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Archive for enero 2023

dosmilveintidós

La última vez que escribí aquí tenía un trabajo, un escritorio, una manera de volver parecidamente a casa cinco días a la semana. Un cansancio específico, legítimo y legitimante. Ahora estoy aquí. Ahora siempre estoy aquí. Con el mandato ya no meramente interior y arbitrario de escribir. Y es que eso también pasó: la literatura pagó. Pagó y generó unos compromisos. La novela pagó y, meses después, firmé por los cuentos. Cuando le conté a mi mamá lloré y ella también. Cerré la tienda que atendía en ese entonces. Ahora que lo escribo me da pudor, pero es un hecho: lloré no tanto por lo que implican en sí mismas ambas buenas nuevas, sino por la relación que tienen tales eventos con mi malograda búsqueda, que mi madre conoce tan bien como su jardín. Cuando le conté a mi papá nadie lloró y tuve que explicarle dos veces qué tipo de cosa le estaba contando. La novela es esa que empecé cuando trabajaba en la imprenta, esa en la que decidí asesinar por escrito al compañero despreciable. Los cuentos también los empecé allí, los arrastré -y quedaron impregnados de aquello- a través de la pandemia, y diría que, si pretendo que el libro sea más grande que mi mano o haga ruido al caer al suelo, me faltan unos cuatro o cinco relatos más. Debería tener listas ambas cuestiones a fin de año y no he hecho absolutamente nada, lo cual es malo en sí mismo y añadidamente malo en tanto alimenta el cliché del escritor bloqueado, que no creo que sea el caso, porque ni siquiera es que me siente y quede pasmado ante la página en blanco; sencillamente ni me siento. Leo, subrayo, me mando audios a mí mismo con posibles salidas a los puntos muertos de los cuentos en curso y la novela, pero de escribir nada. Lo absurdo es que tampoco había escrito aquí por lo mismo: suponiendo que ahora todo debía dárselo a la ficción, y sumando el sano y siempre renovado aburrimiento de sí mismo, me había negado a toda escritura posible.

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«Las manos vacías, salvo las manos del otro». «Corrí hasta que olvidé que solo tenía diez años». «Fuera, las hojas caían, gruesas y húmedas como dinero sucio». Sábado nueve de julio y esta es la primera entrada del año, o la segunda, o la tercera, porque luego siempre muevo todo. Ya no me acuerdo de dónde copié esas citas, pero aquí están, al comienzo de un word lleno de colgajos, esbozos, párrafos que leo y me avergüenzan y los dejo de todos modos, esqueletos de situaciones sobre las que justo ahora -y también todas las otras veces que lo abrí- no tengo ganas de escribir.

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La veo de reojo, pegada a la muralla en la tumultuosa salida del metro y me devuelvo. Ciega y quieta. Aires de profesora normalista. Ni pide, ni exige; solo está ahí de pie. Mientras busco unas monedas y me acerco noto que lo que sostiene en sus manos es una bolsa de azúcar vacía. No un tarro, no una cajita en el suelo: una bolsa de azúcar Iansa con unas cuantas monedas al fondo. Lloro como idiota. Como si ese mero detalle fuera aún más trágico que su evidente precariedad material. “Que tenga buen día”, le digo, con voz de gallo Claudio, mientras huyo.

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Elimino completamente un párrafo que era un listado de cuestiones evidentemente buenas y malas que me pasaron durante los meses en que no escribí. ¿Por qué no puedo acostumbrarme a que este diario viva solo de sus momentos presentes? ¿Cómo no aprendo que todas las veces que escribo en retrospectiva, así por cumplir y cubrir los meses no escritos, el resultado queda feo, indicial, servil? Si cada vez escribo menos aquí no tiene por qué significar una mejora exponencial en mi capacidad de resumir o listarme a mí mismo; perfectamente podría tratarse de párrafos desconectados unos de otros que no arman vida alguna.

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Hablé largo con mi papá recién. Me cuenta que quiere ser cremado, que no le tiene miedo a la muerte pero que tampoco quiere morirse, que aún tiene cosas por hacer, sueños etc. Escucho atentamente su plan de dejar la farmacia, delegar y hacerse una oficina atrás, en el patio de la casa. Una oficina, me dice, en la que pueda leer, estudiar, tocar sus instrumentos. Mientras me lo dice siento que alguien que tiene ese tipo de deseos no puede morir. Le pregunto si sabe qué van a hacer con sus cenizas y me dice que no. Convenimos que, del modo que sea, hay que dejar una parte en la cancha de Curicó.

