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Archive for septiembre 2017

agosto

Terminator 2 Judgment Day - James Cameron (1991)17

“Por lo menos el oficio de escritor es el único en el que se puede, sin caer en el ridículo, no ganar dinero”. (Renard, Diarios).

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Empiezo a podrirme un poco. Un desasosiego físico, el mismo que ataca por la noche, pero ahora por las tardes. Me quedo en el balcón mirando no sé qué. Ordeno tanto que luego ya no queda nada que ordenar. Julio está por terminar y no tengo nada: ni trabajo, ni depto. Ya no veo a nadie. No puedo. Hace unos días vino L que está en las mismas. Intercambiamos miserias, fumamos y vimos la última temporada de Black mirror. Solo me alcanza para eso. Hay un cansancio de la presencia, de los bordes, como si ya no hubiera nada que sacar hacia afuera o como si el gesto de sacar o de sacarse de sí mismo hacia los otros se hubiera agotado del todo. Sé que aburro, pero me digo que es cosa de seguir escondido y esperar para volver a una versión más razonable de mí mismo. Salgo a comprar y miro a la gente con exagerada detención, me demoro adivinándoles ocupaciones, de dónde vienen, a dónde van. Es ridículo, pero siento que si hicieran lo mismo conmigo podrían adivinar inmediatamente que hace más de dos meses que no hago nada y que, de algún retorcido modo, los envidio.

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Escribo y leo más, pero, salvo para hacer crecer este diario, no sirve de mucho; al final del día sigue siendo lo mismo: insomnio y pensamientos oscuros.

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Ganas de cerrar todas las redes sociales que curiosamente son las mismas que sirven para estar más o menos visible, hacer contactos y, eventualmente, encontrar trabajo; las mismas en las que me volcaré después, cuando vuelva a sentir la absurda legitimidad de quien se gana la vida.

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“Trabajar para vivir es más idiota aún que vivir. Me pregunto quién inventó la expresión «ganarse la vida» como sinónimo de «trabajar». En dónde está ese idiota”. (Pizarnik, Diarios).

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Momentos de escritura sin heroísmo alguno. Escribir como algo que uno hace antes o después de cortarse las uñas o masturbarse. Rayados en una muralla que a la larga igual se derrumba. Dejo anotadas frases en este word con una pereza que es la misma que comanda estos días. Oraciones inconexas, ladrillos para cuando haya ganas de construir algo. Así como si hubiera que ajustar o más bien ajusticiar los días, sintonizarlos bien, sean lo que sean los días, amarrarlos con esta pitilla, ¿para qué?, para quedar al día con el amo invisible que soy yo mismo en el futuro. Un amo arbitrario que, por ejemplo hoy, borra de un manotazo cuatro días de su vida porque no se acuerda qué mierda quería decir con aquellas frases ni empezadas ni terminadas.

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En el insomnio visito todos los futuros posibles.

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“Tengo la voluntad tímida, pusilánime, temerosa. Sólo me atrevo a afirmar mis ideas, las cosas desinteresadas, pero no mi personalidad”. (Amiel, Diario íntimo).

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Consigo despertar al mediodía –anoche: dos vasos de pisco con hielo acostado viendo Terminator- y parto a cobrar el cheque del finiquito. De ahí paso a la Manantial a ver a V, le pido que me guarde el diario de Oyarzún que salió hace poco, examinamos las novedades y, como siempre, caemos en la añoranza de cuando todos éramos relativamente felices en la Librería Desconocida. Falta un montón para que sea hora de juntarse a almorzar con G así que me dejo caer en una banca en la Plaza de la constitución y abro Los mecanismos de la ficción. Leo alrededor de una hora, intercambiando entre tres posiciones, una de las cuales me deja mirando directo hacia el perfil de un señor que perfectamente podría haberse sentado en cualquiera de las dos bancas contigua – y, como no lo hizo, a cada cambio de postura me detengo dos o tres segundos extras en su rostro-. En algún momento un abuelo se acerca a la estatua de Allende, se acerca tanto que tropieza con unos arreglos florales que van a dar al piso, intenta recogerlos y al agacharse su bolso se desliza, choca con su cabeza y también termina en el suelo. ¿Por qué estas pequeñas situaciones me entristecen tanto?

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“La torpeza deviene de una conciencia de ser observado, y esta, de concederle una importancia exagerada a las personas y al mundo que habitamos: nos creemos mucho menos de lo que somos, y esto es lo que nos atemoriza y nos impele a romper el jarrón en mitad de la visita; creemos, entonces, que estamos destinados a la falta de afecto, de reconocimiento, y quisiéramos no que la tierra nos tragara, sino convertirnos en otro, en aquel que sepa aprovechar la mínima parte correcta de nuestra naturaleza”. (Andrés Caicedo).

