domingo- sigo con Casas. Al igual que con los Diarios de Ruiz, me hace sentir que no hago nada, que no concreto nada. Antes termino Las puertas de la percepción de Huxley y decido abandonar Algunos fantasmas chinos de Lafcadio Hearn. ¿Quizá, así simple y llanamente, estas maneras orientales de contar historias no son lo mío? Me aburro de sobremanera con todas esas aperturas genéricas. Yin Shi, hijo del sabio no sé cuántito, expulsado del reino de no sé dónde, enamorado de la princesa no sé cuánto, y todo lleno de unos adjetivos que intentan colorearme algo que nisiquiera alcanzo a generar como paisaje. Como si todo fuese o viniese de ser un relato universal cuyo esquema basta por sí solo. En ese caso, y considerando estrictamente este punto biográfico en el que ya no acepto nada que me aburra, me quedo con la historia chica, con el protagonista

eno es parte de nada y con la sequedad formal de aquello que prescinde del adjetivo y su color que no consigo proyectar. Tonto yo igual, que ando comprando libros por el título y la portada. Aparte de eso, nada. Almorzar un arroz duro y pegado de antesdeayer con ají y un huevo encima. Recibir de rebote el sol. Unos temas lindos de Congreso (que empecé a escuchar desde cero). El citófono sonando durante toda la tarde y me hago el loco. “Diré que estaba en el baño”, pienso decir después, si me preguntan por qué no atendí.

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Previo a la siesta me pongo a releer los diarios del dosmildiez desde el celular, con una pena que no logro descifrar. La similitud en mi modo de quejarme ante mí mismo, quizá. Darme cuenta que escribo y escribo ynada concreto sucede. Constato también, tanto en el dosmildiez como hoy, una vida precaria que hago como que escojo. Y la pena, la extraña pena, ¿por qué cada cosa que escribí sobre mi mamá y mi hermano me deja al borde de las lágrimas? Sensación de que nos debemos cierta felicidad. Que son otros siempre los que surgen. Hay algo de verdad en esa pena, pero sospecho también de las imágenes, de cierto peso que fabrican con el tiempo y cierta incapacidad propia de leer el polvo acumulado como lo que es.   

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El computador me atrapa. Pero nisiquiera son las redes sociales. Soy yo mismo en tanto red social. Son las tareas o el sistema de tareas asociadas al computador –sistema del que tanto me enorgullezco- las que me absorben ni bien me siento aquí. Hacer espacio respaldando las pelis en los discos externos, derivar las que veré en la semana a sus respectivos pendrives, pagar ciertas cuentas que no sé por qué nunca se ha podido desde el cel, tirar al google doc las ideas de cuento que he ido dejando en audios conmigo mismo, repasar todo lo que he ido dejando en dicho chat e ir derivándolo a sus categorías correspondientes, incluso esto mismo –que pretende ser una sana insistencia- termina siendo una manera de esquivar lo que me hizo levantarme de golpe hasta aquí y que, recalcando aún más su carácter de esquivabilidad, es lo último en mencionarse, a saber, el cuento sobre las Personitas que sigue estancado a dos o tres páginas del final.

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De nuevo varios días sin escribir. Sin escribir aquí, digo, porque algo he avanzado en el cuento de Las personitas y también en la reseña de Goodreads sobre Los perros andan sueltos que ya lleva dos planas y puede que termine siendo algo que merezca publicarse por ahí. Me interesa, sobre todo, que sea alrededor del 18 de octubre. También he vuelto a horarios normales, despertando a las nueve y durmiéndome antes de las tres am. Salvo eso, y la retirada de las siestas, y las tardes de lectura en el balcón, y dos películas por noche, y comenzar a ver los Simpsons desde el comienzo con D algunas noches, y la conquista de las mañanas ya referida, no ha pasado nada. Aparecieron dos nuevas y últimas cuotas del seguro de cesantía que no tenía previstas y eso, sumado a la posibilidad bastante probable de que nos finiquiten a todos próximamente, me dan una holgura de tres o cuatro meses para continuar con este a veces agradable paréntesis.

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Hay algo exponencial en perder la costumbre de escribir aquí. Es como si, habiendo pasado cuatro o cinco días, uno tuviera que hacerse cargo hacia atrás, como una especie de notario de sí mismo que de pronto pierde las ganas, olvidando que el impulso escritural es una cosa actual, presente, y no tendría por qué verse anulado o determinado por ese lastre que, quizá, se parece a cierta lamentable manera en que uno se aleja de las personas, no por algún motivo en particular, sino por una acumulación imprevista de incomunicaciones. Quizá si me hiciera caso y escribiera un párrafo cada día la cosa sería distinta. Pero el ánimo, el antojadizo ánimo. ¿Cómo puede ser que a veces escribir se sienta como acordarse a las tres de la mañana que no saqué la ropa de la lavadora y otras veces sea como tenderse en el pasto a recibir el viento?

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El diario de Fiaban Casas cayó en un pozo, pero sigo queriendo ser su amigo. Probablemente esté arrepentido de su publicación. Estuve leyéndolo en la tarde. Leyendo y bebiendo. Más bien bebiendo y mirando por el balcón. Y contestando cosas en el celular. Cuando desperté de la siesta estaba S en el living con D. Un choque de puños y nada más. No me trajo Veneno de escorpión que le presté hace un año, pero no le dije nada, probablemente porque me puse nervioso al verla allí, de golpe.

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No tengo sueño, pero estoy a punto de echarme a dormir, porque en realidad no tengo ganas de nada específico, y dormir es lo que hago últimamente, más y mejor que antes. La luz es la correcta, la cama está hecha, la manta roja está ahí. Es como si quisiera estar siempre recién despertado, enfocado, con el impulso agradable y nublado del reseteo.

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Desperté y tomé desayuno viendo Fargo. Me gusta a ver a las dos forajidas y a la enfermera cocainómana que es la misma actriz de la última de Kaufman y todo el resto me da lo mismo. La verdad, si no están ellas, contesto los chats o juego al Bazooca boy, que ya me provoca una sensación adictiva asquerosa, pero no puedo hacer nada al respecto, salvo avanzar y avanzar, suponiendo que si existe el nivel 357, quizá todo se acabe en el 1000 y pueda desinstalar el juego. Termina Fargo y me quedo acostado. Nisiquiera abro las cortinas. Pongo un capítulo de Rocko. Van a Paris pero el bus turístico solo está enfocado en la basura. El tour así lo específica, así que tiene sentido. Salvo para Rocko, que quiere ver la torre Eiffel. Cada vez que muestran al grupo de turistas hay dos o tres que están sonriendo como dementes, otros hurgándose la nariz, y así. Quizá las mejores partes de Rocko sean los extras, aunque no sé si en los dibujos animados se dice así. Recuerdo un capítulo en que un niño random que está sobre los hombros de su padre le dice: “mi maestra dice que cuando aparece un tapón de gasolina un ángel recibe sus alas”, a lo que el padre responde: “tu maestra está llena de mocos”. También, mientras la cámara avanza lateralmente mostrándonos a estos turistas, suenan toses y peos. En dos o tres oportunidades, y a la manera en que en Tarkovsky escuchamos el sonido del agua, peos. Y cada una de esas veces me rio. Porque eso es lo que soy. El caso es que Rocko ve pasar durante distintos momentos a una ualabí que es igual a él, pero con falda y pelo de mujer. Entonces se enamora. La busca por Paris. El guía turístico, que ya venía dando señales de estar un poco más loco que la medía de los personajes, explota. Jeffer sale a buscarlo. Y no me acuerdo como termina, porque seguí jugando Bazooka boy, hasta que lo cerré de golpe, en el preciso momento en que noté que las noticias indicaban que el día no solo ya había empezado sino que venía de vuelta. Abrí las cortinas, puse una canción que fuera como el comienzo de algo, y ahora estoy aquí, mientras suena la alarma del celular que dice FINIQUITO, lo que significa que tengo que vestirme, echarme agua en el pelo y pasarme la mano, simulando que me bañé, y partir al lugar en el que, hace ocho meses, tenía una rutina.

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Me reciben en una oficina a la que nunca había entrado. La oficina del dueño de la hueá que ahora ha sido declarado interdicto por sus hijos. Podía entrar cinco veces seguidas en menos de una hora mostrándote una foto en su celular. La misma foto cinco veces. Una guagua, un meme, cualquier cosa. Uno tenía que decir lo mismo las cinco veces. Uno, es decir, los otros, porque yo, pese a mis tres años en el lugar, no alcancé a existir para él. Me muestran unos Excel y digo que sí a todo. Parece razonable y legal lo que ofrecen. Después me quedo parado mirando mi escritorio. Si odio todo esto, ¿qué es esta breve melancolía? Boto los pantalones de mierda, tiesos y llenos de polvo, los únicos que tenía y que siempre estaban en el trabajo, arrugados en un cajón. Le dejo todos los frascos y tazas a la señora que vivía en la casa contigua. Le pido una bolsa y meto allí todos los libros que tenía en el cajón. De vuelta, me siento en el primer sitio libre que pillo y me zampo dos chops y una pizza de mechada mediana. Llamo a mi mamá que está de cumpleaños y le cuento todo. Hablamos largo, mientras empiezo a emborracharme y a sentir que, pese a toda la mierda, el año no termina tan mal.

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El otro día P se rió cuando le conté que pretendo aprender serigrafía y vender poleras. Me sentí mal y apagué el teléfono. Esperé a que terminara mi película para contestarle el resto de sus audios, en los que se matizaba sus dichos. Hablamos y nos dijimos todo y estuvo bien: ni ella es tan cruel ni yo soy tan lamentable. Descubrí si –como si no lo supiera desde siempre- que me apena mucho que me vean como un bueno para nada. Es y ha sido el asunto de este diario. ¿Cuánto tiempo más puede sostenerse este tópico? Lo que exige la narratividad de una vida es poco, poquísimo.

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Resumen de otras cosas que han cambiado en las últimas semanas: Volví a correr. Me enfermé de la guata un par de días y ahora estoy comiendo mejor. Ya no hablo en las noches con nadie. Sigo leyendo por las tardes. Bajé de dos a solo una siesta al día (y ninguna si despierto muy tarde). Con D nos metimos a un cineclub vecino, por zoom obviamente. Llegamos al ciclo Herzog, pero no me sumé a la sesión de Fitzcarraldo porque, aunque entiendo sus virtudes, no tengo nada que decir. Creo, también, que ese día me dolía la cabeza, por la deshidratación de la diarrea. El próximo lunes se comenta Cobra verde y espero sumarme. Me digo a mí mismo que podría servirme como transición hacia la sociabilidad que en algún momento tiene que volver a reactivarse. Me quedan menos de cien lucas y me da lo mismo. Hay comida de sobra y tengo que aguantar menos de un mes hasta que se abra el grifo del finiquito. Por otra parte, el último campeonato de escritura fue el más fome de todos. No sé si fueron las consignas o qué. Confirmé, además, que me hastía todo lo que rodea al amor genérico por la literatura. Ciertos entusiasmos, ciertas maneras de publicitarse, ciertas fotos de escritores, cierta comodidad con la palabra. Y culpo a twitter de gran parte de esto, por cierto.

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La teoría del hombre demás en el fútbol, pero aplicada a mi situación actual en pandemia: Del mismo modo que cuando la ventaja numérica tras la expulsión de uno o más rivales se vuelve una presión contra el mismo equipo (que debería hacer patente el desnivel, pero no lo consigue ni en el juego ni en el marcador),  así mismo siento que se dejaron caer este dineral (finiquito, AFC y 10%). Sumados a la certeza de al menos cinco meses en que podré prescindir de trabajar, me veo en la obligación de salir con algo en limpio de esto, algún emprendimiento, un libro publicado, la semilla sembrada y no en las piedras, algo, lo que sea, pero algo. Por de pronto, y a dos meses de cumplir un año sin trabajar, tengo un jugador demás y no se nota en absoluto.

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Viernes 11 de diciembre. Termino las cartas de Kafka a Milena en el balcón, estornudando cada cinco minutos por el perímetro de lacrimógenas que, como todos los viernes, se acerca y crece hasta que cae el sol y se diluye en el silencio de la noche. Hoy ha muerto Kim Ki-duk y J nos avisa que su polola perdió el olfato. Aunque la mayoría de mis familiares y amigos siguen indemnes, no dejo de pensar en la muerte y en el azar. Al mediodía hablo media hora con mi madre, resumiéndole el estado material y espiritual de las cosas, y quedo de buen ánimo. Le digo que la muerte es rara. Me dice que le explique y le explico. Se pone a llorar cuando le digo que decidí no ir para navidad, pero lo entiende. Corro las cortinas y pongo unas canciones movidas de Los Jaivas, pero no dejo de pensar en la muerte. Ordeno el block de notas con ideas para cuentos. Elimino aquellas que solo suenan bien o, como mucho, dan para inventar un chiste. Por la tarde hablo un rato con J, que no suena como alguien a la espera de las manifestaciones del virus en su cuerpo. Y qué bueno que así sea, le digo. Quizá pienso en los otros como si todos tuvieran tanto miedo como yo y probablemente no sea tan así. La proyección de un puñado de meses más encerrado –sino ya de la mitad inicial del 2021 que ya está encima- me atosiga menos que la incertidumbre de pensar, por ejemplo, que alguna de mis roomies se enferma. Ahora el rebote coloriento pero gastado del sol en los edificios aledaños empieza a hacer en mi pieza sus juegos de sombra que ya me sé de memoria. Mientras, ordeno mis papelitos con los quehaceres, con la agenda de la próxima semana (lunes, almuerzo con C y guardarle sus cajas; martes, madrugar para ir a firmar el finiquito y miércoles, once con I) y con la priorización de gastos, una vez que tenga mi finiquito y el 10%. Las balizas y los bombazos se sobreponen a los ladridos y a los gritos de los niños que juegan acá abajo en el patio interior del edificio y, aunque suelo evitar hacerlo los viernes, me dispongo a salir a correr. Si el parque está irrespirable o noto que hay muchos pacos, me devuelvo.

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D está en el living dibujando en un cuaderno nuevo y gigante que se compró. Seguramente no se llama cuaderno, ni block. Yo aquí retomando, después de semanas, este diario. Y S que acaba de llegar de su trabajo y nos ve y nos saluda. Sensación de ser los niños de la casa, ocupadísimos con sus juguetes.

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Sábado 12. Duermo diez horas y media. De corrido. Salgo a comprar y vuelvo. Sacando permiso ahora, porque retrocedimos a fase dos. En el segundo negocio al que entro un hueón llega y se cuela en la fila. La fila soy yo solo, pero de todos modos, un culiao. Murmuro algo por debajo de la mascarilla, como chileno. Antes que se vaya, eso sí, entro; entro justo por el pasillo por el que va a salir y por el que cabe una sola persona y saco lentamente una pepsi en lata. Su impaciencia que noto en la manera en que mueve los dedos me alimenta. Boto a propósito otras latas cercanas. Lo miro y las acomodo. De vuelta, y luego de tener todo limpio y ordenado, un pan grande y gordo: hamburguesa, queso, lechuga, mostaza. Me doy por desayunado y almorzado. Una hora o más en las tareas del computador y luego, sin nada que pudiese justificarlo, sueño, mucho sueño. Concluyo que dormir poco da sueño, y dormir mucho también. Despierto vuelto una masa, una nube. La gatachica llega a la pieza en el instante preciso que ya acerqué los libros que voy a leer y puse la música que quiero escuchar. Se sube ronroneando. Anda así ahora último y la aprovecho. Una mano en el libro y la otra en su lomo. Vuelvo a leer solo cuentos buscando, más que inspiración, estructura, ritmo, reglas que me guien a la hora de escribirlos. Terminé el cuento de las Personitas y no siento el impulso de comenzar ningún otro. De Mariana Enríquez paso a Alfonso Alcalde y ahí me quedo. Un cuento de este último que podría ser un capítulo de Tom y Jerry: Dos maestros que se nota altiro que son pura boca. Usan palabras casi de cohetería espacial para referirse a las partes de una lavadora, mientras se emborrachan junto a la empleada de la casa y, aunque están enfocados solo en la cocina, o la lavadora, el agua de la manguera empieza a soltar música y la radio agua fría. Me río leyendo, y eso es harto.

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Veo Obreras saliendo de la fábrica de Torres Leiva y, no sé por qué, lloro un poco. Salen de la fábrica, se lavan y se quitan la ropa, caminan hacia la playa, nunca dicen nada, chapotean, se arremangan los pantalones, una se sienta y mira y no se anima a mojarse los pies, luego se levanta y camina hacia sus compañeras.

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Soñé que estaba en Curicó, mirando por la ventana hacia un pasaje, en una casa con varias señoras que me eran desconocidas. De súbito comienza un temporal, un tornado, algo que amenaza y ensombrece el pasaje. Todos comienzan a entrarse. Las señoras me llevan a una pieza, al fondo de la casa, La pieza se transforma en un vagón de tren, o quizá la última puerta de la casa daba directo al tren. En cualquier caso, vamos saliendo de la ciudad a una velocidad inusitada para un tren, momento en que estas señoras se ponen unos trajes especiales, como hechos con ramas (también me pasan uno a mí) y se lanzan con el tren en movimiento. Me aseguran que es la mejor manera, dándome una serie de razones por las que conviene bajarse justo en ese punto y no en otro, así que me lanzo con ellas. Caminamos un tramo y luego escalamos una montaña de basura, provistos de unos palos gigantes, que venían incorporados en el traje, a modo de espada samurai. Me decían cosas sobre una ciudad escondida, pero ya no las veo. Luego estoy con G y empezamos a quemar escombros en varias esquinas, parecido a esa noche de año nuevo con RSB vuelto mono.

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Trasplantas toronjil como la metáfora de algo que no entiendes pero quieres que sea bueno.

Te ejercitas de noche. Corres por el borde de un parque, más lento que todos. Luego saltas y te mueves sobre la baldosa de tu pieza, escuchando un programa sobre extraterrestres. Aparte de la siesta, es el único momento del día en el que se produce una especie de corte.

A veces dices o preguntas cosas estúpidas y lo sabes. Lo sabes e insistes. Comprendes que ese llegar tarde te constituye y debes rellenarlo de humor –con humor o no, da igual: de humor-.

Le cuentas a tus amigos que compraste 180 huevos. Te hacen chistes. Uno de ellos te sugiere que comiences un diario del huevo. Quizá lo hagas, quizá no. 

Miras a tu gata largamente. A veces te corresponde y crees en cierta telepatía animal. Entonces le entregas unos pensamientos que son como cariños, o rezos, parecido a cuando le hablabas a los extraterrestres desde esa ventana que daba a un potrero.

Fumas delante del computador con la promesa de pasar a una actividad más productiva en unos minutos. Te enojas contigo mismo porque pasó media hora y le diste rt a tres perritos y una violencia policial. No estás seguro de qué significa esa línea editorial, pero ya es tarde para tomar cualquier decisión. Fumas de nuevo. Empiezas a escribir esto, decidiéndolo mientras lo haces.

Ibas a escribir un poema sobre trasplantar el toronjil, forzando alguna metáfora con tu futuro, pero lo pusiste en duda, intentaste un haikú y al final incluso eso fue desarmado y relegado a una sola frase, que detonó todo lo que sigue.

No dices todo lo que quieres y al mismo tiempo, en los momentos en que nadie ha pedido nada, dices mucho sobre cosas que no le importan a nadie.

Mientras escribes esto piensas en la holgura que da la tercera persona y en lo fácil que es escribirse así. Luego, de algún modo que no puedes explicarte nisiquiera a ti mismo, ves que también hay ternura en verse de golpe en un espejo quebrado. Porque es el mismo espejo quebrado para todos.

Escribirse, es decir, leerse.

Doblas las tapas hacia atrás todos los días. Sacudes las migas. Piensas que te mereces un cama a la que no le salten los resortes. Eventualmente, barres. Amarras la cortina. Dejas que alguna canción te dé el impulso correcto.

Te quedas parado tras la silla de tu compañera de departamento. Habla menos que tú, y eso es algo que no suele pasar. Te das cuenta que todo lo que se ha hablado en el día lo empezaste tú. Probablemente eres para ella lo que los habladores son para ti. Pasas de largo.

No estás completamente orgulloso de lo que eres. Has emparejado todos tus forados con visiones humorísticas de ti mismo. Te gustan más esas versiones que tú mismo. Eres ese humor, en un sentido serio y, quizá, oscuro.  

Tienes libertad y holgura de aquí a varios meses, pero el futuro te hostiga. Esa idea que tenías ya no te parece tan brillante. De noche le das vuelta a todas las opciones, y ninguna te convence. Tus amigos te dicen que ni los extraterrestres, ni ningún fenómeno extraño va a venir a salvarte. Sabes lo que quieres, pero aún no entiendes como hacer que el trabajo coincida con el deseo.

Miras a tu gata dormir. Uno, dos, tres besos en la nuca. Sabes lo que significa que no conozca el daño. Ella solo lo experimenta, tú solo lo sabes y, pese a todo, ambos tienen la verdad completa del asunto.

Imaginas cosas que dices. Imaginas cosas que te dicen. No sientes con claridad porque empiezas a relacionarte con esas imágenes antes que con las personas.

Aparece alguien inesperado y sientes el entusiasmo de un perro en medio del bosque. La sigues, sin saber si te han llamado o llegaste por cuenta propia.

Partir tampoco asegura nada. Sabrás que llegaste una vez que estés allí.

08 / 05 / 2020

¿Por qué dejo que mi mente me pasee hacia futuros culiaos como una especie de fantasma de las navidades futuras? El insomnio de anoche se trató de eso y probablemente por eso soñé que me volvían a llamar del trabajo y nadie usaba mascarillas y todos se tocaban con todos y me paraba encima de una mesa a darles un sermón pero nadie me oía y terminaba llamando a la inspección del trabajo. Partí el insomnio con este ejercicio absurdo de imaginarme como sería morir ahogado y en soledad, entonces me pongo a decidir de quién me despediría solo con audios y a quiénes les haría vídeos, también empiezo a ver a quién le dejo mis libros y ese tipo de cosas. La novela corta o cuento largo sobre este lanzamiento marciano de un bestseller terrestre la pueden terminar entre los amigos que escriben, me digo, total los apuntes finales ya entregan una especie de cierre. Entonces, me imagino no existiendo. Ahondo en eso en el insomnio y hay una parte paralizante y otra que sirve. Si no solo no he existido durante casi la totalidad de la historia de la humanidad, sino que no he existido a través de toda la historia del universo, ¿qué diferencia habría ahora? ¿Cómo no va a haber una manera de no importarse nada a sí mismo que no sea necesariamente el autodesprecio? Bueno, Oriente y todo eso. El problema es que sé que busco unos fundamentos ontológicos que me convengan y al final dudo de todo, justamente porque lo necesito. Por eso la filosofía siempre es una manera de tender trampas y quizá por eso se le dan mejor las preguntas que las respuestas. Pero es extraño igual, algo pasa, porque tengo esta extraña certeza de que muero y algo queda. No yo, obviamente, no mi personalidad, nisiquiera mis recuerdos, miedos o deseos, no; algo, pero algo que por un lado es la obra que uno haya dejado (en el ancho sentido del término) y por otro algo ya más místico o inmaterial que sería todo lo que uno es pese a sí mismo. No sé cómo explicarlo, pero es como una especie de pegamento que mantiene unido al yo, y que no es el yo, pero tampoco puede decirse que no sea nada, y que tiene que ver con esta insistencia de ser uno mismo o casi, y que probablemente se parezca a lo que tradicionalmente llaman alma o espíritu, momento en el que todo queda inexorablemente manchado de los tonos neón del new age o del dorado del cristianismo, pero a mí no me importa, porque la clave está en que es una misma insistencia para todos y, aunque sé que uno muere y se acaba, también sé muy bien que lo que se acaba se acaba para la identidad, mas no para el hecho de que, una y otra vez, nazcan y nazcan humanos que digan “soy”, y sean, y mantengan ese ser, esa diferenciación que por sí sola no es nada, una flor que se abre a lo sumo (y no ver el paisaje, no leer las raices jugando abajo, es la parte ciega del materialismo). Nada me saca la intuición de que la cosa sigue, y es bastante probable que quien escribe ahora no tenga absolutamente nada que ver con ello y, aunque no era mi intención, terminé llegando a dios, en quien no creo, no porque niegue su existencia, sino porque todo el preámbulo y todas las preguntas y todas las maneras de abordar el asunto me parecen de una pequeñez abrumadora, ¿qué importa si, en tanto individuo, creo o no? Lo único que valdría la pena pensar es qué se supone qué estás diciendo cuando dices dios ¿Y si fuera un resultado, antes que una causa? ¿O ambas cosas al mismo tiempo, y en esta línea temporal no se entiende no más? Casi que me dan ternura los que creen que, negando a dios, niegan a la iglesia y sus miserias y cuando veo a alguien que te asegura que todo es carne y nervios, lo que veo es alguien que va con un ramo de olivos entrando a la iglesia de la materia y sus cómicas jerigonzas de que como todo está determinado por leyes físicas la libertad no existe. Antes que eso, me quedo con el dios de Simone Weil, un hueón que no se mete en nada y no hace diferencia entre alguien que reza quinientos avemarías y otro que lee quinientas veces un condorito.

2019

Un caos que mantengo fuera. Unas murallas mentales que engordo. Vuelvo de mis vacaciones (primera vez en la vida que me tomo tres semanas juntas) y lo que sucede aquí es que el sustituto para el editor en jefe se niega a venir a tomar su puesto. Todo es chistoso y tenso en igual medida. Nadie revisa mis avances, no hay visto bueno para el material de la revista de hoy, alrededor ciertas personas se gritan, murmuran, especulan; todo muy irremediablemente chileno. Pareciera ser que esta revista va a salir mañana. O nunca. Y no puede importarme menos. Me mantengo al margen de la tensión ambiental del único modo que sé: ocupándome de lo mío. Empiezo un cuento que se trata de esta misma oficina, pero en el espacio -enfocado en abandonar al compañero detestable en algún planeta inhóspito-, reordeno y limpio mi escritorio. Me convenzo, en definitiva, de que lo único que puedo hacer es poner en orden mi parcela. Se me había olvidado que trabajar es, también, hacerse cargo de la incapacidad para relacionarse de los otros.

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Escenas sueltas del sueño de anoche: buscando un lugar para hacer caca me encuentro con una tía haciendo caca en unos pastizales. La saludo y me voy. Quizá me invita a hacer caca ahí pero evado. Esperando que se desocupe un baño sucede que alguien llama desde afuera al niño que está cagando, éste sale corriendo con el mojón colgando. El mojón va quedando repartido en distintas partes del camino, que sigue siendo el patio de esa misma tía que estaba cagando en los pastizales. Luego estamos en una banca con varios amigos esperando no sé qué. Es una especie de feria del libro, o de editoriales. En el suelo hay unos dinosaurios del porte de un gato jugando, alguien les tira una piedra y digo NO DE NUEVO, aludiendo a que sería como otra extinción para ellos, pero nadie entiende mi broma y me paro a recorrer los libros.

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Fines de abril: semanas negras que van quedando atrás. Dificultad para salir y ver personas que empieza a aflojar. El típico momento en que cierro tuiter indefinidamente. El típico momento en que vuelvo a abrirlo. Mi problema es mi cuerpo, lo que soy y lo que imagino que debería ser. Mi problema es la voluntad, lo que sé que me hace bien y lo que efectivamente hago. Había bajado ocho kilos y subí cuatro y luego ya me fui a la mierda y volví al pan y a las malas prácticas. Algo bastante común, pero que, sumado al pack de la miseria material, hace que a veces sencillamente pueda existir solo para mí mismo, solo en la pieza, solo con la gatachica encima todo el fin de semana viendo películas y durmiendo, solo a través de todo, opaco pero tranquilo. ¿Qué ganas de salir puede tener uno cuando todo lo que te queda son cinco lucas que hay que hacer durar tres días? ¿Qué ánimo de contarse o de escuchar a otros puede haber cuando uno ya se aburrió incluso de escucharse a sí mismo? La pobreza es permanente y me divido entre aquellos días en que me frustro como el chavo del ocho y otros en que la acepto como un monje -que, eventualmente, puede comprar marihuana y cerveza.

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Ganas de dormir y de llorar. Probablemente puedan hacerse ambas cosas al mismo tiempo. Mientras imprimo planchas miro a los compañeros de oficina tras el ventanal y me visualizo disparándoles a todos. Pero en realidad no a todos: en mi imaginación perdono a unos cuantos (?) y luego me pego un tiro. Me entretengo especulando sobre todo lo que sucedería luego de un evento de tal magnitud. Dos dedos de la mano se me mueven solos y los miro. La muñeca me retumba y la miro. Paso revista mentalmente a todo lo que necesito hacer y comprar y es como si todo eso que tengo que hacer fuera para otra persona que existe en mi mismo espacio físico, pero no tiene nada que ver conmigo. Sigo solo sacando esta cagada de revista. Vuelto loco. Sudando. Maldiciendo. Bajando y subiendo escaleras. ¿Hace cuánto tiempo que soy, en general, infeliz? Probablemente eso que sentí denante -el cuerpo cayendo hacia la izquierda a velocidad de montaña rusa- fuera una especie de desvanecimiento que atajé mentalmente. ¿Habrá una manera de desactivar todo cuidado automático de sí para así poder derrumbarse con contundencia y de golpe, como corresponde? No veo otra manera de enmendar el rumbo. Soy un auto sin frenos en una carretera oscura. No llevo luces, pero tampoco voy tan rápido como para desbarrancarme.

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Word es mi tuiter del tuiter.

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Miércoles. El terror de la repetición. El terror real de no saber salir, de proyectar infinitamente una rutina -ésta y la de los próximos trabajos mediocres que vengan. Un terror a ras de suelo, sutilmente administrado, sin sobresaltos: algo a medio camino entre el tedio y lo ominoso. El 80% del día te están construyendo desde afuera y crece esta odiosa sensación de que ya es muy tarde para una construcción original y realizadora. Asumirse, después de largos y lentos años, como alguien sin una propuesta clara para volver a construirse, a plantearse. ¿Y si esto fuera todo? Me lo repito cada dos o tres días, así como para fijarme al presente, como para moverme junto con los otros e intentar ser feliz. Feliz como los otros. ¿Cuál es la distancia entre estoicismo y resignación? Desde que salí de la universidad avanzo en esta misma planicie -y me acuerdo de Greta Gerwig en Greenberg coqueteando con un tipo al que le dice: “Esta mañana me di cuenta que salí de la universidad hace la misma cantidad de tiempo que el que estuve dentro y a nadie le importa si me levanto por la mañana”.

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Crezco hacia adentro gracias a la escritura, pero que no se malentienda: no crezco moralmente, más bien me amontono en mí mismo: supuro, disecciono, agrego densidad a la ya inútil sobrepoblación de mí mismo (y de la época que consumo a través de sus obras), y todo queda allí, apretujado. Allí, es decir, aquí.

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Lunes 8 de Julio. Solo en la oficina. Como ya ha sucedido decenas de veces, decidí hacer un cambio: cerré todas las redes sociales y hoy lunes, empiezo (de nuevo) la dieta que hace algunos meses había comenzado a funcionarme. En el centro de la pantalla principal del cel -en la zona del bajo vientre de un sujeto de una pintura que hace años vimos en un libro de arte y que tenía un semblante de tristeza parecido al mío-, el wathsapp y nada más. Debería tener más tiempo para escribir. Debería tener más tiempo para leer. Lo de siempre, pero con más radicalidad (en el sentido de que el hastío y frustración acumuladas son la fuerza que empuja cada vez más alto el péndulo que soy). ¿Cuánto iré a caer una vez que alcance mi próximo pick de bienestar?  Debería revisar lo que dice Simone Weil sobre la balanza en sus Cuadernos.

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Octubre ya y aún no siento que caiga el péndulo. Tampoco es que esté en las alturas. Releo los párrafos anteriores y el pudor me dice bórralo todo. Me excuso en que ahora mi diario tiene con suerte diez páginas al año y, por lo mismo, puedo permitirme cierta condensación de la miseria. Y sí, estoy sacando la revista solo hace dos semanas, sigo rabeando, sigo pobre y sintiendo que todos alrededor se vuelven cada día más imbéciles, pero también estoy conforme con el curso de las únicas tres cuestiones que sí puedo controlar: la alimentación, el sueño y la escritura. Ando fumando menos y, en consecuencia, bajoneando menos. Recordando casi todo lo que sueño. Viendo películas y series con mi hermanito. Volviendo a la dieta. Diciéndome a mí mismo que ahora sí que sí. Saliendo harto con M, a beber, al cine, a beber dentro del cine. Terminé un cuento que ya mandé a un concurso. Me encargaron una columna de una revista y me van a pagar por ello. ¿Cómo dejar más claro que uno pide tan poco? Es tan poco, que nisiquiera hay que tener esperanzas para seguir, y así, sin querer, aparece un sucedáneo de esperanza. El calor asqueroso de esta falsa primavera no me toca porque estoy todo el día bajo el aire acondicionado del trabajo. La idiotez del prójimo queda neutralizada bajo la risa de los amigos. Estás últimas semanas de explotación llego asqueado del trabajo, pero abro la ventana, abrazo a la gatachica, me zampó un champán que nos sobró con M, ordeno, lavo la loza y, diga lo que diga o me queje aquí cuanto me queje, siempre pasadas las nueve de la noche cuando ya todo está limpio y en su sitio, siento que igual vale la pena vivir otro día más.

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“Mi pauta de violenta, impulsiva y sedienta de intimidad con la gente –seguida de mi paulatina retirada. Toda esa necesidad insatisfecha de contacto que se acumula cada vez más, hasta que se descarga sobre una persona nueva que entra en mi vida y parece «verme» por entero”. (Susan Sontag, La conciencia uncida a la carne)

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Domingo sin perspectiva. Le hablo por whatsapp y no logro transmitirle estas ganas de verla. Le pregunto si nadó, si hundió la cabeza entera bajo el agua, le digo que da harta hambre después de nadar, ¿por qué digo todo lo que digo? ¿Por qué no puedo decir exactamente lo que estoy pensando? Traje el ventilador y no he salido de aquí. Dormí diez horas, tomé desayuno y dormí dos horas más. Veo una película tras otra como una trituradora de imágenes e historias. Me fumo un pito entero en el balcón y abro este word. Vuelvo a leer desde el comienzo y me averguenzo y me enorgullezco, indiscerniblemente.

In a sentimental mood, la versión de Duke Ellington con John Coltrane, fue grabada el 26 de Septiembre del 62. “La canción debe buena parte de su atractivo a ese contraste entre los diversos elementos que la componen, como si se tratase de la confusión entre un espiritual añejo y una pieza culta para concierto”, dice Ted Giogia en El canon del jazz, los 250 temas imprescindibles, pero no sé bien a qué se refiere. El mito es que la inventó Duke, dice, improvisando para calmar a dos mujeres que se habían peleado mientras él tocaba, pero en realidad se la adjudican a otro sujeto cuyo nombre ya olvidé, y en algún punto alguien le dice ésta es tu canción más blanca, y Ellington contesta es que tú no sabes lo que es ser negro, y así. Interesante, supongo. Quizá, como alguien que nunca lee sobre música, esperaba que me lo contara Cusack en Alta fidelidad, o Zoë Kravitz. O que hubiera al menos un poco de eso. Digo, para el que no sabe nada de música y, pese a eso, la disfruta. Deberían al menos aludir a las ganas de llorar que le vienen a uno durante los primeros quince segundos, con una melancolía como de Charlie Brown, limpia, universal y a cómo luego, alrededor del minuto dos, todo explota, pasa a otra etapa, manteniendo la melancolía, pero ahora con el Duque diciéndote desde el piano mira cómo juego, mira cómo me paseo dentro de esta tristeza que yo mismo propuse, y luego Coltrane hace lo mismo, pero no dura mucho y terminan como empezaron y supongo que a eso se refiere Ted Giogia cuando pone que “la canción no revela su naturaleza jazzística sino hasta el cuarto compás”.

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Fin de semana de soledad no sé si tan escogida. Sondeo opciones para salir con los amigos, pero el tetris de los ánimos no arroja nada concreto. G me contesta cerca de la medianoche y le digo que “ya me acosté con unos panes”, que es exactamente lo que hice. Vi la última de la saga de El mecánico. Una soberana mierda. Ya no se esfuerzan en nada estos hueones. Todo explota porque sí e incluso el amor, si aparece, no es más que otro tipo de explosión.

