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Archive for diciembre 2015

noviembre

“No hay nada más sucio que el amor propio”. (Marguerite Yourcenar, Fuegos)

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Los días no dan un puto respiro. Hasta lo que disfruto queda manchado. Si me paso de largo de la siesta y ya es de noche lo he arruinado todo. Si ya son las doce y solo he hecho lo necesario para la subsistencia del cuerpo y el aparente honor de la casa, me dan ganas de pegarme un combo. Los años de universidad, los recuerdo como un sueño lejano. El limbo de esos años de tesis y ocio y sinsentido, me bastaría con una semana de aquello. Me repito, me oigo repetido y sigo. Soy como un perro dándole cabezazos a la basura: huelo que algo hay en el fondo y por eso sigo. Algunos días, cuando me impregno de la agitación del centro, de la productividad y lo serio, me invade una tristeza que no le cuento a nadie, porque es obvia, porque es de débil, porque es adolescente. Ver que todos están sobreviviendo y yo también, me aterra a un nivel medio ominoso. El otro día, al enfilar por Huérfanos, me vi de pronto en un tumulto uniforme de gente, rebotando, y supe que ninguno quería dirigirse hacia donde se dirigía y, como si aquello modificara en algo las cosas, me alejé. La rabia, el desgano, intento volverlos teoría, incoporarlos a una comprensión mayor del problema. ¿Qué importa el lamento del individuo aislado? Vuelvo una y otra vez a la filosofía. Marcuse, Debord, Marx, Weil, hay que volver siempre a ellos. Pero a veces ni eso es suficiente. Busco una luz que aún no haya iluminado nada. Leo a Jung, leo un manual sobre sueños lúcidos, intento ese más allá que está aquí mismo, pero ni eso. Sueño que me persigue la ley. Sueño que llego atrasado a todo. Soñé, hace algunas noches, que me reventaba una bola de pus por el costado de una uña. El dedo se me abría lentamente. Era de madrugada y ningún hospital me atendía. Lo de siempre. Quizá la única novedad que deje cada día es un nuevo ordenamiento de lo mismo.

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“De pronto mi padre disponía ya de su pista de tenis en el patio trasero, lo que significaba que a partir de entonces yo ya tenía mi cárcel. Yo mismo había alimentado a quienes habían construido mi prisión. Había ayudado a pintar las líneas blancas que servirían para confinarme. ¿Por qué lo había hecho? No tenía otra opción. Ésa es la razón por la cual hago todo”. (Andre Agassi, Open)

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Ya sea corriendo o mirando por la ventana del bus, ocurre a veces que sintonizo con la música que metí al pendrive y emerge cierto ánimo fílmico. Una especie de verse viendo. Una urgencia por estar atento al momento. Sensación que a posteriori se me revela ridícula, banal e incluso pretenciosa, pero que, en el transcurso mismo de correr o mirar la carretera, es algo que efectivamente está ocurriendo: una energía que no está en uno y que viene prestada desde la acera o las vacas pastando y el color del cielo y las fachadas de las casas. Pero es la conciencia fílmica la que se parece a cierto estado de la representación y no al revés. Que la experiencia se nos devuelva como algo que debería o podría estar ocurriendo dentro de una pantalla es parte de nuestra pobreza representacional, de lo poco que masticamos la vida con nuestros propios dientes. Nos movemos en la estética del espectáculo porque aún no hemos construido nada verdaderamente común.

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“A menudo hay episodios de la vida real que nos sorprenden por su puesta en escena de expresividad extrema. Nos puede llevar al entusiasmo (…) Pero, ¿qué es lo que nos entusiasma especialmente? Quizá sea el hecho de que el sentido del hecho no concuerda con la puesta en escena. En cierto sentido nos sorprende y nos entusiasma la falta de coordinación de esa puesta en escena”.
(Andréi Tarkovsky, Esculpir en el tiempo)

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Me pregunta por Reich. Le digo que no tenemos nada. Hablamos del orgonometro, de los sesenta, de lo bacán que era Reich. Hacemos mierda a Freud: sus hijos, su legado, su triste horizonte. Me cuenta que es el hijo de Mandolino y que es el autor de la biografía de éste. Le digo que vea El siglo del individualismo, que está en youtube, que ahí explican en palabras bastantes simples cómo los putos de la publicidad se aliaron con los putos de la psicología. Me dice que lo va a bajar y también me dice que sospechan que Don Francisco está metiendo mano de algún modo y haciendo desaparecer su libro. Le digo que con lo que nos ha dicho ya es información suficiente para mantenerlo visible, para pedirlo apenas se agote. Se va y siento que a veces no todo está perdido.

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“No hay amor desgraciado: no se posee sino lo que no se posee. No hay amor feliz: lo que se posee, ya no se posee”. (Marguerite Yourcenar, Fuegos)

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Fumamos. En tvn estrenan un nuevo programa: “¿Y qué harías tú?”. Nisiquiera necesito explicar de qué se trata. Es una idiotez, pero me emociona. El falso vagabundo discriminado por hediondo por el falso camarero y la niña que llora junta a su madre ante lo que ve y el tipo de labio leporino (discriminado también en su infancia, como explicará luego) me emocionan hasta las lágrimas.

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“Detesto el tenis, lo odio con toda mi alma, y sin embargo sigo jugando, sigo dándole a la pelota toda la mañana, y toda la tarde, porque no tengo alternativa. Por más ganas que tenga de parar, no lo hago. Sigo suplicándome a mí mismo parar, y en cambio sigo. Y ese abismo, esa contradicción entre lo que quiero hacer y lo que de hecho hago, me parece la esencia de mi vida”. (Andre Agassi, Open)

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Brasil versus Argentina en mute y por la radio sonando los atentados simultáneos en Paris.

