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Archive for noviembre 2017

octubre

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“Creo que si el universo es una catástrofe tranquila, se escriben libros para destruir de forma invisible, sin el escándalo de la destrucción”. (R. Olavarría, Alameda tras las rejas).

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Llegué a la mitad de Un bárbaro en Asia por la mañana y ahora, siendo las tres de la tarde, llevo ya una hora leyendo los Cuadernos de Cioran y, de nuevo, cabeceando. ¿Qué espero conseguir con todo esto? Acá en el trabajo creen que estudio, que soy joven, que en mi tiempo libre hago un magister o qué se yo; mientras sirva para que me dejen tranquilo, pueden creer lo que quieran, total, ni yo mismo entiendo la finalidad de todo esto. Me jacto de robarle tiempo al trabajo para leer y cultivarme, pero al final del día lo único que tengo es un conocimiento separado, escindido; un hueso que todas las noches entierro en este patio. Todo esto es como un río de voces que, aunque refresca, no coincide con la vida. Y si, en una confusión que ni me hunde ni me salva, insisto en hacer caber aquí lo vivido y lo leído, lo soñado y lo padecido, es porque no se me ocurre qué otra cosa hacer, de qué otra manera acercar una cosa a la otra. Todo esto, más que un proyecto o una voluntad lanzada firmemente hacia el futuro, no es más que la incesante afirmación y transcripción de ese desfase.

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“Cuando leo, tengo la impresión de «hacer» algo, de justificarme ante la sociedad, de tener un empleo, de escapar a la vergüenza de ser un ocioso… un hombre inútil e inutilizable”. (Cioran, Cuadernos 1957-1972).

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Tres horas por delante sin nada que hacer. D volvió a faltar: llevó a su gato al veterinario y pude sacar mi parte de los pliegos sin ningún problema. Leo el diario de Olavarría y cabeceo. ¿Qué tan indecente sería poner unas colchonetas para dormir siesta en los tiempos muertos del trabajo? Me pregunto cuándo me irán a pagar mis primeros días sueltos de septiembre. Paso por afuera de la oficina de esta mujer, la busco con la mirada, siempre parece enojada u ocupada. ¿Por qué siempre me cuesta tanto pedir lo que me corresponde?

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¿Estará bien si traigo un rompecabezas al trabajo? No puedo leer más de una hora seguida sin buscar alguna excusa para levantarme o sin que me ataque un sueño que pareciera ser más yo que yo mismo y gracias a ello crecer y derrotarme a cada intento mental de contrarrestarlo.

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Sábado. Toda la tarde oliendo las distintas cepas de los vecinos a través de la ventana. Tipo diez, echado leyendo a Carver, quedo ante una cena entre amigos en la que, de entrada, se sacan un hookah y comen pastelitos y cometen errores de volados y parece que el protagonista, pese al relajo ambiental, estuviera siempre interiormente apartado y alejado, sin nunca entenderse por qué, cuestión que, ya que Carver es Carver, termina importando bien poco, o mejor aún: es todo lo que ocurre en el cuento. Así que fumo por escrito y como a las once de la noche parto caminando a encontrarme con G al Il Successo que está cerrado, entonces volvemos caminando y, cosa rara, encontramos una mesa desocupada al fondo de la Terraza y, mientras esperamos, pienso que esta es una de las cosas que más me gustan: estar esperando comida con alguien que quiero.

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De nuevo le creí que iba a venir el domingo. De nuevo no vino. Ordené, me bañé, hice té de tetera e incluso escogí unas canciones que iban a sonar casualmente cuando llegara. Pero no me alcanza para reclamar nada. No calza con lo poquito que somos (un poquito que es entero y perfecto dentro de su leve ser). A lo más, una sensación ambiental de ridículo, un quedar con ganas de nada o no saber pasar a lo que sigue. En el fondo, tomo lo que me da, cuando sea que me lo de, y no la culpo, porque es el espejo exacto de lo que yo mismo puedo dar en este momento, de modo que todo este lloriqueo no vale nada y queda anulado en sí mismo.

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“Siento que el amor en las condiciones de mercado actuales es impracticable. Ya no somos artesanos, ni maestros talabarteros, escultores, zapateros no poetas, somos empleados fiscales siempre esperando un ascenso o que nos den una oficina más grande”. (R. Olavarría, Alameda tras las rejas).

