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Archive for junio 2017

mayo

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“Si pudiera tomar nota de mí misma todos los días sería una manera de no perderme, de enlazarme, porque es indudable que me huyo, no me escucho, me odio y si pudiera divorciarme de mí no lo dudaría y me iría”. (Pizarnik, Diarios)

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Pese a que mi provisoria libertad está a menos de dos semanas y ya no hago casi nada y miento y evado y basicamente no valgo nada, odio mucho esta librería. Es sábado, mañana es el día de la madre y está ridículamente repleto. Fuera llueve y la gente entra goteando. Goteando, desordenando, necesitando, pidiendo. Todo es muy natural para ellos y yo solo imagino un futuro en que no haya que estar más de la mitad de la vida en un lugar culiao a merced de una lluvia o un goteo eterno de gente. A ratos la puerta nisiquiera alcanza a cerrarse y entran uno tras otro, muy cómodos, comiendo helado, hablando despreocupadamente por celular, llenándolo todo de familias, coches, niños, gente, gente, gente; cuánto los odio y cuan poca culpa tienen. Pero los desprecio. No hay otra palabra. Si soy justo con lo que siento en cada hora pick es ese –justificado o no- el único sentimiento que me embarga.

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¿Qué es este miedo de cuando suena el timbre? Saco lentamente una cruz que no sé por qué tenemos allí colgada y veo por la mirilla y como no hay nadie vuelvo a Fargo, entonces suena de nuevo, me levanto, abro y ahí está P y su cabeza pegada a la puerta que llega justo al límite donde se acaba la visión. Su melena tan linda, su polerón que siempre me gustó. Me siento feo y sucio y gordo y tomamos té y mientras conversamos se me olvida que me siento feo y sucio y gordo. Hago caca y me baño. Me gusta como, después de todo, podemos ser normales. Le pido que me muestre a su nuevo pololo. Le digo que es una mezcla entre yo y J y me arrepiento inmediatamente de decirlo. Decidimos que hay que cortarme el pelo y mientras me lo corta le desclasifico cierta información relativa a mi única relación (fallida) de este último tiempo. La gatachica –un acontecimiento para mí- descubre el agua del lavamanos. Le pega con sus patitas, la mira, se da vueltas y de a poco mete la boca. Me miro al espejo y es como lo mismo pero más rectangular. Una cabeza rectangular y una barba que termina en punta y que corto para que todo sea rectangular. Aquí me cortaba la barba, aquí nos lavábamos los dientes. La leve nostalgia. El breve recuerdo. El peso amable de lo que fue verdadero y ya no es.

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“Es el significado de la vida emocionarse sobre alguien, genuinamente sentirse interesada en lo que dice, tratar de hacerlo sentir interesado en lo que dices tú, hacer sus cuerpos tocarse, luego cagarla de alguna forma, tener una discusión larga en la que hablan de muchas cosas pero en realidad no hablan de nada aunque se dicen a ustedes mismos que han llegado a alguna clase de resolución, verlo menos en fiestas, escribirle cosas y arrepentirte, circular por deseo y odio hacia él pero sentir que cualquier cosa hacia él se sienta injustificada, intentar interesarte en otras cosas o personas, tener largos periodos de tiempo sola sentada en tu cama, mirando por la ventana y preguntándote cómo es que llegó a ser tan tarde, antojarte contacto físico, antojarte a alguien validando tu existencia a través de mostrar interés en ti, quizás emborracharte sola algunas noches y quedarte dormida en la tina, despertarte e ir al trabajo el día siguiente?”. (Megan Boyle, Cómo darle sentido a una vida que no tiene sentido).

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Si bebemos, nos besamos y, a veces, si no bebemos, también. Hasta ahora nunca nos hemos besado de pie. No como corresponde, al menos. Se lo comenté el otro día y me dijo que tenía razón. Es extraño como algo que uno no sabía que iba a crecer, crece, frente a uno, como una planta regada con la humedad que destila uno mismo siendo hervido a través de días miserables y nulos. Nos parecemos más en la manera de ir tropezando que en la de ir avanzando en la vida. Todo lo pierde. Todo lo rompe. Todo lo olvida. Antes no la miraba desde lejos ni me ponía a pensar cosas. Se lo dije así mismo. La desordenada ética de sencillamente decirlo todo.

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“Si trato de escribir de mí es para conjurarme”. (Pizarnik, Diarios).