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“¿Qué pueden las palabras más que enlazar lo que sabemos con lo que no sabemos y así crear una forma?”. Dejaste eso escrito en un papelito que descubrí al otro día que te fuiste.

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No leo diarios de personas que aún estén vivas, me dices. Con suerte algunos muertos y muertas. Me pregunto si pesa menos mi vanidad mientras colecciono las vergüenzas y vanidades del resto. Lo importante: me gusta que nisiquiera a mí me leas.

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Fin de mes: nadar lento hacia arriba, adivinar la luz que aún no se ve, saber que casi nunca te ahogas y mueres y todos los otros ya están en la orilla.

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Cinco de septiembre. Ganó el miedo disfrazado de amor. Ganó la política televisiva, el discurso-máquina, la minuta, el lenguaje íntimo del capital. Ganó la ficción de transversalidad, el uso favorable de la ignorancia, la publicidad, la sociología de la conservación. Ganó la cultura que Warnken entiende por cultura. Salgo a comprar tres panes y lloro. Lo que pudo haber sido y lo que es. El movimiento de la ciudad como sepulcro en cámara lenta. Un sol tremendo hoy, justo hoy. ¿Acaso estaba soñando solo? Una intensidad que ahora es escombros y poesía. O poesía de los escombros.

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No tengo nada que proponerle al desarraigo de la izquierda. Otros sabrán. Carlos Pérez, por ejemplo. O Karina Nohales. El feminismo y su horizonte largo. Los movimientos sociales que vengan. Pero yo no voy a construir nada. Quedé remitido al individuo. Lanzado, devuelto de una patada al individuo. El individuo como un tubo por el que caigo y no me resisto. Cierro todas las redes sociales. Decorar un aislamiento en el que ya estaba y ahora se vuelve mandato. Intercambiamos largos audios con los amigos y amigas. No traduciré esos diagnósticos en estas páginas. El porvenir me aburre de antemano. La arenga, el mea culpa, la tarea de la izquierda. Ruido sobre ruido. Palabras de profesor ante el alumno enamorado. Pero enamorado de qué, y a qué costo. ¿Acaso no supimos amar? Porque lo que yo sentí en las calles era amor. Oleadas de tristeza incontrolable que acojo, en el fondo sabiendo que, por de pronto, me voy a pasear entre un anarquismo conveniente y una depresión camuflada de budismo. Con la conciencia total de afirmar una niñería, un estado de ánimo. Luego ya vendrá otra cosa, me digo, y me odio por decirlo, pero siempre es lo mismo -y así, ad infinitum, odio decir que siempre es lo mismo-. El amigo de mi padre que tiene un negocio acá cerca y con el que siempre converso al pasar me dice que es triste, pero que peor se sintió el 73. Se lo concedo, obvio. Hago el ejercicio, me siento y lo escucho, y sí. Pero tampoco quiero aliviarme por contraposición. No le digo esa parte.

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Mientras estiro mi salida -hay sol y, siendo la única excursión del día, hay que aprovechar- comprendo que nunca había sentido algo así. Nunca, pero nunca, una derrota política me había afectado tan profundamente. Licencia de cuatro días para mi amigo homónimo. L encerrada en su pieza y sus padres y familia celebrando. Vuelvo a llorar mientras escribo aquí, mientras pienso en mi madre, en lo feliz que parecía mi papá cuando me mandaba información relacionada al proceso constituyente. ¿Quisiera acaso que hubiera sido al revés? ¿Que la tristeza fuera de ellos? Y eso es, quizá, lo más triste. Saber que no. Reconocer que sin necesariamente ser nosotros el amor o los buenos, había ternura, construcción común, horizonte. Que lo que queríamos, de verdad lo queríamos para todos y todas.

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Qué horrendo eso último. Qué horrendo el futuro posible. Vuelvo a pensar en los extraterrestres o cualquier cosa que rompa la vida. Aversión a todo lo que suene a arenga. Todo lo que se dijo y la fuerza real que había para empujarlo. Todo lo que se filmó y el horroroso interior complejo de cada chileno. Todas las canciones postrevuelta como ruido blanco ante el silbido distraído del sentido común. Ese que los vencedores dijeron que era el sentido común.