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Un ebrio y enérgico monologo sobre cómo uno desaparece en el metro, en las calles, en lo tumultuoso. Se pregunta -o yo así lo recuerdo- cómo amar algo, cómo abordar al otro, desde dónde (1) . Nos hemos visto solo un par de veces y siento que recién aparece del todo, emerge desde sí misma y, por lo que resta de la noche, convierte a las voces del resto en un ruido de fondo. Todas las latas de cerveza que quedan son una bendición, la garantía de un tiempo que escurre lento y en nuestra medida. Algo en la conversación se inclina y nosotros también. Baja de su silla y se sienta en el suelo conmigo. Se le reventó un grano en la pierna, la tomo, la acerco, toco su sangre y, no sé por qué, la esparzo. Dejamos reposar las manos cerca. Salimos al balcón. Se ve mi edificio. Seguimos inclinados el uno en el otro como un par de árboles bajo vientos opuestos. Bajamos a dejar a su amigo a la micro. Recostado sobre la señal del paradero, noto que estamos abrazados cantando mal algo de Javiera Mena y pienso, dentro de la ebria ternura, que hace mucho tiempo que no me sentía así.

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Me hablas poco y nada pero apareces dos noches consecutivas porque sí. Te digo, como si fuera un humilde chino, que solo tengo té y arroz. Me baño rápido y bajo. Nuestros celulares no valen nada, pero esperarte media hora me recuerda que estar sentado en una banca viendo a la gente pasar es una actividad entre tantas otras. Traes media marraqueta con palta envuelta en una servilleta y me la como antes de que entremos al ascensor. Aún no tengo muy claro cómo y cuándo abrazarte. Vemos un documental de gatos. Corren por los techos, roban comida, hombres en apariencia rudos los cuidan. Noto, siempre tardíamente, que propongo más apego del que efectivamente ha sido construido.

(2017) kedi - ceyda torun
Kedi (Ceyda Torun, 2017)

Me deprime el periodismo deportivo, no entiendo por qué a esta hora se acaban las noticias de verdad. Asumo que es porque sale a colación el HOMBRE CHILENO. Esta somnolencia roza en el asco ¿Se puede vomitar de sueño? Si intento otro poema más va a ser una mentira. La revista avanza lento. Me hipnotiza el sonido del aire acondicionado. Saliendo de aquí iré a comprar las entradas a Toe (voy con mi hermano chico), pero nisiquiera eso me levanta o activa. Durante la tarde me visualizo una y otra vez sentado pidiendo una cerveza artesanal y un churrasco italiano. Todo este sueño debería derumbarme de una buena vez o dejarse de amenazas. No entiendo a esta señora sentada a mi izquierda. Mueve los brazos como si bailara o más bien como si avanzara intentando correr por debajo del agua. No tengo nada contra los gordos pero algo me exaspera en su manera de sostener el rollo en el borde del escritorio y mirarme fijamente sin decir absolutamente nada. Siento que cada día que pasa agrego alguna minucia a esta antipatía. Mientras baila o se agita o nada en su acuario de invisible espesura, me mira de reojo, como un niño que se ha caído y busca a su madre. Soy Perseo y ella Medusa y la guerra son estos escritorios. Cuando no está gritándole a alguien ni alegando sendas teorías conspirativas contra su noble persona, pareciera ser alguien que ama su trabajo. Y es un amor horripilante, ciego, chileno. Treinta años aquí lleva -insiste en ello, cuenta historias (que nadie ha pedido)- y uno que no lleva ni un mes ya quiere largarse. ¿Qué es este sopor extra que me invade? Estoy seguro que son los otros, su entusiasmo, su perseverancia contrastada con mis ganas de estar en cualquier otro sitio.

 

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Diciembre 2017. Dejé de actualizar el blog. No es que lo haya decidido; lo supe. Dejé incluso de abrir el word por las noches. Escribir sirve, pero la mayoría de las veces no sirve.

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Prado, pendiente, musgo
el territorio del rostro
la destrucción que luzco
y busco
sin que importe si brillo
aire fresco nocturno
de lo diurno su caldillo.

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Sin bordes y desparramado
con apuro dibujado
calcado, a la mala,
apareces escupìdo
en la cama y luego erguido
triste animal de escritorio.
Del tedio: escroto, envoltorio.

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Cada día que pasa que no me hablas me vuelvo un poco más feo.

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Toda la mañana viendo entrevistas a Bolaño. “No existe la inmortalidad. Nada perdurará. Incluso Cervantes va a desaparecer”. Empiezo a perderle el miedo a este trabajo, a entregarme gustoso a las tareas mecánicas mientras escucho entrevistas y podcasts. No dejo de pensar en X, en lo corto que se me hizo lo que nos vimos y, para resumirlo todo, en mi incapacidad para evitar que se note que hace más de un año que no me gustaba nadie.

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Hambre, sueño, mocos, pichi, incomodidad de la silla. Quieto desasosiego general. Toses, carraspeos, chistes fomes de esta señora. En la radio hablan del ratón de cola larga. Todas estas horas quemadas aquí nisiquiera echan humo. ¿Esto? Ni cenizas.

 

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Una semana sin internet ya. Le mendigo a un compañero de trabajo que tiene wifi ilimitado (y supongo que por eso mismo se siente con derecho a hablarme largamente de Jesús). Escucho clases y seminarios de Carlos Pérez Soto: marxismo, antipsiquiatria, Hegel, epistemología. El cuerpo está aquí, en el trabajo, pero todo el resto anda lejos. Sigo durmiendo siesta todos los días luego de tragarme una empanada y un jugo de los Hare Krishnas en los pastos frente a la facultad de ingenieria. Para el que duerme bajo el árbol todo es árbol. Duermo en la medida de su sombra. Despierto y siento que ese vaivén, ese bailecito conjunto de hojas y haces de luz, es más importante que todo lo que he hecho en el día, la semana, el mes.

 

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Voy al baño solo para no caer dormido. Meo y me mojo la cara. Me quedo mirando a un abuelo en la terraza vecina. Lentamente, y como si estuviera ante algo vivo, limpia con un paño blanco una radio a pilas.

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Que mejor no nos veamos por un tiempo, que mejor no hablemos más. Acato. Nisiquiera respondo el mail. Acto seguido, bebo casi todas las noches. Solo escucho a Lucha Reyes. Me enfoco en lo que queda, hago como si nada, desplazo, aplasto lo que proyectaba como hundiendo la basura con el pie hacia el fondo y vivo sobre aquella superficie compactada.

 

 

 

 

Todas las maneras de amar vistas en silencio mientras no se construye nada. El ocre final de los colores en movimiento.

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Ya no echo de menos el celular muerto. Escucho todo el día la radio Beethoven y, por las tardes, el programa de la Paloma Salas. Dejé el café porque se acabó el café. Dejé la cerveza porque se acabó la plata. Sigo escuchando a Lucha Reyes por las noches. Retomé Rojo y negro de Stendhal. Me traje el cuaderno más bonito que tenía y ahora, cada dos o tres días, anoto algunas tonteras. En la casa no lavan la loza (su loza) hace días; tampoco hicieron el aseo que les correspondía. Supongo que por eso cuando llego siempre estoy enojado, pero no digo nada, porque yo también, en el fondo, soy bien como las hueas. Lavo mis dos o tres trastos y me encierro en la pieza. Algo de la ansiedad retrocede. Pienso menos en X. Todo afecta menos. Había olvidado cómo estos breves parrafitos igual me salvan un poco (y voy a volver a olvidarlo).

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“Deberíamos poder renunciar a todo, incluso a nuestro nombre, arrojarnos al anonimato con pasión, con furia. La renuncia es otra palabra para nombrar lo absoluto” (Cioran, Cuadernos 1957-1972).

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Noto que, aquí en el trabajo, cansa y aburre mi manera de no entender y preguntar. Entonces simplemente dejo de preguntar y todo lo que hago lo hago sin comprender. Por otro lado: almorcé un ladrillo de ravioles secos y fríos, me cagó un pájaro bastante bonito, se me quedaron las llaves en la casa, hacen más de treinta grados y llevo ya tres días con dolor de espalda. Me acuerdo de lo poco que la alcancé a conocer -y de cómo aquí dentro lo agrandé todo- y me siento, más que triste, ahueonao –o ahueonadamente triste, si quisiera ser más preciso. Sigo tomando dos o tres noches a la semana y esparciendo mi miseria como una brizna que menos mal se disuelve en la ventolera de tuiter. De nuevo llego al punto en que lo abandonaría todo y se me nota en la letra.

 

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Algún sábado de enero. Cuatro huevos de campo a la copa, sin pan, y un café. Un documental de Herzog -el más malo que vi hasta ahora- sobre ciegos y sordos mudos. Nisiquiera almuerzo y, en cambio, trabajo en la edición de estos diarios, específicamente el período de la librería. La espalda, aún con leves puntadas, ya dejó de matarme. Hago calzar esto con las dos o tres horas en que el sol da de lleno sobre la cama y luego, cuando la cosa se pone amable e incluso empieza a entrar algo de viento, me tumbo y termino Pulp –curiosamente, también lo peor que he leído de Bukowski. Caigo en una siesta de casi tres horas. Intento despertar varias veces pero nisiquiera puedo cerrar la boca así que sigo y sigo. No hay ni ganas de cocinar ni plata para comer algo fuera así que raspo una olla de arroz ajena. Chupo un poquito de kétchup directo del envase. Y con eso -signo bastante preciso del estado actual de mi alma- me doy por almorzado. Saco unos damascos. Los lavo. El segundo café del día y de nuevo al word. Como a las nueve ya empiezo a sentir que necesito interacción humana y le hablo a varias personas por wathsapp. Nada muy concreto sucede. Las luces empiezan a irse y decido volver a correr, desde cero. Diez minutos hoy, quince mañana, veinte el lunes, y así. Le doy una vuelta al Bustamante y, como siempre que dejo pasar el tiempo, me digo que todo estaría mucho mejor si repitiera esto tres o cuatro veces por semana. Ya en casa, frente al espejo, me comprometo con que esta vez sí que no voy a aflojar. Trago una gatorade naranja y rallo cuatro zanahorias. Aceite, limón, sal; todo muy naranjo y simple. Planto la tele a los pies de la cama. Pongo Far away from heaven y cada vez que aparece Juliane Moore quedo hipnotizado. Como a la mitad, D me dice que está con un ser curicano por aquí cerca. Junto las últimas monedas y parto al Rincón del sabor. Está absolutamente vacío y ya no se parece en nada al lugar que recordaba de años anteriores. Nos preguntamos dónde van ahora los poetas. Vuelvo como a las tres, ebrio, con Beware en los fonos. Lento, inmenso, solo, como si Deftones estuviera de hecho sonando e impregnando todas las cosas que me rodean y solo yo lo supiera.

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“Tener la sensación obsesiva de nuestra nada no es ser humilde, ni mucho menos. Un poco de humildad, un poco de humildad, me haría falta más que a nadie. Pero la sensación de mi nada me hincha de orgullo”. (Cioran, Cuadernos 1957-1972).

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Me acostumbro al nuevo trabajo, es decir, empiezo a llegar todos los días atrasado quince minutos. Ya sé a quién puedo decirle la verdad y a quién no. Fabrico un personaje a la medida de lo que requiere cada persona aquí. Aprendo a vivir cada vez más adentro. Dejo un hilo para cuando necesite rescatarme. No puedo perder ese hilo.

 

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Planeo el fin de semana para no quedarme dormido en el trabajo. Pienso en esa canción cuyo coro es “quiero amanecer con alguien”. Dejo un tuit a medias al respecto. Lo borro. Releo mis tuits y me averguenza el 70% de todo lo dicho ultimamente. Podo. Mantengo cierta imagen. Para qué, para quién. El otro día en la fila del super, frente a una anciana y un hombre con muletas que insistían en cederse el puesto, me di cuenta que automáticamente empecé a buscarle ciertos rendimientos cómicos al asunto en vistas de poner algo en tuiter. ¿Cómo vagaba mi imaginación antes de las redes sociales? Quizá nisiquiera estamos en condiciones de recordar lo perdido. Sea como sea, podo y me podo: recorto en el avatar lo que no consigo administrar en lo real; libero hacia el mundo una versión pulida de mí mismo que, como todo escupo, se me devolverá en forma de piedra.

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Anoche: champán solo. Vi Thelma, la última de Joachim Trier. Una jovencita -muy Claire Danes a los veinte- de férrea crianza católica entra a la universidad. Aislamiento, pero también drogas, alcohol, y una amiga con la que se da besos. A ratos le vienen unos ataques epilépticos que los doctores atribuyen a causas ajenas a la epilepsia. Cuando le vienen estos ataques las luces parpadean y a veces incluso desaparecen algunas personas. Bonita fotografía, pero uno ya ha visto cien mil veces la misma trama. No sé si me gustó. Por otra parte, cerré tuiter. La espalda sigue igual. El ánimo donde mismo. Pronto cerraré Facebook.

 

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Thelma (Joachim Trier, 2017)

 

Algún día de abril. Todo está normal pero nada va muy bien. Estoy aburrido de tener que elegir entre comprarme calzoncillos o comida decente. Aburrido de los cariños charchas, de la ternura que nunca se queda. Aburrido, sobre todo, de esta horrible señora del trabajo. Aburrido también del trabajo mismo, de seguir levantándome seis días a la semana para conseguir solo lo justo y necesario para la reproducción de la vida, de esta vida. Aburrido, está demás decirlo, de no escribir hace meses y que lo primero que salga sea este párrafo de mierda que, con leves variaciones, ya he escrito cientos de veces en años anteriores.

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Me tomó más de seis meses atreverme a instalar el word y el vlc en el computador de este trabajo en el que creen que la única manera de evitar que saquemos la vuelta es negarnos el wifi. Frente a mí escritorio una señora duerme enrollada en sus propios brazos. A veces voy a dormir al baño, pero con estos fríos ya no es posible. Lo extraño es que, ya sean cinco o quince minutos, siempre alcanzo a soñar algo. Se lo adjudico a mis continuas ganas de estar en cualquier otro sitio.

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Viernes soñado. No hay absolutamente nada que hacer y mañana no hay que venir. El material para la revista de hoy llegará como a las cinco y, hasta entonces, quedamos liberados (dentro de las posibilidades del escritorio). Así que he estado toda la mañana leyendo artículos postergados, haciéndome cargo de este word y divagando en bandcamp. Almorcé una empanada, ensalada de pepino y huevo y una sopa de acelga y papas que me hice anoche. Mientras las señoras conversan sus cosas yo existo por dentro. Me repliego y voy contestando a cada cosa que dicen con garabatos mentales. A veces hablan de películas antiguas y ahí me meto. Desde ayer que anda toda la familia del dueño dando vueltas aquí y cuando se pasean alrededor de nuestros escritorios me siento como en un zoológico. A diferencia de las señoras -que parecieran erguirse cual suricatos y teclear con furia cada vez que estas inspecciones ocurren-, yo me preocupo de exagerar un aire distraído y mirar mi celular como si estuviera en el living de mi casa. Sé que no tienen a nadie más que haga esto que hago (que tampoco es la gran cosa) y, considerando lo que pagan, no tengo nada que perder. La semana pasada finalmente pude comprarme pantalones (única compra extra del mes) y siento que cada vez estoy más cerca del crimen (en cualquiera de sus variantes). Considerando la naturalidad con la que alguien regala más de las tres cuartas partes de su día a cambio de cuatrocientas lucas, me acerco cada vez a esta otra situación, también muy natural, que surge como reacción a esta opresión tranquila y de la cual, dicen, uno debería estar agradecido. Hace algunas semanas le compré unos calcetines muy bonitos a unos mecheros y llegué a esa conclusión: tengo que hallar la manera de conectarme mejor con ese mundo. Si el sueldo no alcanza para lo básico, se vuelve legítimo acceder al mercado a través de los que lo burlan. Mientras uno no tenga las herramientas para burlarlo por cuenta propia, claro está.

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Psicomagias charchas: pienso que cuando finalmente se descarguen esos tres torrents que hace meses están detenidos en 99,9% algo va a pasar en mi vida.

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Sábado. Termino de ver Qué difícil es ser un Dios mientras tomo desayuno. No entendí absolutamente nada salvo que en cada encuadre había siempre mínimo seis personas y un par de animales apelotonados escupiendo, vomitando, cagando, golpeándose, comiendo, cayendo y empujándose a través de habitaciones medievales mugrosas siempre llenas de barro, pozas, escupideros, caca y objetos cotidianos esparcidos por el intransitable suelo. Apenas la termino, abro las ventanas, pongo música y me pongo a limpiar y ordenar la pieza. Comienzo con luz y termino con la tardenoche llegando. Entremedio hablo con J por whatsapp, tomo un café tras otro, como mandarinas, respaldo las últimas películas bajadas y voy escuchando uno por uno los que se suponen son los mejores discos de hip hop del 2018. Aún no almuerzo y podré salir a comprar algo cuando mis únicos pantalones, extendidos sobre el piso calefaccionado, terminen de secarse.

 

hard to be a god - aleksey german (2013)
Hard to be a god (Aleksey German, 2013)

 

No sé si es la lengua la que me está creciendo o las mandibulas que se me están apretando, pero ya no puedo evitarlo: las muelas están siempre en contacto con la base de la lengua, la aprisionan y noto que algunas palabras me salen entrecortadas por esto mismo. Y eso que se supone que estoy en un buen momento, haciendo ejercico tres veces a la semana, fumando cero marihuana, leyendo y escribiendo, dormiendo incluso siete horas algunos días. ¿Qué se supone que haga? ¿Cuándo se acaba este cuerpo diciéndolo todo en clave?

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Mañana se acaba el plazo para el concurso de cuentos que prometía tres millones al primer lugar y ya no alcancé a terminarlo. Una página y media en un mes. Y mala más encima. Sin conseguir de ningún modo el tono buscado, la atmosfera, sea lo que sea que signifique eso. Me va quedando claro que llevo tanto tiempo encerrado en el diario que ya no sé comportarme en el exterior literario, ficticio, constructivo. Seleccioné más de veinte libros de cuentos de mi biblioteca y llegué a la mitad de varios de ellos. Es más: terminé uno, el único que, durante dos o tres días de lectura en el metro y en los tiempos muertos del trabajo, consiguió mi monogamia lectora, uno que tiene un título como de libro de Zambra pero que en realidad es de Patricio Pron -escritor atentísimo que, vía tuiter, comentó agradecido cada pantallazo que subí.

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Mi conclusión –que no es una conclusión sino una cómoda parálisis entre dos verdades irrefutables y antagónicas- es que, por un lado, es cierto que, por la razón que sea, no consigo terminar nada de lo que me propongo y hago bien en insistir y contrariar esa “naturaleza”, y por otro, también es cierto que absolutamente todo –si publico o no, si gano algún concurso o no- da lo mismo mientras continúe escribiendo. Incluso si es aquí. Incluso si sigo así, sin subir nada al blog. Incluso si, como en este caso, y siendo fiel al primer motor perezoso del antagonismo anteriormente detallado, es algo que ocurre cada uno o dos meses.

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Estoy en mi escritorio y quiero llorar. Yo no era así. Me visualizo ante alguien que me escucha y me suelto y empiezo a enumerar los motivos y tengo que parar de imaginar como quien detiene un chorro de pichí y me paro rápido y lloro en el baño y, aunque podría ir analizando uno por uno todos los motivos, siento que lo que los anuda es justamente lo que se me escapa. Anoche pensé que me había intoxicado con soda caústica y solo fue mi mente. Llamé a mi papá y seguí todas las instrucciones. Sin saliba y traspirando y paseándome por la casa, intentando bromear al respecto con mi hermano que venían recién llegando. Antes, mi mamá me cuenta que está punto de perder la casa. Va a trabajar de temporera a ver si consigue lo que le falta mientras, por este lado, nisiquiera tengo para pagarle a un fontanero o pagar cotizaciones impagas o comprarme ropa. Si voy uno por uno, si separo y analizo -que es lo que siempre he hecho- no pasa nada, todo puede resolverse. Sé eso, pero no basta. Siento que el cuerpo me va a traicionar. Que olvidaré respirar. Denante, después de llorar, amarillo y sentado en el water del trabajo, sentí de nuevo que yo no era mi cuerpo y que, por lo mismo, éste podía rebelarse y no hacerme caso. Me mojo la cara, respiro, me apoyo en la baranda. Insisto: yo no era así. No entiendo de dónde viene esto y me da miedo. O peor aún: me doy miedo. Vuelvo al escritorio, le hablo a tres amigos por guasap, les cuento, siento que no puedo lidiar solo con esto y, aunque me averguenza, les digo todo, y de algo sirve, salgo un poco de mí, quiero llorar de nuevo y aquí están todos tan en la suya que dejo caer un par de lágrimas y nadie lo nota. Quisiera abrazar a alguien y derrumbarme. Eso es todo lo que quisiera. En cambio, veo en el celular un documental titulado Montaigne y la autoestima. El cuerpo y la filosofía. Nuestra reprimida cercanía con los animales. Una mujer que se alimentaba tras una pequeña cortina por su vergüenza de que la vieran masticando. Otro sujeto que se suicidó tras una importante cena en la que dejó salir unos cuantos eruptos. Me río. Aquí todos, en algun momento del día, ríen frente a su celular. Luego de esto salgo a almorzar con D que acaba de llegar (atrasada, como siempre). Por la tarde ya empieza el trabajo duro y, cosa extraña, lo anhelaba: necesito olvidarme un poco de mí mismo, aunque sea mediante la enajenación.

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De nuevo ya no lo estoy consiguiendo. De nuevo estoy llegando al límite en que la rabia no se acaba nisiquiera estando en casa, en que despierto y siento que es imposible que todo esté comenzando de nuevo. Lo mismo que en la última época de la librería, pero quizá un poco peor, pues ahora, a la repetición idiotizante y la sobreexplotación de un trabajo mal pagado, se le suma una nueva capa de mierda, a saber, la triste intuición de que siempre seré pobre. ¿Vale lo que sé o lo que puedo hacer, más de cuatroscientas lucas? No me decido a abandonar este trabajo justamente porque sería pasarme de estar sentado sobre una poza de pichí de perro hacia otra de pichí de gato. Sé que valgo más, pero a estas alturas sigo sin saber qué es lo mío. Continúo escribiendo cada vez con menos frecuencia pero también, por lo que puede verse, cada vez con más patetismo. No es la evolución diarística que esperaba, pero es el único camino a seguir si no quiero volverme loco. A medida que pasan los años empiezo a hacerme a la idea de que finalmente esto era todo. Esto, o sea, poseer un solo pantalón que se lava todos los sábados, tener para salir por unas cervezas una o dos veces al mes y escribir estos lloriqueos en los ya cada vez más escazos tiempos muertos del trabajo. Una señora con trombosis, gente de vacaciones, reemplazos que no existen, y el resultado es que ya llevo meses haciendo un trabajo que solían hacer dos personas. Y todo por el mismo precio. Ya pasé el año y lentamente empiezo a sumarme al grupo de los pobres hueones a los que les aplazan una y otra vez sus vacaciones LEGALES. Ayer un compañero que no tiene vacaciones hace más de tres años renunció de esta manera: diez minutos antes de la salida se acercó, me preguntó si a las siete podía apagar su mac, me preguntó si me debía algo -mientras saco la revista él era quien me pasaba casi todos los avisos a los que hay que hacerles modificaciones-, se despidió como cualquier otro día y bajó por las escaleras traseras. Luego, por terceros, me enteré que había renunciado. Sentí el mismo orgullo de hace un año cuando supe que M había renunciado a la librería y luego el germen se esparció y lentamente todos fuimos abandonando ese mall reconchesumadre. Los consejos de los amigos ya no me sirven -pero igual gracias-. Los consejos que me doy a mí mismo tampoco. Fantaseo con terremotos y guerras. Sueño que me atropellan o que caigo en cama por múltiples motivos. La incipiente crisis de pánico que me vino la otra noche tiene mucho que ver con ello.

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Ando mejor o al menos ya no tan en la mismísima mierda. Pude pagar el arriendo y las cuentas y en menos de dos semanas tengo quincena y mientras puedo vivir de arroz, huevos y café. En mi mente todo se arregla en diciembre, cuando nos devuelvan el mes de garantía y nos den el bono de navidad aquí en el trabajo. Ayer no había mucho que hacer y salimos a las cuatro. Hoy, lo mismo. Llego a casa, cierro las cortinas y me duermo encima de todo. Quizá lo único que necesite sea dormir, dormir hasta la estupidez. Que se haya destapado el lavamanos es algo que también ayuda, que los roommates antiguos ya se hayan llevado casi todas sus cosas también. Al menos dos noches a la semana A saca su vaporizador y le damos al FIFA 2019. De a poco vamos siendo el hogar que tenía en mente. Me digo que tengo que ocuparme de lo que puedo y olvidarme del resto porque ya sé que, como me pasó hace algunos días, me nublo y me paralizo. Cagó el usb de la tele, luego el hdmi del notebook, y lo que hice fue empezar a leer por las noches y luego ya mi hermano se trajo el dvd desde Curicó que, enchufado a la tele, hace las de usb. En suma: ya no me queda espacio mental para preocuparme de aquello que no tenga una solución inmediata.Escribo todo esto del mismo modo que mi mamá hace esos collage con sus deseos materializados y los pega en la muralla, junto a su cama.

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Anoche vimos la última de Denzel Washington con mi hermano y cuando aconseja a un pandillero y le dice que tiene opciones, que puede elegir ser quien sea, sentí que me lo decía a mí.

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Verguenza de haberle lloriqueado a esas dos o tres personas por wathsapp hace una semana. No han vuelto a repetirse los episodios de ahogo ni esas incomprensibles ganas de llorar en algún indeterminado regazo. Sigo pobre, mi madre consiguió prestado para no perder la casa, el trabajo cede y me da esta semana pausada. Todo sigue basicamente donde mismo, pero el sol, con todo lo que lo odio, tiene algo de bueno. Las noches frescas-pero-tibias me sirven. Las personas en sus balcones me sirven. La luz temprano me sirve. Echo cedrón y jengibre y limón y hielo a un jarro y no necesito nada más. Por las noches vemos Haunting of Hill House con mi hermano. Busco tener pesadillas que le agreguen algún dramatismo a la vida, pero nunca me resulta. Ayer vendí un par de libros a precios irrisorios y con eso me alimento y cargo la bip. Es viernes y aún queda un par de horas antes que llegue el material para hacer la revista de hoy. Escribo aquí, termino los Diarios de Pizarnik. Lloro un poquito cuando en las últimas páginas escribe que ya decidió que va a suicidarse y a continuación pone “Mi necesidad de ternura es una larga caravana”. Si tuiter hace lo suyo y consigo vender un par de libros hoy quizá pueda tener mis merecidas cervezas nocturnas.

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Los días han quedado marcados por Matías Catrillanca. 26 balazos recibió su tractor, 1 su cabeza. Iban a buscar cilantro, cuenta el joven que le acompañaba y que sobrevivió al acribillamiento del Comando Jungla y a las posteriores torturas de los mismos. Al día siguiente, marchas, barricadas, cacerolazos, agitación. No sé si a la larga sirva de algo, pero las noches son nuestras. Después de arrancar un rato y aprovechando el viento que empieza a correr, nos ponemos en el balcón con mi hermano y prendemos uno. Le gritamos a los pacos que pasan y contestamos todos los COOOMPAÑERO MATÌAS CATRILLANCA que surge de los cabros que resisten allí abajo.

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Viernes. Saldremos como a la una y en mi mente solo existe la larga siesta con la que me saltaré la tarde y su calor. A las ocho juega Curicó con Audax, el sábado vamos al lanzamiento de un poemario de J en el que parece que habrán cervezas gratis, y esas serían todas las actividades programadas para el fin de semana. Ando feo, me siento pesado, lento y feo y se me nota: arrastro los pies, no miro a la gente, lo único que me anima -y ni tanto- es volver a casa. Volvió la puntada de la espalda y, como en el final de esa película de Kiyoshi Kurosawa que parece que es Kairo, llevo un fantasma al apa, una sombra negra que seguramente soy yo mismo. La estupidez del prójimo que antes me era indiferente ahora me daña. La derechización general que antes me invitaba a analizarlo todo ahora solo me asusta. B me invita a su café, pero le miento, le digo que tengo que almorzar con M. Miento, siempre miento. Se dio cuenta que estoy pobre y me dijo que no solo me compraba el libro sino que me invitaba a comer algo a su local. Obviamente me sentí como el chavo del ocho. Además, no puedo estar en la calle a esa hora. Nada es tan importante como para ponerse bajo el estúpido sol. Y sin embargo, me cuento el cuento de que ahora en diciembre, cuando mi economia se arregle, haré una dieta estricta, como nunca lo he hecho antes, me compraré zapatillas, y volveré a correr. Iré donde æ a que me corte el pelo. Quizá incluso pueda comprarme una polera o una camisa. Parece que asumo que sintiéndome bien conmigo mismo todo las otras cosas irán bien.

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Odio a este chuchesumadre. Me remeda. Cree que es chistoso y me remeda. Y canta, canta un montón. Yo solo lo miro. ¿Qué tipo de adulto es éste? ¿Cómo no se da cuenta que cuando uno es nuevo en un lugar primero hay que tantear? Compañero nuevo reculiao. Fuerzo una risa como fuerzo el 90% de mis interacciones aquí en la oficina. Cada vez que se aburre o que termina algo va uno por uno, intentándolo y, casi siempre, fracasando. ¿Por qué no se da cuenta que ésta -sino todas- es una oficina que valora el silencio? Me gusta cuando C reacciona igual que yo, es decir, mirándolo directo a los ojos y sin decir nada (a diferencia de ella, creo que yo meneo la cabeza levemente, esperando que entienda que me cansa y que no es necesario que se lo diga). Debe tener como cincuenta años, estornuda como guagua y opina sobre todo como Aldo Duque. Toma café y, al final, hace algo con la lengua y el paladar, un sonido que me perturba aún más que el del plumavit y, mientras lo hace, me visualizo saltando por encima de mi escritorio y azotándole la cabeza contra el suyo. Quizá solo mis audífonos y esto me separan de hacerlo.

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El año en que menos he escrito desde que empecé a escribir. En el fondo, cada vez que dejo de escribir por meses me cuento el cuento de que es para que las cosas pasen. Como si no fuera capaz de hacer ambas cosas a la vez -no lo soy.

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(Noviembre 2017 a Noviembre 2018)

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(1) Y me acuerdo de esta reflexión de Pessoa ante un tipo cualquiera no recuerdo si en la calle o el transporte público: “Sentí de repente, por ese hombre, algo parecido a la ternura. Sentí por él la ternura que se siente por la común vulgaridad humana, por el banal cotidiano del jefe de familia que va al trabajo, por su hogar alegre y humilde, por los placeres alegres y tristes de que fatalmente se compone su vida, por la inocencia que implica vivir sin analizar, por la naturalidad animal de esa espalda vestida”.

octubre

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“Creo que si el universo es una catástrofe tranquila, se escriben libros para destruir de forma invisible, sin el escándalo de la destrucción”. (R. Olavarría, Alameda tras las rejas).

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Llegué a la mitad de Un bárbaro en Asia por la mañana y ahora, siendo las tres de la tarde, llevo ya una hora leyendo los Cuadernos de Cioran y, de nuevo, cabeceando. ¿Qué espero conseguir con todo esto? Acá en el trabajo creen que estudio, que soy joven, que en mi tiempo libre hago un magister o qué se yo; mientras sirva para que me dejen tranquilo, pueden creer lo que quieran, total, ni yo mismo entiendo la finalidad de todo esto. Me jacto de robarle tiempo al trabajo para leer y cultivarme, pero al final del día lo único que tengo es un conocimiento separado, escindido; un hueso que todas las noches entierro en este patio. Todo esto es como un río de voces que, aunque refresca, no coincide con la vida. Y si, en una confusión que ni me hunde ni me salva, insisto en hacer caber aquí lo vivido y lo leído, lo soñado y lo padecido, es porque no se me ocurre qué otra cosa hacer, de qué otra manera acercar una cosa a la otra. Todo esto, más que un proyecto o una voluntad lanzada firmemente hacia el futuro, no es más que la incesante afirmación y transcripción de ese desfase.

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“Cuando leo, tengo la impresión de «hacer» algo, de justificarme ante la sociedad, de tener un empleo, de escapar a la vergüenza de ser un ocioso… un hombre inútil e inutilizable”. (Cioran, Cuadernos 1957-1972).

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Tres horas por delante sin nada que hacer. D volvió a faltar: llevó a su gato al veterinario y pude sacar mi parte de los pliegos sin ningún problema. Leo el diario de Olavarría y cabeceo. ¿Qué tan indecente sería poner unas colchonetas para dormir siesta en los tiempos muertos del trabajo? Me pregunto cuándo me irán a pagar mis primeros días sueltos de septiembre. Paso por afuera de la oficina de esta mujer, la busco con la mirada, siempre parece enojada u ocupada. ¿Por qué siempre me cuesta tanto pedir lo que me corresponde?

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¿Estará bien si traigo un rompecabezas al trabajo? No puedo leer más de una hora seguida sin buscar alguna excusa para levantarme o sin que me ataque un sueño que pareciera ser más yo que yo mismo y gracias a ello crecer y derrotarme a cada intento mental de contrarrestarlo.

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Sábado. Toda la tarde oliendo las distintas cepas de los vecinos a través de la ventana. Tipo diez, echado leyendo a Carver, quedo ante una cena entre amigos en la que, de entrada, se sacan un hookah y comen pastelitos y cometen errores de volados y parece que el protagonista, pese al relajo ambiental, estuviera siempre interiormente apartado y alejado, sin nunca entenderse por qué, cuestión que, ya que Carver es Carver, termina importando bien poco, o mejor aún: es todo lo que ocurre en el cuento. Así que fumo por escrito y como a las once de la noche parto caminando a encontrarme con G al Il Successo que está cerrado, entonces volvemos caminando y, cosa rara, encontramos una mesa desocupada al fondo de la Terraza y, mientras esperamos, pienso que esta es una de las cosas que más me gustan: estar esperando comida con alguien que quiero.

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De nuevo le creí que iba a venir el domingo. De nuevo no vino. Ordené, me bañé, hice té de tetera e incluso escogí unas canciones que iban a sonar casualmente cuando llegara. Pero no me alcanza para reclamar nada. No calza con lo poquito que somos (un poquito que es entero y perfecto dentro de su leve ser). A lo más, una sensación ambiental de ridículo, un quedar con ganas de nada o no saber pasar a lo que sigue. En el fondo, tomo lo que me da, cuando sea que me lo de, y no la culpo, porque es el espejo exacto de lo que yo mismo puedo dar en este momento, de modo que todo este lloriqueo no vale nada y queda anulado en sí mismo.

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“Siento que el amor en las condiciones de mercado actuales es impracticable. Ya no somos artesanos, ni maestros talabarteros, escultores, zapateros no poetas, somos empleados fiscales siempre esperando un ascenso o que nos den una oficina más grande”. (R. Olavarría, Alameda tras las rejas).

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Se me acabaron los podcast. Me aburrí de Cioran. Me aburrieron los sueños de Perec. Me aburrieron incluso estos últimos poemas de Carver. Se acabó el plan de datos y la tarde avanza lento a la espera de la revisión de las carreras. Escribo aquí, en un papel suelto y no en el cuaderno nuevo, porque siento que todo está feo. No mal, ni triste; feo. Ando feo. La ropa anda fea. El rostro resfriado está feo. La somnolencia general está fea. Esta letra misma está fea. Y así.

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Ayer: todo el día frente a esta cagá de computador. Es todo un poco más difícil sin D, quien ya definitivamente tiró licencia para luego renunciar. Salí con el cuello adolorido y en el metro peleé con dos hueones en distintas estaciones. Quiero creer que no soy yo el problema. Cuando ya voy de vuelta todos mis movimientos son pausados y eso me enfrenta a los que, aún al final de la jornada, corren para entrar a un vagón que pasa cada dos minutos y que nisiquiera viene lleno. Llego enojado a la casa. Como siempre, no consigo abrir la puerta. Dejo mis hueás y salgo a vender mi ejemplar de Leñador, que me gustó, pero no tanto como para conservarlo. Aprovecho el vuelo y me junto con D que está de cumpleaños. Está con un tal Freddy Merkén y otra niña. Me trajo un pedazo de torta y a mí se me quedó su regalo en la casa. Bebo como desgraciado, como alguien que quiere sacarse rápidamente el día de encima. Hablamos casi todo el rato de Bojack, Louie, Horace and Pete y las acusaciones de abuso contra Louie que seguro en unos días más saldrán a la luz con contundencia. Al final las niñas se van por un lado y nosotros por el otro. Casi que se me había olvidado lo grato que es conocer gente nueva.

