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Archive for enero 2021

dosmilveinte

«Extinguirse por un tiempo determinado,
pero estar seguro de volver a encenderse luego» (Canetti)

Un hospital a la izquierda y otro a la derecha. Al frente la torre telefónica. Hace un mes el humo de alguna micro o barricada subiendo por encima de los edificios y ahora nada, el cielo blanco que me cae mejor que el celeste o azul. Abajo un puñado de enfermeros y enfermeras fumando y tirando las colillas al suelo. No me acuerdo quién me señaló esa supuesta contradicción alguna vez. En el patio interior del edificio, ningún perro siendo paseado. En las porciones visibles de vereda, la sensación de domingo, pero un domingo aún más domingo que todos los otros domingos. Las zapatillas de correr ventilándose en posición de saltar al vacío en el borde exterior de la ventana de mi pieza. Cada vez que las miro completo hacia arriba el cuerpo que falta y no tiene sentido. Incluso esto, así, es preferible a ese salto que imagino no porque lo piense en serio sino porque cuando abro las cortinas parado sobre la cama quedo a un paso de distancia. Nunca había pensado tanto en la muerte como en estas semanas. Se lo he dicho a todos con quienes hablo y por qué no volver a escribirlo aquí.

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En secreto espero que algo aún más extraño suceda. Algo que nadie haya visto venir y que, no sé cómo, suspenda el mantra intrusivo del futuro y su ¿DE QUÉ VAS A VIVIR EN UNOS CUANTOS MESES MÁS? Pero, al mismo tiempo, temo al caos y lo inesperado. Es como si necesitáramos un caos específico, quirúrgico, que reviente solo lo que ya sabemos que hay que reventar.

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Decimos cosas sin importancia así como a veces al comienzo de las películas la cámara se pasea por el pueblo a modo de construcción del personaje y su tragedia. Cuando escribimos en realidad no sabemos cómo partir y así partimos.

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“Hay un mérito grande entre el pensamiento y la ejecución; entre mirar el agua y asegurarnos de que la necesitamos; entre tomar la fruta o verla pudrirse. Hay que jalar los hilos de la mente y convencernos de la causa y el efecto de la vida”. (Irasema Fernández)

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Viernes 17 de abril. Afeitado y bañado y con una copa de ponche listo para ver Jesus son con Y ¿Desde cuándo que no escribía al menos una línea en este word? El mundo se volvió una batalla invisible y todos quedamos en la línea de fuego. Quizá me siento como Bart en ese capítulo en que todo Springfield se comporta como El Niño Yo No Fui y por eso esto es lo primero que escribo este año y nisiquiera lo hago en un archivo nuevo sino al final del word del 2019, como si este año culiao nunca hubiera empezado.

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“La última digestión ya no la haremos nosotros”. (Tavares)

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De nuevo el sueño de volver al colegio. Ando con uniforme y estoy en un cerro (que no existe) frente a la farmacia de mi papá. Tengo conciencia de la inactualidad del colegio, pero al mismo tiempo siento un compromiso con los compañeros. No recuerdo bien lo que hacemos en el cerro, pero al bajar todos deciden ir al centro a comer completos y quedo solo, pensando en que por ningún motivo mi papá puede verme. La sensación es de vergüenza: si me ve con uniforme de colegio verá que he retrocedido en la vida.

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Otro sueño con mi padre: Entramos a unos estacionamientos. Maneja él. Descendemos y descendemos y claramente no vamos a ninguna parte. Todo se pone cada vez más tubular y oscuro. Hace como si supiera hacia dónde vamos, me habla de fútbol, pasa los cambios pero el auto se tranca. Yo quiero avisarle del peligro, pero me da pena mostrarle que se ha equivocado. Bajamos tanto que empieza a aparecer magma. Sugiero que nos larguemos. Él insiste y de pronto me veo fuera del auto, viendo cómo se hunde. Ocurre entonces una especie de retroceso de la escena: soy trasladado al punto en que estoy sujetando el auto, segundos antes de que caiga al magma. Mi padre salta por la puerta y se salva.

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Otro más, de nuevo con mi papá: Se va quedando dormido y yo estoy ahí a su lado. Lo abrazo mientras se duerme. En algún momento se cae hacia atrás del sillón y le apretó la cabeza con dos cojines grandes y es chistoso, similar a cierto video de un gato chico que se mete adentro de un sillón y saca su cabeza rápida y reiteradamente, entre los cojines. En el sueño también es chistoso. Él hace como que se molesta: no entiende la ternura que rodea la referencia al video, o al menos esa suposición tengo (en el sueño). El personal de la farmacia está cerrando el local y nos miran. Sigo a su lado, medio vigilando su sueño, abrazado a él, con la sensación de que, pese a que sus trabajadores nos están viendo, mis expresiones de cariño no le incomodan.

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De lo falso, su montaje palpable; de lo real, lo intraducible que permanece.

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Me acuerdo de una compañera de curso con la que nos íbamos de la mano hasta el colegio. Una vez que nos bajábamos del furgón y entrábamos a la sala yo dejaba de existir. No me hablaba ni menos aún me volvía a tomar la mano. Me tomó tiempo descubrir que el furgón era solo una extensión de ese momento de la mañana en que uno abraza lo que esté más cerca, que en ese caso era yo.

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Quizá éste sea el momento en que debería acostarme y forzar el sueño en vez de seguir escribiendo esto y quedarme mirando youtube con la luz apagada. Hoy me di cuenta que casi todos mis amigos están o teletrabajando o telestudiando y yo, salvo esta especie de ocio disciplinado, no estoy en nada. Pero también vi por ahí que había cierta autorización para no sentir culpa de no estar escribiendo la gran novela de la cuarentena, ni leyendo En busca del tiempo perdido así que por ahí voy nivelando todo creo.

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Desayuno cerca del mediodía viendo la nueva versión de Cosmos con Neil deGrasse, pero no se siente ni parecido a lo que me daba Carl Sagan. Casi todo lo que cuenta son cuestiones archisabidas con efectos especiales como de las últimas pelis de Terry Gilliam simulando mundos posibles –esta nueva entrega se llama Cosmos Possible Worlds, justamente- y la verdad es que la miro como de reojo mientras reviso el cel o contesto audios o saco los cartones de la ventana y solo pesco cuando entran a terrenos que desconozco.

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Se huele la fomedad de la carne de soya y luego el resto de condimentos que vienen a salvarla. S no le echa Laurel a los fideos y da lo mismo; es su obra, su turno en la cocina, puede hacer lo que quiera, como yo que anoche destruí a combos dos paquetes de galletas de vino y les eché el sobre de manjar entero y las amasé e hice unas quince bolas macizas de las cuales quedan solo siete.   

