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Archive for abril 2015

marzo

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Acabo de terminarme el documental de Vivian Maier y quedé enamorado de la vida de esta niñera, de su cámara colgando del cuello como una cruz, de su relación íntima con las calles, con los niños, con las pozas de agua, con lo que fuera que le trajeran sus infinitos paseos. “Soy una especie de espía”, dice, y uno entiende que no hay otro modo más sencillo de comunicar este mandato primitivo que cruza a la literatura, el cine, la pintura, etc. El trabajo inútil me provoca un amor inconmensurable. Las obras guardadas en secreto (mantuvo cientos de rollos sin revelar) me atraviesan como una nube de calor y fe en no sé qué cosa humana o sagrada o a medio camino entre ambas. La atención que podemos brindarle al mundo es un infinito concreto, a la mano. Necesitamos que nos lo recuerden una y otra vez. Sobre todo porque existe una retorica psicocapitalista que apela a la pausa, a la comprensión, a escuchar al otro; un otro genérico, una pausa productiva, una comprensión irreflexiva. Lo que hace Maier y muchos otros es encarnar esa atención sagrada, esa devoción por el mundo y sus situaciones. En sus Escritos de Londres Simone Weil dice: “En el hombre, la persona es algo desamparado, que tiene frio, que corre buscando refugio y calor”. Vivian Maier, fotografiando, cobijaba y alimentaba ese desamparo.

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“La literatura es un hacha con la que cortamos los mares helados que tenemos dentro”. (Kafka)

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Desayuno de Random House Mondadori Penguin etc etc. Un gerente de Random interrumpe la exposición de su compañero para acotar esta fineza: «No hay mujeres feas, sino piscolas suaves». Risas. Horribles risas. Rivera Letelier comenta «ya a los 11 era lacho» y estallan en carcajadas. ¿Qué les pasa? ¿Qué le pasa al gran humor de Chile? ¿Cuánto se demora en cambiar ese puñado de lugares comunes que supuestamente nos unen? ¿Qué horrible carrera desenfrenada guarda la relación entre la fama y la literatura? La lucha cultural es la más lenta porque nadie asume que es una lucha, es decir, que seguimos estando en condiciones de discernir qué alimenta el espíritu del pueblo y qué no. “Espíritu”, “pueblo”, no imagino a nadie usando tales palabras ante esta audiencia.

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“La comida, la música, todos los productos culturales buenos son creados por la clase trabajadora cuando no está trabajando”. (D. Graeber)

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¿Se irá a tratar ésta mi adultez de un mero disimular, de un sofisticado callar, ceder y, en el mejor de los casos, participar de los niveles socialmente aceptables de ironía frente a la miseria del sentido común? Tengo 31 y aún sigo sintiendo esa afección adolescente de creer que todos están acomodados en una imbecilidad estructural que no solo tiene que ver con ellos mismos sino sobre todo con una mezquina familiaridad hacía un modo de producir el mundo, su sentido, su horizonte.

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«Sólo hay una posibilidad de salvarse de la máquina. Y es ésta: utilizarla». (Karl Kraus)

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A veces, una vergüenza de ser un mero vendedor, de ganar 300 lucas, de avanzar como caracol en la adquisición de las cuestiones elementales para ser el sujeto moderno que es la base para ser cualquier otra cosa que uno quiera ser, de tener que pausar cualquier conversación o pensamiento porque durante ocho horas al día no soy dueño de mí mismo del modo que quisiera, de la polera verde de mierda que hace que cuando bajo al Unimarc algunas señoras me preguntan dónde queda el pasillo de los lacteos y me las quedo mirando fijamente sin decirles absolutamente nada y sigo mi camino y luego me digo a mí mismo que qué culpa tienen ellas. Otras veces, en cambio, la certeza de que todo esto es temporal y, a fin de cuentas, importa un carajo. Todo esto, es decir, la posición social, la construcción ejemplar de una familia, publicar alguna cosa, hacerse un sitio claramente reconocible, disponer completamente de sí mismo, crecer como se supone que hay que crecer e ir colgando minuciosamente cada logro en algún podio socialmente reconocido. Todo esto importa un carajo si uno consigue separar la vanidad de la utilidad, la representación de sí de la ejecución de sí. Pienso en Dostoievski y entiendo la odiosidad de sus personajes. Pero no es esa odiosidad, sino la comunión de los odiosos, la que me interesa. Un trabajo normal me esconde y me mimetiza y soy uno más del montón. Puedo vigilar desde mi torre, hurgar en la comunidad de los que importan poco, juntar fuerzas y preparar, para los años venideros, algo que ajuste un poco las cuentas, algo que acerque un poco más estos dos mundos que no deberían estar tan separados.