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Empiezo los Poemas a la muerte de Emily Dickinson en el trabajo y recién en la página cincuenta aparece uno que me gusta. Lo dejo en pausa y me paso (en el reader) a los Cuadernos de Cioran en donde, a modo de insistencia, y ya en la primera página, aparece citado este verso de Emily: I felt a funeral in my brain. Lo tomo como una señal y vuelvo, de nuevo, a sus poemas.

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Murió el Divino Anticristo. Vi el bulto a través de la reja cerrada, a primera hora del día, saliendo con mi papá que anoche vino a una reunión. Él vio a un vagabundo cualquiera muerto y yo vi mis primeros años en esta ciudad, cada sábado despertado por el ruido del carro, mirando por la ventana, preguntándome quién será esa señora.

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Ayer en la tarde nos juntamos con A, fumamos en el Parque O’Higgins, nos pusimos al día de este último mes en que nos habíamos alejado, miramos desde lejos la fila del MAC (un show de luces al que supuestamente queríamos ir) y, en vez de entrar, decidimos cruzar la ciudad caminando y fumando. Ya a la medianoche, ebrio y en casa, me quedo en el living un rato, usufructuando del cumpleaños de mi compañero de departamento: bebo más, fumo más, me hago el chistoso, ataco la nutrida tabla de quesos, salames y demaces y me guardo. Pongo Mindhunter y me duermo, como nunca, con el notebook encima.

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Domingo. Despierto a las ochotreinta, parto al super y gasto las últimas cinco lucas que me quedan en huevos, pan, yogurt blanco y algo para el almuerzo. Creo que nunca en la vida había estado en un supermercado un domingo a esta hora. Quedo con una luca en la billetera y mil seiscientos en la cuenta rut. Paso toda la mañana en el word, traspasando los papeles con anotaciones y citas acumuladas en la semana. Por la tarde: podar aún más estos últimos tres años (ya rechazados amablemente) para, bajo la sugerencia de N, mandarlos a esta otra editorial que, según me dice, da ciertas libertades en torno a la portada, la contratapa, el prólogo y todas esas cosas.

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“Mi artículo sobre la Utopía, publicado en el número de julio de la NRF, es tan malo, que he tenido que acostarme”. (Cioran, Cuadernos 1957-1972).

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G, el otro montajista que me va diciendo cada día lo que hay que hacer, no ha llegado. Si me ha llamado o guasapeado no lo sé (nuevamente me han bloqueado el celular por deudas). Llevo ya una hora dando breves sorbos de café y leyendo Un bárbaro en Asia. Me cuesta entender que me paguen por esto. Todos en la oficina parecieran estar trabajando, pero no siento ni expreso culpa alguna: si no estoy haciendo nada es porque aún requiero de instrucciones. Aparte, Michaux escribe como alguien que no le debe nada a nadie y desaparezco un poco de mi propio escritorio.

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“Todo lo que me impide trabajar me parece bien y cada uno de mis instantes es una escapatoria. Si me examino sin complacencia, la huida de la responsabilidad, el miedo a tenerla, aunque sea ínfima, me parece el rasgo dominante de mi carácter. Soy desertor en el alma. Y no por casualidad veo en el abandono, en todo, la marca distintiva de la sabiduría”. (Cioran, Cuadernos 1957-1972).

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Cada vez me convenzo más de que no es el estilo ni el intelecto el que escribe. Es una manera de caminar y de observar e, incluso, una manera de mantenerse callado. O, como dice Levrero: “Escribir no es sentarse a escribir; ésa es la última etapa, tal vez prescindible”. Leo Un bárbaro en Asia y, al igual que en los trópicos de Miller, siento que no estoy ante alguien que haya llevado a cabo un trabajo, una rumiada traducción de una experiencia individual a una más universal sino ante alguien que no ha tenido más remedio que hacer coincidir su experiencia –sea cual sea ésta- con la escritura. Párrafos cortos y precisos, impresiones brutas –“¿quién más idiota que el hindú idiota?”. Un ojo ajeno pero sin el cedazo occidentalizante. Una descripción geográfica de Asia que va llenando todo el cuadro mental como en una (buena) pornografía marvelística aparejada a una lectura más psicologica o espiritual que transmite una pasmosidad digna de los solitarios personajes de Tsai Ming-liang o Wong Kar-wai -dice Michaux sobre los hindúes que ve atiborrando las calles: “De pie, los ojos parecen de hombres acostados”, y, más adelante, sobre la manera que tienen estos de tumbarse en cualquier sitio, agrega: “¿Es posible acaso preveer donde un gato va a echarse?. ¿Quién consigue en la actualidad apuntar a tanto flancos sin que se le noten las costuras a cada uno de los programados intentos por achuntarle al clima moral de la época? A quien sepa, que me cuente dónde podría estar el Henry Michaux de hoy en día.

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Todas estas últimas noches han sido iguales: llego del trabajo, ordeno todo, como algo, me hago un té y me plantó a podar y reordenar un word al que no he conseguido ponerle otro título que “2014-2017”. Cuando llego a la parte de la ruptura se me humedecen los ojos y paso de largo al mes que sigue.

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La fuerza débil de todo lo que soñamos en nuestras oficinas

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¿La veré este fin de semana? ¿Qué película quiero ver a la noche? ¿Sabré largarme a tiempo de esta ciudad y sus ritmos?
Nunca estoy en el sitio en el que estoy.

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Nada que hacer en la imprenta. Intento unos pésimos poemas. Le escribo a todos por guasap. Planeo el fin de semana. Leo la antología de Uribe. Contesto un dm de OO como si fuera parte de nuestras correspondencias que nunca continuamos. Apenas salga de aquí partiré a buscar el Diario de Ruíz. Y todo eso, que no es mucho pero tampoco es nada, es lo que ha pasado hoy.

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Domingo. Releo lo escrito este mes y me encuentro con que casi la mitad es un mero compendio de los días. ¿De qué me sirve saber lo que hice si ya lo hice? Lo borro todo, o casi. Tanto aquí como en tuiter, me averguenzo cuando me descubro mero notario de mí mismo. Conversábamos recién con D y S acerca de ante quién o ante qué uno escribe (o dibuja, en el caso de ellas) y parece que quedamos en que el instante de la traducción hacia otro es algo que uno siempre mira de reojo. Estar aburrido en el trabajo no debería ser motivo suficiente para venir a soltar aquí las mismas cuestiones de siempre. La vida enumerada no debería ser suficiente, nunca.

septiembre

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“Hay que pensar en contra de uno mismo y vivir en tercera persona”. (R. Olavarría).

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Viernes 1. Ebrio a la segunda lata de cerveza, seguramente porque hoy solo desayuné un yoguyogu de mora y aguanté la tarde a puras frutas. Mezcla de pereza, pobreza y un ridículo ánimo monástico. Ahora son casi las diez de la noche y, como que no quiere la cosa, dejo un arroz con papas haciéndose. Igual con algo de cariño, es decir, con ajo y cúrcuma. No hay nadie en casa. No prendo las luces y dejo que la tardenoche entre y lo iguale todo. Termino mi lata sentado en el balcón. Miro los edificios de Lira y pienso lo mismo de siempre: soy incapaz de asimilar todas esas vidas allí amontonadas y desconozco las consecuencias de aquello. Prenderé las luces cuando ya esté la comida. Pondré música. Ordenaré. Haré té en la tetera y me conformaré, como todas estas noches, con el justo y eterno panorama de escoger una película que me lleve a alguna parte.

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El desamparo de una madre al teléfono. “¿Cuándo me va a tocar un buen hombre?”. Apelo al azar y la contingencia. Le digo que aún es joven. Que estar solo también está bien. Le digo todo eso, pero en el fondo aceptaría quedarme todo un día de pie en la oscuridad y sin comer con tal de que encontrara a alguien que la quisiera y la acompañara de verdad.

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Hablo con J que va en su colectivo talquino. Conversamos harto últimamente. Le pregunto si va a salir a la noche y qué espera de aquello. Le cuento lo que he comido y leído en el día. Le pregunto qué ha comido y leído él. Si sigue saliendo con la misma chica. Le damos vuelta a la relación entre redes sociales y la inflación de lo que sea. Por algún motivo ambos andamos soñando con meteoritos, tsunamis y demaces. Nunca nos despedimos.

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Corriendo por Pocuro veo a la distancia que asaltan a un cabro. Igual que como hace un año presencié a una enfermera siendo despojada de su celular, veo al ladrón interceptar al sujeto desde atrás, un leve forcejeo, tres zancadas y huir en un auto que estaba a la espera. Me parece tan amariconado -en el sentido no heteronormativo del término- tan de ladrón charcha, asegurado y moderno. Los imagino vendiendo el cel, comprando jales y luego yendo a la disco. Supongo que por lo mismo, o en el fondo porque sí, o porque el cuerpo simplemente lo permitía en ese momento, corro como enajenado tras el auto, por último para ver la patente. El cabro, envalentonado, corre conmigo. Pero el auto se pierde y no alcanzamos a ver nada. Vuelvo a la casa cojeando, producto de un pinchazo al gemelo derecho que le oculté al asaltado y a todos los que estaban cerca viendo la inútil hazaña.

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Miércoles 6. Termino Trópico de capricornio tomando té en cama. Me fui tapando de a poco, pero al menos no me quedé dormido. Terminé también Momento por favor de Cociña (me dejó una sensación muy grata y matizó mi adolescente rechazo a La Familia). Ya cortaron la calefacción centralizada y volví a darle uso a los guantes, las pantis y las bufandas. Sigo en plan de mandarme un gran desayuno y no almorzar nada. Ayer se sacaron unos choripanes para el partido de Chile con Bolivia y me di por pagado. Así ando viviendo y no me importa nada. K me cuenta que recoge las sobras de cuando se retira la feria y solo pienso en las stories de ciertas personas que van a bares o restoranes dos o tres veces a la semana. ¿Soy un resentido? Como sea, la mancha de agua (filtración de la tina, supongo) avanza lentamente por el pasillo. Pero nadie hace nada. Es como una película de terror antigua pero, en vez de gritos destemplados, contemplación y tedio. ¿Por qué tiene que ocurrir esto justo cuando intentamos abandonar este lugar? Si me quedara fuerza, tendría rabia. Si tuviera plata, haría algo. Apenas noté lo que pasaba empecé a repetirme mentalmente: “Los acontecimientos son inocentes, lo que ocurre no me ocurre”. Después medité un poco (y me di cuenta que siempre termino visualizando a un pequeño hombre con una escoba parado en el centro exacto de la cabeza y barriendo ideas y sentimientos: tres barridas hacia la derecha y tres barridas hacia la izquierda).

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Reiterados sueños en los que pincho pero no pasa nada. Ni besos, ni sexo; solo el texto del preámbulo, la mirada que busca y hace como que no, ese momento en el que cabe todo porque aún nada tiene un significado concreto. Puede ser una mujer en un tumulto o solamente un nombre. Luego: perderse, buscarla, atrasarse, huir, teletransportarse a un nuevo escenario y ya no saber volver. Eso o casas con demasiadas habitaciones. Quedar de juntarse en un lugar, sentir (en el sueño) esa certeza y luego darse cuenta que esa es toda la información: un lugar y la forma de una certeza. O también: llegar al lugar del encuentro, acercarse a una silueta, pero ya no es ella. En el sueño de hoy: nos tomamos la mano con G (quien me gustó hace muchos años). Es una fiesta. Hay un rincón con luces rojas. Terminamos ahí. Se recuesta al lado. Apoya su cabeza en mis piernas. Entrelazamos los dedos. Y eso es todo.

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Todos, pero absolutamente todos estos últimos días, un mail en el que me preguntan si ya estamos listos para largarnos de este departamento reculiao.

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“Me conformo con un poquito de gloria, la justa para no parecer un imbécil en mi pueblo”. (Jules Renard, Diario 1887-1910).

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Día de la mudanza. Nos entregan las llaves en la tarde y empiezo a acarrear algunas cajas. Me mando tres latas de cerveza, cuatro empanadas, una lata de cocacola y un superocho durante los dos horas que dura el ajetreo. Despierto valiendo nada. Intento vomitar, pero no puedo. Intento cagar, pero tampoco sale nada. Nunca me había pasado. Empiezo a pensar que si de aquí a la noche no consigo evacuar de algún modo tendrán que meterme un tubo en el hoyo y con ese horrible pensamiento, y acompañado de RSB que vino a apoyar, sigo subiendo cajas. Nos estamos cambiando solo un piso más arriba, pero aun así todo es un padecimiento. RSB termina sustituyéndome en todo. A las 2 yazco en cama. Duermo y algo se repara. Consigo cagar. Todos están ordenando y moviendo cosas. Camino a la farmacia me detienen dos acomodadores de autos. Que los inmigrantes les están quitando los trabajos. Que los colombianos son todos ladrones. Que lo único bueno son las minas. Están sentados tomando vino. Y alrededor todos los inmigrantes quieren su trabajo. Siento que voy a vomitar en cualquier momento, pero no me dejan irme. Digo puras amarilleces y zafo. Al llegar acá, noto que no hay ni agua caliente para bañarse ni gas para cocinar mi arroz de enfermo. Por alguna razón, la corredora no ha hecho la única labor que tenía: asegurar que los anteriores arrendatarios hubiesen pagado las cuentas. Sucio y hambriento, opto por leerlo todo como parte de la comedia en que se ha convertido mi vida. Me baño con agua helada. Me arriesgo a unas minisopaipillas que hicieron aquí. Me acuesto a ver The office y doy por terminado el día.

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“Ahora me interesa consignar todo lo que se omite en los libros. Nadie utiliza los elementos del aire que dan dirección y, en algunos casos, motivación a nuestras vidas. Parece que solo los asesinos reciben de la vida lo que aportan. El lugar y el tiempo sobre los cuales sopla el viento exige violencia. Los amores se consumen rápido. Y los únicos aportes en el mundo provienen del campo de la entomología y el estudio de las formas de vida en zonas abisales. Un golpe en la puerta interrumpe esta desidia, voy y vuelvo”. (Alameda tras las rejas, Rodrigo Olavarría).

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Estoy seguro que la anterior frase –solo los asesinos reciben de la vida lo que aportan- es de Dostoievski o Bukowski. También estoy seguro que el autor lo sabía. Pero no importa, queda tan bien dentro del párrafo que en serio no importa.

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“He aquí el día, es preciso ya mentir”. (Amiel, Diario íntimo).

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Primer día en el nuevo trabajo que me ha conseguido D. No puedo darme el lujo de gastar dos pasajes al día así que me voy caminando: una hora exacta escuchando a Paulsen. Había olvidado las mañanas, todos estos rostros limpios, nuevos y somnolientos. Me junto con D antes de llegar, en parte porque no sé dónde queda la imprenta, pero más que nada para no llegar solo. Rápidamente me doy cuenta que lo que hay que hacer es lidiar con márgenes que se corren, palabras que se achican o desaparecen y un saber caballístico del que todos están ya impregnados. Nadie habla nada. Nadie me pregunta nada. Un ambiente de tecleo y toses. Es como subirse al metro, pero sin avanzar hacia ninguna parte y con muchos escritorios. Solo un par se presenta y hago lo mismo. Siento que, pese a todo, las condiciones están dadas para construirse una grata indiferencia.

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Segundo día de trabajo. Ya sé hacer algunas cosas, pero sigo sin saber cuándo hacerlas exactamente. La mañana pasa rápido amigándome con el Pagemarker. No entiendo ni la mitad de todo esto que estoy haciendo, pero me conformo imaginando lo obvio: en un mes más el desconcierto dará paso al tedio y desde allí, como siempre, empezaré a soñar despierto. Siento que hoy todos están un poco más habladores y me arrepiento de mi primera impresión. A las dos, y por vez primera, un tiempo de ocio declarado. Quizá en dos horas más llegue el material nuevo que hay que ingresar a la revista. D trabaja en sus monos. La espío y envidio mucho su cuaderno-diario, la combinación de dibujo y escritura; que allí, de algún modo, esté su vida, sus días y que, incluso de lejos y de reojo, se vea tan bonito. Nos acordamos de Garfield, de Orson y su granja, de Babar. Pero por algún motivo no conseguimos recordar qué tipo de aventuras tenían.

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Me gusta la voz de G, compañero de montaje. Se acerca a D y, no sé si porque estoy siempre al lado de ella, todo se lo dice en un tono muy blando y sugestivo. Incluso si nos hemos equivocado en algo, nos reconviene con mucho cuidado y lentitud.

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Me detengo en los nombres de algunos caballos. “Sujeto”, “Algo puede ocurrir”, “Ruido blanco”, “Tiempos mejores”, “Me dormí pensando”. Tienen algo que no sabría definir. Un aire a nombres de botes o pueblos olvidados. Pienso, como contraparte, en los nombres de las mascotas y la manera en que esos nombres funcionan como extensión de los gustitos del dueño.

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Todo lo que hice esta mañana, en estricto orden: llegar atrasado (me confundí con los vagones verdes y rojos en la hora pick), empezar el libro de ilustraciones de Lisa Hanawalt (productora en Bojack) que me pasó D, reescribir y reagrupar el listado de quehaceres en un nuevo cuaderno, pelear durante dos horas con el Pagemarker, ganarle y retomar Clumsy de J. Brown, almorzar un baguet y tres panqueques con manjar, dormir una siesta de veinticinco minutos en el pasto, volver al escritorio y agarrar, por vez primera, un libro de Piglia (El último lector).

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Empiezo El último lector en uno de los largos tiempos muertos y no dejo de pensar en todo lo que me falta por leer. Me gustaría fijarme con violencia al presente, como un clavo con conciencia de sí mismo y de su entorno. A mi costado una señora usa su tiempo muerto en el solitario. El resto scrollea en sus celulares. Debería dejar de calcular cuántos libros caben en una vida. Quisiera poder volver a leer como fin en sí mismo. Dejar de lado los pasitos al interior de la infinita tarea.

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D faltó en la mañana. Llegó ahora a las cuatro, me trajo brazo de reina, las diez lucas que me debía y Un bárbaro en Asia, que le cambiaré por el diario coreano de Solano. Seguimos compartiendo escritorio. Ya aprendí las cosas básicas así que puedo no estar tan atento a sus movimientos en el computador. Y quizá por lo mismo, y porque la oficina del editor a cargo está justo detrás de nosotros, es que empiezo a escribir esto: porque para alguien que lleva recién una semana trabajando, esto pareciera tener más legitimidad que leer cómics en el tablet, que es lo que he estado haciendo las últimas dos horas. Desde fuera, escribir parece algo serio, algo que incluso podría llegar a tener alguna relación con el trabajo –no con éste, pero sí con algún trabajo-. Tengo la impresión que mientras esté aquí, para bien o para mal, este diario empezará a crecer.

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De las ocho a las once aeme escucho a Paulsen. Me gusta el ritual. La voz de Mirko Macari es una cosa tan rara. Como nunca lo he visto, lo imagino como El Pingüino interpretado por Danny DeVito. D faltó de nuevo y como va a renunciar a fin de mes parece que ya todo da un poco lo mismo. Terminamos la revista al mediodía y vuelvo a Piglia. Me salto todas los spoilers del Diario de Kafka que aún tengo ahí en el cerro de pendientes. Todo lo que dice de Kafka está muy bien, pero preferiría que se mandara luego sus tesis propias. Sigo leyendo desde la ansiedad y ya no sé cómo darme un mazazo que me deje haciendo las mismas cosas, pero desde el reposo mental. Me convenzo con que terminando un par de libros más esta semana quedo más o menos al día. ¿Al día con qué? ¿Con Goodreads? Ni idea.

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Almuerzo con las dos señoras que trabajan aquí. Repiten la última palabra de cualquier frase que digan con un matiz extraño y se supone que eso es gracioso. Solo hablamos de comida. Les cuento que alcancé a tomar leche de vaca cuando chico, que el lechero pasaba los domingos. Les cuento que mi abuela me mandaba pan con plátano de colación, y así. D me ha prevenido: que no me abra mucho con ellas, que son cahuineras y le cuentan todo a la jefa. En cualquier caso, he llegado mientras comen y me he ido antes que terminen. Lleno el termo con café y, como todos estos días, me quedo unos veinte segundos mirando por el ventanal del baño hacia una pequeña terraza vecina en la que un abuelo, supongo que a modo de sobremesa, toma el té, con un diario sobre la mesa, rodeado de plantas, siempre solo, nunca con el diario en las manos, solamente estando ahí.

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Sábado. Doy con unos extractos del nuevo diario de Olavarría y, cosa que no pasaba hace tiempo, me veo amablemente impulsado a retomar esto. Un cielo blanco luminoso y el recientemente descubierto Harold Budd sonando. Cliché, pero efectivo. Lo que resta del día ya está trazado, tejido en una hebra de siestas, lecturas y películas. A ratos pienso que estaría bien compartir esta somnolencia con alguien, pero al final me digo que todo se traduce en la misma sensación de cuando, en los sueños, me enamoro de un cuerpo sin nombre o de un nombre sin cuerpo.

agosto

Terminator 2 Judgment Day - James Cameron (1991)17

“Por lo menos el oficio de escritor es el único en el que se puede, sin caer en el ridículo, no ganar dinero”. (Renard, Diarios).

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Empiezo a podrirme un poco. Un desasosiego físico, el mismo que ataca por la noche, pero ahora por las tardes. Me quedo en el balcón mirando no sé qué. Ordeno tanto que luego ya no queda nada que ordenar. Julio está por terminar y no tengo nada: ni trabajo, ni depto. Ya no veo a nadie. No puedo. Hace unos días vino L que está en las mismas. Intercambiamos miserias, fumamos y vimos la última temporada de Black mirror. Solo me alcanza para eso. Hay un cansancio de la presencia, de los bordes, como si ya no hubiera nada que sacar hacia afuera o como si el gesto de sacar o de sacarse de sí mismo hacia los otros se hubiera agotado del todo. Sé que aburro, pero me digo que es cosa de seguir escondido y esperar para volver a una versión más razonable de mí mismo. Salgo a comprar y miro a la gente con exagerada detención, me demoro adivinándoles ocupaciones, de dónde vienen, a dónde van. Es ridículo, pero siento que si hicieran lo mismo conmigo podrían adivinar inmediatamente que hace más de dos meses que no hago nada y que, de algún retorcido modo, los envidio.

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Escribo y leo más, pero, salvo para hacer crecer este diario, no sirve de mucho; al final del día sigue siendo lo mismo: insomnio y pensamientos oscuros.

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Ganas de cerrar todas las redes sociales que curiosamente son las mismas que sirven para estar más o menos visible, hacer contactos y, eventualmente, encontrar trabajo; las mismas en las que me volcaré después, cuando vuelva a sentir la absurda legitimidad de quien se gana la vida.

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“Trabajar para vivir es más idiota aún que vivir. Me pregunto quién inventó la expresión «ganarse la vida» como sinónimo de «trabajar». En dónde está ese idiota”. (Pizarnik, Diarios).

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Momentos de escritura sin heroísmo alguno. Escribir como algo que uno hace antes o después de cortarse las uñas o masturbarse. Rayados en una muralla que a la larga igual se derrumba. Dejo anotadas frases en este word con una pereza que es la misma que comanda estos días. Oraciones inconexas, ladrillos para cuando haya ganas de construir algo. Así como si hubiera que ajustar o más bien ajusticiar los días, sintonizarlos bien, sean lo que sean los días, amarrarlos con esta pitilla, ¿para qué?, para quedar al día con el amo invisible que soy yo mismo en el futuro. Un amo arbitrario que, por ejemplo hoy, borra de un manotazo cuatro días de su vida porque no se acuerda qué mierda quería decir con aquellas frases ni empezadas ni terminadas.

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En el insomnio visito todos los futuros posibles.

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“Tengo la voluntad tímida, pusilánime, temerosa. Sólo me atrevo a afirmar mis ideas, las cosas desinteresadas, pero no mi personalidad”. (Amiel, Diario íntimo).

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Consigo despertar al mediodía –anoche: dos vasos de pisco con hielo acostado viendo Terminator- y parto a cobrar el cheque del finiquito. De ahí paso a la Manantial a ver a V, le pido que me guarde el diario de Oyarzún que salió hace poco, examinamos las novedades y, como siempre, caemos en la añoranza de cuando todos éramos relativamente felices en la Librería Desconocida. Falta un montón para que sea hora de juntarse a almorzar con G así que me dejo caer en una banca en la Plaza de la constitución y abro Los mecanismos de la ficción. Leo alrededor de una hora, intercambiando entre tres posiciones, una de las cuales me deja mirando directo hacia el perfil de un señor que perfectamente podría haberse sentado en cualquiera de las dos bancas contigua – y, como no lo hizo, a cada cambio de postura me detengo dos o tres segundos extras en su rostro-. En algún momento un abuelo se acerca a la estatua de Allende, se acerca tanto que tropieza con unos arreglos florales que van a dar al piso, intenta recogerlos y al agacharse su bolso se desliza, choca con su cabeza y también termina en el suelo. ¿Por qué estas pequeñas situaciones me entristecen tanto?

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“La torpeza deviene de una conciencia de ser observado, y esta, de concederle una importancia exagerada a las personas y al mundo que habitamos: nos creemos mucho menos de lo que somos, y esto es lo que nos atemoriza y nos impele a romper el jarrón en mitad de la visita; creemos, entonces, que estamos destinados a la falta de afecto, de reconocimiento, y quisiéramos no que la tierra nos tragara, sino convertirnos en otro, en aquel que sepa aprovechar la mínima parte correcta de nuestra naturaleza”. (Andrés Caicedo).

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Soñé que estaba en el litoral central presenciando una pelea entre muchos enanos. En el intento de separarlos terminaba con un corte en la pera. A falta de espejo, preguntaba en varias partes y todos me decían que era un corte merecedor de puntos. Andaba con este mi celular actual, es decir, sin internet y sin la posibilidad de hacer o recibir llamadas, así que me perdía durante horas, solo, buscando un hospital. Me movía por calles que eran basicamente basurales. Daba la impresión de ser domingo. En un circo (al que entraba de golpe, arrancando de una estampida de animales que no alcancé a ver) un hombre vestido de carnicero me decía, en tono despectivo, “niñita”; me hacía desfilar (¿), sacaba fotos de mi herida y al final me regalaba diez lucas. En una farmacia una mujer muy colorina y con una cabeza excesivamente redonda me pasaba la lengua por la herida y la hemorragia paraba. Quería que me siguiera lamiendo, pero, según me indicaba, el procedimiento era estrictamente para fines cicatrizantes. Lo único que sacaba en limpio de todas mis interacciones era que tenía que tomar una micro a San Antonio. Al final ya me daba cuenta que era un sueño, que en realidad no tenía ningún corte y, por lo mismo, me entregaba al curso de las cosas, que no sé cuál haya sido, porque hasta ahí recuerdo.

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Los domingos del cesante están bien porque uno se siente parte de algo. Viene la familia de C y almorzamos a dos mesas. Me dejo ser, participo de la sobremesa, tiro tallas, sigo historias de personas que no conozco pero que, durante ese instante, existen más y mejor que yo.

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Me dice que va a llegar temprano, que tiene que hacer unos trámites y va a llegar a seguir durmiendo conmigo en la mañana. No la veo hace semanas, ya casi ni hablamos y, en el fondo, nada de eso importa, porque una y otra vez compruebo lo fácil que nos resulta abrazarnos y volvernos dóciles. No hay nervios de nada ni cálculo alguno: inmerso en esta niebla, todas las emociones se mueven dentro del mismo rango.

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“Indiferente como un buey que no se ha podido vender en la feria”. (Renard, Diarios).

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Es extraño como llega un punto en que, para bien o para mal, todo deja de importar. Noto que recibiendo platas que no sabía que merecía, vendiendo mis libros y estando muy quieto, me queda aún lo suficiente como para llegar a fin de mes sin mayor problema. El desasosiego de las tardes ahora es solo una bruma general que, vista desde dentro, se parece a cualquier punto de partida. Algún trabajo aparecerá, algún departamento aparecerá. Vuelvo a correr casi todas las noches y es como darle un reinicio al día. Todo tiene un poco más de sentido cuando llego sudado y ardiendo.

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“Cuando uno habla de su felicidad debe ser discreto, y confesarla como si fuese un robo”. (Renard, Diarios).

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Me gusta cómo se ríe de sus falsas tetas puntudas. Mete la mano en el espacio que deja el sostén y dice: “es mentira, todo esto es una mentira”.

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Alejado de los días de los otros. De la temporalidad misma. De las calles. De las bocinas. De los titulares de los diarios. De la chilena comunión en el cansancio. Alejado, sobre todo, de la aparentemente fundamental sensación de “volver a casa”, día tras día –y pienso en esa rutina de Seinfeld, cuando dice que todo lo que hacemos lo hacemos solo para tener una excusa para volver a casa-.

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Jueves 10. Despierto pasadas las dos de la tarde: me amanecí viendo todos los capítulos de OVNI con Patricio Bañados.

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Soñé que caía un meteorito. Convencidos por los noticiarios que invitaban a presenciar el espectáculo en familia, veía como lentamente todo se iba a la mierda. La bola de fuego se deshacía en su caída horizontal, pero no del todo. Segundos después del impacto, un estruendo como de cien camiones chocando a la vez y, acto seguido, viniendo desde lejos y creciendo cada vez más, una ola gigante, no de fuego, sino de espeso humo negro. La miraba por la ventana, con obscena felicidad. Todo seguía intacto pero, según decían las noticias, no era recomendable salir de casa. Pero aquí un detalle: esta casa en la que estábamos tenía la capacidad de desplazarse a un sitio seguro ante cualquier amenaza, lo cual, ante una niebla que aparentemente cubría toda la tierra, nos llevaba a un nuevo problema: la casa, en incesante movimiento, terminaba por no estar en ninguna parte.

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Tengo que venir revisar aquí al calendario del computador para saber qué día es, en qué día estoy.

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Miércoles 23. Son las diez de la noche y solo he desayunado (tres huevos a la copa, sin pan, y café). No he salido de la pieza en todo el día. No me he bañado. No he escuchado voz humana alguna. Fui a Clases de marxismo con Pérez Soto via youtube y el resto del tiempo he estado revisando y clasificando libros en formato digital. Caí en la pasta base de epublibre.org, específicamente en las categorías de diarios y poesías.

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“Todo es como los ríos, obra de las pendientes”. (Antonio Porchia)

junio-julio

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«A partir de cierta edad se escribe porque es lo único que uno ha aprendido a hacer». (Enrique Lihn).

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Sueño que estoy en medioriente, extranjero declarado, huésped de una familia de no más de cuatro integrantes. La sensación ambiente es como de estar en la mente de un condenado a muerte que ha conseguido estirar su percepción del tiempo y vivir allí. Pero saber que todos aquí viven así, a la espera, me calma, me iguala. El hombre de la casa, que no soy yo sino un sujeto de barba espesa, porta siempre una metralleta. Pero también toma mucho té. La mezcla de ambas cosas me da una buena sensación. En sus ojos, en las esporádicas miradas que me da, hay una locura que me protege, que nos protege. Hay gente que me busca, pero no sé por qué. En repetidas oportunidades me esconden en un húmedo sótano en el que leo un idioma que no debería saber leer. De tanto en tanto miramos los bombardeos desde la ventana como erráticas y falsas puestas de sol que, según escruto en los rostros de la familia, no dan ni para lamentarse. La mirada aérea –porque estamos casi en la punta de un cerro- propone unas especies de edificios de no más de tres pisos amontonados o más bien incrustados unos con otros. Y abajo, conectando estas viviendas que más bien parecen containers en vertical, túneles, puentes y pasillos; delgados y enrevesados pasillos que supongo mi mente ha elaborado basada en todos los capítulos de Homeland que vi hace años. Pasillos por los que me veo huyendo o simplemente transitando. No recuerdo mi propósito ni quiénes me persiguen. En algún punto me bajo de un taxi en movimiento y dejo todas las maletas dentro –estoy despistando a alguien-, entro a un almacén y uso una salida secreta –muy a lo Carrie Mathison-, desemboco en unos alcantarillados, avanzo a ciegas, me canso, la luz del persecutor se acerca cada vez más, entonces me planto en seco, me giro, lo miro y, muy en paz, le pido que sea un balazo certero, en la frente.

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Jueves 1. Dos semanas a Playas blancas. Atrás queda el playstation-pastabase, el wifi y los amigos. Atrás queda, sobre todo, el trabajo. Según mis cálculos tengo dos o tres meses para disciplinar el ocio, es decir, distribuirlo todo entre escribir, leer, correr y ver películas. Como siempre, A solo podrá quedarse un par de días a la semana. No duermo nada en el bus y, en cambio, conversamos todo el trayecto sobre cierta derechización en la cultura. Entonces llegamos. Una especie de taxi de la zona nos acerca a la cabaña. Dejamos todo a la entrada y voy sacando y ordenando lentamente mis piltrafas mientras A conversa con uno de los maestros que hace poco terminaron la terraza. Tanteo el terreno, tanteo sus conversaciones y resuelvo que, una vez que ya esté todo acomodado, no habrá problema con sacarse uno. Me siento a enrolar y al maestro se le encienden los ojos. Algunas personas de la zona le dijeron a A que el amigo tenía problemas con el alcohol y así nos lo confirma. Sin embargo, la terraza está perfecta y, de algún modo, conversar con extraños es dar oportunidades sin saber bien por qué. El sol se pone y echamos humo y empiezo a adivinar la simpleza de los días venideros.

 

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Claramente es este el tipo de noticias que van a ir marcando mis días acá: en la mañana entró un pajarito a la cabaña –me quedé quieto y lo dejé pasearse por las piezas- y ahora, siendo las doce con cuarenta y cuatro minutos, acaba de entrar una abeja gorda y gigante cuyo nombre desconozco.

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Mismo viernes. Almuerzo porotos descongelados. Caigo en una siesta y despierto con las últimas luces de la tarde. Salgo a correr por la playa, parando una y otra vez para sacar una excesiva cantidad de fotos de la puesta de sol y las gaviotas y la transición de colores que lo cubre todo. Ya de noche, bañado y con unas tres capas de ropas encima, ataco el último pito -apoyado en el umbral de la puerta abierta y con todas las luces apagadas, como si ya llevara años viviendo aquí-.

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Corro por la arena casi desarmándome. Como en las pesadillas, siento cada músculo de las piernas dándolo todo y consiguiendo un avance mezquino. El cielo ya pasó de los vivos tonos violáceos a un celeste ocre y cansado. Me acerco al borde de las olas y me alejo en un zigzag que no es más que el sondeo constante de arena firme. La negrura cae sobre todo menos sobre el mar y su breve luz. Unos tipos vestidos de karatecas o boxeadores entrenan a lo lejos en las dunas y simulo descansar para sacarle algunas fotos. ¿O simulo sacar una foto para descansar? Como sea, ayer quince minutos, hoy veinte, y así, de a poco, subiendo. Llego hasta estos ridículos condominios al final de Playas Blancas, los bordeo, descanso las piernas avanzando por una especie de maicillo y me devuelvo de nuevo por la arena donde, finalmente, me tumbo y elongo.

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«Búsquese a sí mismo. Encuéntrese a sí mismo. Luego desaparezca consigo mismo». (Ismael Velázquez Juárez, Sea un arma).

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Los días pasan rápido pero las noches se resisten. Una especie de “¿y qué vamos  a hacer hoy?” que me asalta apenas entro a la cabaña oscura y silente. Dejo que siga sonando el podcast sobre Logan que comencé en la tarde, termino de elongar y hago flexiones sobre el suelo de madera. Citan La carretera de McCarthy –que casualmente estoy leyendo antes de dormir todas estas noches- y pese a que nunca he oído reír a este sujeto, estoy de acuerdo en todo lo que dice: Logan es una road-movie, un western y la historia de un viejo boxeador que da su última pelea. Bañado y ridículo, es decir, solo con camiseta y pantis, circulo ordenando tazas, ropas y cosas. Lo importante es moverse y mover cosas y ni reprimir ni liberar la ansiedad. Prendo un ratito una pequeña estufa eléctrica y me chanto tres pares de calcetines. Pongo la tetera. Calcetín sobre la panty y luego calcetín sobre el buzo. Camiseta, polera, suéter, chaleco, bufanda y una frazada enrollada encima. Dejo prendida la luz de esa pieza que me da miedo. Dispongo los objetos que necesitaré cerca sobre la mesa y me hago un trono de mantas, almohadas y cobertores en el colchón-sofá-sillón. Entonces ahí, cuando me detengo, y aunque ya se me haya ocurrido qué hacer, viene algo aquí dentro y me pregunta: ¿Y qué vamos  a hacer hoy?.