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Llamada de mi padre: “Estoy en mi escritorio y la rumba de papeles nisiquiera me deja ver el antejardín”. Luego, orgulloso, me pone una grabación de un programa de radio en el que han pasado la primera publicidad de su farmacia, que ha pasado de cadena a llevar su apellido, igual que hace quince años. “Entonces usted simplemente pase por la farmacia de mi buen amigo Ramón Fernández, cuarentaycinco años de trayectoria profesional, una farmacia atendida por su químico farmaceútico, etc. etc.”, dice la voz, que me transporta inmediatamente a Curicó. “¿Quedó bien, cierto?”. Le digo que sí, y de verdad lo pienso. Lo grabó en un casette y la sonajera de teclas suena más clara que las palabras mismas, pero se entiende y, a su modo, es bello. Parado en el balcón mirando las calles vacías –que es la manera en que suelo hablar por teléfono- pienso en lo que significa ser un papá, en esa especie de ternura transparente, sin ironía, con la conciencia directa y accesible de estar siendo lo que se es y nada más. Concluido el tema, se pone a contarme su fin de semana. Me  cuenta que ha visto un campeonato de playstation entero por CDF, y no solo eso, me informa, además, que Curicó Unido ha salido campeón. ¿Por qué mi papá está al día con algo como eso y yo no tenía idea? Mientras hablamos dejo el youtube con el primer partido abierto en una pestaña. “¿De verdad te sentaste a ver fútbol de playstation papá?”, le pregunto. “Sí pos, es igualito a la realidad, solo que un poco más rápido”. Terminamos conversando sobre la relación entre el fútbol real y el simulado, le digo que juego, que soy bueno, le pregunto por la estructura del campeonato, y así. Nos despedimos con ese te quiero dicho bien rapidito que hacemos siempre.

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Un indicador de que uno anda raro es el tiempo que demoro en despegarme de la cama. Digo YA y me quedo ahí. Es todo lo mismo. Corro las cortinas pero no me dan ni ganas de poner una musiquita que sea como el opening del capítulo del día. A esta serie le falta algo y no sé qué es. Anoche vimos Primavera, verano, Otoño, Invierno… y Primavera y qué ganas de vivir ahí, en esa especie de palafito. Haría ejercicio, leería encima de una roca, habría animales, nadaría. Quizá nisiquiera sería budista. Mentiría, me haría el budista cuando vinieran los supervisores del budismo. Hay tanta distancia entre la vida que uno vive y la que quisiéramos vivir que cuando soñamos lo hacemos bajito, como entredientes.

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Me gusta el frío. Este frío. La ventana abierta y el abrigamiento. No tengo buzos y los únicos pantalones que tenía los dejé en el trabajo así que ando con chor y pantis debajo. Eso y tres pares de calcetines y las correspondientes zico. Polera de piyama y chaleco. Bufanda en un rato más, cuando me tumbe a leer con la guata llena como preámbulo de la siesta. S le hizo un chaleco a la gatachica y la amo más. La persigo. La alzo por el aire como en el rey león. La tomo lentamente y espero ese tiritón que hace con la patita cuando se despega del suelo. La huelo y le doy besos en el lomo, en la cara y sobre todo en la curva interior del mentón. A veces duerme en mis cajones de la ropa y cuando paso al baño le hago cariño. Dos o tres segundos de cariño. ¿Qué se sentirá ser un gato y recibir amor a destajo? Abre un poco un solo ojo y sigue durmiendo. Voy a ir a buscarla ahora mismo.

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Siempre lo mismo: luego del desayuno alargado a través de la serie que sea que esté viendo paso al compu en donde quedo absorbido por las tareas del computador, especie de superestructura de mí mismo que no me suelta sino hasta el momento en que hay que hacerse cargo del almuerzo, que en el fondo no es más que la antesala de la lectura en cama, que a su vez no es más que la mentira que me cuento para ir quedándome dormido y despertar por segunda vez en el día, con la sensación de que ahora sí que empieza el día, al que tristemente ya le van quedando solo dos o tres horas de luz.

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No sé qué tienen los días blancos. Me obligo al frío solo para abrigarme. Salgo al balcón y, cosa que no suelo hacer, me hago un pito delgadito y me lo fumo entero.  La cama ya hecha le agrega una capa de decencia al día y mientras miro por la ventana volado me digo que hoy voy a escribir solo ideas cortas

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1. Un meteorito pasa muy cerca de la tierra y todas las personas son intercambiadas. Las almas, lo que hay dentro, las conciencias, todas redistribuidas al azar y de golpe en la totalidad de los cuerpos. 2. Un virus estomacal que hace que los peos sean venenosos, pero solo para receptores externos, pues cada sujeto sería inmune a sus propios peos.

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Hago el ejercicio mental y de verdad no recuerdo qué hacía en mi trabajo. Busco los primeros pasos para empezar con las revistas y no recuerdo nada. Cada vez más siento que no puedo ni debo volver allí al mismo tiempo que sé que, cuando ocurra, tendré tantas deudas que no me quedará otra que volver.

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Tres cosas que subrayé del diario de Tavares: La piedra puede ser bella cuando los ojos no están ansiosos / No sólo el mal. ¿Cuánto tiempo permanece el bien en las superficies? / Me quedaré aquí, pero no sé dónde estoy.

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Crece el dolor de muelas. Mientras sucede es inhabilitante. Si fuese algo continuo, si el dolor estuviese todo el rato en 6 o 7 como ahora y no en 2 o 3 como el resto del día, me volvería loco. Ahora mismo acaba de bajar desde 6 a 3 e intento entender con qué tiene que ver. Si el dolor es un aviso, y ya estoy avisado e incluso pedí hora al dentista, ¿no debería poder transmitirle racionalmente al cuerpo que ya, que sí, que entendí, que suspendamos el dolor hasta el sábado?

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Establecí una nueva forma de siesta en la que me acuesto, dejo solo la lámpara encendida, cierro los ojos y pienso puras hueás, luego lo dejo y me entrego a algo que no es dormir, ni soñar, despierto sobresaltado a los quince minutos y me doy cuenta que ya no tiene sentido, prendo la luz y me entrego a la siguiente tarea del día.

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El otro día vi Dong de Tsai Ming-liang. Un edificio vacío y un puñado de personas que resisten a una peste que se lo ha llevado todo. Mientras una tipa guarda confores (creo) se escucha al relator de la radio decir: “Al parecer, los pacientes inicialmente desarrollan síntomas febriles. Días después actúan como insectos, se arrastran por el suelo y tienen tendencia a esconderse en la oscuridad y los rincones húmedos. Los expertos lo denominan “arrastramiento cucarachero””.

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El dolor de muela y el movimiento. Pasearse por el pasillo de madrugada como animal. Después quieto, manejando la respiración, intentando reinterpretar la verdad indiscutible del nervio. El dolor pasa de seis a diez de un salto. La inquietud del cuerpo sufriente se parece a la de una noche de insomnio por calor, solo que aquí el sol está dentro. Al rato uno ya se aprende las oleadas, las curvas de ascenso y descenso. ¿Por qué hace algunas horas eran esporádicas y aguantables y de pronto se volvieron constantes y en el pick? Probablemente un cuerpo humano pueda aguantar cosas mucho peores.

