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Archive for enero 2022

dosmilveintiuno

Me pasa que despierto, pero no despierto. Algo se fuga, pero no sé por dónde. Desinflado. Física y simbólicamente ajeno. Envidio, imagino, deseo; todo eso acostado. Retraso el comienzo del día porque en el fondo no hay nada. Obviamente, ya ni escribo. Me escondo en el sueño. Hago de su reseteo un vicio. Puntuación rigurosa de un prosa inexistente. Pronto ya habré arruinado el placer de la siesta. Casi nunca sé qué día es. Necesito abrazar a alguien y no se lo digo a nadie.

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Soñé que me encontraba un cuaderno gigante de F, como de apuntes universitarios. En la tapa decía: HISTORIA OCULTA DEL FÚTBOL AUSTRIACO.

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Despertar, The leftovers, The leftovers, siesta, almuerzo, siesta; 18:00: empieza el día.

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Me llama un amigo con el que no hablo hace siete años. Me resume su vida y cuando me toca a mí me escucha medio sin ganas, distraído, hablándole a alguien que se oye de fondo. A los dos minutos de haber empezado a relatar mi pandemia me dice que tiene que irse, que en realidad no debería estar hablando por teléfono en el trabajo. Imagino a alguien que viva así, asaltando emocionalmente a los otros, especie de delincuente descuidista pero de los objetos de la psique.

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Soñé que estaba en una sala rindiendo tres exámenes para los cuales no había estudiado y la primera polola del colegio llegaba y se me sentaba en las piernas y me decía estás en el peor momento de tu vida y se te nota. Se tiraba un peo mirándome a los ojos, desafiante, y se iba.

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Lo que sí sé es que estas últimas semanas, cuando nos reímos, se van añadiendo capas. “Qué acontecimiento: me gustas”. Pero escondo esa mochila cuando nos vemos. Entonces sueño, como anoche: avanzo en este diálogo contigo pero sin ti. Por conveniencia, tuerzo un poco las cosas. Todo indica que no hay más que esto, pero me aferro a esa parte borrosa, incomprobable, de la voluntad ajena.

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Pedazos del sueño de anoche: un perro con orejas azules me hace perdonar a su dueño que me ha asaltado, un unimarc en el centro de la tierra y todos sus trabajadores son de fuego, algunos edificios sacan pies y se van nadando mar adentro (como los árboles del Codex Seraphinianus)

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Lo único que me saca de mí mismo es salir a correr a las nueve. Correr, estas últimas semanas, es inventarme una fuerza que no existe. Parto como un tren y al final, pasados los 5k, soy un vehículo, movimiento puro, un punto sudoroso bajando por la vereda.

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Soñé que era un fantasma y tenía una pandilla con la que incitábamos a la gente a saltar de los edificios.

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Subiendo por Pocuro. Lento, porque es en subida y hace poco no más escogí esta ruta larga. A mi lado, por la ciclovía, un padre y su hijo, cada uno en su bicicleta. Mi velocidad calza con la de ellos y sin querer los escucho. ¿Todo me conmueve de esta manera porque ya no veo a nadie o qué? Espío y sonrío. “Vai a velocidad de bolero”, le dice el papá; “Y tú soy un merengue”, le responde el hijo.

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¿Son ciclos propios o efectivamente todos los libros se ponen fomes cada dos o tres semanas? Paso de uno a otro, como cabro chico descartando juguetes un domingo a las tres de la tarde. Claramente leer ya no me sirve. Escribir, un poco. ¿Por qué siento que estoy esperando algo externo, algo así como una revelación o una conversación que sea como un charchazo que me dé el rumbo? Eso es lo que no he podido cambiar nunca en mí.

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P me dice que vaya a terapia. Sentados en el parque y rodeados por decenas de perros que corren con locura. Tiene razón, pero soy porfiado. Aparte, siento que solo necesito alguna especie de trabajo u ocupación y poder abrazar a alguien. Intento elongar, pero un perro que está cerca se enoja, así que lo dejo. Luego, otro perro se acerca, le hago cariño y me mea. Lo hace con alegría y sigue jugando, así que no me enojo. Total, después me toca correr y ensuciar esta misma ropa.

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Corriendo en el patio interior del edificio. Todos los televisores del área respiratoria del hospital uc están prendidos. Me pregunto por qué harían algo así y no llego a ninguna conclusión. Media hora después, el mejor momento del día: sudado y extendido sobre el pasto, recobrando la respiración y dejando la mente a su suerte.

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Soñé que le pegaba un combo en el hocico a Rojo Edwards y el wn se desarmaba como los fumadores de Bill Plympton.