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“Que así sea. Evoca las formas. Cuando no tengas nada más inventa ceremonias e infúndeles vida”. (Cormac McCarthy, La carretera).

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Extrañamente los días se hacen cortos. Quizá demasiado cortos. Aunque me duerma temprano, no consigo poner un pie en el suelo antes de las diez. Los días se parecen pero, a diferencia de la repetición enajenada de la ciudad y el trabajo, ésta es una repetición libre y escogida. Por las noches salgo a fumarme un pito a la playa o a al altillo, luego vuelvo y entro como un gusano a este trono de mantas y cojines que armé en una de estas camas del living y veo alguna película; después, ya tipo una de la mañana, me voy a la cama y leo La carretera. Siento que hace años que no leía algo tan rudo y envolvente. Anoche leí escuchando Swans y fue como mucho.  A veces despierto en medio de la noche y me da miedo alargar el brazo para ver la hora en el cel y vuelvo a dormirme. La única vez que me baño en el día es cuando llego de correr, así que por las mañanas simplemente salgo de la cama, me pongo un chaleco, la bufanda y dos pares de calcetines más. Desayuno afuera, saco el parlante chico, uso el sol, saco la mesa, ventilo, me estiro, me instalo. Dejo todo amontonado en el lavaplatos y me planto en la parte baja de la terraza, ya lejos del sol, a teclear. Intento almorzar antes de las tres para reposar algo antes de salir a correr tipo seis. Quizá nunca en toda mi vida había comido tan decentemente durante tantos días seguidos. Algunas tardes, si la siesta llama con fuerza, acudo. Pongo mi alarma de pajaritos. Mato el tiempo de transición entre la pereza y la actividad con alguno de estos programas de conversación política que descargué antes de venirme. Lavo toda la loza. Elongo. Y justo cuando el sol empieza a ponerse, salgo a correr. Subiendo diez minutos cada día, avanzo por la arena, desde Playas Blancas hasta el fin de la Quebrada los ciruelos, ida y vuelta, una y otra vez.

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Lunes. Se abre la posibilidad de conseguir con un contacto de la zona aquello que se ha acabado. Estudio detenidamente el trayecto en Google Maps y parto caminando hacia el Quisco. Primero por la playa, luego levemente perdido entremedio de unos pasajes y finalmente por la carretera, todo esto junto a un perro del sector que por alguna extraña razón ha decidido que debía acompañarme. A medida que dejamos Playas blancas van apareciendo nuevas pandillas de perros. Lo que tienen en común todas estas pandillas es que nos odian. Mi perro me defiende o se defiende y aprendo que, si mantengo el paso firme, no pasa nada. De todos modos llevo piedras en los bolsillos y un palo al hombro. Es como ir pasando etapas en las que se repite una y otra vez la misma dinámica: un solitario perro explorador avisa a la jauría de nuestra presencia y aparecen perros desde todas partes, gruñendo y rodeándonos. Algunos perros atacan o hacen como que atacan, a veces nos siguen durante cuadras enteras y durante alguna de estas etapas sencillamente pierdo de vista a mi heroico escolta. Llegado ese punto –aquel en el que me cierran el paso, me miran a los ojos y ya no basta con simular indiferencia y mantener un paso firme- reboleo el palo por el aire y le doy unas patadas al suelo como si bailara un perezoso flamenco. Y funciona. En ningún momento se produce contacto alguno entre los perros y mi cuerpo. Aprendo que todo esto tiene un 80% de componente simbólico y solo hay que interpretar bien cierto rol.

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Llego donde Z, pero mi perro no puede entrar porque dentro hay otros perros que seguramente se comportarán como todos los otros perros que hemos ido dejando en el camino. Desde la ventana de la cocina lo miro echado junto a una retroexcavadora a las puertas de la casa. ¿Lo hace por mí o por sí mismo? Como sea, hacemos hambre, nos ponemos al día, intruseo la casa, dejo lavando un poco de ropa que traje, cuando Z no me está mirando le doy sorbos a una leche condensada que tiene en una repisa, hasta que almorzamos lentejas y me doy cuenta que me siento demasiado embotado y volado como para emprender la travesía de vuelta. Z prepara café y fumamos de nuevo. Innecesario, por supuesto. El miedo a la travesía empieza a tornarse ansiedad por enfrentarla, así que apuro todo, meto la ropa húmeda en una bolsa que echo en mi mochila y parto, esta vez por una ruta alternativa que consiste basicamente en bajar directamente hacia la playa y luego enfilar derecho hasta Playas blancas.

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“En el fondo soy timorato y colmado de deseos, tengo la pasión de la independencia sin tener su fuerza: desconfiado, temeroso, sensible, dotado de una inmensa facultad de sufrir y de gozar, tengo miedo del amor, de la vida y de los hombres, porque de todo ello siento una necesidad violenta”. (Henri-Frédéric Amiel, Diario íntimo).

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Desde que llegué de la playa que no escribo nada. Un mes entero y contando. O en realidad un solo largo día, sin cortes, sin tregua mental; un largo día en el que me escondo y duermo y deformo los horarios y veo películas como enfermo y no leo ni, menos aún, escribo. Supongo que todo empieza cuando mi amigo de hace diecisiete años (pongámosle X) me juega una mala pasada con este departamento y paso sin transición alguna de un ánimo legítimamente vacacionístico a la presión de tener que encontrar hogar y trabajo en un tiempo determinado; o cuando me doy cuenta que mi cv tiene una sola página y que quien no trabaja no existe; o cuando noto, sin demasiados aspavientos, que la vida, así, tan dispuesta a ser meramente sobrevivida y sobrellevada, no me tienta para nada. Cesante y sin ninguna claridad acerca de lo que viene, paso de la inestabilidad a la negación de un modo que puede rastrearse más o menos así: diarrea intermitente durante las primeras dos semanas –y aprovecho el envión para alimentarme como monje-; falsos intentos por volver a correr; mails de X en los que me doy cuenta que algo se rompió para siempre; llantos raros y cortos mirando por el balcón; terminar series que había dejado a medias –y así siento que completo algo-; imposibilidad de proseguir por la vía de la ternura con quien tampoco sé si iba a alguna parte; el playstation como escape y, muy esporádicamente, amigos que vienen y me dicen cosas. Amigos que me dicen que me devuelva a Curicó, por ejemplo. Amigos que me dicen que sea escritor, o que de ningún modo lo sea. Después, mucho después, el mismo fin de semana en que Chile pierde la final con Alemania y Piñera se perfila como el próximo presidente de este país reculiao, figuro vomitando en Curicó. Entonces vuelvo a comer como monje. El cansancio en la noche es distinto cuando todo lo que uno ha comido en el día es un pocillo de arroz blanco y pan de molde casi quemado con gotas de aceite. Somatizo e intento comunicarme con esa somatización. Devolverle a la enfermedad su metáfora de mierda. Convertirla en otra cosa. No lo consigo, obviamente. Pero de todos modos intento seguir con el plan original, el que había antes que este período de ocio escogido se transformara en ocio culposo, ajeno y exteriormente determinado. Entonces salgo a correr por la alameda y llego hasta el río Guaiquillo. Mando un resumen de mis últimos tres años de diario de vida a una editorial. Me someto a una tarde entera de constelaciones familiares en la que en algún punto me veo llorando y sonándome en el hombre de un extraño que representa a mi padre. Empezamos Breaking bad con mi hermano chico. Me insta a que vea Vikingos. Vemos The Truman show. Vemos un montón de películas que ahora olvido. Fumo con sus amigos veinteañeros. Cualquier cosa que diga les parece ingeniosa. Hablo con madre en su trono de cojines y siempre saco algo en limpio. Miro la lluvia furiosa desde la ventana y no consigo que un perro que siempre está en la ventana de en frente me mire como yo lo miro. Camino y camino por Curicó. Busco cualquier excusa para salir al centro por las tardes. Me ahorro el colectivo y saco fotos. Me encuentro en la calle con un primo que está metido en drogas feas. Intento algunas palabras. Le suelto todas mis miserias a modo de ofrenda –y parece que, en todo orden de cosas, es lo único que sé hacer bien-. Algunos días abro este word casi como empujándome pero gana una y otra vez el tedio y las ganas de no verme a mí mismo. Y luego, como si sirviera de algo, estoy en Santiago de nuevo. Me preguntan si ya encontré trabajo. Me preguntan si ya encontré departamento. Si supieran toda la debilidad y toda la torpeza social que uno va acumulando; si supieran cómo crece ese monstruo cuando uno se aleja de todo durante mucho tiempo. Lavo la loza que no es mía porque últimamente no aporto nada para el almuerzo y la once. Hago el aseo del baño una vez a la semana. Atosigo a la gatachica con besos y abrazos. Hago un excell con todo lo que sé que nunca voy a leer y empiezo a vender mis libros. Trato de ordenar el caos a través de papelitos y tickets. Nos damos cuenta que hay varios departamentos en arriendo en este mismo edificio. Empiezo a contestarles con menos desfase a los amigos. Todo sigue donde mismo pero como que algo cambia. Finalmente me pagan el finiquito. Dejo que la plata se junte en la cuenta rut y pienso que si me quedo muy quieto y sigo comiendo arroz no se va a gastar. Decido que la marihuana ya no me hace tan bien. Lo decido cuando la marihuana se acaba. Vuelvo a leer. Boto fotocopias viejas. A me dice estoy abajo y bajo y nos sentamos en una banca al lado del Anticristo y chorreamos más que hablamos. Me cuenta de sus clases a los presos. Me cuenta que el maestro de la playa se subió por el chorro. Terminamos, como siempre, compartiendo sueños de huida. Nos abrazamos largo y casi lloro. La vida está difícil por todas partes y mientras algunos apenas sobreven uno se arroga este curioso derecho de, además, hacerlo con sentido.

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“Tiempo prestado y mundo prestado y ojos prestados con que llorarlo”. (Cormac McCarthy, La carretera).

mayo

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“Si pudiera tomar nota de mí misma todos los días sería una manera de no perderme, de enlazarme, porque es indudable que me huyo, no me escucho, me odio y si pudiera divorciarme de mí no lo dudaría y me iría”. (Pizarnik, Diarios)

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Pese a que mi provisoria libertad está a menos de dos semanas y ya no hago casi nada y miento y evado y basicamente no valgo nada, odio mucho esta librería. Es sábado, mañana es el día de la madre y está ridículamente repleto. Fuera llueve y la gente entra goteando. Goteando, desordenando, necesitando, pidiendo. Todo es muy natural para ellos y yo solo imagino un futuro en que no haya que estar más de la mitad de la vida en un lugar culiao a merced de una lluvia o un goteo eterno de gente. A ratos la puerta nisiquiera alcanza a cerrarse y entran uno tras otro, muy cómodos, comiendo helado, hablando despreocupadamente por celular, llenándolo todo de familias, coches, niños, gente, gente, gente; cuánto los odio y cuan poca culpa tienen. Pero los desprecio. No hay otra palabra. Si soy justo con lo que siento en cada hora pick es ese –justificado o no- el único sentimiento que me embarga.

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¿Qué es este miedo de cuando suena el timbre? Saco lentamente una cruz que no sé por qué tenemos allí colgada y veo por la mirilla y como no hay nadie vuelvo a Fargo, entonces suena de nuevo, me levanto, abro y ahí está P y su cabeza pegada a la puerta que llega justo al límite donde se acaba la visión. Su melena tan linda, su polerón que siempre me gustó. Me siento feo y sucio y gordo y tomamos té y mientras conversamos se me olvida que me siento feo y sucio y gordo. Hago caca y me baño. Me gusta como, después de todo, podemos ser normales. Le pido que me muestre a su nuevo pololo. Le digo que es una mezcla entre yo y J y me arrepiento inmediatamente de decirlo. Decidimos que hay que cortarme el pelo y mientras me lo corta le desclasifico cierta información relativa a mi única relación (fallida) de este último tiempo. La gatachica –un acontecimiento para mí- descubre el agua del lavamanos. Le pega con sus patitas, la mira, se da vueltas y de a poco mete la boca. Me miro al espejo y es como lo mismo pero más rectangular. Una cabeza rectangular y una barba que termina en punta y que corto para que todo sea rectangular. Aquí me cortaba la barba, aquí nos lavábamos los dientes. La leve nostalgia. El breve recuerdo. El peso amable de lo que fue verdadero y ya no es.

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“Es el significado de la vida emocionarse sobre alguien, genuinamente sentirse interesada en lo que dice, tratar de hacerlo sentir interesado en lo que dices tú, hacer sus cuerpos tocarse, luego cagarla de alguna forma, tener una discusión larga en la que hablan de muchas cosas pero en realidad no hablan de nada aunque se dicen a ustedes mismos que han llegado a alguna clase de resolución, verlo menos en fiestas, escribirle cosas y arrepentirte, circular por deseo y odio hacia él pero sentir que cualquier cosa hacia él se sienta injustificada, intentar interesarte en otras cosas o personas, tener largos periodos de tiempo sola sentada en tu cama, mirando por la ventana y preguntándote cómo es que llegó a ser tan tarde, antojarte contacto físico, antojarte a alguien validando tu existencia a través de mostrar interés en ti, quizás emborracharte sola algunas noches y quedarte dormida en la tina, despertarte e ir al trabajo el día siguiente?”. (Megan Boyle, Cómo darle sentido a una vida que no tiene sentido).

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Si bebemos, nos besamos y, a veces, si no bebemos, también. Hasta ahora nunca nos hemos besado de pie. No como corresponde, al menos. Se lo comenté el otro día y me dijo que tenía razón. Es extraño como algo que uno no sabía que iba a crecer, crece, frente a uno, como una planta regada con la humedad que destila uno mismo siendo hervido a través de días miserables y nulos. Nos parecemos más en la manera de ir tropezando que en la de ir avanzando en la vida. Todo lo pierde. Todo lo rompe. Todo lo olvida. Antes no la miraba desde lejos ni me ponía a pensar cosas. Se lo dije así mismo. La desordenada ética de sencillamente decirlo todo.

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“Si trato de escribir de mí es para conjurarme”. (Pizarnik, Diarios).

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Como ya no me importa nada y como históricamente nunca he sido de los que faltan o tiran licencia, decido irme una hora antes y así ponerle las cosas más fácil a A que me espera en el litoral, en algún punto cercano a un lugar que luego me daré cuenta que nadie conoce: la Laguna el Peral. Pero todo esto empieza antes y, por supuesto, empieza mal: saliendo de la librería hago una llamada de prueba y noto que mi celular se fue a la chucha; ya no solo no tengo internet sino que tampoco puedo hacer o recibir llamadas. “No registrado en la red”, dice. Googleo algunas soluciones posibles, pero nada. Estos conchesumadres me deben haber bloqueado el celular por segunda vez. Asumiendo que conseguiré contactar con A en algún teléfono público, parto al terminal con la vaga indicación de bajarme en esa laguna que, a todo esto -y como signo de lo que viene-, el tipo de la boletería desconoce. Saco el pasaje, pero no me fijo que el bus está a punto de salir. Llamo a A desde un teléfono público, escucho unos cinco o seis tonos mientras miro fijamente al que debería ser mi bus y lo dejo. Me digo que verá la llamada perdida y sabrá que más o menos a esa hora salí. Subo y me duermo. Despierto y noto que solo hay un conductor y nada más. Digo, hay más pasajeros, estoy yo, está el conductor, pero no hay un auxiliar. Algunas personas empiezan a bajarse y aprovecho el envión para ir hacia la cabina y decirle al conductor donde pretendo bajarme. Pero el amigo no sabe nada. ¿La laguna el peral? Chuta, le digo, más confundido que molesto, y vuelvo a mi asiento, decidido a meterle conversa a cada persona del bus si es necesario. ¿Cómo nadie va a saber dónde queda una LAGUNA? No es un pasaje, no es un árbol, no es un puente o una animita, es una LAGUNA. Un hombre que es como Mayimbú con terno o más bien como el villano de Daredevil me dice que queda pasado Isla Negra y siento que ya tengo algo. Caminar por horas nunca ha sido un problema. Me semiduermo y el bus llega a destino y, como bien dice el conductor, ésta es la última parada: El Tabo. El conductor sabe que no sé dónde mierda estoy y se hace el loco. Camino hacia cualquier parte. Salgo de su visión. Es una LAGUNA. Debería simplemente aparecer si camino en la dirección adecuada. Doy con la ruta por la que venía el bus y simplemente sigo. Dejo pasar varios grupos de gente antes de preguntar. No todos me dan confianza. Cuando paso cerca de ellos simulo ser alguien que conoce al dedillo la zona; sea cual sea esa actitud, la intento. Paro en un almacén. Una señora está cerrando las cortinas. Me dice que solo debo seguir por la carretera y, cuando, luego de agradecerle, he avanzado algunos metros, me dice “caminando no va a llegar” y yo le digo “llegaré”. Hay un paradero cerca, pero no quiero que la señora vea que le hice caso. ¿Por qué no podría llegar caminando? ¿Creerá que soy un santiaguino que anda todo el día en taxi? Me alejo de su visión y me quedo en un paradero que es un faro en la oscuridad. A los minutos llega un tipo, aparece también un colectivo, y simplemente se sube. Maldigo callado y empiezo a sentir que quizá no debería haber venido, no así al menos, tan improvisadamente. Echo una mirada alrededor y me digo que si no encuentro a A (sería muy razonable que me hubiera esperado un rato y, dada la ausencia de confirmación, se hubiera devuelto) entraré a uno de esos hoteluchos, me fumaré un pito, veré una peli en el notebook y luego mañana ya veré qué hago. Pero pasa una micro. Subo, pago, me siento muy cerca del conductor y le pregunto si sabe dónde queda mi laguna. Y no sabe. No tiene puta idea. Y creo que se molesta un poco con mi manera de bajar la cabeza medio derrotado. Le cuento que estoy incomunicado, que nisiquiera puedo googlear y que basicamente dependo de la información de los carteles y la que puedan darme las personas. Entonces sucede: mientras voy pegado al ventanal leyendo todos los carteles, se sube un cabro de unos veinte años, un cabro de la zona que sabe exactamente dónde está la hueá de laguna. Agradecido, me bajo en el cartel que la anuncia y me digo que simplemente caminaré el tramo que dure la laguna de ida y vuelta hasta la medianoche y si A no aparece en ningún punto de ese gran tramo podré decir que al menos lo intenté. Entregado a lo que sea, prendo un pito en la carretera. Avanzo por el borde. Nunca he caminado por una carretera sin imaginar que un camión me despedaza. Imagino que si al menos una vez al día me imagino muerto construyo una especie de vacuna contra la muerte en su versión más abrupta y ridícula. Hacia mi derecha aparece algo que debería ser un lago. ¿Por qué nadie sabía? Como sea, avanzo y a lo lejos veo un paradero y un tipo allí parado. A medida que me acerco noto que no es un tipo sino que es A que dice mi nombre. Finalmente respiro y dejo caer los brazos. Nos abrazamos, le resumo mi odisea, caminamos. La miro -pantalones anchos, chaqueta ruda y gorro negro de ladrón- y me dice que para ella, aquí, de noche, es más seguro salir así, vestida de hombre.

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Arroz con pescado y silencio. A lee unas fotocopias tumbada en una de las camas que están a los costados de la mesa principal y se nota mucho que no necesita nada, que la acumulación de días aquí, sumado a lo que ella ya es, la volvieron del mismo material amable del que está hecha esta cabaña y lo que la rodea. Me baño y me sorprende cómo busco el ruido, los estímulos, algo que llene todos los tiempos muertos. A me cuenta que se pasa los días leyendo, escribiendo y paseando. La casa es pequeña, compacta, acogedora y con vista al mar. Aplicamos un té, unas fumadas, un resumen de nuestros días, y salimos a caminar. Avanzamos unas tres playas y cuando volvemos traemos una estela de perros que fue creciendo a lo largo del camino. Cerramos bien todas las ventanas, agarramos unas mantas y ponemos The big Lebowsky en el notebook. La vi una sola vez hace como siete años, igual que ahora, fumando cada vez que el Dude fuma. A se va a dormir a la mitad de todo y yo me quedo ahí, cagándome de la risa.

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Un pequeño temblor me invita a levantarme y mear y volver a dormir. Soñé que extraterrestres gigantes (exactamente como Alien, pero del porte de Godzilla) invadían aquí, pero aquí no era esto sino una comunidad de la cual no recuerdo nada salvo el número (éramos 7). La cosa empezaba así: primero los árboles se agitaban y luego, lentamente, emergía esta tremenda alimaña. Creo que la escena, el ángulo y el ritmo general de todo era el mismo de los primeros capítulos de Lost, cuando no recuerdo si era el oso polar o el jabalí o la cosa de humo que avisaba de su presencia a través de los árboles doblándose. El caso es que, en vez de abducirnos a nosotros, se llevaban a todos los perros. Y más que eso no recuerdo. Luego ya despierto de verdad y A, que recibió una llamada de último minuto relativa a su tesis, se prepara para irse y dejarme aquí, solo, a mis anchas.

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Tres huevos a la copa, un pan con tomate, café y un batido de espirulina que tiene un montón de propiedades que olvido en el instante mismo en que A me las recita. Al silencio lluvioso de la mañana se le suman las Goldberg variations y quizá por eso quedo clavado en la terraza, contemplando un paisaje que no me molestaría repetirme hasta el último de mis días. Saco algunas fotos. Lavo alguna loza. Ordeno mis cachureos. Le robo un poco del wifi de emergencia para avisar que llegué bien. Me paseo hurgando cada rincón, tanteando el terreno, abriendo ventanas, reconociendo enchufes, doblando mantas, barriendo. Ya con la segunda taza de café, me instalo, cambio a Bach por Bártok y empiezo a darle a esto.

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Escribo como hasta las cinco. Finiquito marzo y abril, husmeo el refri, la alacena y parto a buscar algún negocio para completar el almuerzo y salvar el desayuno de mañana. Pero lo que hago en realidad es caminar hacia la playa que queda más cerca de lo que creía, sacar fotos y, al igual que cuando fui a Lipimávida en marzo, buscar algún poste o piedra o lo que sea que me sirva como punto de referencia por si me pierdo en la homogeneidad de las dunas. En el negocio encuentro a una señora de edad cercada por rejas. Imagino que ya ha tenido demasiadas experiencias de mierda y, por lo mismo, exagero la calma en mi voz e intento que note que no soy de temer. El modo en que decidí vestirme quizá no ayude mucho, pero lo que importa es que ella vea que lo intento. Vuelvo con unos panes, ramitas de queso, queso, una cebolla y leche con chocolate. Unos gatitos que ya había visto en el camino, dispuestos así muy como perros en la fachada de una casa, ahora se me acercan como endemoniados. Quieren lo que hay en la bolsa, sea lo que sea. Saltan, maúllan, trepan, arañan. Les suelto unos pedazos de pan a cambio de unas fotos y sigo. Pasa una niña corriendo por este camino de tierra y por dentro me prometo que apenas renuncie todo cambiará y me pondré en forma y escribiré un montón y, al final, ojalá después de la Copa Confederaciones, encontraré un trabajo

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Seis y media de la tarde y ya está oscuro. Cociné y almorcé escuchando un viejo debate entre Carlos Pérez y Miguel Vicuña acerca de qué tipo de cosa o experiencia o ámbito era la filosofía. Vicuña muy en tono poético-periférico y Pérez, como siempre, más universal, ordenado y argumentativo. Aparecen al final las preguntas de algunos de mis compañeros. Recuerdo la secreta envidia que me daban todos los que conseguían hablar durante más de 30 segundos sin enredarse o sin perderse dentro de sí mismos. Pero todo se matiza cuando escucho a X que, durante dos largos minutos, dice una misma cosa, como las imágenes en loop que ponen en el noticiario. Cae la noche y cierro ventanas y cortinas. No llevo nisiquiera un día entero solo y ya siento que quizá debería hablar con alguien, con quien sea. Hay aquí un dispositivo de internet que es solo para emergencias y ya lo he usado como tres veces, durante no más de cinco minutos cada vez, para fines que objetivamente no eran una emergencia. A ratos los perros construyen un coro sostenido de ladridos, entonces salgo a mirar y constato solo un puñado de luces prendidas. ¿Quién es toda esta gente? Hablábamos anoche con A acerca de qué tipo de cosa podría terminar siendo para nosotros vivir aquí. Proyecto mentalmente esta existencia un par de meses. Saldría a correr todas las mañanas. Comería pescado dos veces a la semana. Escribiría todas las noches. Tendría un amigo de setenta años. El elástico de esta soledad que vive al fondo de todo finalmente cedería y finalmente vería de qué estoy hecho. Siento que nunca había sabido tan bien qué es lo que quiero. La noche me trae su extrañeza y yo le contesto saliendo a echarle un poco más de humo al humo.

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“Y si leo, si compro libros y los devoro, no es por un placer intelectual –yo no tengo placeres, solo tengo hambre y sed- ni por un deseo de conocimientos sino por una astucia inconciente que recién ahora descubro: coleccionar palabras, prenderlas en mí como si ellas fueran harapos y yo un clavo, dejarlas en mi inconciente, como quien no quiere la cosa”. (Pizarnik, Diarios)

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Hasta que renuncié a la Librería Desconocida. Quedaban como cuatro días pero lo adelanté todo (y les pareció bien, porque hace rato que ya no me querían allí). Aparte de que M colapsó y renunció, los amiguitos allí arriba habían comenzado un stalkeo que solo ayudó a aumentar la tensión: “es un mal elemento que enrarece el ambiente”, “su actitud incita a las malas conductas”, y así. Desde el colegio que no escuchaba esas boludeces pero, a la vez, ya lejos del mundanal ruido, no puedo negar que era justo lo que necesitaba oír. ¿Qué se supone que haga uno? ¿Comerse la mierda como si me estuvieran haciendo un favor por dejarme estar allí? ¿Aferrarse al trabajo como un salvavidas porque así está la cosa en Shile? ¿Decirle a los vendedores nuevos que todo está fabuloso, que es mentira que las metas son inalcanzables y sencillamente se gana el mínimo, que es mentira que antes teníamos descuentos, que no hay hostilidad en los tratos, que es casualidad no más que no haya sindicato, que todo esto va a cambiar prontamente? Cualquiera puede meterse a averiguar el nivel de rotación laboral en lo que va del año. Cualquiera puede recopilar esta misma información y documentarla. Cualquiera podría averiguar si hay algún querellado por motivos que nisiquiera voy a mencionar. Cualquiera podría, incluso, hacer la arqueología de la Librería Desconocida en el período de la dictadura. Que lo diga yo aquí es un detalle. Yo mismo no importo nada. De hecho, ¿quién lee esto? Diez o veinte personas. Lo único que me diferenciaba del resto de mis compañeros es que yo tenía tuiter y lo usaba. Entonces, ¿qué esperaban que pasara, si en vez de mejorar las condiciones, iban uno por uno, comprando la comodidad u hostilizando según conviniese? Ojalá que alguno de los amiguitos esté leyendo esto, porque aquí les va lo último que tengo para decir, y es un consejo que no tiene ironía alguna: nunca paguen menos que la competencia, sean por último de esos capitalistas que hacen las cosas bien, cópienle a las otras librerías, cópienles descaradamente, no pasa nada, cambien el lenguaje, usen las redes sociales, cambien el logo, contraten unos cm millenial, hagan concursos, lean la cuenta de tuiter de Eterna Cadencia como si fuera un manual de buenas costumbres e ingenio, tírense algún extracto de un libro y que la gente adivine y gane algo, busquen la horizontalidad, pero en serio: acérquense a la gente y córtenla con el rollo de que venden una experiencia, tengan ofertas, por el amor de dios, alguna vez hagan ofertas que no sean las que las editoriales mismas les fuerzan a hacer, tengan alguna pizarrita en la que cada día un vendedor pueda escribir la cita del día o recomendar un libro, vuelvan al origen, al libro mismo, saquen un podcast sobre libros, ábranse de verdad a la comunidad, si un universitario quiere dejar unos flyers déjenlo, no pasa nada, no se va a transformar todo en una casa okupa, consigan que las pequeñas editoriales vuelvan a creer en ustedes, por último desechen ciertas áreas, no pueden abarcarlo todo, no en este momento quizá, traigan de vuelta al querido FR y saquen a ese otro personaje siniestro, revitalicen la editorial Nascimento, por último bajo otro nombre, publiquen a los poetas chilenos, tomen riesgos, sáquense alguna lectura de poesía dos veces al año, vuelvan aún más al origen, comprendan de verdad el amor por los libros y todo lo que ello implica, actualicen el sistema, permitan que los clientes accedan a la devolución de su dinero si les sobra cuando hacen un cambio, consideren que sus jefes de local y vendedores están ahí día a día dando la cara por cuestiones con las que no necesariamente están de acuerdo y recuerden que los clientes los tratan como si ellos crearan las reglas y asuman que, si no hacen esto, si no comienzan luego a girar con la rueda cultural, a la larga les van a pasar por encima.

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Salgo sin desayunar a Ñuñoa a buscar el libro de Megan Boyle recién salido del horno. Incluso teniéndome a mí mismo en la pantalla del celular como un punto azul que se mueve dentro del mapa me paso de largo un par de veces. Recibo el libro, lo meto dentro del cortaviento y me devuelvo con la lluvia. En el camino veo a G apoyado en una mampara, despidiéndose de alguien, lo saludo, me hace pasar, es su taller, una casona que es un conjunto de talleres, un parrón, techos altos, muy bonito todo, tanto que le digo que me siento en Curicó, no estoy seguro si lo estoy interrumpiendo así que sigo, me despido, salgo, caigo en la fuente Múnich, un schop y un churrasco italiano que en el fondo es una hallulla y está todo muy rico pero igual podría haber cierta normativa al respecto, pero hay cosas más urgentes, obviamente, mientras espero comienzo con Boyle y no me defrauda. La lluvia arremete dentro de su levedad, empiezan a retirar algunas sillas y mi shop, sumado al ayuno, empieza a hacer lo suyo.

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Llego a casa y P llega a la colita y justamente me pregunta si me queda alguna colita pero me queda más que una colita. Fumamos mientras nos movemos, mientras largamente llegamos y nos sacamos de encima objetos, bufandas, bolsas. Aprovecho el envión y me aplico con el aseo del baño como si cada rincón importara mientras P cocina unos fideos con carne de verdad picada y todo esto parece de verdad un hogar.

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Un asco de living pero la inesperada extensión del regaloneo de la mañana y un compilado de mambos que alguien puso en tuiter me dan la fuerza para, muy pero muy lentamente, restablecer el suelo, los sillones, la cocina, todo. Cuando se va, un beso de pie, como corresponde, es decir, como si tuviéramos 20 años.

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Desayuno a la una y almuerzo a las seis. Sea cual sea la hora a la que me acueste me demoro dos o tres horas en caer. A ojos cerrados y dando vueltas como un pescado, pienso en el futuro, en el próximo trabajo, en los próximos compañeros que seguro no van a estar a la altura de los que dejé. Todo va siendo llenado con X-files, Los Soprano, el play, el sillón y las vicisitudes propias de la casa. No escribo nada. No leo nada. Una visita por día. Nada de dinero. Unos porotos remojándose hace tres días. La pereza de salir en busca de zapallo. Supongo que estoy en una especie de transición.

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“Pero aún me parece tan absurdo, tan irreal que yo tenga que trabajar para vivir”. (Pizarnik, Diarios).

abril

Oslo, 31. August - Joachim Trier (2011)

“La debilidad humana me interesa como contrapartida a la expansión exterior de la persona, al comportamiento agresivo frente a otras personas y frente al mundo, al deseo de someter a otros a las propias intenciones, con el fin de autoafirmarse”. (Andrei Tarkovsky, Esculpir en el tiempo).

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Día libre, despierto de la siesta y veo un audio de M: a los de la central de distribución (alías Bodega) se les desfondaron unas cajas con devoluciones que había hecho y han mandado mails y se han quejado y han hecho de la eventualidad una tragedia que busca culpables, razones, sanciones. Me gustaría alguna vez verme cara a cara con alguno de estos mierdas, preferentemente en el estado en que me encuentro ahora, recién salido de la siesta, con mi polera apolillada y explicarles muy tranquilamente, muy a lo Big Lebowski, que la responsabilidad es mía, que yo embalé esas devoluciones (al igual que decenas de otras que sí llegaron a destino) y que cuentan con todo mi apoyo para la creación de una Central de Certificación de Cajas (en adelante, C.C.C.) que estudie científicamente los dispositivos cartonísticos para así rebajar la taza de destrucción y merma del producto durante su traslado. Porque ese es el lenguaje que les gusta, porque así, mientras siguen siendo la cadena de librerías más charcha de Chile, te presionan y te mantienen en una situación constante de hostilidad mental; porque les gusta la dinámica del informe, la hueaita colegial, la prosternación alumnil ante el inspector. Por fuera mantienen su retórica de difusión cultural y genuino interés por la palabra escrita, pero por dentro no hay más que una estructura muerta, viciada, sin una puta gota de sangre, llena de hueones que no sabrían valorar un poema ni aunque les cayera como un piedrazo en la cabeza. Pero nisiquiera es ese el problema: seguro hay muchas empresas exitosas comandadas por incultos poéticos y de todo tipo; el problema es cuando quieres hacer creer que te importa, que realmente crees en los libros, que realmente sientes que en algún periodo de tu vida los libros te salvaron de un peligro indeterminado pero real y te interesa que más gente pueda sentir eso; el problema es cuando te inventas toda una maquinaria para fabricar esa aura que cualquiera que haya estado un par de años dentro sabe que es una mentira, una construcción, pero no una construcción histórica, como la que ejercen con lentitud los pueblos sobre sí mismos, sino una construcción que vive sin poder alcanzarse a sí misma en su concepto, una construcción que, como todos los sueños de la modernidad, choca una y otra vez contra sus propios lemas y, lo más ridículo de todo, una construcción que nisiquiera funciona bien dentro de la misma lógica del capitalismo humanizado. Entonces aprendes a dominar el triste arte de simplemente mantenerte en pie y dar la pelea apelando a la masividad, juntas a algunos pésimos publicistas -¿existirá acaso otra clase de publicistas?- y algunos otros expertos en el maravilloso y mágico mundo del retail y durante largos años, a través de un dominio del mercado que –oh, casualidad- se afianzó en dictadura, haces crecer esta maquinaria y, efectivamente, las cosas empiezan a resultar: engordan los bolsillos, tus vacaciones mejoran, las editoriales empiezan a amontonarse como palomitas alrededor de la banca del jubilado, miras alrededor y, era que no, muchos cargan las bolsas con tu logo y, sin importar qué haya dentro de esas bolsas, te sobas el estómago y llamas a eso difusión cultural. Como sea, insinúan la posibilidad de que debamos correr nosotros con los costos de los libros estropeados por dicho colapso y, estando las cosas como están, no me importaría copiar y pegar esto mismo a modo de respuesta. Digo, si es que aún necesitan una, estos tristísimos señoritos.

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Par de días libres. Me pongo al día con el corazón de la casa. Voy a la feria. Le doy unos colores al refri. Compro un poemario de un griego desconocido en la Proa y me arrepiento. Compro un cómic titulado Sack el tristón y también me arrepiento. Al llegar de la feria se me rompe la rueda del carrito y me alegro, pues lo normal en el guión de mi vida sería que se me hubiera roto allá, totalmente cargado y lejos de casa. Respaldo las películas en los discos externos hasta casi dejar vacío el compu. Duermo y duermo y duermo y todas las siestas tienen la misma estructura: busco a la gatachica, me la echo al hombro, me tumbo y la dejo en la cama, me estiro y se sube a mi espalda, me amasa la cabeza y me duermo. Hago el aseo de la cocina. Fumo. Riego. Circulo reubicando cosas, doblando y guardando frazadas. Habito los rincones. Hago jugos naturales. Invento tés. Me dicen que vea Legion y la veo. Me dicen vamos a comer unos pastelitos y voy. Traspaso al diario algunas citas. Solo puedo sentarme frente al computador cuando la casa está ordenada. Un vientecito amable juguetea con la cortina que a su vez juguetea con la gatachica que a su vez juguetea con mi impulso por hacerle fotos. Con tuiter y facebook cerrados se abre otro tipo de tiempo, es decir, otro tipo de retroalimentación. Escribo más. Escribo esto. Despierto a la hora de la callampa, me visto y almuerzo con R y G en unos chinos. Ante los amigos, dice Canetti, “ejercitamos nuestras fanfarronadas, nuestras prepotencias, nuestras vanidades; ante ellos nos presentamos peores y mejores de lo que realmente somos”. Dejamos a R en su trabajo que queda al lado de un castillo, sabiendo de antemano que habrá que inventar un par de bromas respecto a aquello. G me acompaña a buscar una ferretería. Somos dos hombres comiendo helados mientras caminan por la alameda y lo sabemos. Le digo que necesito ir a dormir siesta a mi casa y él se va a la suya y eso es la amistad y así van estos días.