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“Allah no es un ser, sino el cumplimiento de las cosas”. (Islam sin Dios, Abdelmumin Aya)

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Una locomotora de lata
abandonada en la basura.
Una araña teje en ella su red
y sólo atrapa una gota de rocío.

(J. Teillier, Cosas vistas)

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Subrayar con un lápiz al que recién se le ha sacado punta. La primera cucharada del huevo a la copa. Cuando la gata viene a dormir en mí y trae los ojos ya medios dormidos. Hacer goles con chile en el playstation. Entender qué quiso decir un filósofo enrevesado. El té recién hecho. Los índices. Tres días libres seguidos. Cocinar de a dos. Despertar en el bus a Curicó y mirar por la ventana. Los primeros besitos por la mañana.

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“Viene gente. Nos hacen películas, cintas que nosotros nunca veremos. No tenemos ni televisor, ni electricidad. Te queda solo mirar por la ventana. Y rezar, claro. Un tiempo, en lugar de Dios, tuvimos a los comunistas, ahora, en cambio, solo tenemos a Dios que, a fin de cuentas, es como la radiación: está por todas partes, incluso dentro tuyo, pero no la puedes ver”. (Voces de Chernobyl, Svetlana Alexiévich)

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Las siestas en la plaza de la constitución están bien. Almuerzo mi cagada de batido y a la hora de colación me voy a echar allá, con los perros, con las parejas, con los solos. Hoy: un gran perro cansado se echa a mi lado. Nos miramos. Me ofrece su pata. La tomo. Todo con mucha caballerosidad. Como si quisiera decirme que es un perro ya mayor, que no me va a atosigar, que podemos dormir cerca y, eventualmente, darnos la pata-mano. Sueño que la moneda se hunde, que empieza a sumergirse en un pantano.

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Si el mismo camino que sube
es el que baja
lo mejor es mirarlo
inmóvil desde una ventana.

(J. Teillier, Cosas vistas)

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Cargado de bolsas llenas de comida y cuestiones, llego. Ante el conserje, el mismo pensamiento de siempre: la sensación de que estoy mintiendo y la consecuente genuflexión japonesa para encubrirlo todo. Y en el ascensor, ante los aleatorios vecinos, lo mismo. Transformo mi rostro cansado y traspirado en algo que inspire confianza. Todo resulta más fácil si llevan un perrito. Ahí soy honesto. El perro me conecta de verdad con el otro. Llego, entonces y, como casi todos los días de este último mes, no hay nadie aquí. Mi amigo se va a fin de mes. La misma historia de siempre. Si no me echan se van. Y yo que siento que soy el compañero ideal de departamento. Me compré dos latas de medio litro de una cerveza que se llama Wolster Pilsener. Regular, pero cumple. No soy bueno para tomar, pero como cada dos semanas siento que me lo merezco. Quedo en calzoncillos y abro una. Desempaco todo. El momento de llegar a la casa es un tetris, una carrera. Las llaves deben volver al bolsillo de arriba de la mochila. Las monedas de diez pesos en una cajita que siempre me salva a fin de mes. Hay que calcular cada desplazamiento para que ningún segundo se pierda. Si voy a la cocina debo juntar todo lo que va para la cocina. Si salgo al balcón a colgar la toalla debo, dentro del mismo recorrido, regar las plantas y recoger la caca de las gatas. Ordeno y limpio. Lavo la loza. Saco las cosas del escritorio, esparzo el limpiador multiuso hasta quitar todo el polvo. Vuelvo a poner todo. Dejo en la juguera trozos de papaya, plátano, frutilla, menta y un poco de miel. Saco los garbanzos del refri y los dejo sobre el quemador. Mientras se baja el último capítulo de The walking dead terminaré los quehaceres. Ordeno toda la comida. Me llevo lo que queda de la primera lata al baño. Sigo con Un hombre enamorado. Karl Ove no tiene ninguna piedad consigo mismo. Me gusta cómo no pasa absolutamente nada. El amor por sus hijas descrito puntillosamente junto al tedio de la vida familiar. Las páginas avanzan con la misma estupidez que la vida. Siempre leo más de la cuenta en el baño. Hace mal, dicen, y no me importa. Hace poco me han contado que los jugos naturales tampoco son tan buenos. Un montón de cosas están dejando de importarme. Paso del wáter a la ducha. Dejo la cerveza junto al champú. Se ve bien. Le saco una foto y la subo al instagram. Me seco en la pieza, pongo música, abro este Word, tiro las sabanas al suelo para recordar que, hoy sí que sí, debo hacer bien la cama. Noto que eso es todo por hoy y un pequeño triunfo emerge. Son menos de las doce y aún quedan dos horas para mí.

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“Esta tarde, en la calle un niño disfrazado de hombre araña bailaba una canción de los Bee gees entre los autos. Ahí estaba la realidad haciendo acrobacias en el aire, renunciando a sus enunciados claros y concluyentes. Es así como de pronto te descubres buscando consuelo en la idea de que todo es ridículo. Todo lo que ocurre en mi presencia, queda marcado por mi apatía. Los movimientos se ralentizan, pierden su complejidad, su contingencia. Todas estas imágenes de personas que se duermen dentro de mí. Me pregunto en qué momento me enamoré tanto de la inercia”. (Extracto de correspondencia con O. Orellana)

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