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Se me acabaron los podcast. Me aburrí de Cioran. Me aburrieron los sueños de Perec. Me aburrieron incluso estos últimos poemas de Carver. Se acabó el plan de datos y la tarde avanza lento a la espera de la revisión de las carreras. Escribo aquí, en un papel suelto y no en el cuaderno nuevo, porque siento que todo está feo. No mal, ni triste; feo. Ando feo. La ropa anda fea. El rostro resfriado está feo. La somnolencia general está fea. Esta letra misma está fea. Y así.

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Ayer: todo el día frente a esta cagá de computador. Es todo un poco más difícil sin D, quien ya definitivamente tiró licencia para luego renunciar. Salí con el cuello adolorido y en el metro peleé con dos hueones en distintas estaciones. Quiero creer que no soy yo el problema. Cuando ya voy de vuelta todos mis movimientos son pausados y eso me enfrenta a los que, aún al final de la jornada, corren para entrar a un vagón que pasa cada dos minutos y que nisiquiera viene lleno. Llego enojado a la casa. Como siempre, no consigo abrir la puerta. Dejo mis hueás y salgo a vender mi ejemplar de Leñador, que me gustó, pero no tanto como para conservarlo. Aprovecho el vuelo y me junto con D que está de cumpleaños. Está con un tal Freddy Merkén y otra niña. Me trajo un pedazo de torta y a mí se me quedó su regalo en la casa. Bebo como desgraciado, como alguien que quiere sacarse rápidamente el día de encima. Hablamos casi todo el rato de Bojack, Louie, Horace and Pete y las acusaciones de abuso contra Louie que seguro en unos días más saldrán a la luz con contundencia. Al final las niñas se van por un lado y nosotros por el otro. Casi que se me había olvidado lo grato que es conocer gente nueva.

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Empiezo los Poemas a la muerte de Emily Dickinson en el trabajo y recién en la página cincuenta aparece uno que me gusta. Lo dejo en pausa y me paso (en el reader) a los Cuadernos de Cioran en donde, a modo de insistencia, y ya en la primera página, aparece citado este verso de Emily: I felt a funeral in my brain. Lo tomo como una señal y vuelvo, de nuevo, a sus poemas.

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Murió el Divino Anticristo. Vi el bulto a través de la reja cerrada, a primera hora del día, saliendo con mi papá que anoche vino a una reunión. Él vio a un vagabundo cualquiera muerto y yo vi mis primeros años en esta ciudad, cada sábado despertado por el ruido del carro, mirando por la ventana, preguntándome quién será esa señora.

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Ayer en la tarde nos juntamos con A, fumamos en el Parque O’Higgins, nos pusimos al día de este último mes en que nos habíamos alejado, miramos desde lejos la fila del MAC (un show de luces al que supuestamente queríamos ir) y, en vez de entrar, decidimos cruzar la ciudad caminando y fumando. Ya a la medianoche, ebrio y en casa, me quedo en el living un rato, usufructuando del cumpleaños de mi compañero de departamento: bebo más, fumo más, me hago el chistoso, ataco la nutrida tabla de quesos, salames y demaces y me guardo. Pongo Mindhunter y me duermo, como nunca, con el notebook encima.

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Domingo. Despierto a las ochotreinta, parto al super y gasto las últimas cinco lucas que me quedan en huevos, pan, yogurt blanco y algo para el almuerzo. Creo que nunca en la vida había estado en un supermercado un domingo a esta hora. Quedo con una luca en la billetera y mil seiscientos en la cuenta rut. Paso toda la mañana en el word, traspasando los papeles con anotaciones y citas acumuladas en la semana. Por la tarde: podar aún más estos últimos tres años (ya rechazados amablemente) para, bajo la sugerencia de N, mandarlos a esta otra editorial que, según me dice, da ciertas libertades en torno a la portada, la contratapa, el prólogo y todas esas cosas.

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“Mi artículo sobre la Utopía, publicado en el número de julio de la NRF, es tan malo, que he tenido que acostarme”. (Cioran, Cuadernos 1957-1972).