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“Me convertí en una figura de libro, en una vida leída. Lo que siento está (sin que yo me lo proponga) sentido para que se escriba que se sintió. Lo que pienso enseguida está puesto en palabras, mezclado con imágenes que lo deshacen, abierto en ritmos que son cualquier otra cosa. De tanto recomponerme me destruí”. (Pessoa, Libro del desasosiego).

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Me leo y me asqueo. Esta manía de contarlo todo. De alegrarme porque consigo hacerle caso a la mejor parte de mí durante dos o tres días y luego ya me pierdo. Reescribo y borro por aquí y por allá. La torpe conciencia de querer ser querido. El avance moral a tropezones. El confuso límite entre contar las propias miserias y adornarlas. La verdad última de estos días es que no lo estoy consiguiendo. Hago las cosas que se supone que me gustan pero las alterno mal. El playstation es mi pasta base. Sigue rebotándome en la cabeza, sobre todo mientras estoy en el trabajo, la palabra retroalimentación. Siento que necesito crear y colaborar y alejarme de todos estos libros que están tan muertos como los señoritos de terno que llenan el local a la hora pick. Necesito sacarme de cuajo de la mera reproducción de la vida. Necesito un ajuste que no sé desde dónde viene pero que seguro no es desde aquí.

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“Hace mucho tiempo que no sólo no escribo, sino que nisiquiera existo. Creo que apenas sueño. Las calles no son sino calles para mí. Hago el trabajo de la oficina sólo con conciencia de que lo hago, pero no diría sin distraerme; por detrás de esa conciencia estoy, no meditando sino durmiendo, otro siempre”. (Pessoa, Libro del desasosiego).

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Hace algunos días con M, al final o al comienzo de un típico día de mierda, nos escupimos la mano y prometimos que para esta navidad ya no estaríamos en la librería. Me sentí bien. Como teniendo las riendas de algo. Como si efectivamente uno pudiese tomar decisiones que, miradas de cerca, no son decisiones sino manotazos que apartan la maleza y abren el paso -hacia dónde.

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Sábado por la noche. Por culpa de Ismael Velázquez Juárez y su Lugares y no lugares para caer muerto en Richard Brautigan (o por culpa de J, que me mandó el pdf) termino divagando en https://poesiamexa.wordpress.com. Miro las fotos de los autores y descargo sus poemarios si algo en ellos me hace creer que podríamos ser amigos. Robo unos cuantos epígrafes para echarlos aquí. Intento tres veces un poema que en realidad son solo las ganas de ser alguien que escribe un poema un sábado por la noche. Tengo un té maravilloso que no sé de qué es, una gatachica que prefiere dormir incómoda en mis piernas antes que en la alfombra y la sensación de que todo va a estar bien ahora que empieza a ser temporada de buzo por las noches. La lavadora se fue a la mierda y no me enfurecí como otras veces. Todo sigue donde mismo, pero me envuelve una fina capa de absoluta indiferencia. Si supiera de qué está hecha seguro me esforzaría por mantenerla y reforzarla y todo se arruinaría. Me hago un pito con todas las colas sobrantes y el hachis del moledor. Le daré una paliza al Atlético de Madrid y luego veré alguna película ruda.

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Quizá deba conformarme con a veces necesitar cosas simples y dármelas de manera simple y seguir el secreto hilo de las experiencias como quien mira pasar un tren

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Días sin notificaciones de ningún tipo. Días en los que en el guasap solo habla la familia y, por la mañana, el menú del día. La cómoda sensación de ir hundiéndose y desapareciendo, incluso para sí mismo. Me pregunto si, de seguir así, podría desaparecer del todo, es decir, de todos.

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Puntapié inicial para un cuento que seguramente nunca escribiré: profe de cárcel ex preso político decide amotinarse junto con los presos.

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“El más grande misterio de mi vida es éste: ¿por qué no me suicido? En vano alegar mi pereza, mi miedo, mi olvido (se olvida de suicidarse). Tal vez por eso siento, de noche, cada noche, que me he olvidado de hacer algo, sin darme bien cuenta de qué. Cada noche me olvido de suicidarme”. (Pizarnik, Diarios).

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Demasiada ansiedad como para ver alguna película. Hace algunas noches puse la última de Ozon y no duré ni cinco minutos. Y lo mismo con las lecturas: pausadas las novelas monumentales, salto de un poemario a otro buscando el charchazo que necesito. Picoteo dos o tres libros cada noche. De mis sueños no sé nada. Simplemente me apago y me prendo. En realidad ya no aguanto las noches. Algo que no sé qué es empieza siempre tipo diez: la sensación de que algo debería suceder, una manera de sentirse como mirando por el balcón pero sin estar en el balcón, la sensación de estar todo el rato como a punto de cruzar una calle pero no cruzar nunca. De noche, es como si hubiera que hacer justicia y no alcanzo, no puedo: acostarse y cerrar los ojos es un punto seguido que da la sensación de estar mal puesto, pero lo uso una y otra vez porque esta narrativa a la que estoy sometido lo exige. Días y días, párrafos y párrafos, seguir y seguir. Me haría bien un sueño lúcido, pero no me lo doy. Me harían bien un montón de cosas y supongo que escribo para saber cuáles son prioritarias. Hablo cada vez menos con los pocos que mantenía contacto. Eso es algo nuevo. Llego con la batería al sesenta por ciento a casa y, si extiendo mentalmente el presente, adivino cierta curva de lejanía que me apenaría menos si me sentiría conectado de verdad con alguien. Me adentro en una lejanía seria y administrable ante la que nadie se espanta. Y quizá busco el espanto, el hastío. Alejarme de todo lo que sea inmediatamente transparente y expuesto; alejarme de todo lo que está tan a la mano que no dan ganas de apretarlo o abrazarlo.

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“Nuestra vida de adultos se reduce a dar limosnas a los otros. Vivimos todos de la limosna ajena. Desperdiciamos nuestra personalidad en orgias de coexistencia”. (Pessoa, Libro del desasosiego).

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Si le gusto a alguien siempre hay un desajuste que no tiene que ver con la falsa modestia. Ya sea porque no me gusto del todo, porque ando conmigo siempre o porque no solo estoy conciente sino que afirmo con alevosía el desorden sentimental en el que actualmente vivo, ocurre que la sorpresa –la declaración-inevitablemente construye algo o más bien abre un forado y quedo nuevamente frente al punto de partida que, en el fondo, es siempre un único y mismo lugar.

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Ordeno los closets y boto un montón de basura porque así también hago espacio en mí mismo. Me hago creer que moviendo los sillones y pasando la aspiradora y dejando todo reluciente me darán más ganas de tumbarme a leer en el sillón, pero la tarde se me va jugando PS3 y durmiendo siesta. Hay una fuerza extraña que acelera el paso del tiempo en los días libres y, a medida que llega la noche, me enojo y, por encima de ese enojo, me enojo de nuevo por ser tan tonto y enojarme siempre de lo mismo.

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Cumplo 34. Simone Weil y Mainländer murieron a esa edad. La primera por exceso de vida y el segundo por falta de ésta. Yo, ni santo ni nihilista, viviré hasta los noventa. Sobre ahora: a diferencia de cuando cumplí 30 y cerré todas las redes sociales y me hundí en Curicó, ya no me siento tan miserable. Aprendí que cualquiera vive o sobrevive y se rodea de un cúmulo de representaciones que son reforzadas y sostenidas dentro de unas reglas generales con las que todos parecieran muy cómodos. Y, habiendo ya tenido un poco de eso, sé bien que lo que a mí me interesa es otra cosa. Que aún me queda lejos. Y no puedo sino prometerme a mí mismo que nunca será tarde.

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Listo con Joachim Trier. Por ahora, solo tres películas (que todos deberían ver). Me gusta esa austeridad que lo pone, por la similitud de los temas, como el reverso casi perfecto de Woody Allen. Me gusta que no haya adorno alguno en el sufrimiento del personaje que en sus dos primeras películas es el mismo escritor deprimido ante el que uno en ningún momento puede darse el lujo de decir pero mira qué bonito sería deprimirse y ser un escritor noruego. Me gusta cómo no llega ninguna mujer a salvar al personaje y cómo el suicidio y el tedio se vuelven un paisaje que no te suelta nisiquiera en las escenas en que el hueón va a una fiesta y se besa con alguna niña. Y el freno que le pone a todas las discusiones intelectuales es hermoso porque te recuerda cómo es que habla uno cuando, eventualmente, tiene discusiones medianamente interesantes. Todas los diálogos que Woody Allen habría estirado hasta el hastío son, en Trier, enviones que chocan contra el tedio de lo cotidiano.

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Salgo del trabajo hacia la oscuridad helada de un pasaje adornado con toda la basura del día y camiones de todo tipo a punto de dejar o recoger mercadería y un puñado de estudiantes de música alargando la jornada y veo por ahí a S que me dice que está esperando a un amigo que no llegó. Iban a fumar y le digo bueno aquí estoy yo. No me gusta mucho fumar en la calle, pero me gusta este pasillo feo, lleno de camiones con mercadería, empleados y cosas estúpidas. Se siente bien apoyarse en la muralla a fumarse un pito y ver crecer el humo y confundirse con la niebla y sentirse así como al final del primer capítulo de Better call Saul o de cualquiera de estas películas que empiezan con un empleado fumando en un pasaje sin salida.

marzo

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“Tener un hogar es volverse vulnerable. No solo a los ataques de los demás, sino a las masacres que nos hacemos nosotros mismos y que nos hacen sentir alienados”. (James Wood, Lo más parecido a la vida).

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Martes 29. Llego a Lipimávida en la camioneta del hijo del chofer del bus que no tenía permiso para seguir más allá de Duao, o algo así. Dos pasajeros más del bus me acompañan en el transbordo. Se conocen entre todos, pero no se jactan. Sus nombres propios aparecen al final, luego de los nombres de ciertas aves que desconozco. Algo invita a dejarse ser en la manera que ellos son. Hablamos del crecimiento de la zona y del fin de la temporada de veraneo. Quiero decir, ellos hablan y yo apruebo con la cabeza. Eventualmente, llegamos, llego, me bajo, los perros vienen corriendo, han crecido y solo distingo al que ahora es como Lassie; luego: las llaves, la pieza, mear y lanzar la mochila sobre la cama. Esparzo mis cachureos, me baño y parto hacia el comedor. Había olvidado que tocan una campana avisando que la cena está lista. Había olvidado, también, que ser servido me da un pudor que se traduce en unos agradecimientos muy desproporcionados que, seguramente, me hacen pasar por alguien tímido (que lo soy, supongo, pero ellos lo creen por los motivos errados). Mi mesa está junto al ventanal que da al mar y, de no ser por una numerosa familia situada en medio de todo, sería la única persona aquí. Al entrar intento un contacto visual, una entrada amena, algo que de una leve dirección para los próximos días, para las próximas veces en que nos topemos, pero nada, básicamente son cuicos y, como me enteraré luego, el padre de familia es un capitán de carabineros. Afuera, la negrura y el mar presente como un televisor mal sintonizado; aquí, elevado unos cuantos metros sobre el nivel del mar, un comedor que es como un faro con calor, comida y silencio. No hay ninguna música ambiental y solo unos leves murmullos llegan desde la cocina. Inevitablemente termino escuchando a esta familia: él y el otro hombre de la mesa, como siempre, cuentan una historia, su historia que, de algún modo es, también, la historia familiar. Todo lo que escucho allí me aleja de la especie humana: patria, honor, perseverancia, familia, rigor, crianza, valores. Las mujeres intervienen como el inevitable coro de una pésima canción: anécdotas, notas sobre la correcta alimentación de los niños y diversos apoyos temáticos para la historia, la de él. Ha empezado desde abajo y ahora es capitán de carabineros y todos están muy orgullosos de todos y a veces la felicidad es saber que no soy ellos.

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Al igual que todas las primeras noches de los últimos dos años que he venido a esta residencial, salgo a fumar luego de la cena. Salgo a fumar a la carretera, en parte para que no le den color aquí, en parte porque me gusta ese cosquilleo que da el miedo, ese inevitable ir mirando los matorrales, solo intermitentemente iluminados, imaginando formas, animales, cuerpos tumbados y confundidos en la sombra quién sabe por qué insondables motivos. De ida y vuelta voy sacando fotos con una linterna de ciclista profesional que me prestó C y siento que es como hacer trampa (eso es lo que pienso mientras camino, la verdad última es que de diez fotos ocho fueron una mierda). No pasa nadie, no pasan autos, nisiquiera ladran los perros; me detengo, entonces, sin ninguna vergüenza, a sacar fotos, a buscar ángulos; me agacho, me acerco, juego. Cada vez que saco una foto se me quita un poco el miedo. Un miedo que, en cualquier caso, busco, así que no tiene mayor poder sobre mí. O al menos así me convenzo y, ya que estoy solo en la pieza en medio de la nada escribiendo esto, debería dejar ese pensamiento hasta ahí. El caso es que ya no voy por las orillas, sino por el medio de la carretera. Ese es todo el poder que tiene sobre mí el miedo, el mismo que a los siete o diez años me decía que me alejara de los bordes de la cama, el mismo que aún hoy, después de ciertas películas de terror, me hacen apurar el paso cuando vuelvo del baño. De vuelta entro por la parte trasera de la residencial: no quiero toparme con ese capitán de carabineros y su familia. Podría ocurrírseles invitarme a sentarme con ellos y quizá no sabría decir que no. Es extraño entrar a esta pieza y constatar mi rápida colonización del lugar: los libros, las zapatillas, un sector de snacks, incluso un pequeño escritorio con el notebook, los parlantes y una pequeña linternita. Y así es como llego al momento presente: encima de la cama hecha, tecleando esto, suena Madness, tengo café aún tibio que traje de Curicó en un termo prestado (gracias C), me comí un pastelito, y espero que se vaya a acostar el capitán de carabineros ese para fumar de nuevo y ver el último capítulo de The walking dead en una cama cuyas sabanas y frazadas y cubrecamas son, por sí mismas, todo el sur que necesito.

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Pero en el fondo, así bien en el fondo, ¿no será que solo vengo a leer, escribir, sacar fotos y meterme un par de veces al mar?

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“¿Qué podría hacer para mí mismo? Me refugiaría en un granero, en compañía de arañas y ratones, decidido a encontrarme, pronto o tarde, muy de frente a mí. Pienso guardar silencio y atención completa en esta hora, en la hora siguiente y en el tiempo que vendrá. La vida más vivida de que la historia da cuenta, consistió siempre en retirarse de la vida, en lavarse las manos, comprender la mediocridad y rehusarse al acomodo”. (Henry David Thoreau, Diarios).

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Miércoles 1. A las 9 desayuno a la cama. Vergüenza y genuflexión ante la señora que, a todo esto, es la misma señora de cuando veníamos la gran familia y éramos como cincuenta y por las noches los primos íbamos al bosque y el hijo del dueño nos hablaba de los brujos de la zona. Trago todo y duermo un par de horas más. Salgo, sin bañarme, a leer, pero termino entretenido con los perros y, ahora que hay wifi, con el cel. Termino Me acuerdo de Brainard y empiezo Sueño de trenes. Aquí todo el rato es primavera y otoño, alternadamente. Las nubes avanzan en bloques enormes, haciendo del sol una cosa amable, algo que, pese a su fuerza, pide permiso.

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Aún me cuesta dejar de pensar en la librería. Justo en este momento algún idiota debe estar dejando un libro al revés o, peor aún, traspasando libros de una sección hacia otra, porque sí, no porque no recuerden de dónde lo sacaron -sé exactamente cuándo les sucede eso y cuando no, vivo allí, lo sé-, sino porque es más fácil y ya vendrá otro a arreglarlo. Saber que estoy solo hasta el sábado me da cierta presión. ¿Y si me quedara hasta el domingo? Entro el martes. Y así divago. Y lo dejo, porque se trata justamente de dejar todos estos pensamientos de lado.

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Después de almuerzo, a la playa. Encuentro un perro nuevo. También una gaviota muerta y un niño que aparece de la nada y me pregunta qué mierda es eso (efectivamente, se ha parado junto a mí y me ha dicho: “¿Qué mierda es eso?”). Saco una foto en la que salen los tres y le digo algo que seguramente está errado: es una gaviota y ha muerto porque es vieja. El niño se va y el perro me sigue. Intento unas fotos a diversos pájaros pero salen malas. Troto un rato por la arena dura, esquivando las olas, el perro me acompaña e intento pasarlo y lo logro pero inmediatamente me saca metros de ventaja y todo es como esas escenas románticas en que ambos están vestidos de blanco. Cansado, me tumbo en la arena. Decido que debo meterme al mar, así que vengo a buscar mi toalla y vuelvo. Dejo las zapatillas, la camisa y el cel en la arena. No hay ningún alma a la vista. Tanteo y entro de a poco y a los cinco minutos ya estoy vuelto mono, chocando olas como quien derriba puertas, tirándome de espalda, siendo arrastrado hasta la orilla y volviendo una y otra vez al ataque. Pero tampoco soy tan confiado y dejo que el mar me avise del único modo en que podría hacerlo: cada vez que, pese a mis esfuerzos por avanzar hacia el área en que rompen las olas, comienzo a ser arrastrado a la orilla, me dejo llevar –porque así la mar lo quiere- y camino hasta el punto en que mi toalla es visible, echo un vistazo general y vuelvo corriendo, dando zancadas, para lanzarme como un proyectil contra el bloque espumoso. No sé si me aburro o me canso o me da frío, el caso es que considero que ya es suficiente y vuelvo. Me pego una remojada falsa y me meto a la piscina. La cruzo un par de veces. No tiene ningún sentido. Después del mar y su vitalidad, es como una broma. Me ducho y pienso “me estoy arreglando para cenar solo, salir a fumarme un pito a la playa de noche y volver a ver una película acostado”.

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Jueves 2. Luego del desayuno y de volver a dormirme y volver a despertar, salgo de excursión: la misma ruta de siempre, caminando por la orilla de la playa hasta chocar con los cerros, encaramarse por las rocas, encontrar el caminito y seguir. Esta vez, a diferencia de años anteriores, me encuentro a las cabras ahí mismo, en la arena, a los pies del cerro, masticando unas especies de algas. Les saco algunas fotos y cuando empiezo a subir, suben conmigo. Parapetado tras unas rocas, busco una toma en la que se vean las cabras, el cerro y, de fondo, la extensión de la playa. ¿Tendría una experiencia más pura si no existieran todas estas mediaciones? J, vía tuiter, me insta a ello.

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Viernes 3. Anoche entró un bicho, una bola negriazul, dura y ruidosa, tonta y loca como polilla pero con un aspecto que no daban ganas de acercarse. Entró como a las tres de la mañana y me pude dormir pasado las cuatro. Y cuando digo que entró más bien quiero decir que sacó las alas a esa hora, porque quizá ya estaba dentro y, si mal no recuerdo, en la tarde ya lo o la había expulsado, cuestión que, en conjunto, me llevó a una especie de insomnio-miedo en el que me puse a imaginar que el bicho en cuestión podría ser como el Tue Tue o algo así. Cada vez que me levantaba se escondía hasta que, sigilosamente, logre empujarla y meterla en el cajón del velador (que aún no abro).

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Sábado 4. Llega carta de L y la echo al reader. Por la mañana veo unos documentales y por la tarde, luego de almorzar, me llevo un espumante a la piscina. Unas vueltas a la cancha pateando una pelota y jugando con los perros para entrar en calor, luego unos chapuzones y la copa burbujeante en la orilla de la piscina. Estar ebrio bajo el agua es otra cosa. Los eucaliptus bailan y quieren decirme algo. Frank ocean sale por los parlantitos que traje. Me paso al yacusi y leo la carta de L y sigo bebiendo. Siento que no merezco todo esto, pero aquí estoy.

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“Me termino Assassin’s Creed. Me decepcionó un poco el final. Maté al tipo que destruyó mi tribu y causó la muerte de mi mamá. Después de una larga persecución en donde los dos salimos heridos, encuentro a mi enemigo sentado en un bar, tomándose su última cerveza mientras se desangra. Me emociona un poco la imagen: tomándose una última cerveza a la espera de la muerte. Espero el gran discurso de odio por parte de mi personaje, pero simplemente lo mira y le clava un cuchillo en el corazón. Me hizo falta más rabia, por último un “por mi madre” o el cliché “púdrete en el infierno”. Pero está bien, creo. Quizá el silencio es lo peor que puedes darle a alguien que se está muriendo. Te cuento que hoy me propuse ver películas y así fue. Vi cuatro: Blue Valentine, Incendies, Une femme est une femme, y Candy. O sea, Candy la veré ahora. Son las cinco de la mañana, estoy en mi cama con un vaso de cocacola y una fuente con doritos. ¿Qué piensas de mí?”. (L).

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“Todo ya está escrito y lo que llamas escribir es ir quitando palabras”. (Agustín Fernández Mallo)

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7 de Marzo. Algo anda mal. No estoy puesto en los días. Aquí está el cuerpo, sí, pero yo estoy esparcido, escindido, difuminado. Un desfase que es la acumulación de una serie de desfases. Debería volver a meditar pero, como siempre que lo escribo, suelo no hacerlo, porque así soy: me conformo con darme lecciones por escrito. Una sensación parecida a la de los veinte, como de ir caminando en la bruma o más específicamente como de haber aprendido a aparentar cierta seguridad y hasta cierto gusto con esta manera de avanzar dando manotazos en el aire, viendo con suerte a dos metros de distancia, conformándose con un escenario en el que el 80% pareciera ir también gustoso avanzando así (o al menos aparentándolo). Que mañana vuelva a trabajar es un detalle. Entraré en la dinámica del ocio merecido. Bromearemos sobre cómo somos explotados. Anhelaré, como corresponde, la cerveza de la noche. Me aferraré al pequeño perímetro, seguiré amoblándolo con mis mierdecillas, me arrastraré serio entre la bruma y diré que eso que abarcan mis manos es la vida. Por qué en el fondo, ¿no es eso lo que se espera de uno?

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“Cuando la pereza te hace infeliz, tiene el mismo valor que el trabajo”. (Jules Renard, Diarios).

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Día conchetumare, día reculiao y, pese a todo, al final, por la noche, venzo. La cosa empezó así: como al mediodía, un hueón claramente jalado entra como un torbellino, directo hacia mí, con su hija casi colgando del brazo. Recuerdo haberlo atendido ayer, pero me hago un poco el loco y sigo buscando el libro de Soledad Fariña por el que me preguntaron por teléfono. Entonces llega. Me interpela. Me dice que le vendí libros que él no quería. Las venas en su cuello están a punto de estallar. Tira los libros sobre el mesón. Su hija mira hacia arriba el triste espectáculo. La miro –e incluso la apunto, así como intentando que se dé cuenta que quizá podría mejorar su actitud ante ella- pero nada: casi que se encoge de hombros en un gesto de “así es el papá”. La nube de caos que arrastra este sujeto es notoria y aparece M para ayudarme. Termino con lo del teléfono y vuelvo. Ocurre que, efectivamente, erré con un título: me pidió Matilda y le di Matilde. Pero no alcanzo a asumir el error ni a darle posibles soluciones. No alcanzo a nada. El hueón es una basura, un derroche de adjetivos y rictus. Aletea, babea, me increpa, sonríe, simula estar controlado pero no le sale, la gente se da vuelta a mirarlo y, de pasada, a compadecerme; rápidamente llega a decirme garabatos y a hueviarme por mis lentes (debería cambiarlos, ya que le di mal su cagá de libro, dice), M me insta a que mejor salga por un buen rato hasta que este tontoculiao se vaya, y así lo hago, no sin antes soltarle un amoroso “tenemos harta energía pareceee”. Salgo y me compro un helado en el Yogen Fruz y me voy a mi escondite del segundo piso del mol. En el camino un amigo de N que estaba ahí presenciando el show me dice que no debería dejar que me traten así y casi se me caen unas lágrimas, ¿por qué? Me siento y lloro un poco. Nisiquiera sé bien por qué. ¿Dónde leí que uno empieza llorando por una cosa y termina llorando por todo? Como sea, pena, rabia, un poco por mí, por sentir que estoy allí expuesto a lo que sea o más bien quién sea, pero también pena por esa niña, pensar que debe vivir con esa alimaña culiá, respetarlo, amarlo; pensar que esa plasta le va a enseñar las hueás básicas de la vida; imaginar que ese culiao igual es Chile y la escena se repite infinitamente en todos los otros lugares de mierda que también son Chile. Obviamente, como el héroe del desfase que soy, empiezo a pensar posibles respuestas, bromas hirientes e inteligentes que podría haberle dicho.
Me quedo casi una hora afuera. Un guardia viene a verme, se para a unos metros, dice algo por su aparato y se va. Exagero la nota, sí, pero en el fondo sé que lo merezco. Cada trabajador insultado debería tener toda la tarde libre. Todos y cada uno de los que trabajamos aquí llevamos una acumulación de situaciones arbitrarias y tensas que se resuelven, una y otra vez, en contra de nosotros que, por supuesto, y como nos lo recuerdan cada día, somos los que decidimos que los textos escolares no tienen devolución o que lo que sobra al hacer un cambio de libro no es reembolsable. Entonces vuelvo, atravieso esta estúpida puerta cuyo sonido odio. No alcanza a pasar ni media hora y ocurren dos eventos que se agregan, cual mierda a la mierda, al acontecimiento del jalado: 1) una señora horrible que me increpa porque no la atendí en el momento exacto en que ella lo requería (y yo estaba con otra señora) y 2) otra horripilante vieja más (de esas con accesorios que suenan y ridículos vestidos de gala) reclamando porque los libros están ahí a la intemperie, ABIERTOS Y USADOS. “Deberían darse el tiempo de sellarlos todos”, “Deberían hacer bien su trabajo”, and so on, and so on. ¿Sabrá esta señora cuánto ganamos? ¿Sabrá que somos dos personas menos de lo habitual? ¿Sabrá que solo dos de los que estamos hoy aquí conocemos al dedillo la librería y las otras dos saben casi lo mismo que un cliente y es en medio de eso que debemos lidiar con toda esta mierda? ¿Sabrá –y esto sí que es importante- que existen otras señoras que vienen en otros momentos del día y que, usando el mismo tono venenoso de quien cree estar cuidando sus derechos, nos dice que CÓMO ES POSIBLE QUE LOS LIBROS ESTÉN CERRADOS? Les importa un pico. Esa es la única verdad. Sencillamente les importa un pico pensar de verdad una situación concreta, desmenuzarla, rastrear el largo hilo del conflicto, sumar fuerzas y actuar a la altura de la situación. Lo veo en las calles cuando los automovilistas tocan todos juntos la bocina como los individuitos que son. Lo veo en la fila del banco cuando el tontito de siempre se pone a reclamar si hay una cajera nueva que es lenta. Una agresividad desordenada, despolitizada e individual. Una especie de Fernando Villegas que todo shileno lleva metido en la cabeza y que basicamente los insta a ver individuos flojos detrás de cada problema estructural o, si se quiere, político. Salgo de nuevo, disparado, lejos, de un solo portazo, me apoyo en el frontis y miro pasar los autos. Miro pero no miro. No me doy cuenta pero estoy meneando la cabeza, negando no sé qué. Odio cada centímetro de todo esto. Yo sé que no todo tienen la culpa, pero eso es lo que construido este lugar en mí. Soy la piedra y el cincel de la rutina hizo una figura que es cualquier cosa. Pero algo ha cambiado. Eso es bueno. Algo tocó fondo hoy y lo sé: prefiero el riesgo de la cesantía a seguir levantándome para venir a este lugar de mierda. Me harté de las sorpresitas de cada día. Me harté de cada rincón de esta puta librería. Ya no me importa nada y estoy dispuesto a irme a los combos con el próximo hueón que me toque la oreja. Me iré. Antes o justo cuando empiece la Copa Confederaciones, me iré y dejaré de andar dando pena y no tengo la menor idea de qué es lo que viene y no me importa.

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“Me quejo, y acabo de ver a un niño con una pierna de madera y que golpeaba el suelo con rabia por no poder seguir a los otros chicos”. (Jules Renard, Diarios).

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Por la noche, contra todo este día de mierda, salgo a correr. Bajo el ritmo frenético de los primeros discos de Bad religión y los Dead Kennedys, corro. Como enfermo, como si estuviera en la guerra, como si animales extraños me persiguieran. Me lavo, boto, purgo. Caigo rendido al final del Bustamante. Me digo que todo va a estar bien y que tomar decisiones negativas también cuenta como tomar decisiones. Cierro facebook y tuiter. Me prometo que voy a escribir y leer más. Hago como que algo nuevo empieza. Y entonces algo nuevo empieza.

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“Trabajas todos los días. Te tomas la vida en serio. Crees fervorosamente en tu arte. Pero no serás nada. (…) Llora, grita, agárrate la cabeza con las dos manos, espera, desespera, reanuda la tarea, empuja la roca. No serás nada”. (Jules Renard, Diarios).

enero-febrero

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«Quiero tener un año excepcional, y empiezo levantándome tarde, almorzando demasiado y durmiéndome en el sillón hasta las tres”. (Diario 1887-1910, Jules Renard).

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Empecé a usar las notas de voz del celular en serio. Cuatro o cinco pequeños monólogos al día. Me siento como el agente Cooper. Un agente Cooper de la inutilidad. Al final de cada semana desecho la mitad y la otra la dejo en una carpeta en el escritorio. Imaginaba que cada una de ellas iba a dar pie a sendas reflexiones y extensos párrafos, pero no: la mayoría ha sido transcrita tal y como suena y no habido nada que agregar.

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Pequeñas alegrías que dan los compañeros de librería: ayer N empezó a imitarnos, uno por uno, simulando qué cara y qué movimientos corporales haríamos si nos violaran en la cárcel. Todas las imitaciones le salen más bien parecidas, lo que hace que cada pequeña variación hecha para captar la esencia de cada una de nuestras personalidades sea tan arbitraria como chistosa. Por la tarde, M recuerda que cuando niño leía sobre telequinesis y creía que si lo intentaba podría conseguirlo. Le cuento que antes de The matrix estaba esta película de Travolta, Phenomenon, en la que al tipo le cae un rayo y adquiere ciertos poderes que yo, quizá ya no tan niño, creía poder replicar solo con el poder de la concentración.

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La rúcula detuvo la rapidez de la tarde. Recorro cada tallo como un ciego, sacando las hojas buenas, apartando las negras. No juzgo mi impaciencia; la observo. Deshojo y me deshojo. Caigo del tiempo de la mente hacia el tiempo de las cosas.

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C al celular. Es de noche y contesto: le ha explotado un enchufe, se ha cortado la luz en su departamento y tiene miedo. Salvo indicarle que corte la luz y se duerma y espere a mañana, no se me ocurre bien qué decir, así que, ante su insistente temor, le prometo no solo que nada más va a explotar, sino que mañana hará frío, su pelo olerá mejor que nunca por la mañana y el supervisor no irá.

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Se pregunta Schnitzler: “¿De dónde surge, poeta, tu deseo de describirle las horas preciosas de tu soledad al mundo atento a tus palabras? ¿No será que en el fondo eres más sociable de lo que crees, y además un poco vanidoso?”.

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Cuando no sé qué recomendarle a un cliente simplemente murmuro y me alejo. Lentamente voy dando pasitos hacia atrás, haciendo como que reviso otros libros, haciendo como que lo que él necesita quizá esté en otra parte, dejando que pase el tiempo. Y funciona: encuentran algo por sí mismos o sencillamente se van.

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“El ronroneo de los gatos debería ser un lugar”. (M).

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Por las mañanas me rindo de antemano ante todas las luces amarillas parpadeantes y ante todos los conteos en reversa que impliquen un mínimo de apuro, de esfuerzo: llegar al trabajo jamás va a implicar correr.

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Entre cliente y cliente, aforismos de Canetti.

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La publicidad del Piretanil en la radio Bío Bío me lleva lejos y quisiera hundirme, recostarme y quedarme allí para siempre.

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“No puedo creer que haya dado mi primer beso viendo la película Lego”. (L).

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Cuando la gente empieza a contarme sus vidas o los motivos específicos de por qué está buscando tal o cual libro pongo cara de concentrado, asiento muchas veces con la cabeza, me toco la barba y me preocupo de que la vista no se me desvíe pero, así como se me desvían los pensamientos, se me desvía también la vista y, si pasan más de treinta segundos, me pierdo y lo notan, pero nunca me siento culpable, porque me digo que al menos lo intenté.

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“No hay nada que obligue a vivir, ni nada que desobligue. Todo o casi todo es mentira porque cae o puede caer. Lo único que es fiel es esta sed de algo por lo que vivir. Pero tampoco lo es absolutamente puesto que está entre otras sedes y hambres y se alterna con ellas y puede desaparecer por varios años y reaparecer”. (Diarios, Alejandra Pizarnik).

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A veces pasa por fuera la mujer con la que X tiene intimidad en los estacionamientos y suele pasar con un tipo que supongo es su novio y la miro y ella mi mira y sabe que yo sé y trato de que en mi mirada y en mi saludo no se note que yo sé que ella sabe que yo sé.

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“Me acuerdo de mi primera experiencia sexual en el metro. Había un tipo (me daba miedo mirarlo) que estaba empalmado y no dejaba de rozarse contra mi brazo. Me excité bastante y al llegar mi parada me bajé y me fui corriendo a casa, donde intenté hacer un óleo con mi pene a modo de pincel”. (Me acuerdo, Joe Brainard).

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Semanas llenas. Mes lleno. Pero, a diferencia de anteriores llenitudes, no me quejo. Al revés: las oleadas de pereza al mediodía o después de almuerzo se acaban, dejo de necesitar el café de la mañana, una extraña energía me mantiene en movimiento; es como si volver a ver a los amigos fuese una especie de comida para no sé cuál estómago. Me pasan las llaves y abro y cierro la librería algunos días. La presencia de M ayuda. Saber que se va a comer a cualquier cliente basura que ose esparcir su aura miserable aquí da una tranquilidad impagable. Los días largos se acortan. A ratos simplemente olvido que estoy en el trabajo y eso siempre es bueno. Llevo casi dos meses con el orden de mis secciones estancadas y pretendo que así siga. Es febrero y no pueden pretender que me tome en serio este trabajo. Las metas siguen siendo inalcanzables y nos quitaron todos los beneficios que teníamos; sin culpa alguna podré incluso disfrutar el derrumbe de este segundo hogar. Enajenaciones aparte, no entiendo en qué momento M puede leer tanto. Me recomienda un montón de epubs. Anoto y pierdo el papel. Todos hacemos gala de cuestiones leídas hace años. Quizá pienso mucho en cómo distribuye su tiempo la gente. Quizá nadie esté leyendo nada actualmente y todo sea una farsa, como quizá también sea una farsa el hecho de que mi escogidamente mediocre desempeño laboral no sea funcional a una manera específica de la explotación capitalista. Sea como sea, en la batalla cotidiana, siguen persistiendo los dos o tres sacohueas por día, pero no alcanzan a arruinar nada, porque además de M, también aparecen unas gentes hermosas, abuelas de ojos puros, jóvenes de movimientos lentos e inseguros, un hombre con un perro en brazos, y así, al menos por febrero, los espíritus tristes van perdiendo terreno. Así que, como decía, no sé cómo ni por qué, pero los días ya no se arruinan. Ya en casa, por las noches, me vuelvo un torbellino. Hago un poco de aseo cada noche para así evitar perder horas enteras del día libre. Nunca lavo toda la loza, siempre dejo un poco, y eso me libera (y a las cucarachas también, parece). Hacer ciertas cosas mal me da paz. Salgo a correr. Vuelvo del todo. Subiendo cinco minutos cada vez. Y, dentro de todo: visitas a mediados de semana. Por ejemplo J y su hermano, desde Talca, que se dejan caer después de Jaar, el día en que comienza un apocalipsis de humo en la ciudad que dejaron. Digo que no voy a tomar pero me mando dos Bear Beer de medio litro. Saco unas hojitas y hacemos uno gordo. Ayer llegué y puse boleros y finiquité todo el aseo. Los días en que no hay visitas, siempre una película. Curiosamente alcanzo a todo. Cinco o seis horas de sueño y ningún cansancio. Otro día, otra noche, y es M y una amiga que trabaja en Fantasilandia, unos silencios raros que me hacen fumar y fumar y beber y caigo de los primeros. Otra noche: salgo a correr y de vuelta paso donde F, pero F no está y quien está es C, frente a un notebook pequeñísimo viendo un partido del Colo en un recuadro que no se deja agrandar a pantalla completa, dudando en si quedarse o ir donde su madre. Fumamos. A eso pasé. Y a buscar unas cosas que se me habían quedado. El colo pierde y, volado y con tres chamitos en la mano, me devuelvo trotando a casa.