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Como no estoy en condiciones de estar cerca de ninguna arenga que primero no se sumerja en esas horrorosas distancias, mi lugar desplazado se ha desplazado aún más.

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Pienso en qué me queda ahora. Y aquí pienso más en mí que en Chile. O bien, qué es Chile en mí y qué soy yo allí. Queda, entonces, seguir sorteando los horrorosos fines de mes. Negándome a todas las salidas que impliquen gastar. Negándome, sobre todo, a cualquier otro trabajo que me absorba la vida a cambio de mera sobrevivencia. Una semana ya tomando de once pan con tomate con pan que yo mismo hice. Puedo seguir así. Las monedas para la bolsita de apio de mañana ahí en una esquina, sagradas. El amor que queda insuflarlo y compartirlo entre quienes siempre estuvieron. Leer a Marcuse. Retomar Masa y poder. Intentar entender. Por fuera de la urgencia y lo contingente y el diagnóstico coyuntural, intentar entender qué chucha es Chile, qué chucha es el prójimo. Así como los santos buscan hacia adentro, buscar hacia afuera, con la libertad del que ya no tiene ningún horizonte compartido. Y tener mucha harina. Eso viene. La paz que me da tener harina y huevos y legumbres. Harina como si se fuera a acabar el mundo. Inevitable volver a mis ensoñaciones apocalípticas. Y al rendimiento escritural, parasitario, de este hundimiento. Queda también terminar de escribir mis ficciones, mis mentiritas que, por de pronto, no me hacen ningún sentido. Pero al sentido se le espera. Así, por ejemplo. Como el tipo de ese documental de Herzog que, en un pueblo ya vacío, espera apoyado en un árbol a que estalle el volcán. La novela, los cuentos, ¿qué me importa ahora esta capacidad de crear munditos? Capacidad que desde ya pongo en duda. Porque esta es mi verdadera capacidad: el lamento, llorar por escrito, hacer como que estoy ante mí.

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En resumen: un ánimo de separación, de retiro espiritual sin espíritu, que se suma a mi estado de aislamiento. Fiestas patrias no existen. Un velorio sin cuerpo. El velorio del sueño conjunto.

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Trámite fallido. No está el dueño del local en San Diego, tengo que venir mañana para saber si puedo venderle la recachá de libros que reposan hace semanas en la mesa del living (el último saldo de la venta y poda total que hice hace algunos meses). El perro gigante echado de lado y con los ojos abiertos que está afuera del metro santa Lucía sigue ahí mismo cuando vuelvo, aún con los ojos abiertos y la sombra del toldo de un stands con láminas para el celular aún cubriéndolo. Lo miro y pienso en mí. Soy, de algún modo, ese perro. Afuera de la moneda los estudiantes arremeten contra el guanaco y el zorrillo. Guardo los lentes en mi bolsillo, me pongo la mascarilla y me mezclo. Grito y me como una lacri. Lloro, moqueo, nostalgia inútil del 2019 y, al mismo tiempo, fuego que flaquea pero no se apaga.

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El hambre me despeja. Me enfoca. Sumada al tiempo propio de la madrugada, me envuelve. Si le comentara a cualquiera que ahora por las noches me entrego al hambre me dirían ¿te presto plata?. Y no se trata de eso. Siempre hay una manzana. O tres rodajas que quedaron de un tarro de piña. Aparte, se supone que no hay que comer pasadas las diez. ¿O era a las ocho? A nadie le importa. Leo a Knausgard, el tomo en que relata su primer año en la academia de escritura. Diecinueve años y una torpeza que es mía. Recién en la página doscientos pongo el primer post-it. Me acuerdo que hace algunos años medía la relevancia de un libro por la cantidad de banditas de colores que tuviera. Podría ser lo único marcado y el mamotreto seguiría siendo la belleza que es. Me levanto al computador pensando que iba a escribir otra cosa, una felicidad súbita que no es exactamente eso que acabo de escribir y no importa.

