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Archive for agosto 2015

junio-julio

PN814_G

“Nunca digo en el fondo lo que pienso, pero siempre me acerco mucho a la persona con la que hablo, hago como si lo que me dicen me interesara, excepto cuando bebo, entonces suelo moverme demasiado lejos en dirección contraria, para luego despertarme a la angustia del exceso, que ha crecido con los años y que ahora puede durar semanas”. (Karl Ove Knausgård, La muerte del padre).

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Necesito menos gente. Necesito que no pase nada. Necesito una ventilación cerebroespiritual. Necesito el mero ruido entrando por la ventana. Necesito, al menos unas cuantas noches a la semana, estar completamente solo. Toda la gente que circula por aquí tres o cuatro días por semana –sí: tres o cuatro veces por semana-, ¿acaso no necesitan leer? ¿Acaso no tienen que ordenar sus piezas, lavar y colgar ropa, culear, ordenar calcetines y cocinar? ¿Acaso no saben que existen cientos de películas que vale la pena ver? ¿No quisieran, por ejemplo, estirarse de espaldas en sus respectivas camas y dejar que la tele muestre en mute toda la tierna estupidez del mundo? ¿Por qué termino siempre a punto de sentir que yo estoy equivocado, que soy egoísta y que rehúyo toda actividad social? ¿Por qué no podría ser al revés, es decir, que sean ellos los que de algún modo huyen, solo que hacia afuera, hacia los otros? ¿Por qué no podríamos, en definitiva, estar todos huyendo de algo al mismo tiempo?

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“Por falta de sosiego, nuestra civilización desemboca en una nueva barbarie. En ninguna época se han cotizado más los activos, es decir, los desasosegados. Cuéntase por tanto entre las correcciones necesarias que deben hacerle al carácter de la humanidad el fortalecimiento en amplia medida del elemento contemplativo”. (F. Nietzsche, Humano, demasiado humano)

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Llego del trabajo y me encierro. Mientras F bebe en el living y cuenta sus historias (ya me las sé casi todas) y se ve siempre muy cómodo con todos y las risas se elevan, rebotan en el techo y caen, yo TRABAJO en la pieza y su orden: desde el traspaso a word de los subrayados de los últimos libros leídos hasta la reubicación perfecta de la antena de la tele tras la nueva cortina que en realidad es una especie de frazada, trabajo en la pieza. A veces, cuando las visitas son gente que conozco, salgo un rato, comparto honestamente y luego, también honestamente, me guardo y sigo mi rutina tal y como siempre. ¿Por qué debería ser de otro modo? ¿Qué es esta vocecita interna que me dice que LA VIDA está solamente allí afuera?

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“¿Por qué no tomamos lo que deseamos de las distintas tentaciones? No es porque seamos virtuosos: es porque somos cobardes”. (Mary MacLane, Deseo que venga el diablo)

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Ni en Game of thrones ni en la vida misma llega el invierno prometido.

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En el bus a Lipimávida: gallinas, perros con gallinas, Licantén, reino de madera y vapor, la transición campo-mar en colores y olores, tres cabros con ropa de 1998 que sé que sabrían enseñarme un par de cosas, verme ahí, camuflado de huaso, un falso huaso, intentarlo al menos, cada casita vestida a su modo, nadie nunca los pensó a todos juntos y allí están, la visibilidad de los patios, piscinas de plástico viejas, tristes negocios imponentes, un elegante dejarse estar de las cosas, saber cómo sería, saber exactamente cómo sería, la vista por la ventana soñando, sabiendo cómo sería.