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“Escribir es una forma de hablar sin que te interrumpan”. (Jules Renard).

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Acabo de ver a una mujer que venía caminando en sentido contrario. Sostenía una marraqueta con las dos manos. Una mano en cada lado de la marraqueta. La marraqueta pegada a su pecho, paralela a su cuerpo. La sostenía como si fuera una guagua a la que, en vez de besos, daba mordidas. Parecía un hámster.

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“Igual me sucede con los afectos y los caracteres que encuentro a mi paso; no creo jamás en una aventura amorosa, en un favor providencial, y me digo siempre: es poca cosa, puesto que se me da; el beneficio está a la altura del beneficiado. Y así, burlándose de sí mismo, fácilmente se hace uno ingrato e hiriente hacia los demás”. (Diario íntimo, Amiel).

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Espero a que lleguen L y P y no puedo hacer nada salvo pasearme, tomar libros, hojearlos, lavar la loza, ordenar el escritorio. L, amiga de hace un montón de años con quien nos vemos cada vez menos. P, amiga de L que siempre me ha gustado desde esa cómoda lejanía que hace que, en el fondo, mi gustar no signifique nada (o al menos nada distinto a mi amor por Isabelle Huppert). A veces alguien siempre se mantiene lejos y, si el curso natural de una relación no produce mayor cercanía, es que así debe ser. Me gustan sus pecas, que hable bajito como Teillier, que haya huido al sur y que tenga una manía media rara de rascarse las axilas, el cuello y las tetas. No sé si sea suficiente, pero es algo, y quizá existan un par de algos, y uno igual deba hacer algo para descubrir si hay algo más que algo en esos algos. Como sea, quedamos de vernos el domingo, pero no resulta, se va a la playa y luego ya se va de Santiago y, como siempre, no da para lamentarse y me digo que así es como debía ser.

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“¡Qué manía, ser ingenioso con la gente cuando en el fondo quieres abrazarla!”. (Jules Renard).

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“Estamos aquí escondidos unos de otros / en los cuerpos como en casas más seguras”. (E. Barquero).

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Sábado. Segundo de dos días libres. Ayer fumé todo el día. Fumar, dormir, despertar, fumar, y así. Bojack Horseman y FIFA 2016. Podría decirse que estoy perdiendo el rumbo pero siento que esto ha sido más bien una decisión. Al menos ahora estoy escribiendo más. Huelo mal. Voy a salir a correr, sí. ¿Saldré realmente? El panorama de la noche: la vuelta de The walking dead

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No sé cómo pude estar tan sociable hace algunas semanas. Ahora mismo no podría ver a nadie porque todo lo que pueda contar son cosas que ya he dicho y que vengo diciendo siempre. La paz por las noches se hace esquiva y me recluyo en la posibilidad de que las películas o los libros me salven o al menos me anulen o me desplacen hacia los sectores oscuros y sordos de mí mismo. Las motivaciones de los otros no me dicen nada. Prender la tele es como salir a la calle. Mis planes son una buena intención que esculpo desde que nací. Una estatua infinita. Una manera de decirse a sí mismo que la vida podría llegar a ser algo distinto de una repetición.

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“17 de marzo. Estoy pasando un mal momento. Todos los libros me hastían. No hago nada. Me doy más cuenta que nunca que no sirvo para nada. Siento que no llegaré a nada, y estas líneas que escribo me parecen pueriles, ridículas, e incluso, y sobre todo, absolutamente inútiles. ¿Cómo salir de esto? Tengo un recurso: la hipocresía. Me quedo horas encerrado y se creen que trabajo”. (Jules Renard).

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Llegan las vacaciones y, como siempre, y sin que esto se traduzca en malestar alguno, no me siento como creía que iba a sentirme. Las visiones de mí mismo escribiendo desde las diez de la mañana hasta la hora de almuerzo, correr todos los días, dejar las películas-basura y empezar a completar filmografías de los directores que de verdad me importan, usar las tardes, salir, ver a Bruno, ir al cerro; quizá debería abandonar todo eso, empezar a afirmar lo que hay y, de una buena vez, dejar de repetir esta misma monserga cada año.
Llego de noche a Curicó, fumamos con mi hermano y un amigo que ha invitado por unos cuantos días (un gamer veinteañero de Viña que se parece a Jay Baruchel). Ponemos Silent hill y caigo en el asombro: no recordaba esta fotografía, ni el soundtrack, ni nada de toda esta hermosa y tétrica y honda blancura. Quizá la vi cuando veía las películas sin detenerme en nada, como mi hermano que, fumado, habla y habla. Y no solo eso: si no está hablando, está en el whatsapp o, como sucedió hoy (y siempre), durmiéndose a la mitad de todo. Le digo que se entregue, pero no me entiende. Entonces terminamos de ver la película en silencio con Baruchel que, a todo esto, tiene esta extraña manía –que confiesa luego de que yo preguntara si a alguno le estaba vibrando el celular: el hueón emite un leve sonido, un estertor sistemático, una especie de teléfono antiguo marcando incesantemente. Si estoy volado -me dice- y pegado en alguna película, no puedo evitar hacer este ruido.
Durante el último tramo de la película mi hermano despierta y balbucea frases del tipo “no si sé todo lo que ha pasado”, “solo tenía los ojos cerrados pero estaba escuchando”, y así. Le digo una y otra vez, con voz calmada –porque lo conozco-, que se vaya a acostar, que no hay problema, que mañana la termina de ver, pero, una y otra vez, se enoja y lo toma como si lo estuviéramos echando por tener lepra o como si nos hubiéramos hecho mejores amigos a su espalda y quisiéramos expulsarlo y fuerza los ojos y se pone en una postura impostada de lucidez y atención que no le dura más de un minuto y se vuelve a dormir de nuevo, absurdo y tierno, en esa misma posición.
De madrugada Baruchel baja, tengo puesto el soundtrack de The revenant y me pregunta si es el soundtrack de The revenant y, sorprendido, le digo que sí. Se sienta frente a la mesa en la que estoy con el notebook, le cuento que estoy respaldando pelis en los discos duros externos, poniendo subtítulos y todo eso, me comenta que también ve muchas películas, que tiene la misma enfermedad de ir bajando todas las nominadas a todos los festivales existentes. De entre muchas que ya olvido, me recomienda Hell or high water (que veremos la noche siguiente).
Los días que siguen se van en siestas, más películas (Hell or high water, Moonlight, Dr. Strange, etc.), traer unos muebles desde la casa de una tía, una ida al estadio con mi papá y sencillamente estar frente al computador, “trabajando” en su orden.

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“Mi carne es un caballo pastando / cuya soledad me aterra si despierto”. (E. Barquero).

diciembre

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“Que este año me sea dado vivir en mí y no fantasear ni ser otras, que me sea dado ponerme buena y no buscar lo imposible sino la magia y extrañeza de este mundo que habito. Que me sean dados los deseos de vivir y conocer el mundo. Que me sea dado el interesarme por este mundo”. (Alejandra Pizarnik).

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Diciembre: las hordas de semejantes, las horas extras, ordenar veinte cajas de libros y un hueón afuera pegado al ventanal enojado porque no abrís más temprano, los pies, la mente, la repetición, en serio los pies, ardiendo, la lengua que al final del día ya se traba de tanto repetir las mismas mierdas, el cansancio, las falsas satisfacciones con las que intento remediar ese cansancio. Diciembre: el tedio, cenar solo, la circularidad de todo, el carácter festivo chileno que en el fondo solo viene a rellenar o redirigir una histórica tristeza, una extraña pena de simplemente caminar por Santiago a las nueve de la noche y sentir que todos obtuvieron lo que pudieron y no lo que querían. Diciembre: el compañero nuevo y su irrefutable cara de ahueonao, su manera de decir FELIZEZ FIEZTAZ a cada cliente, su voz de joven Gumucio pero sin la gracia de éste, la fomedad abismante del prójimo en general, el ímpetu de esa fomedad, la confianza en sí mismo del sacohuea de polera Polo metida dentro del pantalón, el desplante de todos aquellos que sienten que el mundo está ahí para servirlos, el individuito empoderado que reclama solo cuando le afecta a su perímetro pero no le da para leer la complejidad del trabajo asalariado, la suma de todos los rostros de las cajeras, la nula empatía entre explotados. Diciembre: la rapidez y la efectividad de todo lo que importa un pico, el mismo diagnóstico de un crecimiento económico aparejado de una también creciente invalidez espiritual, los villancicos, las decoraciones, las notas periodísticas, la reorientación mediática del deseo, Luis Miguel, los matinales, los cuicos y sus diseños y la siutiquización de lo que sea, la metodicidad del simulacro, mirar hacia el horizonte y sentir que no estamos ni cerca de construir nuevos rituales. Diciembre: el inhabilitante calor, la densidad aplastante del aire, los incendios, morir lentamente esperando la luz verde, un acuario de aire denso en el que paseamos como gallinas decapitadas, los taxistas, la soledad parlanchina de los taxistas, los conchasdesumadres de los taxistas y su manera de pasar a un milímetro de tus piernas sobre todo en Diagonal Paraguay con la Alameda. Diciembre. Y luego enero. Y luego todo de nuevo: enfrentar cientos de personas al día que en el fondo no necesitan nada más que ser escuchadas -y aquí dentro no hay espacio para nada que no se asemeje a un derrumbe de piedras-, intentar empezar a juntar plata para mi futuro de eremita, intentar averiguar qué cresta pasó con el traspaso de ARCIS a la Universidad de Chile, defender la tesis, hacerme todos los exámenes postergados, ir al dentista, bajar de peso, volver a correr, publicar, leer más, leer mucho más, poner otro estante para los libros, y esperar con ansias marzo, la primera semana de marzo y esta vez ya no tres sino unos cinco días en mi Hostal de Lipimávida.

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“Una parte de mí necesita desmoronarse, es nuestro secreto, sabemos que necesitamos venirnos abajo, no hay mejor trazado que una vida propia, y para que sea propia debo derrumbarla”. (Malú Urriola).

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Cuando vengo al baño veo los pies del tipo del aseo. A través del rabillo de una puerta entreabierta, los tobillos casi morados del haitiano que vino a probar suerte. Varias veces al día lo pillo ahí tendido, durmiendo, en un banquillo de madera. Me muevo despacio. No quisiera despertarlo ni, menos aún, que me viera espiándolo y pensara que estoy pensando que él no debería hacer eso. Me gusta que la gente no trabaje mientras está en el trabajo. Desde que estoy en esta librería que ya no puedo quejarme de la lentitud de nadie que esté «sirviéndome». Incluso cuando la cajera del metro me enrostra su tedio y me mira con ojos muertos y nisiquiera me saluda, lo tomo como viene. ¿Desde dónde podría uno exigir algo? No entiendo por qué debería el mundo servirme.

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“Amo mis partes vencidas”. (Malú Urriola).

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Necesito estar bajo el agua y que en la superficie suene Miles Davis y mirar hacia arriba y ver pasar un avión. Necesito llegar a la hora de las noticias, abrir una cerveza y ver que han robado un camión con pollos para repartirlo en alguna pobla. O que Claire Denis o Isabelle Huppert aparezcan en la hostal de Lipimávida y caminemos sin hablar y corramos por las mañanas. O que haya una oleada de fantasmas en las calles y haya caos y luego calma y todos estén en sus casas reflexionando el respecto. Necesito más apertura en mis encierros. Alguien con quien armar un rompecabezas y dormir siestas. Dejar de pensar qué significaría y cuándo correspondería emprender una nueva relación. Necesito dejar de revisar y reordenar imágenes antiguas los domingos por la noche. Quizá necesito no estar en casa los domingos por la noche. Apropiarme de la luz de la ebriedad, trasladarla hacia otros sitios. O también: estar mirando por la ventana a las dos a eme y ver una luz que se mueve hacia atrás y hacia adelante y quedar paralizado y sentir que mi mente se expande o al revés que el límite simplemente se borra y adquirir dos o tres intuiciones acerca de Dios, el espacio y el tiempo. Necesito que la vida empiece a congraciarse. Que el fuego reevalúe su itinerario. Que los perros empiecen a defenderse. Necesito que llegue un tipo de abrigo negro a la librería y me convenza de que tenemos que resolver un misterio y sentirme como Mulder. O estar, no sé cómo –porque ya ni salgo-, en un karaoke, y que pongan Just friends de Chet Baker y cantarla de principio a fin sin siquiera mirar la pantalla. Necesito tener un sueño premonitorio en el que visualice cada paso a seguir para largarme de esta puta ciudad y no contarle a nadie y durante los próximos cinco años seguir todo al pie de la letra y conseguirlo. Necesito que lo que me necesite también necesite de ese mismo modo otras cosas. Necesito quedarme un poco más en esa sensación liberadora en la que caigo cuando empiezo a pensar que todos moriremos y es justo que así sea.

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“Dicho quizá de otro modo: comprendí que debía dejar de pensar en avanzar, y también, de paso, dejar de preguntarme qué significaba avanzar y quién tenía que avanzar”. (EVM)

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17:40. No he podido leer nada, pero es que nada. Salen tres y entran tres. Salen dos y entran cinco (“Ir al mall es como darse un baño de gente desconocida, te inmovilizas por un momento, la gente pasa y te atraviesa”1). Y así. 18:26. Leve calma. Como el mal alumno, me voy bien al fondo de la sala a tratar de pasar desapercibido. Ni siquiera leo. Trato de enfocar la vista en cualquier punto al azar y dejar que avancen los minutos. Odio los viernes. El movimiento del mundo me parece un error.

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Soñé que estaba en una especie de gimnasio, en alguna especie de evento, cuando de pronto entran tipos no sé si con máscaras pero al menos con algún tipo de uniforme o de uniformidad y, lo más importante, claramente armados. Nos están secuestrando o algo así. Se escuchan bombazos y ajetreo afuera. Reviso el cel y es una cosa más o menos global: diversas células terroristas toman rehenes en las distintas capitales del mundo. El caos va dando paso a una sorpresiva comprensión. Nos juntan, nos sientan, hasta nos traen algún brebaje y, uno de ellos, uno de alto rango supongo, comienza a explicarnos la misión que tienen: son una especie de colectivo global de Inmanentistas. Hartos de la religión y de todo tipo de trascendencia comercializable –y obviamente, más que subjetivamente hartos, sino que ya con argumentos acerca de cómo es justamente esto lo que tiene arruinado al mundo en lo cultural, en lo económico, en todo- han emprendido la tarea de una transformación violenta y radical, sujeto a sujeto, de la cosmovisión imperante. Por lo mismo, y luego de que nos hayan forzado a beberlo, nos avisan que el brebaje que nos han dado es una de estas drogas potentes que purgan. Un viaje interior medio a la fuerza. Mientras surte efecto, circulan distintos personajes que nos van relatando su experiencia personal en el grupo. Ex cristianos, ex empresarios, etc. Y hay cierta borrosidad en toda esta parte. Recuerdo sí cierto ambiente como de reality. Mucho ejercicios físico, mucha competencia, mucha charla; todo esto, claro está, en un contexto medio de guerrilla y adoctrinamiento. No sé si nos hemos quedado a vivir en el gimnasio o qué. Lo cierto es que, en lo secreto, empieza a acomodarme la situación (recuerdo con exactitud un momento en el que, cerca de un stand en el que están repartiendo jugos o algo así, me meto en una conversación sobre la doctrina misma que nos tiene ahí a todos juntos y, con puras ganas de quedar bien ante ellos, digo que Nietzsche decía que “el alma no existe y solo hay el sistema nervioso”). Ahora que escribo esto no estoy tan cierto de que lo haya dicho Nietzsche y, si lo dijo, jamás recordaré dónde. El punto es que ya no hay que trabajar, ya no hay que planear nada en la vida: tal y como dice esta Buena Nueva, hay que mantener el deseo atado al presente, “volverlo ancho”, crear una nueva temporalidad en base a un nuevo tipo de comportamiento. Hay un ambiente muy de la casona esa de El club de la pelea. Sin embargo, la cosa no puede ser tan perfecta. Existen unos bandos contrarios. Budistas rebeldes, católicos rebeldes y, sobre todo, fundamentalistas rebeldes. Me encantaría recordar bien esta parte del sueño pero solo me queda la sensación vaga de estar repasando estrategias –alguien nos señalaba con mucho respeto la existencia de estos grupúsculos de resistencia- y luego ser atacados, parapetarse, quizá sosteniendo un arma –y la sensación de no saber cómo mierda dispararla.

*

Picoteo una biografía de Thelonious Monk que me prestaron. Me aburre y sigo. Toda la mañana con las cartas de Kafka en la mano. Las paseo. No leo nada. La gente, la gente, la gente. ¿Qué pasa con este viernes? ¿Por qué me parece tan detestable toda esta gente que no tiene culpa de nada? ¿Cómo no soñar con los caminos de tierra de Teillier?

*

Me pasan ridiculeces como ésta en el día: decido que debo limpiar los lentes, me dirijo a la mochila en busca del estuche con el pañito, pero cuando llego ya olvido a qué venía, entonces saco la pasta de dientes y el cepillo y parto al baño, pero ya en el baño, con los utensilios olvidados en el bolsillo, solamente meo y me mojo la cara y me devuelvo y recién ahí me acuerdo qué se supone que iba a hacer en un principio.

*

“Eres libre allí donde no te aman”. (Canetti)

CORRESPONDENCIA CON L (EXTRACTOS)

L
Me sorprende sobre todo la estupidez de estos mosquitos que no tienen cómo saber o cómo alertarse entre ellos sobre el peligro de seguir las luces de esta casa porque mueren todos asados en esta paleta eléctrica. Deberían inventarse sus mitos. Qué tristeza, qué existencia tan vacía. ¿Los mosquitos pensarán que soy estúpida por no seguir la luz? ¿Pensarán que mi vida es un despropósito total? ¿Sentirán tanta felicidad mientras están dando vueltas alrededor de la luz, como si tomaran cerveza con amigos? BUENO, así como ellas nacen y dan vueltas alrededor del a luz nosotros NOS ENAMORAMOS Y MORIMOS. La desventaja de vivir más. En fin, cada especie tiene el derecho sobre su increíble estupidez y ninguna estupidez es menos valiosa. Me atrevería a decir que la de ellos es más importante porque la ejercen con total seguridad.

(…)

Me he dado cuenta que nadie sabe muy bien cómo reaccionar o qué decirme, como si en ese “literatura” que digo media tímida y sonriendo, súbitamente dijera que vivo en la calle o que estoy embarazada y en la pasta base (…) Cuando mi hermana me presenta a sus amigos es siempre lo mismo: se miran entre ellos, hacen esa pausa vacilante y, como si nada, vomitan las preguntas clichés que me gustaría no responder. Uno se da cuenta cómo los desconocidos intentan penetrar, ponerte en algún lugar que encaje (qué estúpido enigma debe ser uno para esas gentes, sobre todo porque uno es silencioso y no se abre ni se expande como las personas carismáticas) (…)Y es así siempre: “Ah, literatura… ¿y ahí qué haces? ¿Lees? ¿En qué vas a trabajar? Oye, tengo un proyecto de novela, ¿me la editarías? TÚ DEBES SER BUENA PARA LA LETRA”. En esos momentos pienso en cómo me gustaría escupirles la cara y empezar a correr o salir volando de allí con la ayuda de alguna fuerza cósmica o con la fuerza de mi propia apatía y seguir gritando insultos mientras voy alejándome por los aires (y seguir escupiendo desde lo más hondo de la garganta).

(…)

Una no actúa como de verdad quisiera sino que sonríe, pone cara de bonita y de simpática para disfrazar el inmenso odio que nace o que está ahí siempre (y que no es culpa de ellos porque uno mismo es su obstáculo, su roca negra) y ese repetir el discursito, la proyección que no es pesimista pero tampoco la gran cosa. “Trabajaré en una editorial, en un diario, corregiré textos, publicaré libros”. Jamás me creo lo que respondo de mí misma en público. Yo siento que miento, que repito un monólogo, que adorno el futuro como uno se arregla en la mañana: a la fuerza, de mala gana y para que los demás piensen que tengo algo claro, que sé para dónde va la cosa, cuando en realidad no es así, que no me interesa -por ahora- trabajar en una editorial, ni en el diario. Contar a los demás lo que yo espero de mí es también un intento de convencerme a mí misma. Tantas cosas que se quedan ahí, que yo sé que no tengo ganas de hacer y que al final del día no cambian. Y esa desesperanza de que no juntaré ganas o fuerza para hacer todo lo que vivo proyectando. ¿Por qué es tan difícil no querer hacer nada? ¿Por qué no se puede querer no tener planes?

(…)

Se me ocurre que ante todas esas preguntas de qué quiero para mi futuro me gustaría decir NADA NO QUIERO HACER NADA, pero si tuviera que responder más sinceramente en serio: me gustaría evadir la zona de los cuerpos rápidos y los gestos duros, trabajar en algo que no consuma todo el tiempo y el espíritu, tener compañeros simpáticos y que me sobre tiempo suficiente para escribir y arreglar todo lo que se arruina en uno al estar en donde no se quiere estar. Eventualmente, encontrar no sé cómo una fuente de ingresos, complementar -como dijiste- con la escritura, y así despojarse definitivamente del ritmo de todo lo que se siente que está mal. Este párrafo es ingenuo pero es más o menos cómo me siento hoy.

(…)

No puedo imaginar a Kafka escribiendo en un estado de tranquilidad así como nosotros; o sea sí, puedo verlo en esa hamaca balanceándose con su vaso de leche, pero no creo que la escritura -que tanto amaba- le haya traído paz alguna, sí un descanso momentáneo, como el vómito en un estado febril, pero no más que eso. ¿Por qué luchar tanto y, como tú me dijiste, por qué ese miedo que lo hace tropezar y estremecerse ante Milena? Se me aparece toda su cara sudorosa en primerísimo primer plano, las venas palpitando frente a la hoja y los boca apretadísima implorando por decir lo que quiere decir. Estoy exagerando. También me pregunto, ¿qué le escribirá tanto esa Milena que lo hace sufrir? Me habría gustado saberlo. Al final, uno no es tan desgraciado si tiene a alguien a quién escribirle, ¿o no? O simplemente no se es desgraciado si se pueden encontrar las palabras y empezar. ¿Qué pasa cuando ya no se puede escribir más, se empieza a morir o, al revés, se deshace uno de ese ‘deber’ y vive? Creo que a Kafka le da terror la distancia que existe entre la podredumbre del cuerpo físico y la intensidad de la representación del discurso escrito. Recuerdo que le decía a Milena que no se hiciera mucha ilusión porque él sólo era un tipo flaco con una sonrisa en los labios y nada más, nada en él le recordaría a la persona profunda y ¿elocuente? de sus cartas. Yo creo que tenía miedo de eso, que la reacción de Milena fuera de pura decepción ante su cuerpo enfermo y débil.

(…)

Con mi gusto por Levrero está medio claro por dónde va la cosa: me llega más la torpeza y la dificultad del camino. Cuando no se manifiesta la fisura me da esa sensación de rechazo que me produce la gente muy guapa según los estándares: “¿Y esto qué es? ¿Tiene un corazón, alguna vez lloró o se le cayó el pan con mantequilla al revés?”. Sobre todo miedo y, un poco, sólo un poco de ganas de ser así igual, de lograr la armonía. ¡Pero no, por favor! Nada más extraño que alguien que sabe ser melancólico y escribir lo justo. ¿Cómo se sabe que se está escribiendo todo lo que se necesita escribir? Soy tan insegura con lo que escribo, si tú imprimieras este mail y le prendieras fuego yo entendería.

R

Allí donde dices tu pusilanimidad yo siento una extraña ternura. Allí donde te preguntas por qué es tan difícil no querer hacer nada, yo veo el impulso que hace que nazcan las cosas que nos gustan, del modo que nos gusta, al ritmo que nos gusta. Siento que no querer hacer nada es el estado ideal del ser humano. No querer hacer nada en el sentido de saber que, bueno, sí, hay que hacer ciertas cosas para no terminar en una esquina meado y agitando un tarrito de nescafé. Pero no es necesario engrandecer nada de aquello. Lo que trato de decir es que debería uno poder hacer las cosas con la voluntad media anulada, pero no en el sentido de una desafección adolescente o un nihilismo adulto contemporáneo, sino más bien sabiendo que la inversión “correcta” de la propia energía va más por el lado de la resta que de la suma, o sea, que uno no es eso, que aunque todo alrededor nos invite a la identificación inmediata la labor “espiritual” consiste en sacarse y casi diría que rescatarse de ahí, en recogerse a sí mismo como niño enfermo del colegio un lunes por la mañana e insistir, desde la cama, viendo monitos y tomando un segundo desayuno, en que ya, sí, uno es lo que hace, pero a la vez, uno es TODO lo que hace, no esa cosa específica con la que el ego busca galardonarse (familia, hijo, auto, publicaciones, doctorado, etc.), sino la relación de todas y cada una de las cosas que se hacen (y también de las que dejamos de hacer). Pero esa relación -que, a su vez, solo tiene sentido en relación con las otras vidas- solamente se cierra con la muerte, de manera que, hasta antes de eso, y aunque suene muy jipi, solo estamos siendo. Y a mí me calma eso: estar siendo. En medio de egos que crecen como rascacielos, ser mero pasto. No se trata de excusar la propia pereza y adornarla de budismo barato, se trata de saber separar bien un no-hacer escogido de cierto no-hacer que le cae a uno encima, cuestión que solo se logra si uno asume bien que, de todo aquello que el mundo te exige, hay una pequeña porción con la que uno sí está de acuerdo, porción que se agrega a la que uno, ante sí mismo, se exige, de manera que, querámoslo o no, SÍ hay un deber que, solo en parte, coincide con el que nos enrostra el mundo. El problema, supongo, es que uno a veces se convence de que, eso que quiere, no lo quiere tanto. ¿Añoras habitar las mañanas? ¿Preferirías no tener insomnio? ¿Te urge publicar prontamente o puede esperar la cosa? ¿Tenías ganas de trabajar este año o en el fondo te acomoda esta situación que te empujó a quedarte en casa? Ahí, un único juez posible, “dentro” de uno, lejos del intelecto, una leve inclinación que hay que estar dispuesto a reconocer y aceptar. E insisto: tengo una relación intuitiva muy buena con esta especie de dt interno, pero, ya lo sabes, como equipo soy una mierda y bebo antes de los partidos y hago autogoles y a veces ni entreno. Pero lo intento. Una y otra vez, me perdono y lo intento. Así que de nuevo, ¿sirve de algo todo esto que te digo? Con todas las distancias correspondientes a nuestros contextos, intuyo que estamos en un momento parecido y no puedo sino animarte tal y como me animo a mí mismo –justo anoche vi ese capítulo en que Bojack se va en la volá de la autoyuda y me sentí tan identificado cuando se preguntaba si acaso realmente nunca era tarde para cambiar (pero en el caso de nosotros yo digo que estamos bien enfocados y solo restan unos pequeños ajustes).

(…)

Y voy a tener que seguir escribiéndote aquí en borradores de gmail no más. Te voy a decir la verdad de anoche: me fumé una gran cola (maldito C, ¿para qué me regala?) y caí de nuevo en la pasta base del playstation (lo había guardado y lo volví a instalar). No me hace ni una gracia contarte esto, pero he leído ya tu carta y no puedo sino hacerle honor a esta cruda honestidad. Mi plan era despertar de la siesta, salir a correr y comenzar con tu carta, quizá ver alguna peli y terminar el día leyendo en cama. Pues bien, nada de eso sucedió, la siesta se me alargó y desperté muy tarde y lento y flácido y, como ya te contaba, me comí un coso de ravioles familiar casi entero a lo largo del día.

(…)

Un día casi totalmente exento de notificaciones. El triste gesto de sacar el celular y buscar no sé qué. Ya no me da el internet como para ver fotos y videos de gatitos o perritos así que ni reviso tuiter. Me acuerdo como al principio me parecían unos enajenados los que necesitaban tener internet en el celular. Hará cuatro o cinco años no más. Hablando sobre qué haríamos de ganarnos el loto L me dice que cerraría todas las redes sociales y recorrería el mundo. Yo le digo que no cerraría nada y me iría una buena temporada a mi residencial favorita en Lipimávida (no es que conozca otras, solo me acostumbré a esa). Y bueno, eso: empleados como cualquiera soñando dentro de un mall. (L es Luciano, uno de mis dos jefes que también son mis amigos. L tiene 40 pero vive como alguien de 20. Supongo que por eso nos llevamos bien. Es como un señor Burns pero del Bien. Muy lento, una cara media extraña, cierto amaneramiento que en un comienzo me hizo creer que era gay).

(…)

No avanzo linealmente. Martillo aquí y allá como si fuera una estatua o una pintura. Pongo una capa y luego lo dejo para poner la segunda capa en otra parte. Me acuerdo de algo que quedaría mejor allá tres párrafos hacia arriba y vuelvo. En el camino veo que dejé otra cosa incompleta y la relleno. O también vengo a sentarme con la certeza de que ahora sí que empezaré en orden, tema por tema, pero se me hace inevitable contar mis nimiedades. Siento que te escribo mejor cuando el día es todo mío.

(…)

Retomo. Ahora sí que retomo. No sé si entiendo bien qué nos pasa con la pulcritud en general. Supongo que uno adivina ciertas ansias que tiene el mundo por tratar que todo parezca un puto set de televisión cuando la verdad es que la precariedad asoma como los calcetines sucios que uno esconde si vienen visitas imprevistas. Me acuerdo que antes las casas en las teleseries se parecían, no sé si a las casa de uno, pero quizá sí a las casas de uno justo en el segundo después de que se les ha hecho un aseo total. La pulcritud en las personas no sé si me gusta tanto. Desconfío de las barbas perfectamente delineadas y cuando estoy ante alguien que viste bien me pregunto cómo lo hacen, qué han tenido que dejar de lado para convertirse en estas estatuitas andantes.

(…)

Sabís que justo hoy en la mañana una compañera nos mostraba uno de estos videos de ejecuciones en hd y cámara lenta en medioriente y CON CHA DE SU MA DRE qué manera de explotar esas cabezas, qué manera de saltar esas ojos, qué horrible y asqueroso y triste, pero bueno, independiente de la vileza de todo y de cómo estos seres ahora se legitiman con las mismas herramientas del Espectáculo, pensaba yo, mientras la tienda comenzaba a llenarse de imbéciles tipo once de la mañana, pensaba, digo, en que hay algo que no me calza en el diseño de la VIDA, onda, si la hueá es tan sagrada e importante y si se supone que todos deberían tener la oportunidad de, como dice la parábola esa, sembrar su semilla en tierra fértil y ver crecer sus virtudes, ¿por qué entonces uno mejor no es inmortal, digamos, así como hasta los cincuenta años al menos? Pero bueno, es obvio que allí hay un mensaje, una señal de arbitrariedad cósmica atroz.

(…)

“¿Por qué creo me importan tan poco y a la vez quiero impresionarlos?”. Tu pregunta me queda rebotando. Es una sensación bastante conocida. Pienso en mis compañeros del colegio, en cuánto me gustaría -pese a que no lo admito- que vieran que conseguí un lugar en el mundo, y no cualquier lugar, sino justo el que quería y que, casualmente, no tiene nada que ver con ellos –y esto último no para solazarme en mi DIFERENCIA sino para que, de una vez por todas, vean que REALMENTE uno no buscaba lo mismo que ellos y era por eso, y no porque uno fuera un engreído, que no participé en ninguna de esas reuniones de exalumnos. Antes sentía que teniendo un trabajo adquiriría cierta legitimidad, ahora ya no basta y siento que debería tener alguna cosa publicada –empezar a concretar lo que se supone que quiero sea el hilo conductor de mi vida productiva. Obviamente, y siguiendo la misma lógica, luego, cuando ya tenga algo serio publicado, va a ser otra cosa la que voy a querer. Y así, ¿hasta desear la muerte?

(…)

Y ya me hiciste reír. Te imaginé volando como un superhéroe de la apatía. Como alguien que, tal y como dices, anda por ahí juntando odio y más encima tiene el poder de escupir desde las alturas y, todo esto, con el piyama o buzo con el que sales en esa foto de tuiter (me gusta un montón ese tuit: la tenida para salir y luego los trapos con los que uno anda por su casa, solo) Así que sí, sería hermoso que todo este desprecio nos diera alguna especie de rendimiento extra. Por mi parte, me conformaría con la capacidad de teletransportarme a lugares inhóspitos. Eso o esta cosa que hace este niño de Game of thrones de irse a blanco y tomar posesión de un animal y ver el mundo a través de él.

(…)

Yo tampoco sé explicar nada muy bien sabís, o sea, ahora último quizá, con la repetición del trabajo y la simulación de cierta seriedad y la construcción de un personaje de sí mismo, he podido, no sé si explicarme mejor, pero al menos salir del paso. Pero te entiendo y aún me pasa que, cuando me preguntan por qué no publico nada si escribo tanto, solo balbuceo y doy excusas (algunas de ellas bastante ciertas). Y lo mismo cuando alguien -que sé que no va entender (y quizá esa presuposición sea justamente el problema)- me pregunta por qué escribo: mascullo y puro devalúo esto que, ambos ya lo sabemos, importa de verdad. El punto con todo esto es que, por ejemplo si me encontrara con algún ex compañero de colegio en la calle (con su esposa y un coche con un hijo; ya todos están en esa) y éste me preguntara en qué ando, yo solo le diría que trabajo en una librería y, quizá mentiría un poco y diría que estoy juntando plata para no sé qué y por supuesto que ni le mencionaría que escribo, que no publico nada pero escribo, que no gano plata, que nadie me lo pide, pero insisto e insisto, año tras año, engordando unos words que no tienen ninguna función claramente verificable. Por otra parte, siempre hay un asunto más ¿fenomenológico? de fondo: el hecho de que uno no es un solo uno: “Si tomase en cuenta a todos los personajes, cuando me preguntasen «cómo estoy», debería responder: «Normal, con una tendencia al bien, con una cuota de mal, con un poco de tranquilidad que se transforma en euforia y a veces en depresión, para volver a estar contenta». Pero finalmente siempre me inclino por el clásico «bien, ¿y tú?»”2.

(…)

Correr es como escribir. Para ambos no se requiere de nadie y cualquiera puede empezar desde cero, sabiendo que, por muy malo que sea, tiene toda la vida por delante para conseguir algo. Un cuerpo, un lápiz, y avanzar como uno sepa no más.

(…)

Llegué cargado como burro (trato de gastar bien la plata cuando la tengo y quedar con lo justo para no gastar en tonteras) y empecé Oro. Quizá debería enfocarme solo en este tipo de cosas y dejar todas las novelas gordas para después. Después, cuando esté más maduro y paciente. Por ahora solo quiero estar en la cabeza de los otros, hurgar las alegrías que no son las obvias, las penas y las tonteras que no son las que salen en las teleseries y la publicidad –que a estas alturas son como lo mismo. ¿Por qué me importa tanto el texto de la intimidad?