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Me cuenta (con pena) que su relación con los pololos de la adolescencia estuvo marcada por el olor a poto (de ellos).

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La pastilla nueva anda bien así que voy a escribir. Que ande bien significa que siento el palpitar al lado derecho, pero es como si hubiera un pequeño corazón y nada más. Un pequeño corazón cuya vida debería acabar mañana. Recién vi Raising Arizona y creo que es la primera cosa que puedo ver de verdad, prestando atención, como algo en sí mismo y no como algo que me saque del dolor. La pieza está hecha un desastre. Cuando todo esto empezó decidí dejar de agacharme o hacer movimientos inesenciales. Amontono los platos en la cocina y aprovecho las pausas sin dolor para lavar. Duermo casi sentado, digo, cuando duermo, porque la mayoría de estas noches han sido un infierno. Sueños que se confunden con el dolor. Dolor que dirige los pensamientos. Pensamientos que son antes que yo. Y así.

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Tavares: La catástrofe sería la presencia simultánea de todas las cosas / Es necesario tender la cama, fingir que salimos durante el día y que fuimos muy lejos / Somos monjes, sí, pero sin la creencia.

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Cinco de la tarde y aún no almuerzo. ¿Son tres completos una comida razonable? Lo serán. El ruido de perros y niños usando el patio interior del edificio es un simulacro de circulación que me hace bien, que nos hace bien a todos. Quizá por eso aún tengo la ventana abierta, pese a que hace frío.

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“La conexión presupone una exactitud lampiña, sin pelos y sin polvo, una exactitud que los virus informáticos pueden interrumpir, desviar, pero que no conoce la ambigüedad de los cuerpos físicos ni goza de la inexactitud como posibilidad”. (Bifo Berardi)

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En el capítulo de Cosmos Possible Worlds que vi en la mañana deGrasse cuento que a veces los abetos se apuran en crecer, lo que hace que sus celdas crezcan con mucho aire dentro (si mal no recuerdo), dejándolos a merced de ser derribados o malogrados por vientos o tormentas, error de juventud ante el cual, cuenta deGrasse, el abeto tutor o padre o madre que crece a su lado se inclina lentamente hasta darle la sombra suficiente para que ralentice su crecimiento y así crezca lento pero firme.

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“La diarrea es para mí un lugar de encuentro entre dos amigos”, (L)

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¿Lo mejor? Domar la mente, escindirse, pasar del terror a algo que no es nada, asimilarse a la piedra, el cariño, los otros, las pelis con Y, los que estuvieron siempre y los que aparecieron, los audios de madrugada con L, leernos, dormir, despertar y seguir durmiendo, o despertar y despertar del todo, la ausencia absoluta de trabajo (y aun así producir estos bloques de letras que nadie pide), el calor de un gato, haber vuelto a escribir, haber vuelto a hacer ejercicio, Bifo, Tavares, la luz justo ahora, la relación con mi padre y mi madre, la muerte, decirla, rodearla, eso y espero que no solo eso.

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Ninguna frase subrayada del diario de Bifo. Ningún subrayado de los últimos libros. Nada que contar que no sea una variación de todo lo ya dicho aquí. Sensación de que los días se achican y de que algo me permite o me empuja a dormir cada vez más. Pienso en el renacimiento matutino que comentaba Pardo y necesito algo así pero sin emborracharme. Ahí está la mitad de la botella de vino blanco esperándome. Se supone que me mande esas tres últimas copas cuando sienta el llamado. Pero no sé qué significa eso. Ayer estuve casi toda la tarde ordenando papeles, terminé de escribir unas letras de rap (¿) que alguna vez empecé en la oficina y sentí lo mismo que siento ahora: una espesa inutilidad, algo que tiene que ver con unos mecanismos de actividad que no desembocan en nada concreto, un ruido vacío que soy y tarareo. Voy a escribir de corrido como alguien ahogándose bajo el agua y subiendo a la superficie del no más. He estado viendo hartos vídeos de las zonas abisales y quizá por eso la metáfora. L me mostró a unos tipos que bajan a las profundidades con sus cámaras hd y comentan la apariencia de las extrañas criaturas que se ven en esas honduras de un modo que, si no fuera porque no tiene sentido, parecería bullyng. También vi un vídeo de un fantasma bajo el agua, nadando, muy rápido para ser humano, y quizá también para ser un fantasma. El único de ese tipo que he visto.

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4:09 am, los horarios ya se fueron a la mierda, ahora veo hasta tres películas por noche, L aparece como a las 2 am y nos mandamos audios y, cuando ya me dispongo a dormir, pongo un video de esa mujer oriental que come orgánico y que agradezco que me hayan mostrado, porque, aunque uno sea alguien que se come una vienesa acostado en medio de la oscuridad, siento que igual me purifica

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“Los restaurantes, vacíos. Y las tiendas parecen vender a su vendedor, que está allí, apostado en la puerta”. (Tavares)

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Idea: una pastilla que sea como el restaurar sistema de los computadores pero de la historia de la fisiología humana y te devuelva, por ejemplo, a la época de los hombres de las cavernas, específicamente al punto en que el umbral del dolor era mucho más alto y los dolores de muelas eran meras picadas de zancudos.

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Me callo, me aparto, dejo de escribir. Una conciencia extrema del aburrimiento que produzco y esparzo. Vivo del aplazamiento, emito comunicados: la trampa de escribir para no llegar nunca. Como algo visto desde el espacio, estoy en movimiento, llevo una dirección, pero es incomprobable a simple vista. La universidad, las relaciones, mi escritura, el trabajo, las cucarachas, mis listados de quehaceres. El delay como guión. Una narrativa que, escriba lo que escriba, me rodea. Nada está entero y, al igual que cuando hago aseo en toda la casa, empiezo por aquí y por allá y no lo termino.

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Ambulancias y, por encima, Chopin. Y me lee el tarot por guasap y le digo que estoy en una especie de mindfulness, pero al revés, es decir, con una especie de paz que se logra flotando sobre el presente. No necesariamente evadiéndolo, sino viviéndolo anticipadamente, como recuerdo. Las cartas me dicen que, aunque eventualmente conseguiré que algún dentista me vea, necesitaré trabajar la ansiedad que rodea a todo el proceso y su demora. En resumen: Insisto en no estar en el aquí y ahora y situarme en el recuerdo que tendré de esto en un mes más, o cuando sea que el asunto molar sea superado, y quizá eso no esté tan bien.