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P se marea y teje y ya no se marea más. Me gusta cómo, incluso cuando le converso, mantiene la cabeza derecha, todo para no marearse.
El bus se pasa de largo y está bien: llegamos al fin del camino y nos pasan a dejar de vuelta. Ch y un puñado de perritos nos reciben. Me gano a uno y el otro de lejos ladra. Don F en su silla, como siempre. Lo saludo efusivamente como asumiendo que sabe que mi familia viene hace muchos años y que aún recuerdo cuando nos contaba historias de terror y de brujos del sector. Él simplemente me saluda. Echamos todo sobre la cama y planeamos. Sacamos un mapa que no entiendo para nada. La ventana da al mar. El sol ya se puso.
Ordeno mi ropa y dispongo libros y artefactos como si fuera a quedarme por siempre.
Hay la extrañeza de ver que todo lo que resta es disfrutar, comer, pasear, leer y quererse.
La primera cena es la más rara de todas: quien nos trae la comida se queda hasta que terminamos de comer. Parado junto a la mesa. Mientras comemos y dudamos si comportarnos como si no estuviera allí. Con la noche en silencio. Sin música o televisor alguno rellenando. Lo conozco, claro. No solo de las veces anteriores que vine, sino que desde la niñez. Me han mostrado fotos en que salimos ambos en la arena armando alguna cosa así que, tal y como lo he hecho antes, y ya que parece decidido a quedarse, le digo eso mismo, en el mismo tono: “parece que éramos amigos cuando niños”. Lleva una pañoleta en la cabeza y no demuestra ninguna incomodidad de estar allí parado. El asunto se distiende y hablamos de cómo es la vida allí y todo eso. Aunque siniestra, debe ser una especie de bienvenida.
Por las noches, los expedientes secretos x o alguna película.
Por la mañana, ir a mirar a unos perritos recién nacidos que están en el bosque de papayas.
Por las tardes, piscina, paseos, siestas.
El desayuno llega a las 9 a la cama.
Que no haya que hacer absolutamente nada es algo que, tras este año y medio de trabajar de corrido, valoro en demasía.
Y lo mejor de todo: el cerro cuyo nombre olvidé al final del camino, donde ya deja de ser Lipimávida (¿Infiernillo?). Convenzo a P de que vale la pena. El primer día avanzamos un poco y ya al segundo día nos adentramos hasta encontrarnos con un montón de cabras pastando. El mar desde arriba es otra cosa. Avanzar por senderos irregulares. Perderse y volver.
Nos vamos y quedo con ganas.

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Lo quiero exactamente así: la vejez en algún punto de la costa maulina y la muerte en Curicó.

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“Cuando la visión de conjunto del mundo se amplía, no solo disminuye el dolor que causa, sino también el sentido. Entender el mundo equivale a colocarse a cierta distancia de él”. (Karl Ove Knausgård, La muerte del padre).

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Temprano por la mañana donde S. Vamos a retomar el corto documental. Tiene a Ignacio Agüero de profesor en un taller y esto que haremos será su proyecto final. Entusiasmo total. Husmeo su casa. Nunca había venido. Fumamos. Miro sus últimos trabajos. Más entusiasmo. Pero me pierdo un poco. No es mi mundo, mi lenguaje. Presto atención. Sé que debo prestar más atención de la habitual. La idea del guión igual ha cambiado. Pero quiero, quiero mucho, confío en S y R. Intento explicarme pero quizá no debería haber fumado. Termino diciendo algo así como que, aunque no me gusta el arte panfletario, lo prefiero al arte espectacular. S me saca un poco de mi idea preestablecida, de mi imaginario audiovisual más o menos estrecho; me saca, en definitiva, de que la hueá tiene que ser como La sociedad del espectáculo de Debord. Al final de todo le pillo la hebra al asunto. La hebra y la elegancia de no saturar con texto. Me voy con la sensación de haber dado la impresión errada y con ganas de reivindicarme con el guión.

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Nunca se me va a borrar de la memoria algo que dice Lévinas al comienzo de La Evasión, algo así como que la característica ontológica del burgués es cerrarse al devenir y mantener al futuro como una mera extensión de las capacidades técnicas y narrativas del presente. ¿Soy eso? ¿Soy el burgués de Lévinas? Ayer llegó L de sorpresa. Sorpresa para mí, claro. Apenas F lo anunció supe que no iba a ser la tarde-noche que me había prometido (despertar de la siesta, once viendo Hannibal, luego escribir un rato aquí en el diario y también empezar a ver lo del guión para el docu con S y ya como a las 11pm, unas fumadas en el balcón, terminar los dos partidos que me quedan en la Copa America que hasta ahora voy ganando en el PS3; y ahí, al final de todo, una película, ojalá una muy vieja porque hace tiempo que estoy viendo solo cine contemporáneo) Y sin embargo, estuvo bien. De todas esas cosas la más importante era escribir y lo estoy haciendo ahora. Ocurrió que luego de L llegó P y la conversación estuvo amable (el primero y más extendido tema de conversación fue justamente acerca de cómo uno se aburre y finge interés en los distintos ámbitos de la vida) Estuve como hasta la medianoche con ellos y me sentí medio avergonzado de mi mal humor inicial. Creo que al menos sé en qué momentos vale la pena dejar de ser el burgués de Lévinas. El resto del tiempo no veo ningún problema en ello; por el contrario, es el único método posible para no ser arrastrado por la caída libre del mundo y su forzosa familiaridad: si me “escondo” no es porque no quiera mancharme con el devenir de las cosas sino porque tengo la loca idea de que solo así puedo traer las tensiones que la vida individual y social requieren.