(…)

Lunes 10, 13:57 pm. Me comí dos completos y un café de desayuno-almuerzo. Ayer me junté con M (de la librería), fuimos a la Primavera del libro (me compré una antología de poesía bengalí), bebimos, fumamos, comimos, le di una paliza en el PS3 y terminamos viendo Bojack Horseman. Desde ayer al almuerzo hasta hoy, solo he comido completos. Italianos, tomate mayo y ahora, el último -nos acabamos una mayo entera-, solo con tomate. No me siento bien al respecto (me dices que trato bien a mi cuerpo y yo aquí trato de nivelar las cosas y contarte la firme). Seguro que hoy salgo a correr. Temprano, ojalá, porque a la noche llega otro amigo, J, de Talca, a reportear no sé qué evento para no sé qué medio (me traerá Junkopia, un pequeño librito en el que, junto a otro ser -que se llama Rodrigo y no soy yo-, publicaron una serie de poemas o haikus y creo que también una que otra foto)

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*Las citas 1 y 2 pertenecen a Oro de Ileana Elordi.

octubre-noviembre

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CORRESPONDENCIA CON L (EXTRACTOS)

L
Estoy leyendo las cartas de Éluard (a Gala). ¿Qué onda las cartas que manda el sujeto enamorado? Sé que Barthes tiene muchas respuestas. Éluard le escribe a Gala que no deje de amarlo o se matará. Se queja de que ella le escribe poco y él con suerte llena una plana, ¿con qué cara? Me aburre que sean cartas para hacer preguntas concretas: («¿compro este cuadro? ¿De qué color quieres la tela?»). Me encuentro desvergonzada quejándome de cartas ajenas. Esas sí tienen una funcionalidad meramente comunicativa, creo.

(…)
Después de almorzar, todos tendidos en los sillones como focas al sol, y la televisión que hace un ruido que apenas compite con la forma en que cada uno se elimina del mundo a través del sueño, de ese echar la cabeza hacia el lado y deslizarse entre el sueño que no alcanza a ser tan profundo como para dejar de escuchar. Estar muy dentro de uno y a la vez pendiente de todo aquí afuera. Es lindo ese yacer sin presión por lo próximo, estar no más, sentir que el día puede perpetuarse en ese momento livianito. Mucho calor sí. Igual no es el peor calor que he sentido. Yo releo tu carta y con cada ramita que esbozas se me ocurren árboles. Tampoco quiero salir del bosque. Mi papá ve que soy la única despierta y me dice «está rara la película», yo le respondo que no puedo explicarla porque no estoy viendo. Es de unos chinos. Se duerme también. Él nunca entiende las películas, cuando sí la entiende, dice «¡qué buena la película!».

(…)

Yo estoy agradecida de esto porque tú ya sabes que uno en realidad no escribe todo lo que le gustaría escribir y que, en vez de escribir, se piensa más sobre el deber de hacerlo. Al final uno deja que los días se acumulen y es tan fácil entregarse a otras cosas a ese cansancio inmediato a las películas o a la tele o al estar no más y soportar. Así que este juego nos forma un hábito casi patológico pero saludable. Debo decir que estas cartas reemplazan casi por completo la escritura de un diario. En el diario siento que estoy sola contándome cosas a mí misma y creo que por eso el tedio es rápido, pero aquí estás tú en ese horizonte y escribir adquiere otra fuerza.

(…)

Pero toda la gente de este mundo debería amar un poco el silencio y encontrar allí una cosa maravillosa. Todo el mundo debería callarse un poco y quedarse muy quieto. No entiendo cómo, al igual que tú, soy tan penca para la meditación y esas cosas si se supone que estoy de acuerdo con todo lo que exija estar mudo y quedarse en blanco. Quizá es la sensación del deber hacer lo que mata la voluntad, quizá para nosotros no sea tan simple como hacer el ejercicio sino llegar allí no sé cómo, por suerte, por impulso. Hallarse de repente en el camino, sin forzar nada.

R
Viernes por la noche. El parque Bustamante lleno. La primavera, la juventud y la promesa de noches que podrían traer algo de suerte. Los miro y me pregunto si acaso yo no buscaba algo así las pocas veces que me empujaba a mí mismo a salir. Me acuerdo de esa época (la de los veinte) y como que siempre sentía que me estaba perdiendo algo. Allí donde yo no estaba, allí estaban pasando las cosas. Allí donde yo no estaba, allí estaban las conversaciones interesantes. Ahora, lejos de todo eso, pienso un poco en todo lo que les depara la noche y me alegro de ser yo: entre estar a la una a eme haciendo cola en una botillería y estar aquí solo viendo una película o escribiéndote no hay donde perderse. Estoy en un punto que ya no tiene vuelta: el poco tiempo que sobra hay que usarlo a la perfección. Y bueno, tercera vez que “empiezo” a correr en los últimos meses y parece que ahora sí que sí voy en serio. Llego hasta Irarrázaval y vuelvo. Sin música porque los últimos audífonos que compré no valen nada y se resbalan de las orejas. Ya no soy el de antes eso sí. Todos me pasan. Pero mantengo mi ritmo. Soy fiel a esta precariedad que sé que lentamente puede ir mejorando.

(…)

Quizá no nos volvamos mejores personas solo por el hecho de conocernos mejor, pero al menos exploramos ciertos temas que nos insisten y nos merodean como moscardones y, por así decirlo, nos tenemos más a la mano y quedamos más cerca de modificarnos, si viene al caso. Aparte, ¿cómo no va a ser lindo gastar párrafos en otro, aquí y ahora, porque sí, en este mundo en el que todo lo que no obedece a un cálculo o a una finalidad determinada no vale nada? Con lo que me dices, sé que, al menos en ese punto, estamos juntos. Para mí los días a veces se transforman en una fuerza maligna que me aleja de todo lo que necesito desarrollar o de todo lo que necesita golpes de silencio y esto, que suele ocurrir por las noches, es una guarida entre las zarzamoras.

(…)

Creo que al principio de todo uno escribía así como ante el mundo. La etapa griega, le llamaría, porque uno, adolescente, de verdad encontraba algo medio mágico y escribir era como HACERLE ALGO a la realidad, como tener una conexión directa con el ser. Al menos por mi parte, escribía como quien ora. Si dios estaba siempre sapeando, ¿por qué esto, el gesto de detenerse y ahondar, de prestarse todo y salirse un poco del tiempo, no iba a ser algo atendible para ese ser omnisciente husmeador de la bondad? Obviamente se me pasó y los otros tomaron lentamente el lugar de Dios. Creo, así a grandes rasgos, que uno nunca escribe solo ni, menos aún, para sí mismo. Lo que no supone que el reverso de esto –escribir estrictamente desde sí y solo para los otros- sea LA verdad. Supongo que uno pasa por momentos. Que hay semanas o meses o años en los que uno escribe como quien caga, o sea, por la necesidad de sacar fuera y analizar y exorcizar. Pero –y éste, creo, podría ser mi estado actual de la escritura- también se escribe como adivinando cierta carrera de relevos, cierto deber de la ternura, cierto contagio que debe colonizarlo lentamente todo. Es una fe bien rara ésta que uno le tiene, más que a las palabras mismas, a la complicidad de quienes escriben sabiendo que hubieron otros antes, y que vendrán más, y que lo que importa es esta comunidad silenciosa y la construcción de una especie de poder débil. O como dice mí –de cariño más que de posesión- Simone Weil: “Todo cuanto en mí es valioso procede sin excepción de más allá de mí, y viene, no como don, sino como préstamo que debe ser renovado sin cesar”.

(…)

Las manchas, manchas son. Pero yo sé que no tengo razón en un montón de cosas. He consultado y la mayoría de la gente normal cambia sus sabanas más de una vez al mes. Yo desde que terminé que no las cambio. No le veo el punto. No quiero impresionar a nadie. Las huelo y huelen a sabanas, o a nada, a suelo, a mundo. Hay cosas que la gente ve como suciedad y yo no puedo. Si algo se me cae al suelo voy y me lo como. Denante se me cayó un poco de huevo en la mesa de la cocina y usé la boca como aspiradora. O, por ejemplo, si estoy fumando y me cae un poco de ceniza en un pantalón oscuro, simplemente la esparzo y desaparece. O si estoy en la cocina y hay que revolver un té, ¿por qué simplemente no usar la cuchara que está en el lavaplatos y que yo mismo usé hace algunas horas? ¿Acaso toda la podredumbre del mundo atacó mientras yo no miraba?

(…)

Miento para estar solo sabís. Esto solo lo intuyen algunos pocos de mis amigos y, a riesgo de aparecer ante ti como el raro que soy, lo confieso así sin más: evado, omito y miento con tal de poder quedarme en casa, sin nadie que me moleste. Si supieras la paz que da saber que el timbre no va a sonar, que nadie va a llamar, que no hay que salir a ninguna parte. Por ejemplo, ahora que se acumularon muchos días en los que no pude hacerme cargo ni de mí ni del computador ni de las cosas de la casa, he tenido que dejar ciertos mensajes de guasap ahí no más, sin ver, porque intuyo que son para sondear si estoy en mi día libre. A otro amigo tuve que decirle que ya había llenado el día, que mejor la próxima semana. Lo que no he dicho es que he llenado el día conmigo mismo, con esto, con la necesidad de dormir siesta, salir a correr y, la única parte más socialmente legítima, la necesidad de hacer algo de aseo.

(…)

A F, que me escribió anoche, y ahora de nuevo, aún no le contesto. Pero él me conoce hace como 15 años y me va a entender cuando le cuente. R en cambio no me conoce tanto. Me cae bien y siempre que pasaba a buscar a mi ex al café (trabaja allí) nos quedábamos conversando. Había redescubierto un amigo del pasado y con el término de mi relación me alejé de ahí. Así que le contesté recién y creo que el miércoles voy a ir a verlo y a jugar Go (se cambió hace más de un mes ya, él, su hijo y la madre de éste, a un depto. muy cerca de aquí y aún no lo conozco; así soy, pero a la vez, parece que así está un poco la cosa, ¿o no? Digo, ¿quién ve con frecuencia a tus amigos?)

(…)

Pero ya, vuelvo a algo que subrayé del mismo párrafo que estaba atacando antes de estas digresiones (siempre creí que era “disgresiones”, pero no): “El descaro de ser más o menos feliz”, me gustó eso, como que lo relaciono con el escritor que ya se sabe, con el que no siente ninguna vergüenza de su privilegiada posición y anda chocando copas como si nada. Uno prefiere el escritor inseguro, transpirado, feo incluso, el que nunca termina de acomodarse, el que aún mantiene fresco el pudor de ser un escritor y no un trabajador de mierda mal pagado como el 80% de Chile.

(…)

La mejor manera de limpiar el baño es hacerlo en el momento menos esperado. Ir al baño a mear y empezar de pronto a sacar el cloro y simplemente hacerlo. Son los pensamientos de limpiar los molestosos. Cuando termino ya es hora de hacer almuerzo. C ya partió haciendo unas hamburguesas de soya y a mí me toca el arroz (con cúrcuma y papas y sería). Lo curioso, y esto es algo que me ha pasado con cada roomate que he tenido (y han sido montones), es que, en los días en que uno se supone debe descansar, yo corro, voy de allá para acá, traslado cosas, sudo, mientras que el compañero en cuestión, digamos C ahora mismo, está en el balcón fumando un cigarro, muy echado para atrás y, luego de almorzar, en su cama con su mac viendo algo en Netflix. ¿Y yo? Recién ahora, a las cinco con cinco minutos de la tarde, vengo a volver a sentarme aquí. Sé que mi problema es que tengo muchas cosas: cosas que son objetos concretos y cosas inmateriales que viven aquí en el computador. Lo que estuve haciendo todo este rato, aparte del baño y el almuerzo y su posterior café, fue ponerme a ordenar los libros, apartar todos los diarios, epistolarios y cuestiones de ese tipo y ponerlos en una torre aquí en el escritorio. Saqué también del librero del living todo lo relacionado con budismo y fantasmas y cuestiones místicas y lo acomodé en la parte superior de uno de los libreros chicos de la pieza (que me había prometido dejar así, espacioso, pero bueh); siento que así, teniendo ese material más cerca, podré volver a acercarme al huidizo sótano del inconciente y lo oculto. Y dejé también un montón de libros en un cajón del mueblecito del baño (cómics, ensayos, unos sueños de Fogwill; puras cuestiones en las que se puede avanzar de dos o tres páginas)

(…)

Denante en la cocina C me hizo ver algo que había pasado por alto: En el frasco del arroz integral se están criando unas polillas. No sé si venían con el arroz o, en algún momento que lo dejé abierto, se les ocurrió irse a vivir ahí, mezcladas con los granos de arroz, rebotando en los muros de vidrio, ridículas como ellas solas. Sabís que sentí algo que, más que asco, fue como pena. O una especie de pena-asco. Pero más pena, sí. ¿Cómo hay existencias tan inútiles? ¿Cómo no estudian un poco EL LUGAR EN EL QUE VAN A PASAR EL RESTO DE SUS MISERABLES VIDA? Mire que irse a vivir adentro de un frasco, las muy tontas. ¿Cómo la naturaleza permite que pasen este tipo de cosas? ¿Cuántos cientos o miles de años llevan las polillas viviendo en la tierra? ¿Para llegar a esto? Es muy triste si uno se detiene a pensarlo.

(…)

¡Lo conseguí! Y eso que no me mentalicé ni nada. ¿Será porque hemos sacado el tema aquí o porque me traje los libros más “espirituales” a la pieza? Aunque no alcancé a volar tanto, puta que valen esos tres segundos. Fue más o menos así: estaba aquí mismo en el computador, ordenando carpetas, catalogando la música, cuando paf, empieza a sonar una canción que yo no he puesto, entonces me digo “meh, debe ser un error, algo que justo se estaba descargando y terminó y se reprodujo así por defecto». Así que apago el equipo. Y empieza otra música. Y ahí me pego el alcachofazo: ¿no que yo estaba durmiendo? Lo primero que hago es abrir la puerta y salir al living. Me siento como la cosa de humo en Lost. Avanzo por el living como por la jungla y me encuentro cara a cara con la gatachica -¿me habré encontrado de verdad con ella que en esos momentos estaba efectivamente en el living o todo es mera representación? Todo en mí me dice que DE VERDAD era yo o una comitiva más nubosa de mí mismo que salió de excursión por la casa-; la molesto un poco, me acerco, quiero entender su reacción, la dejo de espaldas y le hago asi brrr en la guata como a las guaguas. Luego la dejo y enfilo hacia el balcón, pero mientras rajo la malla para salir volando, despierto, pero no del todo. Podría decirse, con más exactitud, que me devuelvo a la terminal que soy yo mismo en la cama, ni despierto ni dormido, muy conciente de todo, entonces me apronto a intentarlo de nuevo y, como siempre que la cosa parte en la cama, me derrito hacia el suelo, como si no tuviera huesos ni fuerza y ¡pium!, esta vez sí resulta (¿quizá porque he omitido la parte de rajar la malla protectora y sencillamente la he atravesado?), salgo volando por encima de este edificio en construcción aquí en frente, dos o tres segundos maravillosos, la vista como masticando el entorno y luego nada, de vuelta a la terminal, pero esta vez ya más despierto que dormido y con la gatachica que, delicada, avanza desde los pies de la cama hacía mi cabeza.

(…)

Supongo que intento hacer con las fotos lo mismo que aquí escribiendo: amontonar y amontonar y esperar que, al final, la relación de todos los apuntes entre sí digan lo que había que decir. Pero claro, la fotografía no es un mero texto y por lo mismo a veces reviso mi instagram y me da vergüenza y borro algunas fotos.

(…)

Ando leyendo una cosa que se llama Postdata que es como una historia de la Correspondencia, cómo y en qué contexto surgieron las primeras cartas, cómo el fenómeno se fue masificando, cómo se pasó del ámbito diplomático y público hacia lo íntimo y privado, muchos ejemplos de cartas famosas, y así. Muchas cosas que se suponen que son serias me dan risa, esa suerte de amaneramiento que había que tener, todas esas palabritas cuando había que escribirle a una autoridad. No recordaba que hubiera tantas maneras de prosternarse y, al revés, de enseñorearse, así por escrito. Y según dice aquí este tipo (Simon Garfield, el autor) recién con Montaigne se produce un quiebre y la cosa se relaja un poco más. Montaigne desconfiaba de las cartas que “no tienen sustancia sino un bello entramado de palabras corteses”. Hay otra carta muy chistosa (por lo llorona) de Erasmo de Rotterdam en la que le escribe a no sé quién quejándose de que él escribe pero no recibe nunca nada de vuelta (“¿Te queda algún resquicio de sentimiento fraterno o han huido de tu corazón todos los recuerdos de tu Erasmo?). Y lo más mejor de todo son algunos ejemplos que se dan sobre las maneras más adecuadas de comenzar una carta a alguien importante. Cito uno, con nuestros nombres en la zona punteada: “A L, por la divina gracia, resplandeciente de ciceroniano encanto, R, siempre suyo y sometido a sus entregadas enseñanzas, expresa la servidumbre con un corazón franco”. ¿Bonito no? Deberíamos intentarlo.

(…)

Me da un poco de rabia mirar la hora y ver que ya son las 20:25. Si salí a las 18:00, ¿por qué recién puedo venir a sentarme y empezar a escribirte? Porque pasé al súper, porque acomodé cada cosa en su lugar correspondiente, porque me agaché a recoger unas basuras y vino la gatachica y me acosté en el suelo y la dejé subirse y me quedé allí unos largos minutos, porque me puse a jugar con el frasco del arroz apolillado (agitándolo y dejando a todas las polillas sepultadas y viéndolas luchar para volver a la superficie), y así. En mi imaginación a las siete ya estaba aquí, escribía algo así como una hora, y luego ya a las nueve volvía del ejercicio. Como sea, hoy va a ser lo mismo que todas estas noches: salir a correr y tomarme esa pócima mágica mientras te sigo escribiendo. Y quizá terminar una película que empecé ayer, Reprise, sobre dos jóvenes escritores noruegos, una banda punk, un amorío frustrado, un escritor deprimido, and so on, and so on

(…)

Así que sí, igual imagino al lector anónimo, pero sabís que siempre los imagino como súper pocos, sobre todo porque nunca le creo mucho a las estadística que tira el wordpress, porque que alguien de click en alguna entrada no significa que la haya leído hasta el final, de hecho nisiquiera significa que haya leído una sola palabra: yo mismo a veces entro a blogs al azar y, o los cierro inmediatamente por feos, o leo en diagonal y con eso me basta para saber que no hay nada para mí allí, y creo que lo mismo se aplica para mí, lo que me da un porcentaje quizá no menor de gente que llega a mi wordpress y, no sé, encuentra que el rosado de los bordes es ridículo, o, como me dijo hace poco alguien con quien no hablaba hace años: “lo último que escribiste es tan de niñita”. Así que como que me escudo un poco en eso y en que igual ya nadie se da la paja de leer blogs. Todo eso, sumado, da una especie de anonimato del tipo “qué tanto, puedo escribir lo que sea, si ya nadie lee ni el diario”. Pero por sobre eso creo que hay otra especie de anonimato: el de esconderse en la acumulación de lo exposición de sí mismo: así como cuando en el colegio, sin querer, me meaba los bordes del pantalón y, para pasar piola, me mojaba mucho el pelo y la camisa y me salpicaba entero, camuflando el pipi con manchas de agua, bueno, así mismo siento que quedan camufladas las posibles vergüenzas o debilidades o penquedades de uno. Visto así, con esa metáfora de mierda, el pudor ya no es la gran cosa. El pudor es para los que dos o tres veces al año sueltan alguna infidencia, no para nosotros, que estamos enfermos. Así que no, no tenía idea que me leías. Y sí, hay un puñado de seres (que conozco y otros que no) que sé que leerán y supongo que igual los tengo presentes (algunos, cuando pasan meses y no subo nada, hasta me lo exigen). Pero, por fuera de todo eso, yo diría que igual hay una preocupación por el texto mismo, porque no se me pase alguna falta de ortografía, por no redundar, por no ser como tanto blog culiao fome desde la primera hasta la última letra, casi que diría que hay una preocupación por entregar un “buen producto” (y por cierto que hay un montón de vanidad en esto: a esta edad y, salvo una mísera crónica en Ciudad fritanga, sin ninguna publicación que me respalde, no puedo permitirme tener un blog al lote, con textos sin revisar, con intimidades meramente íntimas -que son las que tanto me aburren-) (No me gusta cómo quedó esto último pero, siguiendo tu ejemplo, no lo voy a retocar. Siento que expongo algo que nisiquiera me he dicho bien a mí mismo, a saber, si de verdad me interesa publicar en serio alguna vez. Y creo que sí, que obvio, que quiero, pero siempre hay un pero –deberíamos hablar mucho de esto próximamente- y, por sobre todo, la pereza de intentarlo y, por debajo de todo, lo obvio: el miedo a pasar desapercibido).

(…)

Y bueno, socialmente igual suelo ser el que dice las frases más cortas, o las que hacen que todos se queden mirando en silencio. Siempre las historias que cuentan los otros se me hacen infinitas. Siempre siento que yo la habría resumido mejor. El problema es que, una y otra vez, cuando me da por contar alguna anécdota o lo que sea, la mayoría se queda así como “Y, ¿eso era todo? Quizá resumo mucho. O me cuido de no aburrir. Me cuido demasiado. Además, creo que no tengo capacidad de remate y, a veces, hablo como escribo, es decir, solo constatando algo, poniéndolo ahí encima, sin sacar ningún aprendizaje o conclusión al respecto. Por lo mismo, muchas veces opto por guardarme mis comentarios.

(…)

Esto me recordó unos cuantos subrayados que tengo por aquí y que, como si no supiera que llevo ya quince páginas, procedo a pegar aquí: “Todo esto en verdad hace sufrir un poco, pero tan malo no puede ser si uno está en condiciones de describirlo con tanto detalle” (palo de Valery a Pascal a raíz de los Pensées). “Quien se desprecia a sí mismo, aun se respeta a sí mismo como alguien que se desprecia” (Nietzsche). “Para crear me destruí; me exterioricé tanto dentro de mí que no existo más que exteriormente” (Pessoa). “Que un escritor se convierta en alguien no hace sino degradarlo a la condición de limpiabotas” (Robert Walser). “Hay que describir bien lo mediocre” (Flaubert)

(…)

Me pasa eso mismo con las cartas: si se ponen utilitarias, me aburren. Antes pesaba más la funcionalidad, entonces la mamá de Proust le pregunta si ha comido bien, si se ha tomado sus remedios, si sigue escribiendo, y así, sin jamás reírse de sí, sin el tenso diálogo interno que uno lleva consigo mismo. Sin embargo, y pese a esa explicación, me sigue quedando ese mismo vacío que apuntas: si las cartas eran privadas, ¿por qué no daban rienda suelta a todas las pequeñas vergüenzas y miserias? La época, supongo. Cuando hasta lo privado estaba infectado de cierto ánimo público. O la nula conciencia de que, a la larga, todo iba a ser publicable.

(…)

Los comerciales en los que la gente baila son los peores. Me dan ganas de pegarles a todos. Hasta a las abuelas y los niños. Mire que bailando adentro de un supermercado o en plena calle. “Qué amargado”, me diría mi mamá. Mi mamá, a la que de a poco he ido intentando explicarle que HAY HUEONES QUE ESTUDIAN PARA CAGARSE DE MANERAS SOFISTICADAS A LA GENTE. ¡Hijos de la puta freudiana! Perdón. Debes saber que soy el tipo de persona que, solo en una habitación, no duda en gritarle a la tele. Así que sí, cómo no, concuerdo con todo lo que dices y solo agregaría una mirada más global del asunto: ¿te imaginai que va a pensar la humanidad en unos 100 años más acerca de todas estas artes funcionales? Uno, desde ya, vive con esa vergüenza futura, pero no porque seamos unos adelantados, sino porque estamos bajo un sistema de producción de la realidad que, como dices, es un poder que mueve todo siempre hacia la novedad como un plato caliente. Mi pronóstico de la situación -¿estética?- del mundo es categórico: tan cierto como que ambos moriremos alguna vez es el hecho de que todas esas artes funcionales van a perecer y, si conseguimos no seguir revolcándonos en nuestra misma mierda hasta extinguirnos definitivamente, estoy confiado en que habrá algo que las sustituya (confío un montón en el cine y la fotografía y la literatura; incluso en todas las otras artes que no frecuento). Y sabís qué más: ese algo -lo que debería venir luego de la muerte de esas artes funcionales- será algo como esto o no será nada: lo que se suponía que no importaba, la comunidad secreta de lo absurdo y el dolor y los errores; esa extraña intimidad que circunda siempre a la miseria y que, lo siento por los ateos, tiene algo que ver con ciertas intuiciones fundamentales del cristianismo (sin la parte de la Inquisición, las iglesias y todo eso) y en realidad de todas las religiones, ¿qué otra cosa, sino eso, esa piedad sin apellido alguno, podría ser el pegamento que ayude a que, finalmente, dejemos de venderla como humanidad?. No me preguntes exactamente en qué tipo de sociedades e instituciones futuras estoy pensando, solo sé que, si hay algún sentido –un sentido en sí mismo de la finitud y no un hipotecarse hacia otras existencias abstractas- tiene que ver con esta complejísima construcción de una comunidad que –tarde, pero bueh- empieza a podarse a sí misma y a tener conciencia de su autoproducción.

(…)

Siento que ya no me convertí en un adulto. Solo me importa esto y todo lo que tenga que ver con esto: la vida representada, desarrollar lo aparentemente inútil, la lenta construcción de un hacha con la cual machacar el mundo. ¿Para qué querría emprender? Una editorial o una librería propia serían las únicas opciones. Pero de eso sí que estoy lejos. Siento que todo lo que escribo termina donde mismo. En los periodos que dejaba de escribir era un poco por eso: intentaba que pasará el tiempo y así volverme un poco otro y ya no terminar diciendo lo mismo de siempre. Pero siempre termino quejándome contra mí mismo. EN FIN.

(…)

Recién una mujer entró y preguntó qué teníamos de Zambra y le dije la verdad: que, lamentablemente –usamos harto esa palabra en la librería para aparentar que nos importan los clientes-, no nos quedaba nada, entonces la tipa, notoriamente molesta, se dio media vuelta y simplemente se fue y, justo antes que se fuera, le solté un chauchau que, ironías aparte, es lo que les digo a todos cuando salen. No soy el guardián de las costumbres, pero igual uno reconoce ciertas maneras dañinas de comunicarse con el otro. Un evento de esos al día no es nada, el problema es cuando se te juntan tres o cuatro o hasta diez idiotas de ese tipo. Pero para qué voy a redundar en eso.

agosto-septiembre

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“El acto de escribir consiste en hacer que la vida –sin importar lo mediocre– sea similar a un espejo, pues la gracia consiste en el poder reflectante y no en la calidad del espectáculo reflejado”. (Oro, Ileana Elordi).

*
Nunca tengo tanto sueño como cuando no estoy en casa. Nunca tengo tantas ganas de escribir como cuando estoy lejos del notebook. Nunca tengo tantas ganas de estar acostado y cómodo y con un té leyendo como cuando estoy lejos de aquí. Así que algo pasa aquí. Algo ocurre cuando entro a esta casa. Algo me coloniza apenas pongo un pie aquí dentro. Algo sucede cuando me saco la mochila y redistribuyo las cosas y me pongo ropa cómoda. ¿Por qué no he vuelto a meditar si, pese a lo que balbucean mis prejuicios materialistas, me hacía tan bien? ¿Por qué no he vuelto a correr? ¿Por qué me ofrecen escribir una columna y siento, contra todo lo que encarna este diario, que no tengo nada sustancial que decir? Soy una cosa afuera de la casa y otra dentro. Ahora por ejemplo, ¿debería seguir escribiendo a partir de estas mismas quejas de siempre o, como suele suceder, debería dejarlo y ponerme a respaldar las últimas películas bajadas (de las cuales veré con suerte el 10%) y empezar a errar en internet, seguir viendo si encuentro en bandcamp más bandas parecidas a la música de Stranger thing y luego salir al balcón y fumar, adivinar siluetas en el edificio del frente y prender el playstation y continuar esa Copa del mundo con Chile mientras C trabaja en no sé qué en su mac en el living escuchando su música que igual me gusta? Hay un asco raro. Eso es importante. Una cosa que no es ni física ni mental. Un pensamiento del cuerpo o una sensación de la mente. Por eso abrí este párrafo: empezó hoy en la tarde, en la librería, cuando se les ocurrió la genial idea de cortar el aire acondicionado y tuve que volver a comprarme un migranol, entonces el dolor cesó, pero otra cosa, otro estado que no sabría cómo calificar (y que, mientras escribo y me tomo un agua de toronjil, persiste), suplantó al dolor de cabeza y luego me acompañó todo el trayecto, primero escuchando los problemas de N y sus interpretaciones forzadamente filosóficas de hueás que se zanjan cambiando uno mismo -pero quién es uno para venir y, cual Pedro Engel, decir eso en una conversación- y luego, ya solo, por Bellas Artes, enfilando por Rosal, Lastarria y todo eso, caminando rápido, como perseguido, preso de una especificación o más bien una materialización o escenificación del asco, ese desprecio que ni siquiera entiendo muy bien, ese inusitado odio a los sombreros, a los estilos perfectamente delineados, a los zapatitos perfectos, a los rostros y a los cuerpos que se saben, que andan por ahí sabiéndose y contorneándose y todo esto mezclándose con el ánimo generalizado de sábado por la noche como una publicidad de no sé qué, en fin, camino rápido, a algunos tipejos me dan ganas de empujarlos así como sin querer o hacerles zancadillas, pero sigo y en el unimarc ya me siento a salvo, casi en casa y, ahí, exactamente en Portugal con Marcoleta, cuando empiezo a pensar qué voy a llegar a hacer, sé cuál es problema: si voy odiando todo es porque, aparte de la odiabilidad misma de la realidad, voy concentrado en la inutilidad de mis propias elecciones, revisando y recitando como un mantra, uno tras otro, mis intereses, mis gustitos y mis supuestas aptitudes, y así, de golpe, como sucede unas cuantas veces al año, todo me parece vano. Todo lo leído, todas las películas vistas, todo lo escrito. Todo aquello que me gusta defender se me rebela, bajo la premisa casi física del aburrimiento, como un artilugio más, como un sombrero o algo que uno se echa encima no solo por la virtuosidad o radicalidad del objeto sino, también, y cómo no, para gustar, para calzar, para participar, y es así cómo el asco se asienta: si esta es la verdad de este sábado por la noche, no tendría por qué no ser la verdad verdadera, el fundamento último que hay que encarar por el resto de los días. Pero si ni siquiera consigo hacerme caso a mí mismo y escribir y hacer ejercicio y comer y dormir bien, ¿cómo voy a encarar esa verdad verdadera fundamento último de todo? Sé que hay un ciclo, algo que vengo repitiendo toda la vida y que consiste en que, llegado este punto, aprendo alguna pequeña cosa, algún pequeño desprendimiento, alguna ínfima destrucción del yo, para después volver a lo mismo e incorporar esta leve luminosidad en el pedregoso caos que uno es. Y así, como los países, como la humanidad misma, avanza uno: ridículamente de a poco, sabiendo que lo mejor sería simplemente apartarse, romperse y esperar. Y mientras se espera, seguir haciendo lo único que uno sabe: farfullar aquí, así, y seguir revisando a los que hablaron más bonito y claro que uno.

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Escribir es una fiesta. Quieto, sentado y solo, pero una fiesta.

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“Se me ocurrió que las rutinas de una persona soltera tienen una recursividad subrepticia: mi panorama de soltero un viernes es ir a nadar, tomar cerveza y leer hasta dormir. Y estoy soltero precisamente porque mi panorama de un día viernes es: ir a nadar, comprar cerveza y leer hasta que me duerma”. (Whatsapp de J).

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“En los mejores momentos de mi vida, siempre creo que estoy haciendo sitio dentro de mí, más sitio todavía. Acá quito nieve con una pala, más allá levanto un trozo de cielo que se había desplomado; hay lagos superfluos, los dejo desaguar –salvando, eso sí, los peces-; han proliferado nuevos bosques, en ellos suelto manadas de monos, todo está en pleno movimiento, sólo que nunca hay suficiente sitio; jamás pregunto: para qué; jamás siento: para qué; solamente tengo que hacer siempre más y más sitio, y mientras pueda hacerlo, mereceré mi vida”. (Canetti, Apuntes 1).

*
Hacer todo sin voluntad. ¿Qué diferencia habría? Hacerlo todo correcta y perfectamente, pero a la vez, completamente ausente. Separarse de los días, en los días. Ir construyendo una reserva de energía. Sin ningún propósito, esconderse cada vez mejor. Pero esconderse hacia afuera. No decaer ni elevarse. Sin levantar sospechas, interpretar un rol y guardarse para cuando sea que sintamos el llamado.

*
“Uno quisiera escribir tanto como sea necesario para que las palabras se presten vida unas a otras, y tan poco como para poder tomarlas en serio uno mismo”. (Canetti).

*
Este lento crecer
trae una rara
felicidad.

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“Los días se diferencian, pero la noche tiene un único nombre”. (Canetti).

*
Cuando llego y me dispongo frente al escritorio y prendo la luz de la pieza y prendo el computador y la radio y la lámpara todo muy ágilmente y sincronizado con otros movimientos afines como ponerse el chaleco y las pantuflas me siento como cuando en las películas muestran al piloto en su cabina preparándose para hacer partir el avión.

 

CORRESPONDENCIA CON L (EXTRACTOS)

Uno actúa como si internet fuera a acabarse. Sería bueno que pasara igual. Al menos por un tiempo. Así tendrían sentido nuestras tremendas bases de datos. Las películas es lo que más cuesta ordenar. Las categorías se superponen, algunas no sé si ponerlas en terror o en su director correspondiente. Todo el resto es fácil, incluido uno mismo: los poemas, el diario (un word por año), las cosas de la u (por año tb) los intentos de cuentos o novelas, y así. Hablar de carpetas es la nerdidad absoluta, ¿o no? Pero importa, lo cierto es que se invierte un montón de tiempo ahí. Y uno al final se convierte un poco en eso. Yo acumulo las palabras desconocidas en un word hace más de dos años. Nisiquiera he hecho el intento de buscarles el significado.
[R, 12 sept].

Sí sí, siempre que hago descargas tengo algo así en mente, «cuando haya un terremoto muy fuerte y ya no quede nada más, voy a tener material suficiente para entretenerme hasta morir y dar a los demás», pero después pienso que el computador también moriría en esa supuesta catástrofe. Y si no es el pc, la electricidad. O yo. En fin. Siento que confío más de la cuenta en ese disco duro. Creo que eres más ordenado contigo mismo que yo. Los poemas y demás escritos los voy dejando por ahí como prendas uno se saca y va tirándolas en cualquier parte de la casa. Todos en una carpeta «Escritos».

(…)

¿Cuantas páginas tiene ese word con las palabras? Eso también es prometerse algo. Yo las voy juntando en una libreta y me digo que algún día me forzaré a usarlas todas en un poema.

Te iba a contar que apareciste en una parte de un sueño que tuve anoche, lo anoté rápido, te lo copio: Soñé que me pasabas una carpeta con manuscritos de no sé qué cosas y cuando tocaba las hojas salía una voz, murmuraban lo que tenían escrito. Yo te preguntaba si acaso se callaban alguna vez y tú me decías que con el roce de los dedos se activaban. Muy touch todo.
[L, 12 sept].

Me hizo más gracia el hecho de que hayamos decidido (en teoría, porque se ve que no lo hemos hecho ni estamos cerca) hacer algo con todas esas palabras desconocidas que juntamos. Mi idea era hacer un cuento que no podría quedar malo, porque sería un ejercicio formal, algo forzado que, inevitablemente, quedaría ridículo y pretencioso, con una trama que sería solo una excusa para usar esas palabras raras, como cuando uno le inventa un cuento a la rápida a un niño y sale cualquier descalabro; y no, no son más que una plana de word: pongo el nombre del libro y entre paréntesis hacia el lado todas las palabras desconocidas.

Opino que hay que seguir acumulando y, eso sí, ir perfeccionando las categorías para que el orden ocurra «solo» (si soy ordenado conmigo mismo es porque inventé todas las categorías en la época en que tenía todo el tiempo del mundo; luego ya fue ir echando cada cosa en su lugar).

(…)

Intenté llevar un diario del celular pero todo termina en tuiter. Antes, cuando no tenía tuiter, escribía más. Como que ahora las ideas, de pura costumbre, ya me vienen en 150 caracteres (o cuántos sea, ni me acuerdo). Entonces hay que forzar un poco los párrafos. Guardarse algunas cosas. Plantarse frente al word. Aquí, a ti, y con cierto poeta de Talca con el que nos escribimos «cartas» al mail, me resulta increíblemente fluido. Ante sí mismo siempre es otra cosa. Se me hace que tu sueño es como una mezcla de esto (escribirnos harto) y quizá haber mencionado nuestro fracaso con los readers. ¿Has tenido sueños lúcidos? Son una droga. Cuando tienes uno, o una seguidilla de varios, quieres más. Antes cuando meditaba me pasaba más. En fin. Ya me alargué de nuevo y desde que empecé a escribir que muero de frío pero no hago nada al respecto, porque me llevó la escritura y no quise pararme a cerrar la ventana. Ojalá soñar hoy.
(Opino que mi uso de los paréntesis es pésimo y excesivo, pero bueh).
[R, 13 sept.]