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La noche llega demasiado pronto. Lo que mi cuerpo me dice que son las tres de la tarde ocurre recién pasadas las siete. Almorzamos porotos con albahaca y zapallo, sudo como enfermo porque le puse mucho ají, la gatachica nos mira desde su posición de siempre, como todos los días a la hora de almuerzo y, al igual que todos los días, apenas termino la alzo por la cintura, de a poco, mientras su cuerpo se estira como un acordeón y sus patitas traseras hacen ese tiritón que me llena de algo inhumano y puro y que no merezco. Tragamos en silencio y pienso que quizá así seré en diez años más, si es que yo o el mundo aún existimos. Seguimos comiendo callados y, como si acabara de verlo, S me cuenta que alguien escribió un tuit en el que ponía algo así como “Ustedes sacándole fotos a la cordillera mientras la gente se muere en los hospitales”. Mientras comemos le agregamos variaciones: “Ustedes leyendo poesía mientras la gente se muere en los hospitales”; “Ustedes barriendo sus casas mientras la gente se muere en los hospitales”; “Ustedes cortándose las uñas mientras la gente se muere en hospitales”. Sin siquiera mirar el tuit ya sé los comentarios que encontraré ahí. Imagino también el perfil del tipo: lentes de sol, barba delineada y quizá el mar de fondo. Arriba, en la foto de portada, un meme de Benedetti diciendo algo que nunca dijo. Eso o un tanque. O un avión de guerra. En sus primeros tuits: críticas a Trump y un poco más abajo un posteo en el que queda claro que TODOS los políticos son iguales. Su bio: ni de izquierda ni de derecha / Caminando junto a @XXXXX / Intolerantes pasen de largo. En fin. Ustedes escribiendo en un google doc todos los días mientras en los hospitales se muere la gente. Ustedes durmiendo siesta mientras en los hospitales se muere la gente. Ustedes leyendo a Bradbury mientras la gente se muere en los hospitales. Ustedes, ustedes, ustedes. Como un superyó escindido y en esteroides. Como el miedo que juzga. Como la empatía pero afilada. Como el triunfo del individuo mismo. 

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Más con las amigas que con los amigos, hablamos de amor por audios de wathsapp. El amor de los otros y el de uno que no queda claro cómo o por dónde podría empezar bajo estas circunstancias. Amor y redes sociales. Relaciones que comienzan y terminan por doquier. ¿La soledad aumentada? ¿La renovable promesa de poder partir de cero? ¿La construcción avatárica del romance? Una amiga ya ha terminado dos veces en lo que va de cuarentena. Extraña posibilidad: Terminar varias veces, pero empezar solo una. Con L concluimos que son tiempos de amistad y bajo esa premisa, llenamos las madrugadas con audios pormenorizados sobre nuestras miserias. Eso, las películas y los libros, hacen de la madrugada un mar atravesable.

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La universalidad del amor está bien, pero muchas otras cosas lo están; un policía boca abajo, por ejemplo, o el huevo a la copa, o leer algo que te recuerde las ganas de escribir.

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“Mi mamá siempre se acuerda que cuando tenía cinco años quería que se incendiara la casa para ver cómo se quemaban nuestras cosas”. (D) 

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Un sujeto hace una larga intervención. Un sujeto del público en una ponencia de Mariana Enríquez. Enfatiza en la importancia de los títulos, en cómo a veces el título lo es todo, da algunos ejemplos de títulos que arrastran una historia personalísima para el escritor y luego le pregunta a Mariana si Las cosas que perdimos en el fuego es un título que responde a tal categoría y ella, con la misma amabilidad con que diría que sí, le dice que no, que es solo el nombre de una canción que escuchaba mientras escribía los cuentos, y la cara del sujeto se cae, y todos ríen un poco. 

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Hace algunos días vi Journey to the west de Tsai Ming-liang. Cincuenta minutos de un monje budista haciendo una especie de meditación en movimiento, avanzando en cámara lenta, lentísima, por la ciudad, el metro, etc. Sonará aburrido de ver –y sí, puede que haya leído unos poemas de Rafael Rubio mientras seguía la túnica roja de reojo-, pero todo lo que sucede alrededor del monje es atendible: los transeúntes deteniéndose abruptamente, otros que ríen, los que siguen conversando entre sí mientras beben cerveza, o ese extraño momento en que un tipo duda y no sabe si bordear o no el espacio alrededor de eso que, sin otra palabra más adecuada, se le aparece como una performance; o también, una niña que hace que su madre la saque una foto y luego se queda mucho rato mirándolo, o un extraño sujeto que, a tres metros de distancia, decide seguir al monje, copiando su lentitud, imagino que guiado por un instinto parecido al de los que corrían sin parar junto a Forrest Gump. 

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Primera impresión de los diarios de Raul Ruiz: las actividades con las que llena una semana alcanzan, en mi caso, para llenar un año entero.

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Hablé media hora con mi mamá, mirando por el balcón, como siempre que hablo con ella o con mi papá. Quedé contento. Se me pegó su aura. Lo noto porque inmediatamente me puse a ordenar el clóset y hacer el tipo de cosas que requieren un ánimo específico.

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D en su pieza con su amiga recitando en voz alta la postulación de su cómic a unos fondos concursables y yo aquí, en las mismas, con mis cuentos, y a la izquierda S, con sus poemas. Ninguno va a ganar nada, pero al menos estamos haciendo lo que nos gusta.

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Leyendo los diarios de Fabián Casas en mi oficina del balcón me dieron ganas de volver a esto, a intentar de nuevo con la religión de un parrafito al día. Entre el campeonato de escritura y hoy han pasado unos cuantos meses y todas las veces que he pensado en volver a escribir me digo que no vale pena, que nada nuevo ha pasado y, sobre todo, que todo el tiempo que me sobre tiene que ser destinado a los cuentos y su postulación, cuyo cronometro en retroceso me recuerda todos los días que soy un rumiador, un quedado, un enemigo lento de mí mismo.

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2:57 am. Disfruto esta hora. La noche me pertenece más que ningún otro momento. Leo a Casas deprimido como un nene. Imagino que él lo diría así mismo. Yo en cambio lo abrazaría o lo invitaría a beber. Mentira, no haría nada. Lo miraría de lejos. No sé de qué estoy hablando pero, sea lo que sea, me pasa que a Casas lo leo con su propia voz. La verdad estaba leyendo acostado y me levanté impulsado por una sola frase de la que pensé que se desprendería algo. La frase era: me acostumbre a no salir

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Olvido que la mascarilla quedará por un buen tiempo, lo que significa que al menos la mitad de las verdades que se le escapan a uno por la cara ya no serán visibles. Hace algunos días me junté con P. Yo iba al dentista y ella a la farmacia y usamos la caminata para ponernos al día. Ya estai transpirando, fue lo primero que me dijo. Días después vimos Adaptation con Y: todas las escenas con voz en off de Nicolas Cage sudado y patético me hicieron pensar en mi propia voz interior. Y para eso sí que no hay mascarilla. Aún.