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“Puesto que falta tiempo para pensar y tranquilidad en el pensar, se rehúyen las posiciones divergentes. Se empiezan a odiar. La inquietud generalizada no permite que el pensamiento profundice, que se aleje, que llegue a algo verdaderamente otro. El pensamiento ya no dicta el tiempo, sino que el tiempo dicta el pensamiento. De ahí que sea temporal y efímero”. (Byung-Chul Han, El aroma del tiempo)

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Encontré el ensayo sobre Lévinas. Aquí el primer párrafo:

Según Lévinas la filosofía occidental nunca ha ido más allá de la suficiencia del ser. Habría una precaución burguesa ante el devenir, un conservadurismo inquieto que anticiparía en todas partes una homogeneidad y una patencia del ser que eventualmente abrumarían. “El burgués (que) no confiesa ningún desgarramiento interior” y que al goce opone la certidumbre del mañana es el ejemplo del ser pensado como cosa, entero, franqueable, accesible, demasiado accesible. Tanto que estaríamos en un punto de no retorno en cuanto a devolverle a las cosas su inutilidad.

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Solo me resulta natural mantener cerca a quienes comprendan y respeten este inoperante reinado que, al igual que la depresión o la simple pereza, coincide a gusto con esta habitación y su lentitud. Este imperio de la inutilidad, esta fábrica de la textualidad que nadie ha pedido y que por lo mismo es algo sagrado… lo necesito más que a cualquier otra cosa y, de 10 personas (que estimo y quiero), sólo 2 o 3 me creen.

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“Siempre he sentido una gran necesidad de estar solo, necesito amplias superficies de soledad, y cuando no logro tenerlas, como ha sido el caso de los últimos cinco años, la frustración llega a veces a ser desesperada o agresiva. Y cuando lo que me ha mantenido en marcha durante toda mi vida de adulto, es decir, la ambición de llegar a escribir algo grande un día, resulta amenazado de esa manera, mi único pensamiento, que me roe como una rata, es que tengo que huir. La sensación de que el tiempo se me escapa de los dedos mientras hago… ¿qué? Friego suelos, lavo ropa, preparo comidas, friego platos, hago la compra, juego con los niños en el patio, los meto en la casa y los desnudo, los baño, tiendo ropa, doblo prendas y las meto en el armario, ordeno, friego mesas, sillas armarios. Es una lucha, y aunque no sea heroica, la libro contra una fuerza superior, porque por mucho que trabaje en casa, las habitaciones está llenas de desorden y suciedad, y los niños, que están siendo cuidados cada minuto de su tiempo, son más rebeldes que ningún otro niño que haya visto”. (Karl Ove Knausgård, La muerte del padre).

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1:22 am. Me fumo una cola y saco las Confesiones de San Agustin de los libros viejos.

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No suelto La muerte del padre. Le dedico todos los tiempos muertos. Lo que alcance en la cola del supermercado, lo que el alcance en el ascensor, lo que alcance caminando, lo que alcance mientras se pasa al pendrive una serie, lo que alcance en los tiempos muertos en el trabajo. ¿Qué es lo que me hacen estas vidas contadas tan en detalle? ¿Qué es esta calidez de entrar caminando, nisiquiera acechando sino que cordialmente invitado, a los recuerdos adolescentes de un sujeto que, al otro lado del mundo, nisiquiera intuye mi minúscula existencia? A ratos, debo confesarlo, caigo en el tedio de los detalles. ¿Qué me importa el color de la taza con café que sostenía el día en que supo que su padre había muerto? Y sin embargo, luego de terminado el capitulo, agarro todo eso que aparentemente sobraba con una gran mano mental y lo incorporo y lo leo a través de esa invitación.