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Como ya no me importa nada y como históricamente nunca he sido de los que faltan o tiran licencia, decido irme una hora antes y así ponerle las cosas más fácil a A que me espera en el litoral, en algún punto cercano a un lugar que luego me daré cuenta que nadie conoce: la Laguna el Peral. Pero todo esto empieza antes y, por supuesto, empieza mal: saliendo de la librería hago una llamada de prueba y noto que mi celular se fue a la chucha; ya no solo no tengo internet sino que tampoco puedo hacer o recibir llamadas. “No registrado en la red”, dice. Googleo algunas soluciones posibles, pero nada. Estos conchesumadres me deben haber bloqueado el celular por segunda vez. Asumiendo que conseguiré contactar con A en algún teléfono público, parto al terminal con la vaga indicación de bajarme en esa laguna que, a todo esto -y como signo de lo que viene-, el tipo de la boletería desconoce. Saco el pasaje, pero no me fijo que el bus está a punto de salir. Llamo a A desde un teléfono público, escucho unos cinco o seis tonos mientras miro fijamente al que debería ser mi bus y lo dejo. Me digo que verá la llamada perdida y sabrá que más o menos a esa hora salí. Subo y me duermo. Despierto y noto que solo hay un conductor y nada más. Digo, hay más pasajeros, estoy yo, está el conductor, pero no hay un auxiliar. Algunas personas empiezan a bajarse y aprovecho el envión para ir hacia la cabina y decirle al conductor donde pretendo bajarme. Pero el amigo no sabe nada. ¿La laguna el peral? Chuta, le digo, más confundido que molesto, y vuelvo a mi asiento, decidido a meterle conversa a cada persona del bus si es necesario. ¿Cómo nadie va a saber dónde queda una LAGUNA? No es un pasaje, no es un árbol, no es un puente o una animita, es una LAGUNA. Un hombre que es como Mayimbú con terno o más bien como el villano de Daredevil me dice que queda pasado Isla Negra y siento que ya tengo algo. Caminar por horas nunca ha sido un problema. Me semiduermo y el bus llega a destino y, como bien dice el conductor, ésta es la última parada: El Tabo. El conductor sabe que no sé dónde mierda estoy y se hace el loco. Camino hacia cualquier parte. Salgo de su visión. Es una LAGUNA. Debería simplemente aparecer si camino en la dirección adecuada. Doy con la ruta por la que venía el bus y simplemente sigo. Dejo pasar varios grupos de gente antes de preguntar. No todos me dan confianza. Cuando paso cerca de ellos simulo ser alguien que conoce al dedillo la zona; sea cual sea esa actitud, la intento. Paro en un almacén. Una señora está cerrando las cortinas. Me dice que solo debo seguir por la carretera y, cuando, luego de agradecerle, he avanzado algunos metros, me dice “caminando no va a llegar” y yo le digo “llegaré”. Hay un paradero cerca, pero no quiero que la señora vea que le hice caso. ¿Por qué no podría llegar caminando? ¿Creerá que soy un santiaguino que anda todo el día en taxi? Me alejo de su visión y me quedo en un paradero que es un faro en la oscuridad. A los minutos llega un tipo, aparece también un colectivo, y simplemente se sube. Maldigo callado y empiezo a sentir que quizá no debería haber venido, no así al menos, tan improvisadamente. Echo una mirada alrededor y me digo que si no encuentro a A (sería muy razonable que me hubiera esperado un rato y, dada la ausencia de confirmación, se hubiera devuelto) entraré a uno de esos hoteluchos, me fumaré un pito, veré una peli en el notebook y luego mañana ya veré qué hago. Pero pasa una micro. Subo, pago, me siento muy cerca del conductor y le pregunto si sabe dónde queda mi laguna. Y no sabe. No tiene puta idea. Y creo que se molesta un poco con mi manera de bajar la cabeza medio derrotado. Le cuento que estoy incomunicado, que nisiquiera puedo googlear y que basicamente dependo de la información de los carteles y la que puedan darme las personas. Entonces sucede: mientras voy pegado al ventanal leyendo todos los carteles, se sube un cabro de unos veinte años, un cabro de la zona que sabe exactamente dónde está la hueá de laguna. Agradecido, me bajo en el cartel que la anuncia y me digo que simplemente caminaré el tramo que dure la laguna de ida y vuelta hasta la medianoche y si A no aparece en ningún punto de ese gran tramo podré decir que al menos lo intenté. Entregado a lo que sea, prendo un pito en la carretera. Avanzo por el borde. Nunca he caminado por una carretera sin imaginar que un camión me despedaza. Imagino que si al menos una vez al día me imagino muerto construyo una especie de vacuna contra la muerte en su versión más abrupta y ridícula. Hacia mi derecha aparece algo que debería ser un lago. ¿Por qué nadie sabía? Como sea, avanzo y a lo lejos veo un paradero y un tipo allí parado. A medida que me acerco noto que no es un tipo sino que es A que dice mi nombre. Finalmente respiro y dejo caer los brazos. Nos abrazamos, le resumo mi odisea, caminamos. La miro -pantalones anchos, chaqueta ruda y gorro negro de ladrón- y me dice que para ella, aquí, de noche, es más seguro salir así, vestida de hombre.