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Soñé que estaba en el litoral central presenciando una pelea entre muchos enanos. En el intento de separarlos terminaba con un corte en la pera. A falta de espejo, preguntaba en varias partes y todos me decían que era un corte merecedor de puntos. Andaba con este mi celular actual, es decir, sin internet y sin la posibilidad de hacer o recibir llamadas, así que me perdía durante horas, solo, buscando un hospital. Me movía por calles que eran basicamente basurales. Daba la impresión de ser domingo. En un circo (al que entraba de golpe, arrancando de una estampida de animales que no alcancé a ver) un hombre vestido de carnicero me decía, en tono despectivo, “niñita”; me hacía desfilar (¿), sacaba fotos de mi herida y al final me regalaba diez lucas. En una farmacia una mujer muy colorina y con una cabeza excesivamente redonda me pasaba la lengua por la herida y la hemorragia paraba. Quería que me siguiera lamiendo, pero, según me indicaba, el procedimiento era estrictamente para fines cicatrizantes. Lo único que sacaba en limpio de todas mis interacciones era que tenía que tomar una micro a San Antonio. Al final ya me daba cuenta que era un sueño, que en realidad no tenía ningún corte y, por lo mismo, me entregaba al curso de las cosas, que no sé cuál haya sido, porque hasta ahí recuerdo.

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Los domingos del cesante están bien porque uno se siente parte de algo. Viene la familia de C y almorzamos a dos mesas. Me dejo ser, participo de la sobremesa, tiro tallas, sigo historias de personas que no conozco pero que, durante ese instante, existen más y mejor que yo.

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Me dice que va a llegar temprano, que tiene que hacer unos trámites y va a llegar a seguir durmiendo conmigo en la mañana. No la veo hace semanas, ya casi ni hablamos y, en el fondo, nada de eso importa, porque una y otra vez compruebo lo fácil que nos resulta abrazarnos y volvernos dóciles. No hay nervios de nada ni cálculo alguno: inmerso en esta niebla, todas las emociones se mueven dentro del mismo rango.

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“Indiferente como un buey que no se ha podido vender en la feria”. (Renard, Diarios).

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Es extraño como llega un punto en que, para bien o para mal, todo deja de importar. Noto que recibiendo platas que no sabía que merecía, vendiendo mis libros y estando muy quieto, me queda aún lo suficiente como para llegar a fin de mes sin mayor problema. El desasosiego de las tardes ahora es solo una bruma general que, vista desde dentro, se parece a cualquier punto de partida. Algún trabajo aparecerá, algún departamento aparecerá. Vuelvo a correr casi todas las noches y es como darle un reinicio al día. Todo tiene un poco más de sentido cuando llego sudado y ardiendo.

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“Cuando uno habla de su felicidad debe ser discreto, y confesarla como si fuese un robo”. (Renard, Diarios).

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Me gusta cómo se ríe de sus falsas tetas puntudas. Mete la mano en el espacio que deja el sostén y dice: “es mentira, todo esto es una mentira”.

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Alejado de los días de los otros. De la temporalidad misma. De las calles. De las bocinas. De los titulares de los diarios. De la chilena comunión en el cansancio. Alejado, sobre todo, de la aparentemente fundamental sensación de “volver a casa”, día tras día –y pienso en esa rutina de Seinfeld, cuando dice que todo lo que hacemos lo hacemos solo para tener una excusa para volver a casa-.

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Jueves 10. Despierto pasadas las dos de la tarde: me amanecí viendo todos los capítulos de OVNI con Patricio Bañados.

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Soñé que caía un meteorito. Convencidos por los noticiarios que invitaban a presenciar el espectáculo en familia, veía como lentamente todo se iba a la mierda. La bola de fuego se deshacía en su caída horizontal, pero no del todo. Segundos después del impacto, un estruendo como de cien camiones chocando a la vez y, acto seguido, viniendo desde lejos y creciendo cada vez más, una ola gigante, no de fuego, sino de espeso humo negro. La miraba por la ventana, con obscena felicidad. Todo seguía intacto pero, según decían las noticias, no era recomendable salir de casa. Pero aquí un detalle: esta casa en la que estábamos tenía la capacidad de desplazarse a un sitio seguro ante cualquier amenaza, lo cual, ante una niebla que aparentemente cubría toda la tierra, nos llevaba a un nuevo problema: la casa, en incesante movimiento, terminaba por no estar en ninguna parte.

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Tengo que venir revisar aquí al calendario del computador para saber qué día es, en qué día estoy.

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Miércoles 23. Son las diez de la noche y solo he desayunado (tres huevos a la copa, sin pan, y café). No he salido de la pieza en todo el día. No me he bañado. No he escuchado voz humana alguna. Fui a Clases de marxismo con Pérez Soto via youtube y el resto del tiempo he estado revisando y clasificando libros en formato digital. Caí en la pasta base de epublibre.org, específicamente en las categorías de diarios y poesías.

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“Todo es como los ríos, obra de las pendientes”. (Antonio Porchia)

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