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“Los cuerpos muertos podrían por ejemplo llevarse sin tapar en camillas por los pasillos del hospital, y de allí transportarse en un taxi normal y corriente, sin que eso representara ningún riesgo para nadie. Ese anciano que se muere en el cine durante la proyección podría quedarse sentado en su asiento hasta que acabe la película, por no decir también durante la sesión siguiente. El profesor que sufre un infarto en el patio de recreo no tiene por qué ser sacado de allí a toda prisa, pues no pasa nada si se queda en el suelo hasta que el conserje pueda ocuparse de él, aunque no sea hasta bastante más tarde. Si un pájaro se posara sobre él y lo picoteara, ¿qué podría importar? ¿Es mejor lo que le espera en la tumba sólo porque nosotros no lo vemos? Mientras el muerto no estorbe físicamente, no hay razón alguna para tanta prisa, pues no puede morir por segunda vez. Esto vale sobre todo para las épocas de frío. Los indigentes que mueren congelados sobre bancos y en portales, suicidas que saltan de puentes y de edificios altos, ancianas que caen fulminadas en las escaleras de su casa, muertos por accidente que quedan atrapados en sus coches destrozados, el joven que embriagado cae al mar tras una noche de juerga, la niña pequeña que acaba bajo las ruedas de un autobús, ¿por qué esas prisas para esconderlos? ¿No sería más decente permitir a los padres de la niña verla una o dos horas más tarde, yaciendo en la nieve junto al lugar del accidente, con la cabeza destrozada visible, así como el cuerpo entero, el pelo manchado de sangre y la chaqueta de plumas limpia? La niña estaría abierta hacia el mundo, sin secretos. Pero incluso esa única hora en la nieve es impensable. Una ciudad que no mantiene a sus muertos fuera de la vista, una ciudad donde se los puede ver diseminados por calles y parques, en los aparcamientos, no es una ciudad, sino un infierno. El que este infierno refleje nuestras condiciones de vida de un modo más realista y estrictamente más verdadero no importa. Sabemos que es así, pero no queremos verlo”.
(Karl Ove Knausgård, La muerte del padre).

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M me dijo «marihuanero» y fui a mirarme al espejo a comprobar.

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No me da miedo la muerte, lo que me da miedo es morirme demasiado pronto, que todo sea en vano, no saber dónde se va todo lo que la voluntad ha proyectado y no ha realizado. Cuando hablamos de esto con P siempre intento decirle que, de perdurar algo de uno tras la muerte, será cualquier cosa menos el yo y sus gustitos e identificaciones. Entonces me pregunta a qué me refiero y ahí ya no sé expresarme con tanta claridad. Un fondo de impersonalidad común, supongo. Ciertas intersecciones culturales, cierta Historia de la intimidad, cierta continuidad en la destrucción del individuo que odiamos juntos. Algo así como todo lo que uno es pese a uno mismo. No sé.
A veces, antes de dormir, me revuelvo en ese caldo absurdo que es el mismo que me acechaba cuando, a los 8 o 10 años y también antes de dormir, pensaba en el infierno que me prometían los bienintencionados católicos. Pero claro, en esa época debía escoger entre la eternidad de un alma individual (la mía) o la nada absoluta. Hoy al menos esbozo una trascendencia que me parece mucho más firme y razonable que la de la infancia: la de la lentísima acumulación histórica de sentido, los pequeños pasitos y saltitos hacia algún tipo de bondad, la de todo aquello que queda entremedio y persiste sin yo alguno. Y es por eso mismo que me asusta más el absurdo que el mal: si este modesto piso mínimo que imagino resultara ser equiparable a, qué sé yo, la evolución de la publicidad o la cultura empresarial, no lo soportaría. Pero como solo a una mirada exterior a la historia humana le sería posible esta fatídica homologación, no me preocupo. Que Simone Weil nos diga que ese susto, la contemplación amorosa de ese susto, es Dios o la experiencia real de Dios, no nos sirve de nada. Saber el truco de la existencia, aquí y ahora, no tiene ninguna gracia (y, paradójicamente, es a eso a lo que los entendidos llaman gracia). Lo único que vale la pena es, conociendo o no el misterio, vivir esta arbitrariedad como toda la finalidad y todo el sentido que tenemos a disposición. ¿Qué otro sentido tendría estar aquí?