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Lloro mirando entrevistas de Busqued. Murió hace algunas horas y no se entiende. Su cabeza gigante y como de piedra. Su quijada de bruto hermoso. Esa imposibilidad genuina de existir entre las personas y su corazón tremendo. “Escribo para que se me perdone lo que soy”. Dejo en marcadores decenas de entrevistas. Guardo todo el material que encuentro. Y así me paso el día: una especie de duelo audiovisual, junto a otros amigos que también le habían agarrado cariño. Pienso en maneras de honrarlo y se me ocurren un par. Pero antes: terminar de leerlo. Eso y quedarme bocarriba en la cama pensando.

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Cerré tuiter hace unos días y eso debería significar que empiezo a escribir aquí.

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Si estoy en el escritorio, escribiendo como ahora por ejemplo, ninguna cucaracha que sale a dar una vuelta vuelve. Son rápidas, pero son años de relación ya, y sé perfectamente cómo y cuándo matarlas ¿Cómo no se dan cuenta del mensaje? ¿Cuántos milenios más necesitan para incorporar un instinto que las salve? ¿Por qué se contentan con apelar a la cantidad, a la reproducción desaforada antes que al autocuidado? Ya sé que sus tiempos son otros, más largos, como los de las polillas, que siguen chocando con los ventanales porque, bajo su punto de vista, somos algo que apareció hace poco, pero aun así, ¿qué hace que el salto evolutivo sea intrínsecamente humano? ¿qué tan lejos estamos de que, en diez o cientoveinte años más, se pueda, por ejemplo, llegar a un acuerdo, dejándoles comida suficiente para su subsistencia en un punto exacto con el compromiso de que no se dejen ver y así vivamos todos en armonía?

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Hay un punto de la conversación en que ambos confesamos lo ridículo de estar discutiendo sobre likes dados. Pero no es suficiente. Los likes ya son la realidad. Incluso si nos desafectamos como budistas antivirtuales los likes tienen su terreno anímico ganado; son fantasmas concretos de la época.

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Un año y cuatro meses sin trabajar. Un año y cuatro meses sin ver a mi familia. No sé cómo, pero no solo estoy vivo y el refrigerador está lleno, sino que tengo dos pantalones, tantas poleras como en la época en que las tías te llenaban de maui y, en definitiva, he podido comprarme cuestiones esenciales y otras no tanto. ¿Soy parte de ese porcentaje mínimo y cuestionable que se ha enriquecido en pandemia? Lamentablemente, sí. Algo pasó. Una mezcla de bonos, finiquitos, seguros de cesantías, retiros y regalos de cumpleaños que, sumados a una vida sin muchos lujos ni comida a domicilio, me dejan en el grupo de los que no pueden quejarse. Pero me quejo. De todos modos me quejo.

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Leer acostado e irse quedando dormido de a poco, con la gata encima. Placer más grande. Y qué bien que escribe Tomás Downey. Busco en soulseek y aparecen un par de epubs. Listo, tengo sus obras completas. Que me perdone el autor, pero le aseguro que sus próximos libros los compro todos. Despierto y lavo la loza, incluso la que no es mía. Mato un par de cucarachas y recuerdo que hay que sellar algunos forados, que fue la sugerencia que hizo el fumigador hace algunos meses. La tele en mute a la espera de Argentina Colombia y en el celular Venezuela Uruguay. Un pan con queso y un té para darle alguna base a toda la cerveza que empezará a caer. Me gusta el ritual, subirle harto el volumen, mi rumi compró una bolsa gigante de cheetos maní. Felicidad básica, concreta, pedestre.

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Uno se entrega al fútbol. Uno se dice a sí mismo que va a creer a medias, amar a medias, para que no duela, pero algo pasa entremedio, algo se renueva en la promesa, y uno vuelve a creer y entonces pasan cosas como las de hoy. Le pasó a Argentina y a Chile. El mismo día. El gol que te hacen en el último minuto -y sobre todo cuando te lo hace un equipo que llegó una sola vez- duele.


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Soñé que Nicolás Cage me daba la bienvenida en un planeta al que llegaba por error. Me decía que era bienvenido con la condición de que le revisara unos poemas que después descubría que eran odas y rimas hacia la policía.

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Me tirita el parpado derecho. Le pongo el dedo índice encima y presiono. Menos café y menos pantallas, me dicen. Todo lo que me gusta. Solución: ver una sola película por noche en vez de dos. Dejar de leer desde la tablet un tiempo. Hacerle justicia a la ruma de libros que me juzga desde el velador.