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Arroz con pescado y silencio. A lee unas fotocopias tumbada en una de las camas que están a los costados de la mesa principal y se nota mucho que no necesita nada, que la acumulación de días aquí, sumado a lo que ella ya es, la volvieron del mismo material amable del que está hecha esta cabaña y lo que la rodea. Me baño y me sorprende cómo busco el ruido, los estímulos, algo que llene todos los tiempos muertos. A me cuenta que se pasa los días leyendo, escribiendo y paseando. La casa es pequeña, compacta, acogedora y con vista al mar. Aplicamos un té, unas fumadas, un resumen de nuestros días, y salimos a caminar. Avanzamos unas tres playas y cuando volvemos traemos una estela de perros que fue creciendo a lo largo del camino. Cerramos bien todas las ventanas, agarramos unas mantas y ponemos The big Lebowsky en el notebook. La vi una sola vez hace como siete años, igual que ahora, fumando cada vez que el Dude fuma. A se va a dormir a la mitad de todo y yo me quedo ahí, cagándome de la risa.

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Un pequeño temblor me invita a levantarme y mear y volver a dormir. Soñé que extraterrestres gigantes (exactamente como Alien, pero del porte de Godzilla) invadían aquí, pero aquí no era esto sino una comunidad de la cual no recuerdo nada salvo el número (éramos 7). La cosa empezaba así: primero los árboles se agitaban y luego, lentamente, emergía esta tremenda alimaña. Creo que la escena, el ángulo y el ritmo general de todo era el mismo de los primeros capítulos de Lost, cuando no recuerdo si era el oso polar o el jabalí o la cosa de humo que avisaba de su presencia a través de los árboles doblándose. El caso es que, en vez de abducirnos a nosotros, se llevaban a todos los perros. Y más que eso no recuerdo. Luego ya despierto de verdad y A, que recibió una llamada de último minuto relativa a su tesis, se prepara para irse y dejarme aquí, solo, a mis anchas.

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Tres huevos a la copa, un pan con tomate, café y un batido de espirulina que tiene un montón de propiedades que olvido en el instante mismo en que A me las recita. Al silencio lluvioso de la mañana se le suman las Goldberg variations y quizá por eso quedo clavado en la terraza, contemplando un paisaje que no me molestaría repetirme hasta el último de mis días. Saco algunas fotos. Lavo alguna loza. Ordeno mis cachureos. Le robo un poco del wifi de emergencia para avisar que llegué bien. Me paseo hurgando cada rincón, tanteando el terreno, abriendo ventanas, reconociendo enchufes, doblando mantas, barriendo. Ya con la segunda taza de café, me instalo, cambio a Bach por Bártok y empiezo a darle a esto.

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Escribo como hasta las cinco. Finiquito marzo y abril, husmeo el refri, la alacena y parto a buscar algún negocio para completar el almuerzo y salvar el desayuno de mañana. Pero lo que hago en realidad es caminar hacia la playa que queda más cerca de lo que creía, sacar fotos y, al igual que cuando fui a Lipimávida en marzo, buscar algún poste o piedra o lo que sea que me sirva como punto de referencia por si me pierdo en la homogeneidad de las dunas. En el negocio encuentro a una señora de edad cercada por rejas. Imagino que ya ha tenido demasiadas experiencias de mierda y, por lo mismo, exagero la calma en mi voz e intento que note que no soy de temer. El modo en que decidí vestirme quizá no ayude mucho, pero lo que importa es que ella vea que lo intento. Vuelvo con unos panes, ramitas de queso, queso, una cebolla y leche con chocolate. Unos gatitos que ya había visto en el camino, dispuestos así muy como perros en la fachada de una casa, ahora se me acercan como endemoniados. Quieren lo que hay en la bolsa, sea lo que sea. Saltan, maúllan, trepan, arañan. Les suelto unos pedazos de pan a cambio de unas fotos y sigo. Pasa una niña corriendo por este camino de tierra y por dentro me prometo que apenas renuncie todo cambiará y me pondré en forma y escribiré un montón y, al final, ojalá después de la Copa Confederaciones, encontraré un trabajo