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Salgo a unos trámites al centro. Un sol que va y viene. Un laurel a correos, otro a una conserjería -¿por qué cada vez que entrego un paquete digo “se lo dejo no más entonces”?-, sondear en San Diego si me compran una recachada de libros que jamás leeré. De vuelta pongo el último episodio del absurdo mundo y cuando a la Josefina le tiembla la voz lloro. ¿Cuántas personas caminando-llorando habrán ahora en este preciso instante? Pienso eso. Abrazaría a cualquiera. Escucho los audios que le mandan. Me caen mal algunos. Otros no tanto. Ratifico que hice bien en apartarme, cerrar todo. Necesitaba que me doliera bien antes de intentar ser certero o inteligente.

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Casi tres lucas el kilo de pan. Cinco o más un litro de aceite. Cuatroscientos pesos UN huevo aquí en la esquina. Hago una sopita de pollo como si fuera una proeza, algo que hago contra el mundo. Compro solo lo que voy a usar. Si como pan será el que yo mismo haga. Anoche vi Soylent Green, una peli de los setenta ambientada justamente en este año. Solo una elite puede acceder a verduras, carne, y comida más o menos real, mientras el resto de la población se alimenta de Soylent green, un alimento miserable, rectangular, supuestamente basado en soya que reparte el Estado y que, al final, queda en evidencia: lo fabricaban en galpones clandestinos: la población se estaba alimentando de sí misma. En un momento de protestas aparecen unas retroexcavadoras que sencillamente van agarrando manifestantes y lanzándolos a la parte de atrás. Me rio porque la escenificación es exagerada, pero la metáfora es actual, correcta.

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Mi problema escribiendo cuentos: oculto muy poco, voy explicando en voz alta la película, reniego del montaje, me ciño a la linealidad temporal como el equilibrista a su cuerda. Mi torpeza para seguir ciertos saltos temporales en las películas refrendado en lo textual. ¿Por qué me van a publicar de todos modos? Quizá porque todo lo que no es eso está más o menos bien. Quizá, como en el cine, algo del montaje puede arreglarse en postproducción.

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Sigo comiéndome una manzana cada noche. Se acabó comer pasadas las diez. Una manzana, como todos saben, no es comer. Ultimamente seis de diez películas que pongo se merecen que uno esté ahí con el celular. Ayer una con Aubrey Plaza me lo sacó de las manos. Interpeta a una tipa que, aunque lo intenta, no consigue un trabajo decente. La maltratan en su pega de cocinera y delivery. Se suma a una banda de fraudes con tarjetas de crédito. Por supuesto el mandamás es un joven latino del cual se enamora. Me gusta la mirada de desdén de Aubrey Plaza. Sus muecas. Hay un odio real hacia algo que seguramente solo ella sabe. Emily the criminal se llama la cosa.

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Soñé que perseguía a Cuchillo Eyzaguirre a través de un castillo. “Da la cara perro culiao, mofletudo y la conchetumadre”. Lo perseguía con una espada. El formato era como de videojuegos. La sensación de estar cada vez más cerca de matarlo era agradable.

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Fideos con salsa roja barata y nada más. Triste almuerzo. Había olvidado la sensación esta de comer feo, muy parecida a la última vez que besé a alguien que no me gustaba. Podría haber intentado algo más, aún quedan unas pilas de monedas de cien, pero no hubo ánimo y ya eran las cinco y ponerse rapidamente a escribir era la única manera de salvar la dignidad de este sábado que, si me asomo por la ventana, invita a salir. Pero también ocurre que salir es querer un helado, o sentarse en un café, y no puedo permitirme nada de eso, así que almuerzo esos fideos de playa, o peor aún, de paseo de curso de octavo básico y me siento aquí y, cosa rara, escribo casi una página de corrido en la novela, cuestión que, retroactivamente, hace que no haber salido sea una buena decisión.

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Mañana veo a G, S y N. Me cae bien que seamos una pareja parejística y otra de meros amigos. Mañana se come carne. Mañana se bebe. Mañana se juega Uno y Super Mario Deluxe. S y G se suman a la lista de personas a las que debería invitar a una cena de agradecimiento, después, en ese aún brumoso pero advenedizo momento en que ya he superado la mera sobrevivencia y puedo devolver todas esas manos que hacen que no me pudra de mí mismo encerrado aquí en mi cueva.