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El último de los cuentos del libro que terminé hoy es casi igual a uno que escribí hace unos meses. Éste se llama Hombrecito y el mío se llama Lemuel y las personitas. En el mío un tipo que custodia una bodega cerca de la playa descubre que lo que está custodiando son cajas que contienen personas adultas reducidas y en este otro a una adolescente le regalan un Hombrecito para su cumpleaños. Rara sensación, como de haber perdido el tiempo. Pero me quedo pensando y probablemente ya esté todo escrito. O dibujado. O filmado. Probablemente el próximo cuento que escriba ya lo hizo una chica en Finlandia, en 1996. Lo subió a su blog y ni ella ni yo lo sabremos nunca. En este caso los desenlaces son distintos, la misión misma de los Hombrecitos y Personitas también, así que no sé; aparte, uno es un escritor que acumula y el otro y ya va por su tercer libro. Pienso, de todos modos, en la posibilidad de una base de datos, un excel infinito que contenga todos los cuentos escritos. Cada escritor tendría el deber de chequear que no se está repitiendo. Una estupidez, claramente. Pero lo pensé y dejo constancia aquí, un lugar también bastante estúpido.

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Soñé que iba por la calle entrando a cada puerta abierta y gritando AGUANTE EL COMUNISMO CHUCHETUMARE y de a poco la gente se me iba sumando como a Forrest Gump cuando se pone a correr.

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Soñé que estaba saliendo con una chica que trabajaba acostada en una línea de ensamblaje de puras personas acostadas que armaban cajas de chocolate y galletas. Era un galpón como el de Synecdoche NY. Nos besábamos y me daba sobras.

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Te veo a lo lejos y me gusta desde tu bici hasta tu pelo que aún no crece. Te paso la mano con la excusa de ver si pincha. Armamos un rompecabezas y bebemos. Nos decimos que nos gustamos. ¿Pude decírtelo porque me lo dijiste primero? Te cuento que quizá aún me guste otra y te parece bien. No nos besamos. Solo nos abrazamos. Te apreto al pasar, te suelto: puedes ir al baño. Están difíciles de armar estos perros.

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Pito, café y jazz frenético. Doy vueltas por la casa, como a punto de salir, pero se me pasa; menos mal.

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Soñé que estaba en el estadio gritándole a un jugador rival en la banca. Al rato el tipo aparecía cerca, hablando por celular. Era tartamudo y le decía a su madre que la echaba de menos. Me ponía a llorar. Lo buscaba para pedirle perdón, pero ya no estaba en ninguna parte.

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Después de no sé cuántos meses vuelvo a hacer 7K sin problema. De ida, termino de escuchar el último capítulo de Edo y Fran y de vuelta pongo el Vivaldi Recomposed de Richter. ¿Por qué me caerán tan bien esos sujetos? Subiendo por Pocuro voy catando aromas florales, árboles, plantas. La lluvia los ha he hecho soltar lo suyo y se siente bien. La noche primaveral está fresca y, sumado al calor corporal, soy un microambiente al que no le falta ni sobra nada. Avanzo comiendo olor y pienso que no se lo merecen, que todas estas personas no han hecho más que todas las otras personas del 80% que solo tienen cemento para oler y postes a media luz. De vuelta entro en trance. El Vivaldi Recomposed alimenta al trote sostenido producto de ir en bajada y me entrego a esa meditación fisiológica, muscular, mental, concreta: soy un bloque de carne que avanza, que palpita, que no alcanza a tener pensamientos porque todos los recursos están siendo destinados a un único fin, tan inútil como certero. Marco los violines con cada zancada, me apuro cuando la orquesta se apura, vacilo con las manos como falso director, llego a la esquina hecho pico y disimulo ante los autos que se detienen en la roja. Me gusta pensar que no necesito nada más que a mí mismo para repetir esto una y otra vez. Eso que a veces se dice de escribir, lo siento más enteramente al correr.

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Soñé que era guardia de librería y me enfrentaba a una señora que disparaba pichí como los perros.

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Se acabó esa tontera de escribir aquí todos los días. Ahora ya lo sé. Tenía que tirar esas promesas vagas de hace algunos meses o párrafos, que de todos modos ya borré. Sensaciones no más que le vienen a uno, leyendo a alguien tan bello como Fabián Casas. Me da tranquilidad y me sirve para empezar esto, como siempre, sin ninguna claridad acerca de que quiero decir. Segunda copa de vino a la izquierda. Pieza ordenada. Las pocas tareas del día cumplidas. La vida, aún, vacía. Nada nuevo que agregar. Ni en el amor ni en el trabajo. Nada. Pensaba recién, mirando tuiter, en que quiero la sensación de haber conseguido trabajo, pero sin el trabajo mismo. Solo la legitimidad, el aura. Haber llegado. Ir ya volviendo. La credencial de persona productiva que haga que los amigos ya no anden preguntándome cosas, o dándome consejos, cuestión que tampoco puedo reprochar, pues yo mismo ya me he planteado siempre como una cosa abierta. ¿Y eso era lo que tenía que decir? No por nada ya ni escribo: me adivino. Dibujo antes en la mente lo que creo que va a pasar si escribo y por eso mejor no lo hago. ¿Y ahora qué cambió para que empezara a gastar los dedos aquí? El vino, quizá. La pieza ordenada. La ventana abierta y el cielo como me gusta. Me acuerdo cuando al comienzo de la pandemia pensaba que iba a tener que devolverme a Curicó y ahora ya va casi un año en que la cuenta rut no me baja de las seis cifras. Nunca había dicho ni escrito una frase así. No soy persona que dice “seis cifras” del mismo modo que no soy persona de chaqueta de cuero o tatuajes en los brazos. ¿Y lo merezco? ¿Merezco acaso esta suerte? Sí y no. Y no voy a ahondar en eso. Porque es aburrido y estoy seguro que ya está escrito, en este o en años anteriores. Aparte, el resultado es que vivo, duermo, escribo y, al menos hace un mes y tres veces por semana, corro. Últimos sorbos de la segunda copa y me pregunto cómo puede darme tanto una cajita de quinientos cecé Santa Rita. Me ayuda a sortear la tarde, porque no sé qué haría si no hubiera armado este sistema en el que evado constantemente la pregunta que el mundo envía y que ni siquiera voy a pronunciar porque a la segunda copa le sigue la tercera y allá voy.