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Seis y media de la tarde y ya está oscuro. Cociné y almorcé escuchando un viejo debate entre Carlos Pérez y Miguel Vicuña acerca de qué tipo de cosa o experiencia o ámbito era la filosofía. Vicuña muy en tono poético-periférico y Pérez, como siempre, más universal, ordenado y argumentativo. Aparecen al final las preguntas de algunos de mis compañeros. Recuerdo la secreta envidia que me daban todos los que conseguían hablar durante más de 30 segundos sin enredarse o sin perderse dentro de sí mismos. Pero todo se matiza cuando escucho a X que, durante dos largos minutos, dice una misma cosa, como las imágenes en loop que ponen en el noticiario. Cae la noche y cierro ventanas y cortinas. No llevo nisiquiera un día entero solo y ya siento que quizá debería hablar con alguien, con quien sea. Hay aquí un dispositivo de internet que es solo para emergencias y ya lo he usado como tres veces, durante no más de cinco minutos cada vez, para fines que objetivamente no eran una emergencia. A ratos los perros construyen un coro sostenido de ladridos, entonces salgo a mirar y constato solo un puñado de luces prendidas. ¿Quién es toda esta gente? Hablábamos anoche con A acerca de qué tipo de cosa podría terminar siendo para nosotros vivir aquí. Proyecto mentalmente esta existencia un par de meses. Saldría a correr todas las mañanas. Comería pescado dos veces a la semana. Escribiría todas las noches. Tendría un amigo de setenta años. El elástico de esta soledad que vive al fondo de todo finalmente cedería y finalmente vería de qué estoy hecho. Siento que nunca había sabido tan bien qué es lo que quiero. La noche me trae su extrañeza y yo le contesto saliendo a echarle un poco más de humo al humo.

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“Y si leo, si compro libros y los devoro, no es por un placer intelectual –yo no tengo placeres, solo tengo hambre y sed- ni por un deseo de conocimientos sino por una astucia inconciente que recién ahora descubro: coleccionar palabras, prenderlas en mí como si ellas fueran harapos y yo un clavo, dejarlas en mi inconciente, como quien no quiere la cosa”. (Pizarnik, Diarios)

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Hasta que renuncié a la Librería Desconocida. Quedaban como cuatro días pero lo adelanté todo (y les pareció bien, porque hace rato que ya no me querían allí). Aparte de que M colapsó y renunció, los amiguitos allí arriba habían comenzado un stalkeo que solo ayudó a aumentar la tensión: “es un mal elemento que enrarece el ambiente”, “su actitud incita a las malas conductas”, y así. Desde el colegio que no escuchaba esas boludeces pero, a la vez, ya lejos del mundanal ruido, no puedo negar que era justo lo que necesitaba oír. ¿Qué se supone que haga uno? ¿Comerse la mierda como si me estuvieran haciendo un favor por dejarme estar allí? ¿Aferrarse al trabajo como un salvavidas porque así está la cosa en Shile? ¿Decirle a los vendedores nuevos que todo está fabuloso, que es mentira que las metas son inalcanzables y sencillamente se gana el mínimo, que es mentira que antes teníamos descuentos, que no hay hostilidad en los tratos, que es casualidad no más que no haya sindicato, que todo esto va a cambiar prontamente? Cualquiera puede meterse a averiguar el nivel de rotación laboral en lo que va del año. Cualquiera puede recopilar esta misma información y documentarla. Cualquiera podría averiguar si hay algún querellado por motivos que nisiquiera voy a mencionar. Cualquiera podría, incluso, hacer la arqueología de la Librería Desconocida en el período de la dictadura. Que lo diga yo aquí es un detalle. Yo mismo no importo nada. De hecho, ¿quién lee esto? Diez o veinte personas. Lo único que me diferenciaba del resto de mis compañeros es que yo tenía tuiter y lo usaba. Entonces, ¿qué esperaban que pasara, si en vez de mejorar las condiciones, iban uno por uno, comprando la comodidad u hostilizando según conviniese? Ojalá que alguno de los amiguitos esté leyendo esto, porque aquí les va lo último que tengo para decir, y es un consejo que no tiene ironía alguna: nunca paguen menos que la competencia, sean por último de esos capitalistas que hacen las cosas bien, cópienle a las otras librerías, cópienles descaradamente, no pasa nada, cambien el lenguaje, usen las redes sociales, cambien el logo, contraten unos cm millenial, hagan concursos, lean la cuenta de tuiter de Eterna Cadencia como si fuera un manual de buenas costumbres e ingenio, tírense algún extracto de un libro y que la gente adivine y gane algo, busquen la horizontalidad, pero en serio: acérquense a la gente y córtenla con el rollo de que venden una experiencia, tengan ofertas, por el amor de dios, alguna vez hagan ofertas que no sean las que las editoriales mismas les fuerzan a hacer, tengan alguna pizarrita en la que cada día un vendedor pueda escribir la cita del día o recomendar un libro, vuelvan al origen, al libro mismo, saquen un podcast sobre libros, ábranse de verdad a la comunidad, si un universitario quiere dejar unos flyers déjenlo, no pasa nada, no se va a transformar todo en una casa okupa, consigan que las pequeñas editoriales vuelvan a creer en ustedes, por último desechen ciertas áreas, no pueden abarcarlo todo, no en este momento quizá, traigan de vuelta al querido FR y saquen a ese otro personaje siniestro, revitalicen la editorial Nascimento, por último bajo otro nombre, publiquen a los poetas chilenos, tomen riesgos, sáquense alguna lectura de poesía dos veces al año, vuelvan aún más al origen, comprendan de verdad el amor por los libros y todo lo que ello implica, actualicen el sistema, permitan que los clientes accedan a la devolución de su dinero si les sobra cuando hacen un cambio, consideren que sus jefes de local y vendedores están ahí día a día dando la cara por cuestiones con las que no necesariamente están de acuerdo y recuerden que los clientes los tratan como si ellos crearan las reglas y asuman que, si no hacen esto, si no comienzan luego a girar con la rueda cultural, a la larga les van a pasar por encima.