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Un fanchop tras otro leyendo a Casas y mirando de reojo el Bayern-Sevilla. Buscando algún profesor para la actividad que hay que inventarse en la postulación del fondo del libro vuelvo a hablar con el único amigo que me dejó el colegio. Me cuenta que hizo un evento privado para coca cola con Diana Boloco. Le digo que yo también me vendería, si alguien quisiera comprarme. Pongo a los Mirlos mientras bebo y miro por el balcón y bailo imperceptiblemente sobre mi propio eje. Instantes sagrados que duran lo que duran. Leo el primer cuento de Algunos fantasmas chinos y no me pasa nada. ¿Debería un cuento hacerle algo a uno? ¿Estoy pidiendo mucho? Hermosa portada, eso sí. Postulando a la sección de libros-que-leeré-para-vender. Después de los fanchops, y arrancando del súbito frío de la tarde, hago una tortilla de jurel. Me la trago frente a D que no tiene escritorio y está en la mesa del comedor dibujando contrarreloj. Beber así y luego comer como energúmeno, tiene una sola consecuencia: cerrar las cortinas, celular modo avión y a dormir.

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Ayer, por vez primera en todos estos meses, videollamada grupal. Con R, G y J. Me huevean por silencioso, pero al final ya me curo y participo. Tampoco es que importe o denote alguna incomodidad específica; soy así y punto. Me bajo una botella entera de vino blanco y medio paquete gigante de cheetos maní. Despierto sin caña, pero de todos modos me mando una gatorade que tenía lista en el refri, por si acaso. Por la tarde –hoy domingo- sigo con Casas. Al igual que con los Diarios de Ruiz, me hace sentir que no hago nada, que no concreto nada. Antes termino Las puertas de la percepción de Huxley y decido abandonar Algunos fantasmas chinos de Lafcadio Hearn. ¿Quizá, así simple y llanamente, estas maneras orientales de contar historias no son lo mío? Me aburro de sobremanera con todas esas aperturas genéricas. Yin Shi, hijo del sabio no sé cuántito, expulsado del reino de no sé dónde, enamorado de la princesa no sé cuánto, y todo lleno de unos adjetivos que intentan colorearme algo que nisiquiera alcanzo a generar como paisaje. Como si todo fuese o viniese de ser un relato universal cuyo esquema basta por sí solo. En ese caso, y considerando estrictamente este punto biográfico en el que ya no acepto nada que me aburra, me quedo con la historia chica, con el protagonista

eno es parte de nada y con la sequedad formal de aquello que prescinde del adjetivo y su color que no consigo proyectar. Tonto yo igual, que ando comprando libros por el título y la portada. Aparte de eso, nada. Almorzar un arroz duro y pegado de antesdeayer con ají y un huevo encima. Recibir de rebote el sol. Unos temas lindos de Congreso (que empecé a escuchar desde cero). El citófono sonando durante toda la tarde y me hago el loco. “Diré que estaba en el baño”, pienso decir después, si me preguntan por qué no atendí.

*

Previo a la siesta me pongo a releer los diarios del dosmildiez desde el celular, con una pena que no logro descifrar. La similitud en mi modo de quejarme ante mí mismo, quizá. Darme cuenta que escribo y escribo ynada concreto sucede. Constato también, tanto en el dosmildiez como hoy, una vida precaria que hago como que escojo. Y la pena, la extraña pena, ¿por qué cada cosa que escribí sobre mi mamá y mi hermano me deja al borde de las lágrimas? Sensación de que nos debemos cierta felicidad. Que son otros siempre los que surgen. Hay algo de verdad en esa pena, pero sospecho también de las imágenes, de cierto peso que fabrican con el tiempo y cierta incapacidad propia de leer el polvo acumulado como lo que es.   

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El computador me atrapa. Pero nisiquiera son las redes sociales. Soy yo mismo en tanto red social. Son las tareas o el sistema de tareas asociadas al computador –sistema del que tanto me enorgullezco- las que me absorben ni bien me siento aquí. Hacer espacio respaldando las pelis en los discos externos, derivar las que veré en la semana a sus respectivos pendrives, pagar ciertas cuentas que no sé por qué nunca se ha podido desde el cel, tirar al google doc las ideas de cuento que he ido dejando en audios conmigo mismo, repasar todo lo que he ido dejando en dicho chat e ir derivándolo a sus categorías correspondientes, incluso esto mismo –que pretende ser una sana insistencia- termina siendo una manera de esquivar lo que me hizo levantarme de golpe hasta aquí y que, recalcando aún más su carácter de esquivabilidad, es lo último en mencionarse, a saber, el cuento sobre las Personitas que sigue estancado a dos o tres páginas del final.

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De nuevo varios días sin escribir. Sin escribir aquí, digo, porque algo he avanzado en el cuento de Las personitas y también en la reseña de Goodreads sobre Los perros andan sueltos que ya lleva dos planas y puede que termine siendo algo que merezca publicarse por ahí. Me interesa, sobre todo, que sea alrededor del 18 de octubre. También he vuelto a horarios normales, despertando a las nueve y durmiéndome antes de las tres am. Salvo eso, y la retirada de las siestas, y las tardes de lectura en el balcón, y dos películas por noche, y comenzar a ver los Simpsons desde el comienzo con D algunas noches, y la conquista de las mañanas ya referida, no ha pasado nada. Aparecieron dos nuevas y últimas cuotas del seguro de cesantía que no tenía previstas y eso, sumado a la posibilidad bastante probable de que nos finiquiten a todos próximamente, me dan una holgura de tres o cuatro meses para continuar con este a veces agradable paréntesis.

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Hay algo exponencial en perder la costumbre de escribir aquí. Es como si, habiendo pasado cuatro o cinco días, uno tuviera que hacerse cargo hacia atrás, como una especie de notario de sí mismo que de pronto pierde las ganas, olvidando que el impulso escritural es una cosa actual, presente, y no tendría por qué verse anulado o determinado por ese lastre que, quizá, se parece a cierta lamentable manera en que uno se aleja de las personas, no por algún motivo en particular, sino por una acumulación imprevista de incomunicaciones. Quizá si me hiciera caso y escribiera un párrafo cada día la cosa sería distinta. Pero el ánimo, el antojadizo ánimo. ¿Cómo puede ser que a veces escribir se sienta como acordarse a las tres de la mañana que no saqué la ropa de la lavadora y otras veces sea como tenderse en el pasto a recibir el viento?

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El diario de Fiaban Casas cayó en un pozo, pero sigo queriendo ser su amigo. Probablemente esté arrepentido de su publicación. Estuve leyéndolo en la tarde. Leyendo y bebiendo. Más bien bebiendo y mirando por el balcón. Y contestando cosas en el celular. Cuando desperté de la siesta estaba S en el living con D. Un choque de puños y nada más. No me trajo Veneno de escorpión que le presté hace un año, pero no le dije nada, probablemente porque me puse nervioso al verla allí, de golpe.

