“Estoy perdido, si no finjo estar perdido”
(Jean-Luc Godard)
150 páginas lleva este diario, 212 el del 2009, 362 en total, podría hacerse algo igual, organizar, seleccionar, editar, agregar, mentir incluso un poco para que parezca una historia decente, interesante, una carrera de relevos que empieza con un ser nulo y termina con un hombre hecho y derecho, que no es el caso pero, a quién le importa, a nadie le interesa que haya o no historia, que haya o no un mejoramiento moral. Lo que importa es el modo de contar, dicen. Aunque ni eso importa a veces. Además, ni siquiera sabría decir cuál modo es este modo, por no decir estilo, que me parece una palabra detestable que más oculta que expone. “El estilo, esa facilidad para instalarse e instalar el mundo, ¿eso es el hombre? ¿Esa sospechosa adquisición por la que se elogia al regocijado escritor? (…) Intenta salir. Ve lo suficientemente dentro de ti como para que tu estilo no te pueda seguir” dice Michaux, pero ¿arrancar hacia un centro impersonal para quedarse allí para siempre, callado, de piedra, irrepresentable, o bien para, desde allí, mover los hilos de la propia biografía (como titiritero de sí)?, ¿Y corro acaso con suficiente prisa, con suficiente destreza, como para no dejar que mi estilo me alcance y me convenza de que puedo montarlo como a un caballo y así correr más firme y rápido sin cansarme? ¿Y de qué es lo se que cansa una representación: de su cercania con lo real, de su lejania; de su cercanía consigo misma, con las otras representaciones? ¿Y, en cualquier caso, hacia dónde se supone que va corriendo esta escritura? ¿Arranca o persigue? No sé y mientras menos se sabe parece que mejor se desliza. Se escribe y se le deja por un buen tiempo, hay meses de párrafos gigantes y luego periodos de no más de tres líneas por día, y algunas semanas nada, a veces un mail desata el nudo, a veces una película, y se le da duro por años a la poesía (y quizá por eso es lo que primero se gasta), luego relatos siempre incompletos, conatos de novelas, y el diario de vida como una columna vertebral, como el intento sistemático de una lejanía que nos proteja contra la repetición que muchas veces es la forma misma en que producimos y nos acostumbramos a esta lejanía y ahí la escritura se mete en un circulo bien fome bien individualmente terapéutico y feo y hay que zafarse no sólo porque se vea y sienta mal y uno se aburra de antemano y prefiera salir a caminar o prender la tele o lavar la loza en vez de escribir sino porque HAY que avanza, independiente de si la propia vida avanza o no, esta cosa tiene que avanzar hacia la desconexión entre el texto y el autor, que tal relación jamás se vuelva un dato, un punto de partida. ¿Cómo no tenerle fe a esa escritura que, como decía Bukowski, te lleva por delante? Y aquí más que una veloz carroza tirada por fuertes caballos imagino una señora llevada a la rastra por su olisqueador y curioso perro que le ha sacado a pasear a ella a través de la creencia que ésta tiene acerca de la propiedad de ese perro. O cuando las frases se conectan entre sí y da igual que uno sea uno. “Todo cuanto en mí es valioso precede sin excepción de más allá de mí, y viene, no como don, sino como préstamo que debe ser renovado sin cesar” (Simone Weil). Entonces leer y escribir como continuo relevo, como préstamo y renovación, pero de qué. Derrida -que uno no sabe nunca de qué cresta está hablando pero igual algún sabor deja- nos dice que “escribir es saber que lo que no se ha producido todavía en la letra no tiene otra morada” Y agregamos: el único antes es la gratuidad de la próxima línea. La inutilidad de la próxima línea. La posibilidad de restar poniendo, y restar y restar hasta que al final siga quedando algo, pero nunca nada que sea un algo persistente que resistió la tormenta, no, porque se escribe contra sí mismo, en el mejor sentido posible: no contra sí mismo, no contra Rodrigo Fernández, sino contra el sí mismo que me habita pese a la lejanía de sí que soy, pero tampoco en contra como oposición sino que – y tengo que parafrasear un subnick de F.K. para decirlo como se debe- sino que, habitando el límite en vez de traspasarlo. Y si suena media ondera la frase lo siento mucho pero es así, así están las cosas, así está la época, traspasar el límite es una cuestión previsible y en cambio habitarlo es un acto que permea mejor la cobertura espectacular del mundo. Y quizá la escritura sea eso: la fe en que habitar ese límite es una de las inutilidades mas útiles que tenemos a mano. Así que leo mis poemas de los 17 años, comparo con ahora, y hay avances. Notables avances. El principal avance es que ahora ya no escribo poesía. A veces veo al azar blogs de poesía y me pregunto cómo es que se atreven. Pero se atreven. La escritura no vigilante se atreve a todo. Pero yo también me atrevo a muy poco. En general. En muchos sentidos. Necesito el atrevimiento de los otros. Nos afirmamos y negamos en los otros creyendo que cargamos con el producto final de esa síntesis. Y no. Cargamos, a lo sumo, con un deshacerse. Un deshacerse propio pero prestable. Que ni pesa. Porque es un movimiento. “La abnegación o suspensión del yo está bien, creo, mientras no se haga en solitario: una abnegación selectiva que se lleve consigo (como un tornado o un hoyo negro) un par de cosas y estados del mundo”[1]. Ese era el punto entonces: no la impersonalidad que da puros rendimientos estético-orientales sino una impersonalidad, una destrucción del yo que se pueda aplicar al yo que forjan las cosas. “Que un escritor se convierta en alguien no hace sino degradarlo a la condición de limpiabotas”, dijo Walser, y todo se juega en la connotación de ese “alguien”. Suponemos que lo dice como sinonimo de fama, pero no, se refiere a que el escritor no puede volverse alguien en sentido genérico. Un escritor nunca es alguien. O más específicamente: la escritura no es la conexión entre alguien y un texto. Así que mejor creamos que Michaux decía lo suficientemente dentro de ti en un sentido no espiritual. Digamos que el sentido de tal frase puede ser matizado con esto que dice Merleau Ponty: “En el escritor el pensamiento no dirige al lenguaje desde fuera: el escritor es el mismo como un nuevo idioma que se construye” Por mi parte, envalentonado por estos párrafos que ahora que lo pienso podrían funcionar como prólogo y tratando de seguir la idea práctica con la cual comencé, debería amarrar todo este asunto, estos diarios, para mandarlos a cuanto concurso y fondo haya por delante, no porque considere que haya aquí reflexiones invaluables o que se adscriban o inauguren cierto estilo literario, sino porque es verosímil, y sobre todo porque podría encaminarme hacia donde intuyo debo ir. El futuro se acerca como un ebrio con un cuchillo que viene corriendo de frente hacia nosotros. Corre lento si, se tambalea, pero seguro que llega. Digo, en mi caso es un ebrio con un cuchillo, pero en otros puede ser un camión, una jauría de perros salvajes, o una abeja. Todo depende de cuánto se quiera conseguir. Eso da la medida de cuánto se puede perder. Y para mi escribir es una buena manera de mantener la vista fija en ese cuchillo y en ese tambaleo que, obviamente, es mi tambaleo, y no viene del futuro, del mismo modo que uno ni vive en línea recta ni tiene nada que perder, del mismo modo en que no hay nada defendible en el yo y podemos -entre muchas otras cosas más- escribir como vigilia de esa destrucción, porque primero debemos fingir estar perdidos para luego notar que de hecho lo estamos.
[1] Anotación hecha en un bordecito de La gravedad y la gracia de Simone Weil.