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Segunda vez que un guardia me dice que me suba la mascarilla en el supermercado. Les hago caso, pero también les contesto mentalmente. Y luego me detengo en mi reacción, ¿acaso simplemente me molesta que me digan lo que tengo que hacer? ¿O quizá creo que la pandemia ya acabó, o que usarla en un supermercado semivacío es lo mismo que no usarla? Siendo alguien que espera a que de verde aunque no haya nadie, me pregunto de dónde viene esa pequeña ira que, después de todo, dura lo mismo que un estornudo y que, además, es una especie de estornudo que ocurre hacia adentro.

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Dejarle al otro un mensaje grabado era no haberse comunicado, dice Martín Cohan.

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Cada vez que tengo que ir al barrio alto a dejar paquetes me viene el resentimiento. Las anchas veredas, la vegetación cuidada y dispuesta al paso, los cuerpos mismos, sus tonos de piel. Donde sea que pose la vista veo inversión, capital, tiempo que sobra porque a otros les falta. Voy en metro y me devuelvo caminando para que tenga sentido. De vuelta cojeo. Aún no se resuelve el puntazo que me dio hace un mes trotando. Porque eso es todo lo que puedo hacer: esperar a que las cosas se resuelvan, que los tejidos sanen, que el músculo brote, que la alegría me llegue como un piedrazo o se rebele de golpe como algo que siempre estuvo allí.

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Qué desánimo el de estos días. Qué flojera de cocinar, de moverse, de empezar el día. Y qué reticencia a escribirlo aquí, sobre todo. ¿Qué hice el domingo? Absolutamente nada. Cuando dormir se vuelve el punto más alto del día ya no sé con qué cara ofrecerme cuestiones, panoramas. La pobreza me limita a quedarme en casa y tampoco es que se me ocurran tantas otras cosas. ¿A quién quiero ver realmente? ¿Por qué hace años que no me gusta nadie con certeza? Avanzo lentamente en la novela algunas tardes. A veces cae la noche y pongo una canción que le da coherencia a todo durante algunos minutos y, mientras dura el juego de colores a través de la ventana, afirmo todo lo que existe. Pero antes y después de aquello resulta innegable que, aquí en mí, el horizonte político ha coincidido en mediocridad con el horizonte amoroso. Los últimos acontecimientos de mi país han vuelto al prójimo una cuestión aún más ominosa que antes. Intento usar estos sentimientos feos para escribir pero son feos de una manera rotundamente fea y seca: una fealdad inutilizable, terca, chilena.

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Me agilé. Primer día de feria y ya me compré los Cuentos completos de Levrero y dos saldos de Mansalva en La Komuna (Fantasias espaciales de Bizzio y Estamos unidas de Marina Mariasch). Levrero se justifica porque es una justificación en sí mismo pero además porque se supone que necesito leer más cuentos alocados. Bizzio se justifica porque aún sigo buscando algo que iguale a Rabia y Marina porque escucho su podcast con Casas (que de casualidad le hace el prólogo al de Levrero) y amo su voz leyendo poemitas (y aparte no tengo nada de ella).

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El día anterior a las ferias pienso puras tonteras, que justo me van a preguntar algo que no sé, que la transbank se va a trabar, que tanta gente a la que hay que saludar, etc. Y cuando estoy allí no pasa nada de esto, y si pasa nunca es con el pesar que agrega la solitaria maquinaría imaginativa. Es más: hasta lo paso bien, conozco personas que quisiera que fueran amigas, aprovecho a leer libros cortitos de Overol cuando nos toca compartir stand con ellos. La pareja de Overol me cae tan bien. Ojalá estén juntos por siempre.

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Siempre que voy donde I doy con un ser que me cae bien y que termina siendo un ancla en la siempre solitaria navegación entre conversaciones de personas que desconozco y que consiguen comunicarse de algún modo por debajo o quizá a través mismo del retumbar tiránico del regetón y el trap sobre el cual no voy a emitir más juicio que el adjetivo que acabo de usar ahí y creo que también un par de veces esa misma noche y otra hoy pero yo ya no juzgo solo escribo de corrido en proporción exacta a mi manera de ser entrecortada, trabajosa, mental.