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Salgo sin desayunar a Ñuñoa a buscar el libro de Megan Boyle recién salido del horno. Incluso teniéndome a mí mismo en la pantalla del celular como un punto azul que se mueve dentro del mapa me paso de largo un par de veces. Recibo el libro, lo meto dentro del cortaviento y me devuelvo con la lluvia. En el camino veo a G apoyado en una mampara, despidiéndose de alguien, lo saludo, me hace pasar, es su taller, una casona que es un conjunto de talleres, un parrón, techos altos, muy bonito todo, tanto que le digo que me siento en Curicó, no estoy seguro si lo estoy interrumpiendo así que sigo, me despido, salgo, caigo en la fuente Múnich, un schop y un churrasco italiano que en el fondo es una hallulla y está todo muy rico pero igual podría haber cierta normativa al respecto, pero hay cosas más urgentes, obviamente, mientras espero comienzo con Boyle y no me defrauda. La lluvia arremete dentro de su levedad, empiezan a retirar algunas sillas y mi shop, sumado al ayuno, empieza a hacer lo suyo.

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Llego a casa y P llega a la colita y justamente me pregunta si me queda alguna colita pero me queda más que una colita. Fumamos mientras nos movemos, mientras largamente llegamos y nos sacamos de encima objetos, bufandas, bolsas. Aprovecho el envión y me aplico con el aseo del baño como si cada rincón importara mientras P cocina unos fideos con carne de verdad picada y todo esto parece de verdad un hogar.

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Un asco de living pero la inesperada extensión del regaloneo de la mañana y un compilado de mambos que alguien puso en tuiter me dan la fuerza para, muy pero muy lentamente, restablecer el suelo, los sillones, la cocina, todo. Cuando se va, un beso de pie, como corresponde, es decir, como si tuviéramos 20 años.

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Desayuno a la una y almuerzo a las seis. Sea cual sea la hora a la que me acueste me demoro dos o tres horas en caer. A ojos cerrados y dando vueltas como un pescado, pienso en el futuro, en el próximo trabajo, en los próximos compañeros que seguro no van a estar a la altura de los que dejé. Todo va siendo llenado con X-files, Los Soprano, el play, el sillón y las vicisitudes propias de la casa. No escribo nada. No leo nada. Una visita por día. Nada de dinero. Unos porotos remojándose hace tres días. La pereza de salir en busca de zapallo. Supongo que estoy en una especie de transición.

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“Pero aún me parece tan absurdo, tan irreal que yo tenga que trabajar para vivir”. (Pizarnik, Diarios).

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