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“En esta casa por la que arrastro mi existencia maldita, diabólica y hastiada, arriba en el baño, en la repisa sobre el revestimiento de madera, hay seis cepillos de dientes: uno blanco muy corriente, con el mango de hueso, que es de mi hermano pequeño; uno blanco de mango retorcido que es de mi hermana; uno de mango liso que es de mi hermano mayor; uno con mango de celuloide que es de mi padrastro; uno con el mango de plata que es el mío; y otro corriente que es de mi madre. La visión de los cepillos día tras día, semana tras semana, y siempre, es una de las circunstancias mas apabullantes y enloquecedoras de mi vida de necia.
Todo el viernes limpio el baño. Por lo general, me gusta. Disfruto con la sensación del agua al escurrirse por mis dedos, y siempre me deja las uñas limpísimas. Pero la obviedad de los seis cepillos de dientes que me representan a mí y a los otros cinco miembros de esta familia y el vacio sin rumbo de mi existencia aquí –viernes tras viernes- me desgastan el alma y me enferman el corazón.
La penosa, árida, deleznable, detestable, estrecha Vaciedad de mi vida en esta casa nunca me sobreviene con una fuerza más intensa que cuando mi vista recae sin querer en esos seis cepillos de dientes”
(Mary MacLane, Deseo que venga el diablo)

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Toda la tarde con mi padre. Me voy caminando, bordeando el cerro Condell y escuchando un podcast de cine. Cuando llego no me cree que he venido caminando. Almorzamos en el sillón, cada uno con una bandeja. No sé por qué siempre lo miro de reojo, esperando alguna emoción inconfesable o qué sé yo. Son tan pocos nuestros momentos que todos terminan siendo el momento padre-hijo del semestre o incluso del año. Ando con las Confesiones de San Agustín y, cuando se para a contestar llamadas importantes o cuando va al baño o se duerme durante unos minutos, leo. Vemos la repetición de Chile vs Uruguay. Vemos varios partidos de fútbol fragmentadamente. Su seriedad a la hora de comentar el deporte sigue igual que siempre.

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Idea para un cuento: un tipo, digamos un estudiante de cine, conoce a una pareja de coreanos. En una fiesta, en un bar, en la calle siendo asaltados, donde sea. Hablan ambos idiomas, los coreanos. Viajan al sur, comparten trabajos: traban amistad. Entonces este estudiante se da cuenta que no se necesita mucho para inventarse un falso director de cine coreano y hacer películas como Hong Sang-soo. Casualmente la coreana tiene muchas filmaciones en exteriores (buscarle un trabajo que justifique aquello) y solo les restaría filmar las escenas en interior apoyados por otros coreanos residentes en Chile amigos de esta pareja. Las películas comienzan a circular en festivales internacionales, el clan coreano-chileno (obviamente con otra trama referente a las relaciones entre ellos mismos) persiste en la legitimación y posicionamiento de este falso director. Para minimizar las sospechas buscan algún eremita agazapado en alguna montaña hace mucho tiempo, un Bartbleby cualquiera que quizá alguna vez escribió un guión que nadie quiso, y montan la biografía ficticia encima de esta otra (podría haber una visita, un viaje cordial en el que le cuenten de la situación y le suelten algún dinero al eremita quien, consecuente con lo suyo, aceptaría pero solo si se le paga en arroz y cabras… entonces una pequeña hazaña bajando desde el monte Bukhansan hacia algún pueblo a conseguir los suvneires, y así…). Los problemas reales comienzan cuando cierto periodista chileno empieza a investigar y atar cabos. Podría ser alguien profundamente detestable, como ese hueón que a veces habla en primer plano desde estados unidos con aires de importancia, ese que escribió sobre Michael Jackson hace años y causó polémica. Este personaje jugaría el rol de una mirada añeja sobre el arte en general y, en consecuencia, defendería la importancia de los derechos de autor, la claridad y unicidad del autor, y la inmoralidad de haber engañado al público.
De algún enrevesado modo podría terminar todo con el periodista de mierda asesinado por el eremita.

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“No se me ocurre nada en el mundo similar a la pequeñez, mezquindad, repulsión y degradación pura y dura de la mujer que está bajo un techo atada a un hombre que en realidad no es nada para ella; que lleva el apellido de éste y pare a sus hijos: que se las da de mujercita virtuosa. En nuestros días hay más de la cuenta en este mundo”.
(Mary MacLane, Deseo que venga el diablo)

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En las últimas tres películas vistas (The double, Tracks y Map to the stars) y por puro azar: Mia Wasikowska.