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De fondo suena Brasil Ecuador y lo miro solamente cuando el relator sube la voz. Lo que resta del día es: fumarse un pito, unos partiditos de play, una peli (probablemente la última de Snyder), leer un rato, y hasta mañana. Gol de Brasil. Feo. Le rebota al arquero. Mañana tenía una cita pero cambió la situación pandémica y todo se fue al carajo. Le dábamos play al mismo tiempo a las películas y luego nos mandábamos audios. A veces hasta poemas. La vi una sola vez al comienzo de todo y un paco nos reconvino a que hiciéramos buen uso del permiso para comprar. Me gusta pero la realidad no está dejando comprobar nada.

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Meses que no escribía. Ahora tengo un trabajo. Un escritorio y soledad. Un ventilador, libros apilados que no son precisamente los que leería, ruido céntrico que sube por la única ventana y que modulo poniendo música. Eran puras mentiras cuando escribía que iba a volver a escribir todos los días. También era mentira que un trabajo lo arreglaba todo. Es obvio que todo nuevo escenario trae sus nuevos problemas. Olvido convenientemente ciertas cosas. Me entrego a anhelos como paisajes que publicistas invisibles arman con materiales que yo mismo voy donando. Releo los primeros meses de este diario y voy borrando uno a uno los párrafos. Qué verguenza la soledad estudiada, las ensoñaciones de perdedor puntillosamente descritas. Un John Fante de casi cuarenta años no tiene gracia alguna. Incluso si el deseo o el sufrimiento son honestos hay algo de obsceno en la exposición sin propósito (parecido a cómo a veces una selfie es más la constatación de una herida que de un rostro)


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Me alegra este desinterés por mí mismo, o más bien por mis maneras de representarme por escrito; borrar, reescribir, alejarse a saltos o lentamente: la lejanía de sí que puede generarse en un puñado de meses me avisa que, si soy patético, al menos alcanzo a saberlo. Ahora, si eso es algo que sirva para la vida o para la literatura, no tengo la menor idea. Lo cierto es que, lejos de los llenísimos y lamentables días precedentes, esta es una mañana tranquila. Eso quiere decir que hago café en la cafetera, leo artículos y columnas postergadas y contesto chats archivados. G me manda una entrevista inédita a Busqued y lloro. No a mares, no con ruido; breves lágrimas que caen y me las seco mirando que no vaya a entrar nadie a la tienda. La idea de relatar el tramo entre el último párrafo que veo allí arriba y el presente me aburre de plano. Gásfiters, dentistas, pobreza.  Me niego. ¿En qué momento este diario se volvió una contabilidad de sí? Reiterado hasta el hartazgo ante las amigas y amigos y disuelto como una maldición en tuiter, no veo qué gracia podría tener volver a constatar aquí las miserias de mi vida, que además son las de cualquier otra -y diría que menores, ínfimas, pero hinchadas por la maicena de mi incapacidad de afrontar más de dos cosas a la vez-. Me interesa, aquí, más que el inventario de mis quejas, ver si acaso el malestar no me vuelve egoísta y monotemático. ¿Aburro? ¿Alejo? ¿Canso? La sensación continua de que, para mí, descargarse es una llave que se abre sola y me veo corriendo a cerrarla antes de inundar (¿Al otro? ¿A mí mismo?) Es viernes y ni mi cuerpo ni mis planes lo saben. Me devuelvo trotando dos o tres días a la semana y hoy es uno de ellos. Quizá ese sea el único logro de este último tiempo. Procedo entonces a comerme un subway del porte de mi antebrazo y dormir sobre unos cartones hasta que sea hora de entrar. Si lo pienso bien, en todos los trabajos me las he arreglado para dormir sobre cartones, mochila de almohada y mirando hacia arriba.

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