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G, el otro montajista que me va diciendo cada día lo que hay que hacer, no ha llegado. Si me ha llamado o guasapeado no lo sé (nuevamente me han bloqueado el celular por deudas). Llevo ya una hora dando breves sorbos de café y leyendo Un bárbaro en Asia. Me cuesta entender que me paguen por esto. Todos en la oficina parecieran estar trabajando, pero no siento ni expreso culpa alguna: si no estoy haciendo nada es porque aún requiero de instrucciones. Aparte, Michaux escribe como alguien que no le debe nada a nadie y desaparezco un poco de mi propio escritorio.

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“Todo lo que me impide trabajar me parece bien y cada uno de mis instantes es una escapatoria. Si me examino sin complacencia, la huida de la responsabilidad, el miedo a tenerla, aunque sea ínfima, me parece el rasgo dominante de mi carácter. Soy desertor en el alma. Y no por casualidad veo en el abandono, en todo, la marca distintiva de la sabiduría”. (Cioran, Cuadernos 1957-1972).

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Cada vez me convenzo más de que no es el estilo ni el intelecto el que escribe. Es una manera de caminar y de observar e, incluso, una manera de mantenerse callado. O, como dice Levrero: “Escribir no es sentarse a escribir; ésa es la última etapa, tal vez prescindible”. Leo Un bárbaro en Asia y, al igual que en los trópicos de Miller, siento que no estoy ante alguien que haya llevado a cabo un trabajo, una rumiada traducción de una experiencia individual a una más universal sino ante alguien que no ha tenido más remedio que hacer coincidir su experiencia –sea cual sea ésta- con la escritura. Párrafos cortos y precisos, impresiones brutas –“¿quién más idiota que el hindú idiota?”. Un ojo ajeno pero sin el cedazo occidentalizante. Una descripción geográfica de Asia que va llenando todo el cuadro mental como en una (buena) pornografía marvelística aparejada a una lectura más psicologica o espiritual que transmite una pasmosidad digna de los solitarios personajes de Tsai Ming-liang o Wong Kar-wai -dice Michaux sobre los hindúes que ve atiborrando las calles: “De pie, los ojos parecen de hombres acostados”, y, más adelante, sobre la manera que tienen estos de tumbarse en cualquier sitio, agrega: “¿Es posible acaso preveer donde un gato va a echarse?. ¿Quién consigue en la actualidad apuntar a tanto flancos sin que se le noten las costuras a cada uno de los programados intentos por achuntarle al clima moral de la época? A quien sepa, que me cuente dónde podría estar el Henry Michaux de hoy en día.

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Todas estas últimas noches han sido iguales: llego del trabajo, ordeno todo, como algo, me hago un té y me plantó a podar y reordenar un word al que no he conseguido ponerle otro título que “2014-2017”. Cuando llego a la parte de la ruptura se me humedecen los ojos y paso de largo al mes que sigue.

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La fuerza débil de todo lo que soñamos en nuestras oficinas

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¿La veré este fin de semana? ¿Qué película quiero ver a la noche? ¿Sabré largarme a tiempo de esta ciudad y sus ritmos?
Nunca estoy en el sitio en el que estoy.

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Nada que hacer en la imprenta. Intento unos pésimos poemas. Le escribo a todos por guasap. Planeo el fin de semana. Leo la antología de Uribe. Contesto un dm de OO como si fuera parte de nuestras correspondencias que nunca continuamos. Apenas salga de aquí partiré a buscar el Diario de Ruíz. Y todo eso, que no es mucho pero tampoco es nada, es lo que ha pasado hoy.

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Domingo. Releo lo escrito este mes y me encuentro con que casi la mitad es un mero compendio de los días. ¿De qué me sirve saber lo que hice si ya lo hice? Lo borro todo, o casi. Tanto aquí como en tuiter, me averguenzo cuando me descubro mero notario de mí mismo. Conversábamos recién con D y S acerca de ante quién o ante qué uno escribe (o dibuja, en el caso de ellas) y parece que quedamos en que el instante de la traducción hacia otro es algo que uno siempre mira de reojo. Estar aburrido en el trabajo no debería ser motivo suficiente para venir a soltar aquí las mismas cuestiones de siempre. La vida enumerada no debería ser suficiente, nunca.

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