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«No representas el destino, representas la voluntad. Incluso si el destino existe». (Hayao Miyazaki)

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Días de mudanza. Sudor y tetris del tiempo. Días que terminan de madrugada. La mente un campo de batalla de ocupaciones, movimientos, gestiones. Horrible palabra, gestiones. Nuevos espacios. Extrañeza. Una tele siempre mal sintonizada en la esquina de un living enorme y vacío. Un largo balcón en el que imaginamos plantas, enredaderas, gatos, gente. La lenta construcción de una familiaridad. Y nisiquiera un velador. Las primeras noches solo es como estar solo en el mundo. Salgo al balcón y la inmensidad de ventanas iluminadas y oscuras es otra variación de la soledad.

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«Hay que avanzar no más, no vale la pena padecer ni estremecerse tanto. Con pies y rodillas firmes, avanzar». (Gonzalo Rojas)

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Dos capítulos de Rojo y negro y caigo dormido. El sueño que llega cautelosamente mientras uno lee no es el mismo que ataca en la cola del supermercado; si este último ataca, el primero acompaña. Cierro el libro y tardo menos de un minuto en caer. A veces uno cae en una sensación infantil que no refiere a nada. Me duermo pensando en los últimos diez años, en que he vuelto casi al mismo sitio donde empecé, y despierto pensando en nada. Vuelvo a subirle el volumen a la música. Una canción excesivamente alegre, pero está bien, algunas contadas veces está bien. En un rato llega F con sus dos niñas. Ya que aún no hay muchos muebles puse su mac y unas mantas en el suelo para que veamos El viaje de Chihiro. Retrocedo las canciones para ver cuánto dormí. Me gusta saber cuánto dormí para saber cómo sentirme. Pongo el hervidor y lo olvido. Así está esta noche de Sábado. Vuelvo a echarme a la cama y vuelvo a Stendhal.

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Shostakovich me da miedo.

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“Hoy tomamos el taxi más hermoso del mundo. A escasos minutos de habernos subido, el conductor, de mediana edad y gafas, nos pasó un cuaderno. Cecilia creyó por un momento que se trataba de una emboscada cristiana, pero muy rápido el hombre le explicó que era una libreta donde sus clientes anotaban mensajes. Escribí algo mientras mi esposa leía un segundo cuaderno, al parecer mucho más viejo. El primer mensaje estaba fechado en 2010. A los 15 minutos nos bajamos en Yeouido. Cecilia, que había estado leyendo todo el trayecto –nunca lo hace porque se marea fácilmente-, tenía los ojos aguados. Había leído varios mensajes e incluso un poema muy corto, sobre el viento, que había escrito el conductor. Era bonito, sencillo, nada sentimental, me dijo. Pero lo que más le impresionó fue que casi todos los mensajes del cuaderno tenían un tono muy íntimo, confesional. Era como si todas esas personas hubieran estado esperando por aquel taxi para deshogarse. “Me siento sola, mi esposo casi no pasa tiempo en casa, mi hijo me odia”. “Acabo de salir del hospital, parece que el diagnóstico es más grave de lo que creía, no sé qué va a pasar”. “Voy a verla por segunda vez, estoy muy emocionado, creo es la mejor chica que he conocido en mucho tiempo. “Nuestra madre ha muerto hoy”. Supongo que era la vida, en estado puro, y que por eso a mí también se me aguaron los ojos. (Corea: apuntes desde la cuerda floja, Andrés Felipe Solano)

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No celebro ni muertes ni penales.