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«Ama aquello a lo que vuelves». (Marco Aurelio)

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F habla y luego imita un poco cierto tono ridículo en su entonación. Yo mismo, una vez que me río, suelo reírme de aquella risa que, sin decidirlo del todo, ha salido más estrepitosa o aguda o juvenil que lo esperado. Lo pienso un poco y, de toda la gente que aprecio, a ninguno le interesa ser de corrido una sola cosa clara y contundente. Pocos se defienden y, en cambio, viven y valoran ese desfase. Ninguno se sitúa más en esa supuesta naturalidad que en la posterior reflexión acerca de ésta. La comunicación surge justamente cuando nos situamos en la arbitrariedad de poseer algo así como una personalidad acabada que, de algún modo, coincidiría con lo que somos.

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“El problema –dijo mientras se alejaba nervioso— es que tienes el relato de tu propia experiencia construyéndose a cada momento, y eso sirve para la literatura, pero no para la vida”. (Sebastián Olivero, Un año en el budismo tibetano)

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Julio Jung acaba de decir en un podcast: «Nacemos todos los días». Debería bastarnos con eso.

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Llevo en el párpado del ojo izquierdo un corazón que late desordenadamente y no sabe lo que quiere.

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«En el principio fue la acción, pues todo desarrollo elevado va de la voluntad a la pereza». (G. Simmel)

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Yo sabía que no iba a saber administrar correctamente mis primeros días de vacaciones en Curicó. El PS3 es mi pasta base. Insisto e insisto. Y lo peor de todo: mejoro cada vez más. Así que despierto tarde, desayuno viendo alguna serie corta (Parks, Louie o Curb your enthusiasm), luego oír las noticias desde lejos, desde la cocina, mientras se hacen las labores y, después, inevitablemente, la siesta que, más que nada, es para leer mejor.
La tarde desaparece. Alguien me la roba. Alguien que soy yo mismo enajenado.
Me prometo que solo voy a darle al play por las noches, un par de horas, pero termino jugando por las tardes, sabiendo que es inútil, que ya dominé a la máquina y solo resta encontrar mayores desafíos en adversarios humanos. Y mi único adversario humano es Bruno que aparece ciertas noches. Bruno que me cuenta de sus intentos por hacer algo más que sobrevivir al interior de los esquemas culturales de la provincia. Bruno que trae alguna cosa para fumar. Bruno que cambia el cedé de música del auto tres veces al año.

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“Pocas cosas hay que me molesten más que el apelativo «señorita». Yo no soy ninguna señora –como cualquiera puede comprobar si me mira de cerca-, y el diminutivo tiene un retintín odioso. Preferiría que me llamaran dulzura, o mujer perdida, o muchacha sansata…, por mucho que todo eso sea igualmente mentira”.
(Mary Maclane, Deseo que venga el diablo)

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No me gusta el reggaeton pero me gusta cómo le gusta el reggaeton a Alexis Sánchez.

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Chile campeón y luego el vacío.

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“¡Voltear los autobuses, y tocarles
la oreja a los absurdos transeúntes,
saber de abuelas suyas y de hermanas,
y de la fecha atroz en que nacieron!”

(Armando Rubio, de Confesiones)

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Siesta fallida. A ojos cerrados entro en un estado de larva. El sueño no llega, lo busco y no llega. Repaso y repaso la velocidad de este último año y medio. Carretera de mí mismo, intento ser el perro que saca la cabeza por la ventana y le cuelga la lengua. ¿Qué significa este ojo izquierdo que tirita hace ya una semana? ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Acaso no es esto –quedarse en casa, escribir, leer, intentar una siesta– descansar?

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Sueño: Entro a un ascensor y alguien me dice que me parezco a Jadue. “¡Ese conchesumadre!”, digo. Entonces entra otro tipo al ascensor y me apoya: “¡Ese conchesumadre; ni cagando te parecís!”. Luego, en alguna cancha, juego muy mal al fútbol pero al final hago un gol de cabeza. Desde la mitad de la cancha. Pero al arco, en vez de arquero, hay un perro.

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A la salida del trabajo un tipo a viva voz avisando que hoy el Estado ha asesinado un trabajador me saca una lágrima. Me gusta que sea así, que, aunque no sirva de nada y aunque el tipo sea evidentemente un estudiante de teatro, ciertas cosas sean dichas así, simple y llanamente, a viva voz, afuera de lugares concurridos. Y más aún: que remate con la idiotez de “Bachelet es asesina igual que Pinochet” no ensucia en nada su enunciado inicial.

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Antes que cualquier otra proyección subjetiva, soy amigo de la soledad del otro.

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