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No tengo sueño, pero estoy a punto de echarme a dormir, porque en realidad no tengo ganas de nada específico, y dormir es lo que hago últimamente, más y mejor que antes. La luz es la correcta, la cama está hecha, la manta roja está ahí. Es como si quisiera estar siempre recién despertado, enfocado, con el impulso agradable y nublado del reseteo.

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Desperté y tomé desayuno viendo Fargo. Me gusta a ver a las dos forajidas y a la enfermera cocainómana que es la misma actriz de la última de Kaufman y todo el resto me da lo mismo. La verdad, si no están ellas, contesto los chats o juego al Bazooca boy, que ya me provoca una sensación adictiva asquerosa, pero no puedo hacer nada al respecto, salvo avanzar y avanzar, suponiendo que si existe el nivel 357, quizá todo se acabe en el 1000 y pueda desinstalar el juego. Termina Fargo y me quedo acostado. Nisiquiera abro las cortinas. Pongo un capítulo de Rocko. Van a Paris pero el bus turístico solo está enfocado en la basura. El tour así lo específica, así que tiene sentido. Salvo para Rocko, que quiere ver la torre Eiffel. Cada vez que muestran al grupo de turistas hay dos o tres que están sonriendo como dementes, otros hurgándose la nariz, y así. Quizá las mejores partes de Rocko sean los extras, aunque no sé si en los dibujos animados se dice así. Recuerdo un capítulo en que un niño random que está sobre los hombros de su padre le dice: “mi maestra dice que cuando aparece un tapón de gasolina un ángel recibe sus alas”, a lo que el padre responde: “tu maestra está llena de mocos”. También, mientras la cámara avanza lateralmente mostrándonos a estos turistas, suenan toses y peos. En dos o tres oportunidades, y a la manera en que en Tarkovsky escuchamos el sonido del agua, peos. Y cada una de esas veces me rio. Porque eso es lo que soy. El caso es que Rocko ve pasar durante distintos momentos a una ualabí que es igual a él, pero con falda y pelo de mujer. Entonces se enamora. La busca por Paris. El guía turístico, que ya venía dando señales de estar un poco más loco que la medía de los personajes, explota. Jeffer sale a buscarlo. Y no me acuerdo como termina, porque seguí jugando Bazooka boy, hasta que lo cerré de golpe, en el preciso momento en que noté que las noticias indicaban que el día no solo ya había empezado sino que venía de vuelta. Abrí las cortinas, puse una canción que fuera como el comienzo de algo, y ahora estoy aquí, mientras suena la alarma del celular que dice FINIQUITO, lo que significa que tengo que vestirme, echarme agua en el pelo y pasarme la mano, simulando que me bañé, y partir al lugar en el que, hace ocho meses, tenía una rutina.

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Me reciben en una oficina a la que nunca había entrado. La oficina del dueño de la hueá que ahora ha sido declarado interdicto por sus hijos. Podía entrar cinco veces seguidas en menos de una hora mostrándote una foto en su celular. La misma foto cinco veces. Una guagua, un meme, cualquier cosa. Uno tenía que decir lo mismo las cinco veces. Uno, es decir, los otros, porque yo, pese a mis tres años en el lugar, no alcancé a existir para él. Me muestran unos Excel y digo que sí a todo. Parece razonable y legal lo que ofrecen. Después me quedo parado mirando mi escritorio. Si odio todo esto, ¿qué es esta breve melancolía? Boto los pantalones de mierda, tiesos y llenos de polvo, los únicos que tenía y que siempre estaban en el trabajo, arrugados en un cajón. Le dejo todos los frascos y tazas a la señora que vivía en la casa contigua. Le pido una bolsa y meto allí todos los libros que tenía en el cajón. De vuelta, me siento en el primer sitio libre que pillo y me zampo dos chops y una pizza de mechada mediana. Llamo a mi mamá que está de cumpleaños y le cuento todo. Hablamos largo, mientras empiezo a emborracharme y a sentir que, pese a toda la mierda, el año no termina tan mal.

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El otro día P se rió cuando le conté que pretendo aprender serigrafía y vender poleras. Me sentí mal y apagué el teléfono. Esperé a que terminara mi película para contestarle el resto de sus audios, en los que se matizaba sus dichos. Hablamos y nos dijimos todo y estuvo bien: ni ella es tan cruel ni yo soy tan lamentable. Descubrí si –como si no lo supiera desde siempre- que me apena mucho que me vean como un bueno para nada. Es y ha sido el asunto de este diario. ¿Cuánto tiempo más puede sostenerse este tópico? Lo que exige la narratividad de una vida es poco, poquísimo.

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Resumen de otras cosas que han cambiado en las últimas semanas: Volví a correr. Me enfermé de la guata un par de días y ahora estoy comiendo mejor. Ya no hablo en las noches con nadie. Sigo leyendo por las tardes. Bajé de dos a solo una siesta al día (y ninguna si despierto muy tarde). Con D nos metimos a un cineclub vecino, por zoom obviamente. Llegamos al ciclo Herzog, pero no me sumé a la sesión de Fitzcarraldo porque, aunque entiendo sus virtudes, no tengo nada que decir. Creo, también, que ese día me dolía la cabeza, por la deshidratación de la diarrea. El próximo lunes se comenta Cobra verde y espero sumarme. Me digo a mí mismo que podría servirme como transición hacia la sociabilidad que en algún momento tiene que volver a reactivarse. Me quedan menos de cien lucas y me da lo mismo. Hay comida de sobra y tengo que aguantar menos de un mes hasta que se abra el grifo del finiquito. Por otra parte, el último campeonato de escritura fue el más fome de todos. No sé si fueron las consignas o qué. Confirmé, además, que me hastía todo lo que rodea al amor genérico por la literatura. Ciertos entusiasmos, ciertas maneras de publicitarse, ciertas fotos de escritores, cierta comodidad con la palabra. Y culpo a twitter de gran parte de esto, por cierto.

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La teoría del hombre demás en el fútbol, pero aplicada a mi situación actual en pandemia: Del mismo modo que cuando la ventaja numérica tras la expulsión de uno o más rivales se vuelve una presión contra el mismo equipo (que debería hacer patente el desnivel, pero no lo consigue ni en el juego ni en el marcador),  así mismo siento que se dejaron caer este dineral (finiquito, AFC y 10%). Sumados a la certeza de al menos cinco meses en que podré prescindir de trabajar, me veo en la obligación de salir con algo en limpio de esto, algún emprendimiento, un libro publicado, la semilla sembrada y no en las piedras, algo, lo que sea, pero algo. Por de pronto, y a dos meses de cumplir un año sin trabajar, tengo un jugador demás y no se nota en absoluto.