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«Soy una actriz para mí. Hago de cuenta que soy una determinada persona pero en realidad no soy nada». (Clarice Lispector)

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Veo unos videos viejos de los Dead Kennedys en youtube, un concierto en particular que, como a los 15, compré en vhs en una tienda de Curicó.
Especie de melancolía y alegría de cuando el escenario era una excusa y el espectáculo eran los otros.

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Cual bandera, instalo el velador en la nueva habitación.

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“Cansado de mí mismo decido ir al peluquero, al menos para tener la sensación de que hoy me ha sucedido algo razonable”. (Genazino)

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MAIL F, M, R.
Perdón por la tardanza amigos, pero quería encontrar un momento de realmente sentarme a escribir. Así que estoy sentado en el suelo con el notebook en una silla, Feli pinta de blanco formal las murallas del living, fumamos hace unas dos horas, una mínima calada per capita. De fondo, en la tele de 1998, el Speaking of now de Pat Metheny, por ahí una botella de agua, por ahí una pepsi, por ahí un pequeño comíc que una hija de Feli rompió pero no importa. Todo por los suelos.
Ha sido bonito esto: cada día –cada noche en realidad-, y así como sin querer, modestos sucesos inaugurales. Empujones de la vida, desde sí hacia sí, a través de uno.
Y casi sin uno: una gracia venida no desde lo que uno va creyendo que quiere sino desde lo que sucede pese a lo que uno cree que quiere.
Vamos a querer esta casa y esta casa nos va a querer.
Una once te espera.
Una cosa en permanente construcción te espera.
Anoche vimos La chica que saltaba a través del tiempo con la Colombina y me comí casi todos sus huevitos de chocolate.
Mi resumen, amigos, sería éste: después de unos cinco años de peregrinaje, finalmente un lugar duradero para el arraigo.

(…)

En mi trabajo casi todo es maquinal. Para vendérselo a alguien, pocas veces necesito saber bien de qué va el libro. Emergen otras habilidades que la empresa valora y, cosa peor, que nuestros semejantes -mal llamados clientes- valoran. Cierta postura corporal, el contacto visual… puros artilugios, puras extensiones psicocapitalistas que uno nunca va a comprar.
Algunos días siento que el trabajo es una indignidad y otros días siento que todo está donde corresponde. Estoy seguro que a todos les pasa lo mismo.
Uno da la impresión de tener un montón de certezas. Lo noto sobre todo en la gente humilde que llega. Creen que uno se sabe todos los libros. Pero uno no sabe nada. Uno sabe lo que quiere no más. Y lo que uno quiere a veces coincide con la necesidad misma que tiene el mundo por autoconocerse y superarse o destruirse.
No quiero acostumbrarme a no crear.
Me insisto en eso.
Lo que a veces me da vergüenza social es eso: no crear nada, no echar a circular ninguna especie de dispositivo, de cosita minimamente viva que, aunque ya se ve que no sirve de mucho, disponga ante nuestros descendientes el germen de la incomodidad y la infamiliaridad.
La dignidad del mero trabajo, de la mera subsistencia… no hay por qué venerarla tan rápido.
Sentí que para allá va la cosa cuando salió mi crónica en Ciudad Fritanga.
En todos los artículos de prensa y críticas literarias, soy el que nunca se menciona.
En dos años más quiero tener algo serio publicado. Esto, por ejemplo. Todo esto.
Todo el que pueda debería inventar algo para no tener que venderse nueve horas al día.
La repetición forma el carácter y la escritura y la lectura y los amigos abren las posibilidades más allá de la fomedad del carácter propio.
“¿Qué me importa mi propio carácter?”, decía muy enojado no recuerdo cuál filósofo.

Como que disponer menos de sí mismo, del tiempo de uno, te obliga a desechar un montón de cosas.
Avanzar siempre va a ser ir restando cosas.
Comienza el miedo a perderse.
A olvidarse de lo que uno se dijo a sí mismo que iba a hacer.