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Como quien va sintiéndose en paz solo en la medida que se aleja del sitio en que tropezó, así me siento los días posteriores a mis interacciones sociales. Ironías quizá no comprendidas, comentarios idiotas, demasiado silencio, arrebatos de confesión de las miserias propias. No importa si es todo exageración o interpretación errónea; apuro el paso, voy dejándome atrás, buscando el reseteo, la acumulación imparable de información que inevitablemente me va borrando de la vida de los otros, espaciando bajo pretextos reales y no tanto mis incursiones en el mundo, sabiendo que es probable que la próxima vez sea mejor.

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Me propongo cinco cuestiones para hacer en el día y solo logro tres. Por ejemplo, hoy, sábado diez de diciembre, a minutos de ser las ocho de la tarde o de la noche, me digo que aún estoy a tiempo para rematar los últimos dos items: hacer el aseo del baño y salir a correr. Saber si de hecho va a ocurrir es lo mismo que saber de antemano el resultado de un partido de fútbol.

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Trotando a la misma velocidad del camión de la basura y comiéndome su estela durante dos cuadras por temor a lo que vayan a pensar si los adelanto por pestilentes.

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Cada vez que empiezo a escribir un cuento siento que es estúpido estarlo haciendo en momentos en que las urgencias son otras y, en vez de resolverlo, robo algo de esa sensación de estupidez o inadecuación y la uso en el cuento.

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Me duermo a las cuatro a eme. Al día siguiente a las cinco. Exceso de siestas en la tarde. Así me preparo para estos turnos de conserje que aparecieron de la nada, probablemente porque hay dos conserjes con los que me llevo bien y en estos cuatro años nunca hemos recibido queja alguna. En el turno de navidad quizá me dio algo de pena contemplando el ir y venir a familias con ollas, fuentes y regalos. Nada grave; pena comparativa, circunstancial: sirve para decidir que el próximo año, al menos para navidad, quiero estar en una mesa con al menos tres personas. Como a las tres a eme una familia venezolana me regala un pedazo de torta. La que menos me gusta, pero mucha. Me alimento de eso durante toda la madrugada. Dos películas y un puñado de series y de pronto ya amanece. Una mujer de unos setenta es la primera en emerger del ascensor ya de día. Me entrega una bolsita como esas que te daban al irte de los cumpleaños: puñado de sunnys, paquetito de galletas, chocolatito con forma de pascuero, y así. Cuánta ternura azarosa, incluso involuntaria. Desayuno eso. Duermo y despierto a la hora de la once. Christmas lag.

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El calor aún no ataca esta habitación. Y es verano. Vientos amables se cuelan por la ventana. Les pongo nombre. Les digo gracias. Es obvio, pero recién descubro que mientras más abierta dejo mi puerta más corriente de aire genero. Me asusta lo poco que necesito salir. Lo bien que condenso el día. Tres o cuatro cosas y ya llené la tarde. Avanzo a ciegas en los cuentos. Los escribo de a dos o incluso de a tres y así, si quedo estancado, salto al que sigue. Si doy la vuelta completa y no pude avanzar nada lo doy por perdido y no pasa nada. Solo necesito un puñado de aquí a que vuelva a hacer frío. La novela ahí, olvidada, ¿voy a tener que volver a releerla por enésima vez para involucrarme como corresponde y mantener el tono y finalizar las últimas veinte páginas que restan? No sé cómo lo hacen los escritores que se llaman a sí mismos escritores sin asomo de pudor alguno.


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Empujo hacia el abismo de la mente cada pensamiento relacionado con la plata. Omito todo cálculo de cuánto sabré ganar este mes y cuánto necesito. Me enfoco en la cebolla y el cilantro y los huevos que necesito para el caldo que quedará hoy, cuando ponga a hervir esa pechuga.

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La liberación de un puñado de presos de la revuelta es mi regalo de navidad. Último día del año -en el que sigo con mi entrenamiento conserjeril en el que, por ejemplo hoy, desperté a las dos y media de la tarde-: abro la ventana y pillo la retirada de una inesperada lluvia o llovizna. Gozo el día. Lo mastico. Abro todas las ventanas. Un traje que me calza bien. Me tomo dos chops lentamente en el balcón escuchando rap y leyendo a Geisse. Ya chispeante, cocino una olla de fideos con salsa. Una buena sí, con demora, con cariño: paila enorme con ajo aliños carne pimentón zanahoria y cebolla. Siempre que la vida es buena no hay aviso previo.

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