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Viernes 11 de diciembre. Termino las cartas de Kafka a Milena en el balcón, estornudando cada cinco minutos por el perímetro de lacrimógenas que, como todos los viernes, se acerca y crece hasta que cae el sol y se diluye en el silencio de la noche. Hoy ha muerto Kim Ki-duk y J nos avisa que su polola perdió el olfato. Aunque la mayoría de mis familiares y amigos siguen indemnes, no dejo de pensar en la muerte y en el azar. Al mediodía hablo media hora con mi madre, resumiéndole el estado material y espiritual de las cosas, y quedo de buen ánimo. Le digo que la muerte es rara. Me dice que le explique y le explico. Se pone a llorar cuando le digo que decidí no ir para navidad, pero lo entiende. Corro las cortinas y pongo unas canciones movidas de Los Jaivas, pero no dejo de pensar en la muerte. Ordeno el block de notas con ideas para cuentos. Elimino aquellas que solo suenan bien o, como mucho, dan para inventar un chiste. Por la tarde hablo un rato con J, que no suena como alguien a la espera de las manifestaciones del virus en su cuerpo. Y qué bueno que así sea, le digo. Quizá pienso en los otros como si todos tuvieran tanto miedo como yo y probablemente no sea tan así. La proyección de un puñado de meses más encerrado –sino ya de la mitad inicial del 2021 que ya está encima- me atosiga menos que la incertidumbre de pensar, por ejemplo, que alguna de mis roomies se enferma. Ahora el rebote coloriento pero gastado del sol en los edificios aledaños empieza a hacer en mi pieza sus juegos de sombra que ya me sé de memoria. Mientras, ordeno mis papelitos con los quehaceres, con la agenda de la próxima semana (lunes, almuerzo con C y guardarle sus cajas; martes, madrugar para ir a firmar el finiquito y miércoles, once con I) y con la priorización de gastos, una vez que tenga mi finiquito y el 10%. Las balizas y los bombazos se sobreponen a los ladridos y a los gritos de los niños que juegan acá abajo en el patio interior del edificio y, aunque suelo evitar hacerlo los viernes, me dispongo a salir a correr. Si el parque está irrespirable o noto que hay muchos pacos, me devuelvo.

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D está en el living dibujando en un cuaderno nuevo y gigante que se compró. Seguramente no se llama cuaderno, ni block. Yo aquí retomando, después de semanas, este diario. Y S que acaba de llegar de su trabajo y nos ve y nos saluda. Sensación de ser los niños de la casa, ocupadísimos con sus juguetes.

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Sábado 12. Duermo diez horas y media. De corrido. Salgo a comprar y vuelvo. Sacando permiso ahora, porque retrocedimos a fase dos. En el segundo negocio al que entro un hueón llega y se cuela en la fila. La fila soy yo solo, pero de todos modos, un culiao. Murmuro algo por debajo de la mascarilla, como chileno. Antes que se vaya, eso sí, entro; entro justo por el pasillo por el que va a salir y por el que cabe una sola persona y saco lentamente una pepsi en lata. Su impaciencia que noto en la manera en que mueve los dedos me alimenta. Boto a propósito otras latas cercanas. Lo miro y las acomodo. De vuelta, y luego de tener todo limpio y ordenado, un pan grande y gordo: hamburguesa, queso, lechuga, mostaza. Me doy por desayunado y almorzado. Una hora o más en las tareas del computador y luego, sin nada que pudiese justificarlo, sueño, mucho sueño. Concluyo que dormir poco da sueño, y dormir mucho también. Despierto vuelto una masa, una nube. La gatachica llega a la pieza en el instante preciso que ya acerqué los libros que voy a leer y puse la música que quiero escuchar. Se sube ronroneando. Anda así ahora último y la aprovecho. Una mano en el libro y la otra en su lomo. Vuelvo a leer solo cuentos buscando, más que inspiración, estructura, ritmo, reglas que me guien a la hora de escribirlos. Terminé el cuento de las Personitas y no siento el impulso de comenzar ningún otro. De Mariana Enríquez paso a Alfonso Alcalde y ahí me quedo. Un cuento de este último que podría ser un capítulo de Tom y Jerry: Dos maestros que se nota altiro que son pura boca. Usan palabras casi de cohetería espacial para referirse a las partes de una lavadora, mientras se emborrachan junto a la empleada de la casa y, aunque están enfocados solo en la cocina, o la lavadora, el agua de la manguera empieza a soltar música y la radio agua fría. Me río leyendo, y eso es harto.

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Veo Obreras saliendo de la fábrica de Torres Leiva y, no sé por qué, lloro un poco. Salen de la fábrica, se lavan y se quitan la ropa, caminan hacia la playa, nunca dicen nada, chapotean, se arremangan los pantalones, una se sienta y mira y no se anima a mojarse los pies, luego se levanta y camina hacia sus compañeras.

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Soñé que estaba en Curicó, mirando por la ventana hacia un pasaje, en una casa con varias señoras que me eran desconocidas. De súbito comienza un temporal, un tornado, algo que amenaza y ensombrece el pasaje. Todos comienzan a entrarse. Las señoras me llevan a una pieza, al fondo de la casa, La pieza se transforma en un vagón de tren, o quizá la última puerta de la casa daba directo al tren. En cualquier caso, vamos saliendo de la ciudad a una velocidad inusitada para un tren, momento en que estas señoras se ponen unos trajes especiales, como hechos con ramas (también me pasan uno a mí) y se lanzan con el tren en movimiento. Me aseguran que es la mejor manera, dándome una serie de razones por las que conviene bajarse justo en ese punto y no en otro, así que me lanzo con ellas. Caminamos un tramo y luego escalamos una montaña de basura, provistos de unos palos gigantes, que venían incorporados en el traje, a modo de espada samurai. Me decían cosas sobre una ciudad escondida, pero ya no las veo. Luego estoy con G y empezamos a quemar escombros en varias esquinas, parecido a esa noche de año nuevo con RSB vuelto mono.

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Trasplantas toronjil como la metáfora de algo que no entiendes pero quieres que sea bueno.

Te ejercitas de noche. Corres por el borde de un parque, más lento que todos. Luego saltas y te mueves sobre la baldosa de tu pieza, escuchando un programa sobre extraterrestres. Aparte de la siesta, es el único momento del día en el que se produce una especie de corte.

A veces dices o preguntas cosas estúpidas y lo sabes. Lo sabes e insistes. Comprendes que ese llegar tarde te constituye y debes rellenarlo de humor –con humor o no, da igual: de humor-.

Le cuentas a tus amigos que compraste 180 huevos. Te hacen chistes. Uno de ellos te sugiere que comiences un diario del huevo. Quizá lo hagas, quizá no. 

Miras a tu gata largamente. A veces te corresponde y crees en cierta telepatía animal. Entonces le entregas unos pensamientos que son como cariños, o rezos, parecido a cuando le hablabas a los extraterrestres desde esa ventana que daba a un potrero.