Quiero decirles que yo no conocía esta mezcla indiscernible de pudor y ternura que da, por ejemplo, por las mañanas, saliendo del metro, sentirse uno más que corre hacia el deber, hacia eso que preferiría no hacer pero tiene que hacer. Una vergüenza amorosa muy de Pessoa, pero menos elaborada. Sin la elegancia de Lisboa: fea, chilena.
Pero hace rato que no me voy en metro y camino. Todas las mañanas, camino. De ida y de vuelta, camino. Hace meses que no uso el metro. Camino la ciudad mínimo una hora al día. Hoy por hoy, a eso de las nueve de la noche, con F.
El Paseo Ahumada a eso de las nueve de la noche me da mucha pena.
Yo sé que algunos poetas santiaguinos creen hacer maravillas con este material humano pero a mí solo me da una pena ubicada entre el ombligo y el recto que sube por la columna y me susurra al oído que mañana todo esto va a continuar exactamente como ahora.
Debemos seguir escribiéndonos.
Yo me demoro pero cumplo.
Uno se demora porque a) eso no me interesa o b) eso me interesa mucho como para ocuparme de ello ahora, en este estado absurdo en que me deja la rutina.
Obviamente éste es el segundo caso.
Hoy domingo salgo temprano y mañana lunes por la noche ya soy libre de nuevo porque tengo libre el martes. Curiosamente, eso, sumado a la buenaondidad de los días, me genera una apertura de poder decirme, de sentir que puedo decirme bien.
Aunque igual puro vomité aquí.

En lo sucesivo, quiero leer mucho acerca de cómo el trabajo te va cambiando la conciencia del tiempo.

Me gusta este barrio. Haber vuelto donde todo empezó.
Hay ese orgullo raro de no surgir como uno quisiera.
El anticristo -cooptaciones mediáticas aparte- es un recuerdo constante de mi primer año de universidad, de las primeras veces que me perdí en las calles y de las múltiples veces que me robaron aquí en el barrio.

Uno de estos días quiero ponerme en una de esas bancas de abajo a leer y que una de las abuelas que pasean perros me vean y píensen “este joven se bastante inofensivo, confío en él”. Sentir eso y sentir al mismo tiempo que llevo en mí la mayor ofensa posible.
A medida que pasa el tiempo quiero más a los abuelos lentos y a los animales.
A veces quisiera abrazar a la gente tímida.
Decirles: “ya hueón, si somos de los mismos”
Trato de leer lo más posible en el trabajo. Siento que eso me salva.
Comparado con los ritmos de los años pretrabajo, escribo increíblemente poco.
Tengo la extraña sensación de que escribiendo restauro lo que el trabajo arruina en mí.
Sobre la ya mencionada hipsteridad posible de nosotros, quiero creer que uno a veces cae en ésta, que uno cae y luego sale. La coherencia o lo que anima todos esos gustitos y elecciones culturales y sofisticaciones es el mismo terreno donde se hace la amistad y uno sabe más o menos de qué va ese terreno. Ciertos amores y ciertos desprecios nos unen.

Aún me cuesta sistematizar la vida –basicamente: estar siempre abastecido de todos los grupos alimenticios, encontrar el tiempo para correr, escribir, leer, limpiar, etc.-, pero ahora con esta oportunidad, con esta casa hecha y derecha, todo adquiere una dirección un poco más firme.
La presencia del amigo aquí lo anima todo.
Quizá yo tenga una opinión muy maternal de lo que es o puede llegar a ser una casa.

(…)

La única comunidad, la única intimidad, la única ternura colectiva que vale la pena, es aquella que nace desde la conciencia del sufrimiento del otro.
Es lo único que me quedó del cristianismo.

En un compilado de literatura norteamericana (Tao Lin y todos esos) que encontré y pedí en una casa donde fuimos a ver al Colo encontré unos supuestos jóvenes talentos y la mayoría de ellos escribía así como a ratos escribo ahora, con harto punto aparte.
Así.
Una fracesita por aquí.
Y la que sigue.
Innecesariamente.
Abajo.

No sé si me gusta en la literatura (salvo Bukowski y –por derecho propio- los orientales). Lo prefiero si, aquí, en las cartas.
En realidad en ese compilado casi todos escribían como Easton Ellis en Menos que cero.
Y eso. Termino esta carta aquí en Curicó. Semana de vacaciones.
Pongámonos unos intercambios.
Nos vemos, queridos.

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