*
Me dio risa lo del cuento, recordé que en primer año de U, en un taller de cuentos, me esforzaba mucho en escribir con puros adjetivos que recolectaba de Lovecraft. Me quedaban pastiches sin sentido, pretenciosos y con hartas palabras que para mí eran raras y elegantes. Lo mismo en la poesía. Qué pajarona. Con los años se quedó atrás todo eso, cuando escribo poemas no sé si estoy hablando o escribiendo, ya no sé oscurecer o hacer juegos con el lenguaje, en fin. Me voy por cualquier rama. Igual me resulta fácil escribirte. (Aquí un paréntesis para que no sientas que eres el único que los ocupa. Cuando mencionaste los cuentos para niños me acordé que cuando era chica mi papá, por años, me contó la misma historia antes de dormir. Su pie forzado eran las tortugas y el entorno familiar. Siempre los mismos protagonistas, la misma tradición y motivación de los personajes, pero no importaba. A veces viajaban, se peleaban o ni él sabía qué pasaba. Un relato que era siempre el mismo, que era lo único que tenía en la hoja y sólo le hacía pequeñas modificaciones. Ni siquiera le gustan las tortugas.

(…)

Una vez soñé que estaba reunida con unos tipos que quería mucho en torno a una fogata, y yo sabía que era un sueño, así que intentaba convencerlos de que ellos no iban a existir más al despertar. Era extraño pensar lúcida y a la vez sentir ese cariño tan grande que no venía de afuera, que se generaba ahí dentro. Ellos no entendían, me decían que ese lugar era lo único que conocían y me daba mucha pena, cuando sentí que despertaba me despedí de todos llorando. También sueño constantemente que me persiguen dinosaurios (?). En plena persecución me doy cuenta que no tiene mucho sentido, que en el otro mundo ya no existen, así que les empiezo a hablar y nos hacemos amigos. Todos los dinos son muy simpáticos, nunca me llevé mal con ninguno.
[L, 13 sept.]

*
“Escribir usando adjetivos de Lovecraft”. Reí. Pero es que así uno parte. Cuando –de nuevo, en Curicó, donde había una sola pequeña librería dentro del único mall de la ciudad- leía a Benedetti porque era lo único que podía encontrarse, uno escribía como Benedetti. Después en el colegio, cuando un cabro de un curso más arriba me prestó unas obras completas de Huidobro, me puse a hacer poemas de ese tipo. Y así, luego con Bukowski, escribía mis primeros años de universidad en tono lúgubre, con mucho punto seguido, copiando algunas palabras, copiando incluso el tono específico del tedio que, a la larga, terminó pareciéndose a la realidad. Después ya juntai más referencias y la jugüera que es uno mismo hace la mezcla y sale algo que, con suerte, no se parece a nada (porque, en el fondo, se parece a todas, y son muchas como para que alguien se dé cuenta).

(…)

En parte por ese mismo miedo a perder los escritos, pero también por la enfermedad de la catalogación y el orden, he pasado todo esto a un Word, lo que llevó a que, en vez de irme por un tubo como en los mensajes anteriores, me fuera por varios tubos, respondiendo como suelo hacerlo cuando no quiero dejar nada en el aire, o sea releyendo la “carta” anterior y dejando los tópicos hacia abajo para luego desarrollarlos uno por uno y armarlos como un rompecabezas. No sé si está resultando tan bien como lo anterior, pero como sea. Lo bonito es que copié y pegué todo (en este word que bauticé LR) y antes de cada misiva (en realidad antes y después y entremedio, así que tuve que editar) quedó nuestro avatar, lo cual, dada nuestras fotos tan adultas y representativas (¿), le da gran seriedad al asunto.

(… )

Es porque la vida es aburrida, por eso, si hay ruidos en casa, salimos en medio de la noche provistos de un cuchillo (“provistos”, ¿he pronunciado siquiera esa palabra alguna vez?). Recuerdo que sobre todo en Curicó, en la casa de mi abuela, cuando vivía como con 5 mujeres y se escuchaban ruidos extraños en el patio, yo agarraba el bastón de mi abuelo (que por entonces veía como una especie de cetro mágico) y partía envalentonado, por delante de las mujeres, hacia el patio. En el fondo sabía que nunca pasaría nada y que, en el peor de los casos, el posible husmeador sentiría el ruido, vería las luces, y huiría hacia las casas vecinas.

(…)

A modo de contextualización: te escribo en mi día libre. Si no es en el computador siento que no estoy escribiendo en serio. Además, uno siempre quiere encontrar el momento propicio y anoche tenía la mente colonizada por unos problemas. Tomé, cuando comenzaba a escribirte, uno de los desayunos más pencas de la vida: un sobre de quacker saborizado vencido con menos de un vaso de leche que era todo lo que quedaba, un café normal, y dos pan pitas con palta, también vencidos, secos y completamente destrozados (culpa de su delgadez y de un descongelamiento mal ejecutado). Espero quererme más con el almuerzo que, por lo que veo, y como suele suceder en los días libres, será a la hora de once, lo cual, también como siempre, dará paso a la siesta, que es una de las mejores partes del día.
[R, 14 sept.]

Una vez soñé con un volcán y descubrí una pifia: en sus esquinas, el volcán terminaba abruptamente y tenía los límites de la pantalla del computador. Y era una imagen que yo -en el sueño- recordaba haber visto en el computador. Me reí ahí mismo. No podís ser tan chanta, mente, para tomar una foto estática con los límites evidentes y pretender que me lo crea. Creo que mi inconsciente castigó esa burla desvergonzada haciéndome ir a la casa de ex. Todo tiene sentido.
[L, 15 sept.]

Esto conlleva una ansiedad parecida a la de las series, solo que un poco menos patológica –y casi que me arriesgaría a decir saludable-, ya que no solo estamos recepcionando y contemplando estos episodios random de nuestra cotidianidad, sino que de algún modo los estamos produciendo, o reproduciendo, o interpretando y, aparte, tiene esto también un poco de juegos de rol, de ida y vuelta, de estar como cambiando láminas de un álbum, cómodamente sentados delante de la mesa de los días, con un turno cada uno para lanzar su superpoder (pero aquí, en este intercambio -y quizá en todos-, la única fuerza viene de la debilidad, del error, de lo inútil, de lo confuso y lo onírico, de todo lo que es totalmente contrario a un superpoder y, por lo mismo, no hay gran claridad sobre la meta ni, menos aún, sobre la posibilidad de un vencedor.

Canetti lo dice así: “Muchos han tratado de captar su propia vida en su coherencia espiritual (…) Me gustaría que algunos la presentasen también en sus fisuras. Éstas, al parecer, pertenecen más a todos, y cada cual puede sin problemas sacar de ellas aquello que le concierne”. Creo que nos viene bien eso.

(…)

Cuatro páginas está bien pos. La verdad, te leo de un tirón. Como un flan o una panacota o huevos a la copa, no sé masticar ni pausar y solo después, en las segundas y terceras pasadas, “degusto”. Aquí me exorcizo de todas esas lecturas lentas y tediosas y esforzadas en las que ando metido: Pynchon se me volvió inleible, incomprensible; Onfray redunda en ejemplos y no arriesga ni una teoría que lo rompa todo; las cartas de Proust a su madre no traen la ternura y la torpeza que esperaba; la correspondencia de Crumb rebosa de detalles sobre cómics antiguos que no conozco ni, al menos en lo inmediato, me interesa conocer; incluso las cartas de Emar a su amada están repletas de códigos que solo ellos entienden). Así que convengamos que esto, por lo bajo, le va ganando, al menos desde mi parte, a muchos otros consagrados. En cuanto a esta carta en particular -y tomando en cuenta  que recién estoy en el preámbulo y que ahora voy a parar para empezar con Lost y seguir después y así sucesivamente hasta mañana quizá- tengo la impresión de que voy a exagerar y las ramas del word van a seguir creciendo (y no tengo ningún apuro en salir de este bosque).

(…)

Para mí esto es como una conversación con refuerzos. Pero el refuerzo es uno mismo. Uno mismo que, por escrito, viaja en el tiempo y dice más de lo que usualmente diría.

(…)

Una y algo a eme. Releo para retomar y creo que uso mucho el “al menos”. Quedamos como en el séptimo capítulo de Lost. Y la tarde fue eso: carne, cerveza, Lost y una siesta. Mi hermano habla con su polola en el living. Me pidió un poco de privacidad. Están como terminando y todo esto es nuevo para mí. Anoche se puso a llorar y sentí que era uno de esos momentos en que uno debe saber muy bien qué hacer, qué decir. Esos momentos en los que te escindís y te mirai a ti mismo y pensai “¿Qué irá a hacer este hueón? ¿La irá a vender?”. Nunca lo había visto llorar por una niña. “Todo este año ella ha sido el único motivo para levantarme a ir a la cagá de colegio”, me decía. Así que lo dejé un rato. O sea, lo dejé, estando yo ahí, frente a él. Contemplé y le dije un par de cosas que seguramente le supieron a obviedades. O no. No sé. Creo que no le dije nada del tipo “conocerás muchas mujeres”, o “aún no conoces el amor de verdad”, ni ninguna de esas frases que se dicen desde la acumulación de experiencia. La verdad, no me acuerdo muy bien que le dije. Luego, cuando ya se le pasó, y al volver de la cocina con unos tés, le di unos palmotazos leves en la espalda y un beso en la cabeza y alguna frase que también olvido ahora, pero que me salió “de corazón”. (Mientras termino este párrafo noto, por los tonos de voz y las risas, que parece que se están desterminando)

(…)

Envidio cuando en las películas se mandan cartas. Quizá no haya el esfuerzo y la demora que dices pero hay esta demora de encontrar el momento preciso para escribir, y este no saber qué cosa nueva, que extraña ramificación hará el otro. De algún modo lo que importa es la deriva, o más bien la forma de la deriva -que también es una especie de texto o metatexto- y, poniéndose un poco más exquisitos: lo bonito es cómo son estas mismas derivas las que, a través de uno, conversan (y una vez más, siento que a Levrero le gustaría hincarle el diente a este punto; o a mí mismo, aquí o donde sea). Importa también lo explÍcito, obvio, la parte estrictamente funcional y comunicativa, pero siento que el impulso que nos hace seguir –aquí y en general, en la escritura y quizá en todo- tiene más que ver con este otro aspecto más impersonal y trascendente.

(…)

La forma misma y los soportes bajo los que son dichas las cosas que todos deberíamos saber llevan en sí mismos una cosmovisión fracasada, que no le habla a nadie, que no conquista nada, que no alimenta ningún espíritu, que es pura autoreproducción. Y así la cosmovisión que se supone que uno “representa”, que se supone que se ve en tuiter, en las marchas, y en algunos libros, es subsumida y presentada como una posibilidad más. A veces siento un odio tan real y grande contra la publicidad y ciertos programas de televisión. A veces me siento tan adolescente y fuera de todos los códigos. Pero sé que estoy bien. Sin creerme la gran cosa y sabiendo que seguramente no voy a cambiar nada, sé que uno no está solo y es larga la lucha. Y silenciosa, sobre todo.

(…)

Pero nada. No recuerdo nada de lo que soñé. Cada vez que despierto, y antes de mirar el reloj del velador, hago el ejercicio de adivinar la hora. Siempre ando cerca. Son casi las dos ya y vamos en el capítulo 11. Se llevaron a Claire. Charlie quedó mudo. Volvió Said, con la noticia de que podrían existir unos Otros. Sawyer y Kate nadan juntos en un lago que encontraron. Locke encontró la escotilla. Ahora sí que está empezando todo.
En la medida en que avanzamos en la serie la alfombra va llenándose de basura, la mesa de platos, la loza sucia va creciendo y mi buzo-pijama va ensuciándose. Quizá sea hora de bañarse y ordenar un poco las cosas.

(…)

Reí con eso de matarse en las pesadillas como quien se escabulle de una fiesta a la mala. Obvio que también lo he hecho (“total es un sueño”, se dice uno a sí mismo; pero entonces, ¿por qué otras veces ese mismo “total es un sueño” nos envalentona? A veces creo que esas presencias malignas no son meras proyecciones momentáneas de uno y por eso uno decide huir, porque, en el fondo, intuimos que hay un peligro real allí) ¿Has muerto en sueños (involuntariamente, no escapando a conciencia en tus abismos fabricados)? ¿Viste el día de la marmota? Si te cuento lo que me recordaste de esa película y no las has visto aún te la arruinaría. Creo que igual me perturba un poco el hecho de que siendo yo alguien tan interesado en estas cosas tenga tan pocos sueños reveladores que incentiven alguna especie de búsqueda, personal o teórica. Seguro que va por ahí con lo que me dices. Pero a la vez, nisiquiera lo intento tanto, y eso es lo raro. De algún modo, por debajo de todo, siento que “lo merezco” y me conformo y espero, entonces quizá por eso mismo es que no lo merezco. ¿Has intentado alguna vez tener sueños en conjunto? ¿Viste Waking life o Paprika?

Me carga como, si no se le trae a colación constantemente, lo inconciente se va hundiendo en el olvido. Supongo que es una cosa cultural. Mantenemos la basura y lo oscuro bien por debajo de la alfombra. Y yo, en particular, soy muy como las hueás o muy perezoso como para conducirme por la senda que se supone te mantiene cerca de todo aquello. Sigo sin meditar. Estos días he comido para la miseria. Y ya no anoto más mis sueños por la mañana, básicamente por una especie de venganza contra mi inconciente que, según yo, podría ser más generoso, es decir, más invasivo. ¿Cómo no se va a dar cuenta que le estoy dando permiso para que emerja? ¿Cómo voy a ayudarlo si no me ayuda? Yo siempre necesito un empujón. Para empezar cualquier cosa, siempre necesito aparecer allí como si no se me hubiera ocurrido a mí.

(…)

Tengo la impresión que sí, quiero creer que sí, que todas esas cosas existen o van a existir. Si en los sueños, cuando podemos, modificamos escenarios y cuerpos a voluntad, es porque está dentro de las leyes de ese mundo, y creo que aquí, aunque hay unas reglas, existen un montón de excepciones que podrían ir estirándose lentamente. No me niego a creer que hay monjes que levitan. No me niego a los fantasmas. No me niego a los extraterrestres. No me niego a la posibilidad de que los sueños lleven, a través nuestro, una “conversación” con lo real. Reconozco la monotonía de lo real, pero en modo alguno me rindo ante su firmeza. Es cosa de adentrarse un poco en la física cuántica y meterle un poco de budismo zen para notar que todo esto a los que nos aferramos es de una fragilidad brutal.
[L, 18 sept.]

julio

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“Los acontecimientos de la vida amorosa son tan fútiles que no acceden a la escritura sino a través de un inmenso esfuerzo: uno se desalienta de escribir lo que, al escribirse, denuncia su propia chatura (…) Sólo el Otro podría escribir mi novela”. (R. Barthes).

*
Se acabó y hay que escribirlo todo por una especie de ajusticiamiento. Cambiar la sensación de derrota por algo que se ajuste más a lo que fuimos. Al acoso de la hermosura recordada desde el imperativo de la tristeza, oponerle el aprendizaje y el intercambio; al monumento occidental del amor heroico, oponerle el rito pagano que incorpora también el mal y lo cotidiano; al mar de fatalidad, las oleadas de virtud; a lo irrecuperable, lo ganado.

*
“Toda caricia, toda confianza sobrevivirá”. (Paul Éluard)

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Terminar por la noche es terminar al menos tres veces: al momento de apagar la luz, al momento de dormirse y, el más triste, por la mañana, al despedirse. Al cerrar la puerta, estallo: cuando vuelva por la noche la mayoría de sus cosas ya no estarán. Anoche, cuando la resolución ya estaba hecha, me dijo “¿y de qué podemos hablar ahora?”. Concluimos que había que hacer lo que hacen en la tv para fin de año: recapitular, visitar los buenos momentos. Y eso hicimos.
Me gustaba cómo siempre jugábamos a escindirnos y ser juntos un tercer término que, divertido o contemplativo, sobrevolaba y observaba desde arriba la relación.
Le digo que veamos The Office por última vez, pero no, mucha pena. Que me corte la barba por última vez, tampoco. Le digo: “cerraré facebook, twitter y en instagram pondré una foto negra cada una semana”. Se ríe, se ríe como siempre se rió de mis ocurrencias estúpidas: con ternura.
Me gustaba tanto cuando me decía “pololo estúpido”. Había algo muy suave en su manera de pronuciarla. Algo por ahí en la “t” o la “p” que volvía a la palabra media acuosa, media jabonosa. Pololo estúpido, ahhh.
Ahora lo veo más claro que antes. Estamos en medio de un huracán de certezas que ya no sirven para nada, pues junto con la nitidez del detalle surge también su irrecuperabilidad. Rodeados de papeles arrugados con mocos, escenificamos un museo de la melancolía.
Pasaremos a una etapa de silencio y distancia, le digo. Solo así se descascarará lo que debe caer ¿Pero qué es lo que queda? Lloramos desconsolados cuando nos convencemos de que no va a quedar nada. Pero uno crece y cambia y eso no se borra. Entonces, ¿por qué tengo aquí dentro este imaginario amoroso que me dice que seguir y recuperarse es traicionar? Quizá porque también sea necesario separarse del tiempo que rige el mundo de la utilidad. Y eso es lo que uno hace aquí, de noche, escribiendo: construir una lentitud, arremeter contra el tiempo, recuperarse.

*
Uno sigue vivo para que un montón de cosas no mueran. Uno es un cuerpo que escoge un puñado de cosas. Pero no es una elección racional. No escogemos desde un número determinados de posibilidades. El cuerpo se mueve y se mezcla y se equivoca y entremedio de todo aquello, confirma unas elecciones que son la vida de ese cuerpo.

*
Preferiría que te murieras, me dijo.
Preferiría que ambos nos muriéramos, me dijo.
Preferiría que hoy mismo todo el mundo estallara y así sería perfecto, dijimos.

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“Estaba tan cerca de ti
Que tengo frío cerca de los otros”.
(Paul Éluard)

*
Un Juan Maestro por la mañana –lo pido llorando: no me importa nada-, un Gold al mediodía, y luego solo galletas de agua y agua.

*
“Desea que todo cuanto ames no te embelese demasiado”. (M)

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Escribir y llorar, actividad inédita. O miento: cuando a los 16, en medio de la noche, solo en un auto estacionado en la nada, M se perdió con R y N en unos matorrales (me gustaba N, pero por cómo iban las cosas también me habría conformado con R) y me dejaron 10 minutos solo, me puse a escribir y a llorar, maldiciendo mi suerte, preguntándome por qué siempre las niñas preferían al de la actitud avasalladora .

*
Paso por fuera del café donde trabaja y caen las estúpidas lágrimas. Ya no voy a pasar a buscarla nunca más. Ya no vamos a tomarnos un café con R mientras ella y N circulan como si todo fuera una gran casa en la que vivimos los cuatro juntos. Ya no voy a hacer esa pequeña escala, después de correr, solo para bromear con que voy a abrazarla así, todo hediondo y sudado. Ya no voy a mirarla desde lejos, mientras está en lo suyo, sin que me vea, para verla de verdad. Paso rápido para que R o N no me vean así. Los ojos escondidos tras los lentes, los mocos colgando y la boca fruncida tras la bufanda. A diferencia de hoy en la mañana, ya me da lo mismo que los transeúntes me vean. Todos en la calle me parecen tan estúpidos. Miro a las parejas de la mano y solo veo ficción y finitud. Ya en casa, apenas pongo un pie dentro, me rompo. Tiro las hueás al suelo y abro el closet y miro su cajón y me arrodillo como si fuese a rezarle a no sé cuál dios. El cajón que dispuse para sus cosas… siempre estuvieron tan apretadas todas ahí. Debería haberle dado dos cajones, debería haberle dado todo el lado derecho del closet. Ahora está hasta la mitad. Todo está ordenado. Dispuesto a que el tiempo empiece a pasar por encima. Mañana o pasado llegaré por la noche, abriré el closet, y ya no habrá nada y de nuevo voy a llorar.

*
Llegó el tablero de Go que compré por internet. ¿Con quién chucha voy a practicar?

*
Cuesta escoger la música. Cuesta lavar la loza. Cuesta tomar a la gatachica y alzarla y pensar que ya no jugaremos con ella. Cuesta dirigir la vista en cualquier dirección. Miro la cama y pienso si sería distinto si me comprara otra. Tendría que comprarme unas murallas nuevas, una tele nueva, una habitación entera nueva. O irme no sé dónde. Pongo a Bessie Smith. La pena se arrastra de época en época. La pena que no se parece a nada que haya escuchado o leído. La pena como una arcada constante. Una arcada del ser entero. Una caña ontológica. Una cosa más cercana al terror nocturno de la infancia que a lo que armoniosamente dicen las canciones de amor y desamor. Hago la cama y sus calcetines de perrito aparecen, como siempre, al fondo. Recuerdo que anoche me dijo que me los iba a dejar. Me derrumbo encima de la cama. ¿Para quién se llora a solas? La pregunta carece de sentido
Me extiendo y me acurruco. La pena me amasa; a su extraño modo, me cuida y yo la dejo que haga lo suyo. Llegan las gatas. La chica salta encima y la grande guarda su distancia. No me dan ningún consejo. Aprieto a la gatachica y me siento mejor. Ya sé cuánto duran esos movimientos involuntarios de la pena. Ya calculo la oleada y dejo que el grifo se abra y se cierre a su antojo. ¿Es que no se acaban las lágrimas?

*
“Considerar al otro como perdido, y por lo tanto experimentar, cada vez que él vuelve, el alivio de una resurrección”. (R. Barthes).

*
Nunca había estado tan dispuesto a enfrentar una invasión zombie o cualquier otro tipo de situación postapocalíptica.

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Blue in Green de Miles Davis. Agarro Leñador pero no puedo leer nada. La gatachica salta encima, estira su pata como siempre, hasta tocarme la pera. Un par de lágrimas como que no quiere la cosa. ¿Esta gata está más blanda y dócil y suave o soy yo? Le amaso la cara. Se deja. Me acuerdo de las caras que le hacíamos poner. O cuando, moviéndole las orejas en distintas direcciones, la hacíamos ser oveja y conejo. ¿Cómo puede ser tan hermosa está canción de mierda?

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Debería haber una red social en la cual la confirmación o rechazo de lo que uno arroja ocurra a destiempo. Un lugar en el que uno haga su gracia y no ocurra absolutamente nada. Una especie de tuiter en el que, quizá, luego de un par de semanas, se hagan visible para el usuario sus interacciones. En estos primeros dos días lejos de internet ya tengo localizado (aunque no sé si controlado) ese dispositivo mental que goza con la corroboración externa. ¿Cómo es que ya no puedo recordar la estructura del deseo previa a tal dispositivo? Todo lo que uno escribía o hacía de los 15 a los 20 no pasaba del perímetro local, del colegio, el barrio y, quizá, de los 18 a los 20, el disquete con poemas que circulaba de mano en mano. El mundo era más chico, sí, pero también el mundo estaba menos lleno. El horizonte era liso y no había una larga fila para situarse en la plataforma del presente. No todo era contrastable. No toda subjetividad coincidía con un mercado. Había más gente rara. Honestamente rara. Locuras a las que nadie les sacaba rendimiento estético. Largas y silenciosas vidas de provincia. ¿Y yo quién era? ¿Qué soñaba? Hasta los 12 o 13 le temí al infierno, luego al servicio militar, luego a estar solo, y así. No sé cuál era el punto. El pasado no era mejor. Nunca ha sido mejor. ¿Por qué no puedo recordar quién era?

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“Siempre he tenido ganas de argumentar mis humores; no para justificarlos; y menos aún para llenar con mi individualidad el escenario del texto; sino al contrario, para ofrecer tal individualidad, para ofrendarla a una ciencia del sujeto, cuyo nombre importa poco, con tal de que llegue (está dicho muy pronto) a una generalidad que no me reduzca ni me aplaste” (Roland Barthes, La cámara lúcida)

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Las noches posteriores a haber terminado se resumen en gente sentada en el sillón en frente mío, cerveza, vino, marihuana y acostarse chino. La primera noche, con M, hasta las 3am, a puro PES 2016. La segunda noche, con F, desde temprano: salimos a correr, pedimos sushi, cada uno tecleando en su lado de la mesa (como en la época de la universidad) y al final de la noche jugamos un par de partidos. La tercera, con G, una pequeña puesta al día y luego Green room (el mismo de Blue ruin: nuevo director favorito) y de ahí, por tercera vez, Synechdoque New york (¿veré alguna vez lúcido esta película?). La cuarta noche es con A: caminamos desde la librería hasta Plaza Italia (también terminó hace poco: solo hablamos de amor), nos sentamos en la Terraza, dos schops y dos italianos, me sugiere que la clave es ser brutalmente honestos siempre, sobre todo al principio. Llegamos aquí y ella se echa y la dejo sola (una especie de sanación a distancia que debía hacerse a las 22 hrs). Vemos Force Majeure y es como una prolongación de nuestra conversación. Y anoche, la cuarta noche -¿acaso me había acostado ebrio cuatro noches seguidas alguna vez en mi vida?-, con M que cuando llegué ya estaba aquí, botella de vino mediante, junto a C.
Eso por las noches. De día, en cambio, escribir, ordenar, abastecerse, dormir siesta y limpiar. Siempre me pregunto cómo es que la gente consigue salir de sus casas, ir a los parques, a los museos, visitar a sus amigos. Culminados los tres días libres que tuve la casa ya no puede estar más limpia. Igual que Philip Seymour Hoffman en Synecdoche New york, he repasado incluso esos rincones mohosos de la cocina, a mano, con esas pequeñas virutillas que vienen en forma de tubo y que seguramente no sean para ser usadas así. El refrigerador está reluciente y tiene cosas (fui a la vega y al supermercado el mismo día). Boté todo lo que llevaba allí meses. Incluso lo que podía servir. ¿Cuándo iba a usar esa chancaca? ¿Para qué dejar allí ese poco de kétchup en ese envase que, como no tiene tapa, lo ensucia todo? Me paseo por la casa, saco todas las cosas de los estantes, voy por sectores, boto, ordeno y reubico. Luego de casi tres días de comer nada, empiezo a comer como la gente. Hay que mantenerse en movimiento. Si no es por escrito, mejor no detenerse a pensar. No aún.

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“Como una mala sala de concierto, el espacio afectivo tiene rincones muertos, donde el sonido no circula. –el interlocutor perfecto, el amigo, ¿no es entonces el que construye en torno nuestro la mayor resonancia posible? ¿No puede definirse la amistad como un espacio de sonoridad total?)” (R. Barthes).

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La amistad como un disponerse absoluto y reciproco que, a diferencia del amor, que pide más, posee un lenguaje menos complejo y codificado. Un lenguaje que no necesita funcionar como metáfora de otra cosa, una palabra que no busca crear, tocar o remover algo en el otro: “La amistad no se busca, ni se sueña, ni se desea; se ejerce (es una virtud)”.

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Comienzo Muertes y maravillas de Teillier y, cuando noto que el prólogo lo escribe él mismo, me levanto casi corriendo de la cama a buscar el lápiz mina para subrayar.

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Volví a Pat Metheny. Me mueve. Me hace hacer cosas. Me hace abrir las cortinas. Me recuerda lo que sentía a los 18, cuando con F vagábamos solitarios por las calles, buscando no sé qué, fumando, conversando, soñando, errando.

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“Porque no importa ser buen o mal poeta, escribir buenos o malos versos, sino transformarse en poeta, superar la avería de lo cotidiano, luchar contra el universo que se deshace, no aceptar los valores que no sean poéticos, seguir escuchando el ruiseñor de Keats, que da alegría para siempre”. (J. Teillier)

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La noche termina con dos amigos que se fueron y yo tomándome una petaca de whisky leyendo subrayados antiguos de Fragmentos de un discurso amoroso. (Y de fondo In a landscape de John Cage)

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Lo único que recuerdo del sueño de anoche es que entra Batman a la escena. Como es debido, llega desde lo alto, balanceándose en uno de esos cables que tira. De algún modo sé que no debo decir su nombre, que le molesta. Pero aún así digo: “¡Pero si es Batman!”. Entonces me dispara en el tobillo una de esas hueás que usa para escalar. Duele. Duele un montón. Siento el dolor dentro de todo lo que el sueño permite. Despierto.

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Siento que desde que terminé que estoy soñando puras cosas estúpidas.

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He escrito en estos últimos cinco días más de lo que escribí en los últimos dos meses.

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Le doy de este ¿guiso? que he cocinado (cebolla, ajo, zanahoria, callampas secas, berenjena, carne de soya) a C y me dice que todo dentro del plato está, en términos de colores, como en un mismo tono. Observo y tiene razón: todo está en tonos cafés y negros. “Como el suelo en otoño”, le digo. Y así, si es que ya no existe, bauticé este plato: “suelo en otoño”.

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“El agua destilada no sólo es insípida, sino que a la larga no logra aplacar la sed, y para poder ser consumida necesita ciertos componentes que desde el punto de vista químico se consideran impurezas; del mismo modo, en el alma humana, lo puro debe estar mezclado con lo turbio. Para que la virtud de virtudes, la sinceridad, no sólo florezca en el reino de las ideas, sino también de frutos en el mundo, es necesario que contenga una pincelada de mentira”. (Schnitzler)

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Word: mi nueva red social.

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Soñé que estaba en medio oriente intentando cruzar un paso fronterizo custodiado por militares cuando, de pronto, noto que la fila va avanzando y, uno a uno, los sujetos van siendo desnudados y fusilados. Cobro entonces esa leve conciencia de que estoy en un sueño y, antes de que me ordenen quitarme la ropa o hacer cualquier cosa, salgo volando, lentamente, a duras penas, casi al nivel de las cabezas de los soldados (que, del impacto, no hacen nada) (cuando despierto siento que esta última “escena” del sueño es idéntica –en la toma de cámara y también en su comicidad– a cuando, al final de no sé cuál capítulo, el Señor Burns y Smithers se escapan de la turba enfurecida en un carro alegórico).

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“La ternura, de derecho, no es exclusiva; me es preciso pues admitir que lo que recibo también otros lo reciben (a veces se me ofrece su mismo espectáculo). Donde tú eres tierno dices tu plural”. (R. Barthes).

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Voy comprendiéndolo: seguir no es traicionar. Cada relación crea su propia mitología y ninguna mitología reemplaza a otra, pues no hay lugares ni palabras más sagradas que el hecho de que, por encima del fracaso milenario y reiterativo del amor, conseguimos siempre inicios frescos: «Lo que amo está siempre empezando», dice Elytis.
El tiempo que transcurre en medio de quienes se aman, esa especie de vórtice en el cual la mitología coincide plenamente con lo real, no es un tiempo de este mundo. El enamorado es el perro que esconde ese tiempo como un hueso porque sabe que, tarde o temprano, el otro tiempo, el de la utilidad, invadirá su santuario.

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Lira con Diagonal Paraguay. Voy escribiendo en wathsapp mientras cruzo, correctamente, con verde. Un auto me toca la bocina, una mano emerge de la ventana, no entiendo mucho pero estoy seguro de que hay una hostilidad. Le digo que crucé bien. A duras penas entiendo algo relacionado con mi celular. Desde la vereda, con la verde a punto de terminar, y por las palabras entrecortadas que alcanzo a oír, deduzco que me está increpando que haya cruzado el paso peatonal viendo mi celular. Le digo que se baje y conversemos en un tono que no sé de dónde me sale. Entonces, cuando el auto ya parte y pasa cerca y me lo dice, comprendo: “¡Te querían cogotear!”. Conecto los últimos movimientos y tiene sentido: el tipo que venía en bici en sentido contrario, el que pensé que se había tropezado cuando miré hacia atrás y lo vi en una posición rara, estaba intentando agarrarme el celular. Y yo pensando que me estaban buscando bronca porque sí. En suma: quedé como hueón.

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Creo que soy una especie de enfermo de soledad. Quizá ya nunca pueda estar en serio con alguien. Algo así como una relación que desde un comienzo pueda afirmarse que es para siempre es una cosa que me queda ya muy lejos. Como cuando uno salía de vacaciones con la familia y a la semana te daban ganas de volver a tus cosas, a tu pieza, así mismo me dan ganas de volver a mí mismo, una y otra vez. Nadie se salva. Los amigos son los que, pese a que comprenden esto, se quedan.

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F me muestra un audio de wathsapp en el que A, amigo común, en un tono muy de parodia al show de los libros, dice que los últimos posteos en nuestros respectivos blogs son lamentables, que perdimos el rumbo, que, de algún modo, influencié a F a caer en esta vorágine. Insiste un par de veces en que ya no somos más que “los escritores del punto seguido” y, casi al final, en una parte en la que reí mucho, dice que terminamos como Marcelo de Cachureos, pidiendo “¡El grito el grito el grito!”.

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Viene mi papá a Santiago: una reunión de los capos de la logia a unas cuantas cuadras de aquí. Salgo a buscarlo y entro (medio temeroso) hasta la recepción, donde me invitan a tomar asiento. Aparece por un largo pasillo, de terno y mirando hacia un punto lejano, como si esperara verme parado afuera en la calle. Le saco una foto y acto seguido recuerdo que parece que no se puede. Hago como que texteo en el cel. Me ve y nos abrazamos. He notado ahora último que cuando caminamos juntos siempre va un poco más rápido de lo que debería, como si quisiera agregarle una agilidad extra a su andar. Caminamos por una fea y oscura Marcoleta que solo a la altura de Diagonal Paraguay se digna a mostrar rasgos de civilidad. Cuando llegamos y se sienta en el sillón las gatas se le lanzan encima. Aletea y se asusta. Piensa que lo pueden rasguñar o morder, me dice. Es una cosa bastante chistosa de ver -un hombre hecho y derecho, de terno, espantando a una gatachica que lo único que quiere es alguna especie de contacto- y se lo hago saber. Es curioso como nunca lo he visto reírse de sí mismo, de algún desliz del lenguaje, de alguno de los propios absurdos o reacciones. Así que la cosa se reduce a que los gatos no le gustan y no hay ninguna interpretación que hacer al respecto. Dispongo sus cosas, le ofrezco un té, hacemos un pequeño zapping (se asombra de que no solo haya visto Wolverine sino que haya visto todo las películas de ese tipo y quiera seguir viéndolas). Me pregunta si no tengo más canales y le digo que no, pero que tengo un montón de películas y documentales. Nos damos cuenta que es temprano y que podríamos ver algo. Apago la luz y pongo La ciudad de los fotógrafos. Los nombres y los lugares del horror me los dice antes de que aparezcan especificados en la parte baja de la pantalla. Aunque ya la vi hace un tiempo hay ciertas partes en que es imposible evitar que caiga una lágrima solitaria. ¿Cómo puede haber estado tan cerca de todo aquello y ahora estar allí simplemente sentado en mi sillón, inmutable? Es muy extraño que no se haya quedado dormido como el 99% de todas las otras veces que nos hemos sentado a ver algo en la tele. Luego, cuando me cuenta que su nivel de involucramiento era importante, ya no me parece tan extraño. Como que me cuenta pero no me cuenta. Le pregunto hasta dónde estaba metido pero me dice que nunca se sabe cuándo se va a dar vuelta la tortilla (me permito escribir esto aquí porque sé que quienes me leen no están ni cerca de ser unos sapos) Me relata cierto episodio que yo recordaba como si fuera un viejo sueño: esa vez que, luego de andar prófugo un par de días, lo pillaron, lo subieron a un tren y, allí dentro, tuvo la suerte de encontrarse con un milico con el que alguna vez jugó a la pelota. Éste lo hizo bajar por el último vagón, cambiarse de ropa y volver a ingresar por el frente, solo que ahora caracterizado como un ferviente apoyador de la dictadura. Y así, me cuenta un montón de cosas que yo no sabía. Vemos también otro documental cortito: De mártires y verdugos. Siento que ha sido una noche que recordaré.

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“Y una vez más el Oriente: no querer asir el no-querer-asir; dejar venir (del otro) lo que viene, dejar pasar (del otro) lo que se va; no asir nada, no rechazar nada: recibir, no conservar, producir sin apropiarse, etc”. (R. Barthes).