Fumas delante del computador con la promesa de pasar a una actividad más productiva en unos minutos. Te enojas contigo mismo porque pasó media hora y le diste rt a tres perritos y una violencia policial. No estás seguro de qué significa esa línea editorial, pero ya es tarde para tomar cualquier decisión. Fumas de nuevo. Empiezas a escribir esto, decidiéndolo mientras lo haces.

Ibas a escribir un poema sobre trasplantar el toronjil, forzando alguna metáfora con tu futuro, pero lo pusiste en duda, intentaste un haikú y al final incluso eso fue desarmado y relegado a una sola frase, que detonó todo lo que sigue.

No dices todo lo que quieres y al mismo tiempo, en los momentos en que nadie ha pedido nada, dices mucho sobre cosas que no le importan a nadie.

Mientras escribes esto piensas en la holgura que da la tercera persona y en lo fácil que es escribirse así. Luego, de algún modo que no puedes explicarte nisiquiera a ti mismo, ves que también hay ternura en verse de golpe en un espejo quebrado. Porque es el mismo espejo quebrado para todos.

Escribirse, es decir, leerse.

Doblas las tapas hacia atrás todos los días. Sacudes las migas. Piensas que te mereces un cama a la que no le salten los resortes. Eventualmente, barres. Amarras la cortina. Dejas que alguna canción te dé el impulso correcto.

Te quedas parado tras la silla de tu compañera de departamento. Habla menos que tú, y eso es algo que no suele pasar. Te das cuenta que todo lo que se ha hablado en el día lo empezaste tú. Probablemente eres para ella lo que los habladores son para ti. Pasas de largo.

No estás completamente orgulloso de lo que eres. Has emparejado todos tus forados con visiones humorísticas de ti mismo. Te gustan más esas versiones que tú mismo. Eres ese humor, en un sentido serio y, quizá, oscuro.  

Tienes libertad y holgura de aquí a varios meses, pero el futuro te hostiga. Esa idea que tenías ya no te parece tan brillante. De noche le das vuelta a todas las opciones, y ninguna te convence. Tus amigos te dicen que ni los extraterrestres, ni ningún fenómeno extraño va a venir a salvarte. Sabes lo que quieres, pero aún no entiendes como hacer que el trabajo coincida con el deseo.

Miras a tu gata dormir. Uno, dos, tres besos en la nuca. Sabes lo que significa que no conozca el daño. Ella solo lo experimenta, tú solo lo sabes y, pese a todo, ambos tienen la verdad completa del asunto.

Imaginas cosas que dices. Imaginas cosas que te dicen. No sientes con claridad porque empiezas a relacionarte con esas imágenes antes que con las personas.

Aparece alguien inesperado y sientes el entusiasmo de un perro en medio del bosque. La sigues, sin saber si te han llamado o llegaste por cuenta propia.

Partir tampoco asegura nada. Sabrás que llegaste una vez que estés allí.

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08 / 05 / 2020

¿Por qué dejo que mi mente me pasee hacia futuros culiaos como una especie de fantasma de las navidades futuras? El insomnio de anoche se trató de eso y probablemente por eso soñé que me volvían a llamar del trabajo y nadie usaba mascarillas y todos se tocaban con todos y me paraba encima de una mesa a darles un sermón pero nadie me oía y terminaba llamando a la inspección del trabajo. Partí el insomnio con este ejercicio absurdo de imaginarme como sería morir ahogado y en soledad, entonces me pongo a decidir de quién me despediría solo con audios y a quiénes les haría vídeos, también empiezo a ver a quién le dejo mis libros y ese tipo de cosas. La novela corta o cuento largo sobre este lanzamiento marciano de un bestseller terrestre la pueden terminar entre los amigos que escriben, me digo, total los apuntes finales ya entregan una especie de cierre. Entonces, me imagino no existiendo. Ahondo en eso en el insomnio y hay una parte paralizante y otra que sirve. Si no solo no he existido durante casi la totalidad de la historia de la humanidad, sino que no he existido a través de toda la historia del universo, ¿qué diferencia habría ahora? ¿Cómo no va a haber una manera de no importarse nada a sí mismo que no sea necesariamente el autodesprecio? Bueno, Oriente y todo eso. El problema es que sé que busco unos fundamentos ontológicos que me convengan y al final dudo de todo, justamente porque lo necesito. Por eso la filosofía siempre es una manera de tender trampas y quizá por eso se le dan mejor las preguntas que las respuestas. Pero es extraño igual, algo pasa, porque tengo esta extraña certeza de que muero y algo queda. No yo, obviamente, no mi personalidad, nisiquiera mis recuerdos, miedos o deseos, no; algo, pero algo que por un lado es la obra que uno haya dejado (en el ancho sentido del término) y por otro algo ya más místico o inmaterial que sería todo lo que uno es pese a sí mismo. No sé cómo explicarlo, pero es como una especie de pegamento que mantiene unido al yo, y que no es el yo, pero tampoco puede decirse que no sea nada, y que tiene que ver con esta insistencia de ser uno mismo o casi, y que probablemente se parezca a lo que tradicionalmente llaman alma o espíritu, momento en el que todo queda inexorablemente manchado de los tonos neón del new age o del dorado del cristianismo, pero a mí no me importa, porque la clave está en que es una misma insistencia para todos y, aunque sé que uno muere y se acaba, también sé muy bien que lo que se acaba se acaba para la identidad, mas no para el hecho de que, una y otra vez, nazcan y nazcan humanos que digan “soy”, y sean, y mantengan ese ser, esa diferenciación que por sí sola no es nada, una flor que se abre a lo sumo (y no ver el paisaje, no leer las raices jugando abajo, es la parte ciega del materialismo). Nada me saca la intuición de que la cosa sigue, y es bastante probable que quien escribe ahora no tenga absolutamente nada que ver con ello y, aunque no era mi intención, terminé llegando a dios, en quien no creo, no porque niegue su existencia, sino porque todo el preámbulo y todas las preguntas y todas las maneras de abordar el asunto me parecen de una pequeñez abrumadora, ¿qué importa si, en tanto individuo, creo o no? Lo único que valdría la pena pensar es qué se supone qué estás diciendo cuando dices dios ¿Y si fuera un resultado, antes que una causa? ¿O ambas cosas al mismo tiempo, y en esta línea temporal no se entiende no más? Casi que me dan ternura los que creen que, negando a dios, niegan a la iglesia y sus miserias y cuando veo a alguien que te asegura que todo es carne y nervios, lo que veo es alguien que va con un ramo de olivos entrando a la iglesia de la materia y sus cómicas jerigonzas de que como todo está determinado por leyes físicas la libertad no existe. Antes que eso, me quedo con el dios de Simone Weil, un hueón que no se mete en nada y no hace diferencia entre alguien que reza quinientos avemarías y otro que lee quinientas veces un condorito.

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